Me encontrarás en el fin del mundo (9 page)

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Authors: Nicolas Barreau

Tags: #Romántico

BOOK: Me encontrarás en el fin del mundo
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Asunto:
Sin concentración

Mi querido Duc, el gran impaciente:

Su hermosa carta acaba de llegar hasta mí, la he leído con corazón palpitante, y aunque en este momento no tengo tiempo, ya que debo atender asuntos urgentes, me gustaría liberarle enseguida de su impaciencia, no de su incertidumbre en lo que respecta a mi persona, y sé que eso le va a enojar.

¡Tenga paciencia, Lovelace! Si demuestra ser digno de mí, lo obtendrá todo de mí, ¡incluso mi nombre!

Me siento sumamente feliz de que me haya respondido, celebro nuestro intercambio verbal, pues a la vista de su primera carta compruebo que está usted a la altura de las circunstancias.

No me ha pasado desapercibido el hecho de que es usted un hombre de buen gusto, pero me causa cierto dolor que encuentre atractivas a las mujeres bellas (y que en ocasiones también le guste desnudarlas), ya que,
mon cher monsieur
no tengo previsto compartirlo con nadie. Sabía que conoce usted bien los cuadros, pero me ha sorprendido y fascinado que sepa manejar con tanto primor las palabras.

Me gustaría saber más de usted, y usted también debe conocer qué tipo de mujer soy yo. Poco a poco, paso a paso, primero de forma vacilante, luego con febril impaciencia, iremos despojándonos de nuestras vestiduras hasta que nada quede oculto y estemos uno ante el otro como la naturaleza nos ha creado: ¡desnudos!

¡Esta noche he soñado con usted, querido Duc!

De pronto estaba usted delante de mi cama, me acariciaba la piel, me rozaba con la mayor delicadeza… Debo tener cuidado de no perder la cabeza, aunque me temo que ya la he perdido.

Sus palabras provocan en mi corazón tanta confusión como su imagen, que aparece con tanta claridad ante mis ojos que me parece poder tocarla.

¿Piensa usted que
yo
puedo concentrarme en algo? Cómo me gustaría poder tomar ahora mismo su mano y pasear con usted en esta bella mañana de mayo a lo largo del Sena, que brilla al sol como una cinta plateada. Cézanne correría impaciente delante de nosotros y tendría que esperarnos, pues en cada puente nos detendríamos y nos besaríamos… ¡Admita que eso sería infinitamente más bonito que todas las cosas que tenemos que hacer!

Su Principessa (que intenta en vano volver a concentrarse en su trabajo).

Sonriendo, sacudí la cabeza. Esa mujer sabía realmente cómo hacer que un hombre mostrara sus sentimientos. Mis dedos volaron sobre el teclado cuando escribí una respuesta inmediata, que esperaba que llegara enseguida a la atareada Principessa.

Asunto:
Protesta

Cara Inconcentrata:

(Mis conocimientos del italiano son escasos y no sé si esta palabra existe realmente, pero suena muy bien).

¡Por favor, no permita que interrumpa su falta de concentración! ¡Hay que mantenerse poco concentrado! Paseemos al menos mentalmente al sol. Claro que admito que eso sería más bonito que concentrarse en cualquier asunto de la vida cotidiana. Pues con cartas tan seductoras todo lo demás carece ya de importancia.

En cualquier caso, debo hacer una objeción: besarse en cada puente que cruza nuestro bello Sena… no, eso no me gusta, ¡protesto!

¿Por qué es tan avara con sus besos, Principessa? ¡Sea derrochadora y deje de contarlos! En ese paseo por la primavera me gustaría besarla siempre que quisiera. Y no tenga ninguna duda de que a usted también le gustaría. Ninguna mujer se ha quejado todavía en ese sentido, si puedo decirlo sin incomodarla.

¡¿Si al menos supiera a qué bella flor estoy besando?!

