Los ojos de ella se abrieron de horror, pero luego rió y rodeó los brazos de él con los suyos.
—Siempre que sea lado a lado, Félix, me conformo.
Félix parpadeó al despertar de un sueño en el que competía con Gotrek para ver quién podía mantener un brazo dentro de un fuego rugiente durante más tiempo. Gotrek había estado riendo y burlándose de Félix mientras sostenía una mano con indiferencia dentro de las profundidades de las llamas, en tanto que él había estado sudando y con los dientes rechinándole aunque había mantenido el brazo al borde mismo del fuego.
El sueño se desvaneció al percibir el alboroto de murmullos que sonaba a su alrededor, pero no sucedió lo mismo con el palpitante calor del brazo. Bajó los ojos hacia la herida y vio que el rojo enfermizo de la infección se había extendido ya fuera del vendaje. La cabeza también parecía palpitarle al mismo ritmo, y tenía la visión borrosa además de ver doble.
—¿Qué está sucediendo? —murmuró Kat—. ¿Otro ataque?
—No lo sé —replicó Félix.
—No es un ataque —dijo Gotrek, y se sentó junto a Snorri, quien continuó roncando, imperturbable.
Félix cerró los ojos con fuerza y volvió a abrirlos; la visión doble desapareció, aunque seguía viendo borroso. Al otro lado de la habitación, más allá del lugar en que Draeger y sus milicianos habían establecido el campamento, los oficiales estaban otra vez reunidos en torno al camastro de Bosendorfer, y parecían estar discutiendo.
—¡Pero no puede! —estaba diciendo Bosendorfer—. Es de Talabecland.
—También es un señor —dijo el sargento Classen.
—Vamos, humano —dijo Gotrek, al mismo tiempo que se ponía de pie.
—Quédate aquí, Kat —pidió Félix—. Veremos qué pasa.
Ella asintió con la cabeza, y Félix se levantó y se apartó de la pared, a la que luego tuvo que sujetarse cuando el mundo se puso a dar saltos mortales a su alrededor. Cuando al fin todo dejó de moverse, pasó por encima de Snorri sin pisarlo, y avanzó tras Gotrek con paso tambaleante.
—No habéis preguntado si yo lo quiero —estaba diciendo Von Volgen cuando llegaron al círculo que rodeaba a Bosendorfer.
—Bueno, ¿lo queréis? —preguntó el arcabucero.
El noble los miró a todos, uno por uno, y acabó posando los ojos en Bosendorfer.
—Si me lo pedís, lo haré. Pero no lo pediré por mí mismo.
—¿Qué está pasando? —quiso saber Gotrek.
Classen lo miró.
—El señor comisario Von Geldrecht ha desaparecido —informó—. No está en ninguna parte de la torre del homenaje.
—Se pierde poco por ese lado —gruñó Gotrek.
—¿Insultáis al comandante? —le espetó Bosendorfer—. ¡Tened cuidado,
herr
enano!
El espadón parecía muy recuperado, con la herida de la pierna muy bien vendada y los ojos despiertos. Tauber había cumplido con su palabra.
—¿Qué le ha sucedido? —preguntó Félix.
—Nadie lo sabe —replicó Classen—. Y hasta que lo encontremos, necesitamos un nuevo jefe.
—¿Ha ido alguien a hablar con el graf Reiklander? —inquirió Von Volgen.
—Pedí para verlo cuando descubrimos que Von Geldrecht había desaparecido —dijo Classen—, pero la grafina Avelein me negó el paso. Dijo que el graf está demasiado enfermo como para hablar.
—Nunca está demasiado enfermo como para hablar con Von Geldrecht —murmuró el lancero.
—¿Significa eso que nadie ha estado en los aposentos del graf? —preguntó Von Volgen—. ¿Podría estar allí dentro Von Geldrecht?
—La grafina dijo que no estaba —informó Classen.
Félix recordó, de repente, su último encuentro con el comisario, y una sospecha desazonadora le heló las entrañas.
—¿Cuándo se descubrió que había desaparecido Von Geldrecht? —preguntó.
