—Pues eso fue un error —dijo Bruno con énfasis—. ¿Y qué pasa con Soleil? ¿No sería la morena Soleil?
—¡No! ¡Qué fijación tienes con Soleil! Es más alta y tiene el pelo más oscuro que la mujer de la estación.
—¿Cómo puedes estar tan seguro? Dijiste que las dos mujeres estaban muy lejos. ¡Me apuesto lo que sea a que era Soleil!
Bruno insistía en su idea fija, y yo solté un gemido. ¿Qué estaba pasando en realidad?
—¡Maldita sea, Bruno! ¿Es que quieres volverme loco? ¿Qué está pasando? —grité fuera de mí—. ¿Se trata de tu apuesta? ¿Es eso? Te regalo el champán, ¿cuántas botellas quieres? ¿Una? ¿Dos? ¿Cien?
No
era Soleil, ¿entendido? La habría reconocido. ¡Todo esto es ridículo! —grité, sin saber muy bien por qué de pronto estaba tan enfadado.
—¡Ajá! —Bruno guardó silencio un instante—. Bueno, entonces sigue soñando con tu hada rubia. ¿Sabes una cosa? A mí me da igual, pero creo que tú no
quieres
que sea Soleil. Aunque es la única que encaja realmente. En mi opinión.
Bruno no dijo nada más. Había colgado.
Me dirigí a mi escritorio con mala conciencia. Ahora encima había discutido con Bruno. ¡Y todo por una mujer! Una mujer que ni siquiera sabía quién era. Una bruja con la nariz grande, tal vez.
Estaba nervioso, tenso y cansado. No tenía ganas de nada. Me habría gustado poner fin a esa relación, que no era tal, y olvidarme de la Principessa. Fuera Soleil o Lucille o mademoiselle No-ese-no-es-mi-nombre.
Quien quisiera algo de mí, que me lo dijera en persona. Que me llamara por teléfono y dijera: «Hola, soy yo», y que no fuera tan cobarde de esconderse detrás de cartas confusas. ¡Entonces ya veríamos!
Furioso, abrí mi portátil para mandarle un último email a la princesa en este sentido.
Asunto:
¡Última carta!
—¡Se acabó! —murmuré, y sonó casi como «¡Fuera!» o «¡Siéntate!».
Pero mi corazón, debo admitir con vergüenza, me obedecía menos que mi perro. En vez de calmarse de una vez se puso a latir alocadamente.
Pues, al igual que su dueño, había oído un suave «¡Pling!».
En la bandeja de entrada había un mensaje de la Principessa que abrí con ansia; sí, me lancé sobre las palabras como si mi vida dependiera de ellas.
Todavía tenía que escribirle muchas, muchas cartas a la Principessa.
Ya me había olvidado de esa famosa «última carta» de Jean-Luc Champollion.
Asunto:
¡En persona!
Mi querido Duc:
Tras una jornada tan agradable como excitante he regresado de nuevo a mis aposentos.
Agradable porque he pasado el día en compañía de mi amiga, excitante porque esta se ha confundido en la hora de salida de su tren y el viaje a la Gare de Lyon ha sido muy apresurado, por lo que no hemos tenido tiempo de disfrutar de un pequeño refrigerio en Le Train Bleu.
Y con esto llego a una pregunta que me tiene en vilo desde hoy al mediodía.
¿Ha sido mi imaginación,
mon cher ami
, o le he visto en persona en la Gare de Lyon? ¿Puede ser que usted corriera abatido por el andén en el que pocos minutos antes mi amiga había subido a su tren con destino a Niza?
En otras palabras: ¿puede ser, querido Duc, que me esté siguiendo a escondidas?
Es evidente que fue un error por mi parte hablarle sin reservas de mis planes para el domingo. ¿Se paga así la confianza de una dama? ¡Debería darle vergüenza!
En el futuro deberé ser más precavida, pero ¿cómo iba a imaginar que usted, un Duc, iba a atreverse a espiarme como si fuera un paparazzo?
¿Por qué no puede aceptar sin más que yo determino el momento en que nos veremos cara a cara? Por el bien de los dos. ¡Confíe en mí, se lo ruego!
He tenido que esperar tanto, llevo tanto tiempo ansiando el momento de poder abrazarle, pero usted estaba siempre ocupado con otros asuntos (¿o debo decir con otras damas?), así que debe permitirme un par de cartas y explicaciones antes de entregarme a usted por completo.
Acepto encantada su invitación a llevarme a mi restaurante favorito, pronto nos sentaremos allí uno enfrente del otro, ante unos platos exquisitos y no demasiado pesados y un suave vino tinto, y entonces veremos hasta dónde nos lleva la noche y nuestro estado de ánimo… Puedo asegurarle que será mucho más lejos de lo que usted considera propio de mi fantasía.
También estaré encantada de revelarle el nombre de mi restaurante favorito: es Le Bélier, un discreto restaurante en la Rue des Beaux-Arts. Se encuentra en un hotel que en otros tiempos fue un
pavillon d’amour
(¡qué apropiado!), y los cómodos silloncitos y sofás de terciopelo rojo oscuro parecen hechos para una aventura galante.