Resulta evidente que a usted le causa enorme placer hacerme esperar a que esto ocurra. ¡No sea tan malvada!

No sé qué delito he cometido para que usted me trate de este modo, en su primera carta mencionó un «encuentro desafortunado», pero deme por favor el más insignificante de todos los indicios y yo la dejaré tranquila de momento.

¿O es que siente miedo ante el terrible gigoló que usted considera que soy?

Su Duc

Me habría apostado no solo el dedo meñique, sino la mano entera, a que la Principessa no iba a dejar esa última frase sin comentar.

¡Exacto! Pocos minutos después llegaba con un «¡Pling!» un nuevo mensaje a mi buzón. Esta vez eran muy pocas líneas. Intrigado, abrí el email. Aunque parezca mentira, ese pequeño intercambio de golpes me hacía sentir en forma.

Asunto:
Una adivinanza

¿Miedo? ¡Tiene usted un concepto demasiado elevado de sí mismo, mi querido amigo! Tampoco es usted tan terrible. Y me resisto a sus besos magistrales de los que todavía no se ha quejado ninguna mujer. No corresponde a la esencia de una Principessa ser solo una más. Eso debe usted tomarlo en consideración si quiere tener algo conmigo. Debe ocurrírsele algo mejor para convencerme.

Pero dado que no parece querer darme un respiro y en este momento yo lo necesito con urgencia, le plantearé una pequeña adivinanza con la que quiero responder a su urgente deseo de tener un «indicio insignificante»:

Me ve y no me ve.

Me conoce y no me conoce.

¡Más no le voy a desvelar! Al fin y al cabo, usted lleva en la sangre la capacidad de descifrar escritos crípticos, ¿no es cierto, monsieur Champollion?

La Principessa

P.D.: Su italiano podrá ser muy rudimentario, pero la palabra que menciona existe en realidad.

¡La Principessa resultó ser una sabionda! Me tomaba el pelo, me provocaba y se reía de mí. Casi me pareció oír una risa cristalina cuando leí el párrafo del irónico «usted lleva en la sangre la capacidad de descifrar escritos crípticos, ¿no es cierto, monsieur Champollion?».

Y en cierto modo me gustó. Ya me parecía conocerla, a pesar de que ni siquiera sabía qué aspecto tenía.

El pequeño enigma que había pensado generosamente para mí no me sirvió para avanzar un solo paso. Bueno, al menos ahora sabía que era alguien a quien veía y conocía. Aunque sin verla o conocerla
de verdad
. Pues eso es lo que decía el sofisticado dístico de mi pequeña esfinge, que —estaba claro— tenía un cierto tono de reproche.

Con esa pista entraron en consideración muchas mujeres de mi entorno. En realidad podría ser hasta Odile, la hija del panadero que siempre me vendía los cruasanes con esa tímida sonrisa. Una chica joven, un agua mansa que —quién sabía— tal vez ocultaba un espíritu romántico en su pecho. Ni siquiera a mademoiselle Conti podía excluirla. ¿Me había preguntado alguna vez en serio qué escondía esa pequeña gobernanta que se enfrentaba a clientes impertinentes? ¿O era madame Vernier? De pronto me acordé de la alusión a Cézanne. ¿Era eso una pista segura? Charlotte no podía ser, tenía la letra distinta, aunque era la única que me había llamado «mi pequeño Champollion» y había bromeado con la Piedra de Rosetta.

Pensativo, imprimí las cartas. Tampoco andaba muy descaminado mi amigo Bruno cuando afirmaba que podía tratarse de una mujer a la que no prestaba o había prestado suficiente atención. Dejé los platos en el fregadero, cogí mi chaqueta y salí hacia la Galerie du Sud.

Eran las once y media, y yo también tenía asuntos cotidianos que atender.

