Pasé por delante de las estanterías llenas de libros, cogí un volumen pequeño —el relato de un inglés del siglo
XIX
que describía su viaje por el Nilo— y le eché un rápido vistazo mientras miraba alrededor con disimulo.
No había mucha gente, y no se veía a ninguna Principessa. Esperé, y de vez en cuando miraba el reloj. Pero a pesar de mi impaciencia no podía escapar a la apacible magia que allí reinaba. La encargada de la librería, una mujer mayor con el pelo gris recogido que estaba tras el viejo mostrador atendiendo a un estudiante vestido con vaqueros y jersey, me sonrió con amabilidad. No tenga ninguna prisa, parecía decir su mirada.
Me dirigí hacia la parte posterior de la librería.
Ante mi sorprendida mirada apareció un jardín de invierno. En un rincón había un viejo vagón con asientos de terciopelo rojo, en los que estaba sentada una mujer pelirroja leyendo. A su lado había una niña pequeña con un enorme lazo blanco en el pelo, y las dos, que debían ser madre e hija, habrían sido un precioso motivo para un cuadro de Renoir. Pero no las conocía.
En otro rincón del jardín de invierno había un enorme sofá blanco con muchos cojines sobre el que pendía una mosquitera de tela clara, al lado de una esbelta palmera. Casi daba la impresión de que el sofá se encontraba en una especie de tienda en medio del desierto. Pero no era Lawrence de Arabia quien estaba allí hojeando un libro, sino Luisa Conti.
Me miró con gesto interrogante, y yo encogí los hombros de forma casi imperceptible. Luego me di otra vuelta por el Au Bout du Monde. Cuando sonó la campanilla de la puerta miré hacia la entrada muy excitado. Pero era el estudiante, que salía a la calle con unos libros bajo el brazo.
—Si puedo ayudarle en algo no tiene nada más que decírmelo —me dijo la amable encargada de la librería a las siete menos cuarto. Seguro que no le pareció muy normal que no dejara de pasearme ante las estanterías con cara de pena. De vez en cuando me dirigía al sofá blanco y hablaba un poco con Luisa Conti, que se había quedado después de que yo se lo pidiera muy nervioso.
Cuando por fin la madre pelirroja se dirigió hacia la caja con su niña de Renoir para pagar y solo quedaba un señor mayor con bastón delante de una de las estanterías, me senté con Luisa Conti en el sofá y fingí interés por su libro sobre viajes legendarios en tren, escrito por el simpático Patrick Poivre d’Arvor, al que conocía de la televisión.
Era un libro que en cualquier otro momento de mi vida me habría fascinado, con sus preciosas fotos y sus dibujos antiguos.
Pero en ese instante estaba sentado al lado de Luisa Conti, que cada poco me miraba con los ojos muy abiertos, y los nervios me impedían tener los pies quietos. Casi podía notar en mi cuerpo cómo pasaban los minutos.
Tenía el corazón en un puño.
Entonces el señor mayor se despidió con un alegre «
Au revoir
» y la campanilla de la puerta sonó por última vez. Eran las siete, y la Principessa no había llegado.
Tragué saliva.
—Bueno —dije, mirando a Luisa Conti con ojos de pena—. Esto ha sido todo. —Intenté sonreír, pero el fracaso fue tal que mademoiselle Conti me agarró la mano.
—¡Ay, Jean-Luc! —se limitó a decir, y sus dedos acariciaron el dorso de mi mano.
Bajé la mirada y observé la mano pequeña y blanca que quería consolarme. En el dedo corazón había una ligera mancha de tinta que casi me hizo llorar de emoción.
—A lo mejor viene todavía —dijo Luisa Conti con voz apagada.
Yo apreté los labios y sacudí la cabeza. Luego me incorporé e intenté sacudirme todo el dolor.
—Bueno —dije otra vez, lanzando a mademoiselle Conti una mirada de pena—. ¿Tiene planes para esta noche?
Una velada con mademoiselle Conti era lo segundo mejor que me podía pasar.
Luisa Conti pareció vacilar.
—En realidad, he quedado —dijo luego, y en su cara apareció un gesto soñador.
Claro, pensé. Todos tienen su final feliz, menos yo. Ante mis ojos se materializó la figura de Karl Bittner. Me reí. Sonaba amargo.
—Bueno, espero que al menos la persona con la que usted ha quedado sea puntual —dije intentando bromear.
Luisa Conti sonrió.
Miré al suelo y luego volví a levantar la mirada.
Luisa Conti seguía sonriendo, me sonreía a mí, se quitó las gafas muy despacio, y vi sus ojos azul zafiro, que brillaban como un mar callado y profundo. Vi su pequeña nariz recta, su piel clara y transparente, en la que había algunas pecas diminutas, vi su boca bien delineada y roja como las cerezas, y entonces lo supe.
El mundo empezó a dar vueltas, un torbellino atravesó mi corazón, en mi cabeza se agolparon las imágenes.
La tinta del dedo, el desafortunado encontronazo, la porcelana rota. «La felicidad estaba muy cerca». «Me conoce y no me conoce». «¿Sería esta nariz un estorbo para sus besos?».
Louise O’Murphy, Louise, Luisa.
Luisa, que estaba en el andén de la Gare de Lyon con un vestido de verano rojo que se movía con el aire; Luisa, que estaba sentada tras su escritorio y lo veía todo; Luisa, que me había dejado una pequeña nota en el bolsillo del abrigo y me había puesto tan furioso con sus observaciones que me habría gustado zarandearla.