Si en este mismo segundo estuviera sentada allí a su lado, nuestras rodillas se rozaran y nuestras manos iniciaran un delicado juego debajo del mantel blanco, se me ocurrirían los peores pensamientos, ¡se lo aseguro!
Pero le aconsejo que no se deje caer todas las noches por Le Bélier con la vana esperanza de encontrarme allí. Le prometo que solo iré a este pequeño templo del amor con usted.
Y no, no me voy a morir de rabia, como el Enano Saltarín, cuando usted pronuncie mi nombre por primera vez. ¡Se sorprenderá tanto cuando conozca por fin a su Principessa,
mon Duc…!
Y cuando me imagino que entonces podré besarle en el más delicado abrazo del que soy capaz, me estalla el corazón.
Y si en ese momento se rompe algo, será en todo caso una tela que no puede resistir la impaciencia de sus dedos.
¡Ahora le dejo en manos de la noche, querido Duc!
Hoy hay luna llena y soñaré con usted. Confío en que me disculpe por no haberme podido pillar en la estación.
Su Principessa
Siempre se dice que las mujeres reaccionan ante las palabras y los hombres, en cambio, ante las imágenes.
Es posible que esto sea válido en la mayoría de los casos, pero tras la lectura de esta carta yo era el ejemplo vivo de que un hombre puede reaccionar con fuerza ante las palabras.
Estaba sentado delante de la pantalla, cuyas palabras evocaban en mi cabeza imágenes muy concretas, y la miraba como a una mujer a la que se acaba de desnudar. Estaba excitado, atrapado por la magia de las palabras, y faltó muy poco para que me abrazara a esa pequeña máquina maravillosa y le pasara la mano por la espalda.
Mi mal humor había desaparecido, mis dedos se deslizaron deprisa por el teclado, tenía que contestar esa carta de inmediato, quería «pillar» a la Principessa antes de que se fuera a la cama. Y vi ante mí —a pesar de los argumentos de Bruno— a una mujer de largos cabellos rubios en los que me habría gustado hundir el rostro.
El olor de las mimosas y el heliotropo inundó de pronto la habitación, y la luna llena que brillaba a través de mis cortinas era la misma que iluminaba el dormitorio de la Principessa.
Asunto:
Por completo
Bellísima Principessa:
¡Adoro la idea de las mujeres que no duermen y por la noche sueñan con los ojos abiertos! Nada es más excitante que el cielo nocturno lleno de posibilidades que se abre ante uno.
Y déjeme decirle en este punto: ¡todavía no se ha soñado el sueño más bello! Sí, lo admito, apenas puedo esperar a pronunciar su nombre, a susurrárselo al oído una y otra vez hasta que usted por fin se rinda y sea mía por completo.
Para mí será un placer llevarla a comer a su pequeño templo del amor cuando usted quiera. Pero entonces será seducida sin perdón… sobre el terciopelo rojo oscuro o sobre los blandos almohadones de un grand lit, eso será lo único que usted podrá decidir.
¡Debo decirle que mi restaurante favorito también es Le Bélier!
He estado allí con frecuencia, la última vez con un coleccionista chino, y en él pensé en usted, pues fue el día que recibí su primera carta, que tuve que leer una y otra vez. Por tanto, su carta de amor (¿puedo llamarla así?) estuvo conmigo en Le Bélier, lo que considero una buena señal —yo, que no creo en las señales—, ya ve cómo me ha cambiado.
A mí nunca se me habría ocurrido espiar a una mujer como si fuera un marido celoso, pero sí, lo admito, hoy a mediodía he ido a la Gare de Lyon, ¡qué vergüenza!, para poder descubrirla.
¡Por favor, perdóneme! Fue el deseo impaciente de verla por fin, aunque no lo he conseguido.
En cambio me he encontrado por unos maravillosos momentos con mi pasado, he discutido con mi mejor amigo y he reflexionado sobre lo insuficiente que es a veces el ojo humano.
Querida Principessa, en estos momentos me encuentro en un estado bastante extraño y no sé si puedo confiar en mi propia percepción.
Pero al menos sé, mi bella desconocida, que usted estuvo en la Gare de Lyon al mismo tiempo que yo. Ha estado muy cerca de mí, en persona, como usted dice, y me siento feliz, pues a veces tengo miedo de que en realidad usted no exista.
Confiaré en usted, la esperaré, y estaré encantado de seguir escribiéndole cartas que conforten su corazón y su espíritu. Responderé a todas sus preguntas, sí, me someteré a disgusto a su dictado temporal, aunque no le encuentre ningún sentido ya que, queridísima Principessa, solo soy un hombre.
Pero hoy me surgen dudas, no en relación a su bello espíritu, a su alma que inspira y está llena de inspiración, sino… ¿cómo debo imaginármela?
¿Es usted alta, baja, delgada, gruesa, tiene el pelo oscuro, rubio, es usted pelirroja? ¿Con qué ojos me mirará con ternura cuando pronuncie su nombre? ¿Son claros como el cielo, verdes como el agua de la laguna veneciana o brillantes y oscuros como una castaña?