7

Aquel sábado primaveral reinaba un bullicioso ajetreo en Saint-Germain. Los habitantes de París seguían su camino por las pequeñas calles llenas de turistas que se detenían delante de cada escaparate y aplastaban la nariz contra el cristal. Parejas de enamorados paseaban cogidos de la mano por las estrechas aceras. Los coches pitaban, las motos pasaban haciendo ruido, delante de Les Deux Magots había gente sentada al sol contemplando la iglesia de St-Germain-des-Prés con satisfacción. Se saludaban, besito a la derecha, besito a la izquierda, hablaban, fumaban, reían y removían sus
café crème
o sus
jus d’orange
. Todo París parecía de buen humor, y este resultaba contagioso.

Bajé animado por la Rue de Seine, un ligero golpe de viento me revolvió el pelo, la vida era bella y estaba llena de maravillosas sorpresas. Dos hombres elegantemente vestidos abandonaban en ese momento la Galerie de Sud. Rieron y gesticularon con las manos antes de desaparecer en la siguiente calle.

Abrí la puerta de la galería. En un primer momento tuve la sensación de que no había nadie, pero entonces vi a Marion y me quedé sin habla.

¡Esta vez sí que se había pasado!

Estaba sentada en uno de los cuatro taburetes de bar forrados de cuero que hay en la parte posterior delante de una pequeña barra, limándose las uñas mientras canturreaba. Sus largas piernas apenas estaban tapadas por unos harapos de ante marrón oscuro que no se podía saber si eran una falda o más bien un cinturón ancho. La blusa banca que llevaba le estaba demasiado grande y permitía ver más de lo que sería normal en una playa de Hawái.

—¡Marion! —grité.

—¡Aaah, Jean-Luc! —Contenta, Marion dejó caer la lima de uñas y se bajó del taburete—. Me alegro de que hayas venido. Bittner acaba de llamar para saber si os podríais reunir hoy.

—Marion, esto no puede ser —le dije enfadado.

—Pues entonces será mejor que le llames cuanto antes —contestó Marion con naturalidad.

—Me refiero a tu ropa. —La miré con incredulidad—. De verdad, Marion, tienes que decidir ya de una vez si quieres trabajar de animadora en el Club Med o en una galería. ¿Qué significa ese delantal de cuero? ¿Me tomas el pelo, no?

Marion sonrió.

—Te gusta, ¿verdad? Me lo ha regalado Rocky. —Se giró sobre sí misma—. Tienes que reconocer que me sienta muy bien.

—¡Lo reconozco, pero no en mi galería! —Intenté dar a mi voz un tono de autoridad—. Si desconciertas a nuestros clientes hasta el punto de no saber si deben mirarte primero el escote o las bragas, ya no se van a interesar por los cuadros que tenemos colgados.

—¡Qué exagerado, Jean-Luc! En primer lugar, no se me ve la ropa interior, lo que es una pena, y en segundo lugar, acaban de estar aquí dos italianos encantadores a los que no les ha importado cómo voy vestida. —Tiró un poco de la falda para abajo y me lanzó una sonrisa triunfal—. ¡Al revés! He tenido una agradable conversación con ellos y han comprado el cuadro grande de Julien y quieren recogerlo el lunes… ¡aquí! —Me tendió una tarjeta de visita—. Los italianos sí que saben apreciar que una mujer se ponga guapa.

—¡Marion! —Cogí la tarjeta y la amenacé con el dedo índice. Esa chica siempre tenía un argumento en contra, y hacía su trabajo muy bien—. Espero que vengas a mi galería vestida de forma apropiada. Con ropa apropiada para los franceses de cierto nivel, ¿entendido? ¡Si vuelves a aparecer con esa faldita de
stripper
me ocuparé de ti personalmente!

Ella sonrió, y sus ojos verdes brillaron.


Aaah, mon petit tigre
, mi pequeño tigre, qué miedo me das… aunque… —Me miró de arriba abajo como si me viera por primera vez—. En realidad no es mala idea. —Se metió un dedo en la boca con gesto coqueto, luego sacudió la cabeza—. No, Rocky no estaría de acuerdo, me temo.