Luisa, que me había escrito todas aquellas cartas maravillosas y sabía dónde estaba el fin del mundo.
—¡Dios mío… Luisa! —susurré, y me tembló la voz.
Cogí su cara entre mis manos.
—¿Eres tú la persona a la que estoy esperando?
Me perdí en esos ojos insondables, deseé esa boca delicada, y no esperé —pido disculpas— el imperceptible gesto de afirmación de mademoiselle Conti.
Con un solo y brusco movimiento, la atraje hacia mí, y cuando nuestros labios se encontraron y noté su pequeña lengua pensé algo tan tonto como: «¡Qué curioso, esperaba a una rubia y me he encontrado a una morena!».
Y luego dejé de pensar.
Ese beso que yo había esperado con más deseo que ningún otro; ese beso que había sido preparado durante tanto tiempo por una mano delicada; ese beso, que fue lo más bonito que he vivido jamás, no quería terminar. El Duc había encontrado por fin a su Principessa. Bajo una mosquitera, en algún punto al final de la Rue du Bac, dos amantes estaban al margen del tiempo.
Y si no me hubiera llamado de pronto Aristide, tal vez se habrían olvidado de nosotros en el Au Bout du Monde. La encargada de la librería habría apagado las luces, habría cerrado la tienda, y nosotros ni siquiera nos habríamos enterado.
Pero nos separamos a desgana y contesté el teléfono.
—¿Sí, qué pasa? —pregunté casi sin respiración.
—¡Jean-Luc, ya lo tengo!
Je tiens l’affaire!
—exclamó mi amigo muy excitado, y no me di cuenta de que había utilizado las mismas palabras que mi famoso antepasado cuando descifró por fin las inscripciones de la Piedra de Rosetta en el caluroso Egipto—. He encontrado una frase en la primera carta de la Principessa que, agárrate, está sacada textualmente de una novela de Barbey D’Aurevilly. Se llama
La cortina roja
, ¿y sabes quién tenía ese libro en su mesa y lo estaba leyendo? ¡No lo vas a adivinar!
Aristide hizo una pausa muy teatral, y yo le aparté a Luisa un mechón de su pelo alborotado, y el suave suspiro que soltó cuando yo no pude aguantar más y rocé impaciente su boca con mis labios quedó solo para mí.
—¡Es Luisa Conti! ¡Luisa Conti es la Principessa! —Aristide gritó tanto que Luisa también lo oyó.
Me aparté un instante de ella, y ambos sonreímos con complicidad.
—Lo sé, Aristide, lo sé —dije.
Los personajes y la trama de esta novela son inventados.
Pero si algún lector cree que le recuerdan a algo tal vez se deba a que la historia que aquí se cuenta es real. Ocurrió así o de un modo parecido. No siempre hay que viajar hasta el fin del mundo para encontrar la felicidad.
Los escenarios de la novela, los cafés, los restaurantes, los bares y hoteles también existen en la realidad.
El Duc de Saint-Simon ha cambiado de propietario. Que yo sepa nunca ha sido sede de una exposición, y por desgracia ya no se puede adquirir allí la preciosa vajilla que lleva el anticuado nombre de Eugénie. Pero de vez en cuando aparece una jarrita de leche o una taza de
café-crème
en la bandeja de plata cuando se toma el
petit déjeuner
en la habitación.
El Au Bout du Monde se llama en realidad Du Bout du Monde, y no vende libros, pero sí tesoros traídos de todos los rincones del mundo. En este mágico establecimiento de la Rue du Bac se pueden encontrar, deliciosamente mezclados, muebles, estatuas, porcelana blanca con cabezas de ángeles y viejas pajareras.
Y al fondo, cuando se llega al pequeño jardín de invierno, junto a una palmera que casi llega hasta el techo de cristal, a través del que se puede ver el cielo, hay un enorme y cómodo sofá blanco sobre el que cae una fina mosquitera de lino formando una tienda fascinante.
¿Por qué lo sé con tanto detalle?
Bueno… he estado sentado en ese sofá.
Con la princesa de mi corazón.
Y fui muy feliz.
No solo los artistas son seres muy especiales. También las personas que escriben pueden destrozar los nervios de la gente que está a su alrededor con sus continuos cambios de humor, entre la euforia total («¡Esta novela va a estar genial!») y la más completa desesperación («
C’est de la merde!
»).
Quiero dar las gracias a mi familia y a mis amigos por haberme aguantado todo este tiempo, que a decir verdad ha sido un tiempo al margen del tiempo. ¡Sois estupendos!
¿Qué habría hecho yo sin vuestra consideración, vuestra paciencia y vuestros consejos?
Un agradecimiento especial para mi editor alemán, que una mañana me animó a escribir este libro durante una inspirada conversación en mi café preferido. Sin él la Principessa y el Duc se habrían quedado en el último cajón de mi escritorio… ¡y eso habría sido una pena!
NICOLAS BARREAU
, (París 1980) de madre alemana y padre francés, estudió lenguas románicas y literatura en la Sorbona. Durante un tiempo trabajó en una librería de la Rive Gauche, hasta que finalmente se dedicó a escribir. Le encantan los restaurantes y la cocina, cree en el destino, es muy tímido y reservado y, al igual que al escritor de
La sonrisa de las mujeres
, no le gusta aparecer en público.
Sus tres novelas, publicadas originalmente por una pequeña editorial alemana, ha conseguido un gran éxito, especialmente con
La sonrisa de las mujeres
que se ha convertido en un verdadero fenómeno editorial, en Alemania e Italia.