Por favor, disculpe mi insistencia. Si me conoce, y es evidente que me conoce muy bien, debería saber que me gustan las mujeres más diversas, pero tras una larga conversación con un amigo que es profesor de literatura y al que he contado mi secreto de forma no del todo voluntaria se planteó la cuestión de si usted —al igual que Cyrano de Bergerac— no se esconde detrás de palabras bonitas por el mismo motivo por el que él odiaba la luz de sol. ¿Es usted de verdad tan fea?
¡Yo solo puedo imaginármela muy bella!
Madame Bergerac, por favor, confírmeme de inmediato que el tamaño de su nariz está dentro de unos límites razonables.
Para que nada obstaculice nuestros besos apasionados.
En ello confía,
Su incorregible Duc
Envié el mensaje antes de que se me ocurriera cambiarlo. Mi amiga platónica tendría que manifestarse de alguna forma. Ninguna mujer permite que se sospeche que es fea.
A pesar de todo estaba intranquilo cuando me eché en la cama y me quedé mirando el techo, que era algo más pequeño que el cielo nocturno lleno de posibilidades bajo el que se soñaba tan bien.
¿Qué iba a hacer si la Principessa no era una joven bella y rubia, sino una horrible princesa rana?
¿Besarla a pesar de todo?
Parecía increíble, pero esa noche dormí por primera vez en varios días. Dormí profundamente, sin soñar, sin molestos incidentes ni angustiosas visiones de mujeres de grandes narices.
Cuando me desperté me llegó desde el exterior el bullicio de una mañana cualquiera de París, un rayo de sol entró curioso por las cortinas de seda azul, y me estiré un momento en la cama con la satisfacción de quien ha dormido bien.
Decidí renunciar a los cruasanes de Odile y disfrutar en cambio de un pequeño desayuno con un periódico en el jardín de invierno del Ladurée. A esa hora tan temprana de la mañana todavía estaba vacío y tranquilo y era muy agradable sentarse en ese pequeño oasis, bajo las palmeras, ante los trampantojos de tonos verde claro y turquesa pálido. Apenas se fijaba uno en las hordas de chicas japonesas que hacían cola pacientemente para llevarse una bonita caja rosa palo o verde tilo de los dulces
macarons
que se exhibían en la vitrina de cristal.
Me vestí, recogí un poco la casa, abrí una lata de comida para Cézanne, y pensé que tenía que ir a la compra urgentemente.
Miré varias veces hacia mi escritorio, donde reposaba mi portátil cerrado. ¿Habría contestado la Principessa? Di vueltas alrededor de la pequeña máquina blanca como un gato que acecha a un ratón, quería guardarme lo mejor para el final.
Luego me senté y lo abrí.
La Principessa no había contestado. Eran las ocho y media y no había mensajes para el Duc.
No quería creérmelo. ¿Estaría durmiendo todavía? A lo mejor ni siquiera había leído mi carta de la noche anterior. Al fin y al cabo no podía pensar que todo el mundo pase día y noche mirando el ordenador solo porque yo lo hacía. ¿O es que madame Bergerac se había ofendido porque había dudado de su belleza? ¿Era mi última frase tan descarada? ¿Había cometido un terrible error?
Mi intranquilidad crecía minuto a minuto. ¿Y si ahora la Principessa me ignoraba y no me volvía a escribir?
Probé con la hipnosis a distancia.
—¡Venga, mi Princesita, escríbeme! —susurré, pero esperé en vano un suave «¡Pling!» que anunciara la llegada de un mensaje nuevo.
El que llegó fue Cézanne, que entró en el cuarto de estar corriendo y sin dejar de ladrar. Llevaba su correa en la boca. Tuve que echarme a reír. Había vida más allá de la Principessa. Y me estaba dando los buenos días.
—¡Está bien, Cézanne, ya voy! —Despacio y con cierta resignación, cerré el portátil.
Cuando después de un largo paseo con Cézanne y un desayuno en el Café Ladurée entré muy decidido en la Rue de Seine para empezar un nuevo día, no imaginaba que en la galería me esperaba una picante sorpresa.
Eran las diez y cuarto, pero la persiana metálica del escaparate de la Galerie de Sud ya estaba levantada. No era frecuente que por las mañanas Marion llegara antes que yo.
Entré en la galería, dejé el llavero en el mueble de la entrada y colgué mi abrigo.
—¿Marion? ¿Estás ya aquí? —grité extrañado.
El pelo rubio de Marion apareció detrás del pequeño bar. Mi ayudante era hoy una
sophisticated girl
embutida en unos vaqueros ceñidos y una camiseta negra. Una larga y fina cadena de plata se movía en su escote, y se había recogido el pelo en la nuca con una enorme horquilla de nácar.
—A quien madruga, Dios le ayuda —dijo, y sonrió. Luego soltó un sonoro bostezo—. Perdona. Para ser sincera, la verdad es que esta noche he dormido fatal. ¡La luna llena! Y he pensado que mejor me levantaba. —Cogió algo que yo tomé por publicidad y se dirigió hacia mí.