—Bueno, entonces queda todo claro —dije.

—¡Todo claro, jefe! —repitió Marion guiñándome un ojo. Y cuando se agachó para atarse el cordón del zapato derecho y me mostró su pequeño trasero, durante un instante de descontrol me tembló la mano derecha y tuve que contenerme para no darle a esa descarada el azote que se merecía.

Enseguida pasó ese instante. Marion se incorporó de nuevo, se colocó bien la blusa y, en atención a mí, se abrochó un botón. Le di algunas instrucciones: que revisara el correo que quedaba, que no cerrara la galería antes de las dos y, de cara a la próxima exposición de Soleil —la última antes de que empezaran las vacaciones de verano y París quedara desierta—, que llamara a la imprenta que debía hacernos las invitaciones. A la hora de negociar el precio Marion era imbatible.

—¡Sí, sí, sí! —asintió impaciente, y me puso el auricular del teléfono delante de las narices—. ¡Pero no te olvides de Bittner!

—¿Bittner? ¡Ah, sí!

Pillé a Karl todavía en el Duc de Saint-Simon (para él el día no empieza antes de las once), accedí a recogerle para luego tomar algo juntos en La Ferme y, cuando colgué, me di cuenta de que se me había olvidado comentar con Luisa Conti el asunto de la mujer que había llamado preguntando por mí.

Solo podía tratarse de alguna clienta que no había podido localizarme en la galería. ¿O se escondía alguien distinto detrás? ¿Una mujer que no se quería dar a conocer? ¡De pronto veía fantasmas por todas partes!

Marion me saludó muy contenta con la mano a través del cristal cuando salí otra vez a la calle. Yo le devolví el saludo. A pesar de nuestras pequeñas discusiones me resultaba de algún modo tranquilizador verla tan relajada en la tienda mientras se metía un chicle en la boca.

Pues aunque tenía la sensación de estar perdiendo en parte el control de mi vida —por no hablar de las mujeres, que de pronto parecían surgir de todas las esquinas para hacer de las suyas conmigo—, una cosa estaba muy clara: Marion no era la princesa. Marion era simplemente Marion. Y yo le estaba sumamente agradecido por eso.

Cuando entré en el Duc de Saint-Simon todavía estaba sumido en mis pensamientos y ni de lejos preparado para la grotesca escena que vieron mis sorprendidos ojos. Desconcertado, me quedé parado.

Karl Bittner estaba de rodillas delante del escritorio de la recepción, normalmente vacía de gente; mejor dicho, estaba de rodillas delante de mademoiselle Conti, quien en ese momento se dignó a soltar una sonora carcajada y quitarse las gafas negras durante un rato.

—Espero no molestar. —Debía sonar a broma, pero ni siquiera a mí me pasó desapercibido el tono ligeramente enfadado de mi voz. ¿Qué era eso? ¿Es que estaba celoso de Bittner y la chica de la recepción?

Bittner, todavía a cuatro patas, volvió la cabeza hacia mí sin inmutarse y sonrió.

—En absoluto, amigo mío. No molesta usted nada. Estamos buscando la pluma de mademoiselle Conti.

Por un momento pensé que me iba a pedir que participara en la alegre búsqueda, pero era evidente que el animado «estamos buscando» no me incluía a mí, y también mademoiselle Conti siguió mirando hacia abajo muy sonriente como si yo no existiera. Había algo en el ambiente, no sabía bien qué era, un olor, una mirada… y por un breve instante sentí que me trasladaba al Hyères de mi infancia.

—Por favor, disculpe que esté aquí tirado por el suelo —dijo Bittner, y metió la mano debajo de la cajonera del escritorio antiguo. Yo volví al presente y solté un suspiro. La situación no podía ser más grotesca. ¡Una lástima que ese tipo echara a perder así todo su
charme
!

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