—Nadie lo ha visto desde que fue a comunicarle al graf cuál es nuestra situación —dijo Classen—. Supuse que luego se había retirado a sus aposentos, pero ahora no está allí, y nadie lo ha visto desde que entró en la torre del homenaje.
—Pienso que ha escapado —dijo Félix.
Todas las cabezas se volvieron a mirarlo.
—¿Escapado? —preguntó Bosendorfer.
—¿Cómo? —quiso saber Classen—. Estamos atrapados.
—¿Por qué pensáis eso,
herr
Jaeger? —preguntó Von Volgen—. ¿Acaso habló con vos?
—No…, no fue tanto lo que dijo, sino… —Félix frunció el ceño—. Fue cuando me dio la llave de la celda de Tauber. Dijo que temía haberlo dejado para demasiado tarde, y se disculpó. Luego…, luego dijo: «Buena suerte.» —miró a los demás—. En el momento no se me ocurrió, pero ahora que lo recuerdo, dio la impresión de que estaba diciéndome adiós.
Detrás de ellos se oyó una risa tenebrosa, y se volvieron. Tauber avanzaba hacia el grupo, cojeando, con una sonrisa siniestra en su cara chupada.
—Eso es exactamente lo que estaba diciendo,
meinen herren
—dijo—. El señor comisario Von Geldrecht ha huido, y os ha dejado a todos atrás.
—¿Qué? —le espetó Bosendorfer—. ¿Y cómo podéis vos saber eso, encerrado en vuestra celda?
—Porque me pidió ayuda para hacerlo —dijo Tauber.
—¿Qué queréis decir? —preguntaron todos al unísono.
—¿Por qué iba a querer marcharse el comisario? —preguntó Von Volgen.
Tauber volvió a reír.
—¿No queréis marcharos vos, mi señor? Yo, desde luego, sí.
—¡Responded a la pregunta, maldito! Le espetó Bosendorfer.
—Yo imagino que se ha marchado —dijo Tauber, al mismo tiempo que se encogía de hombros—, porque por fin ha convencido a la grafina para que le diera lo último que quedaba del oro de su esposo.
—¿Estáis diciendo —preguntó Von Volgen, mientras los otros murmuraban con sorpresa— que Von Geldrecht estaba robándole al graf?
—Desde hace años —replicó Tauber—. Y podría haberlo seguido haciéndolo de manera indefinida, de no ser porque el graf cometió la temeridad de morirse, cosa que lo complicó todo.
Los hombres se quedaron mirándolo, pasmados ante aquella declaración indiferente, pero Bosendorfer se incorporó con brusquedad y comenzó a luchar para levantarse de la cama.
—¿Qué mentira es ésa? —gritó—. ¡El graf no está muerto, villano! ¡El comisario nos ha transmitido sus órdenes cada día desde que regresamos!
—En efecto —asintió Tauber—. ¿Y quién, aparte del comisario, lo ha visto desde entonces?
Los hombres se miraron unos a otros, en espera de que alguien hablara, pero entonces Classen gritó.
—¡Su esposa! —dijo—. ¡La grafina nunca se separa de su lado!
—¡Sí! —dijo Bosendorfer, volviéndose hacia Tauber—. ¡La grafina! Si el graf estuviera muerto, ¿no pensáis que habría dicho algo?
—Sí, la grafina —repitió Tauber, que asintió con tristeza—. Fue por su bien que yo participé en esto.
—¿Participasteis en qué? —quiso saber Von Volgen—. Contádnoslo desde el principio.
Tauber asintió con la cabeza; luego acercó un taburete y se sentó con cuidado, sorbiendo entre los dientes y haciendo una mueca de dolor.
—Lo siento, caballeros —dijo—. Es una historia demasiado larga como para referirla de pie.
—Comenzad de una vez —dijo Classen.
Tauber inclinó la cabeza con cortesía, y comenzó.
—Como ya he dicho, Von Geldrecht ha malversado el dinero del graf desde hace años, y cuando Archaon invadió, Von Geldrecht estuvo encantado de quedarse aquí mientras el graf marchaba al norte, porque, con todo el mundo lejos, sus robos podían ser aún más descarados. Por desgracia para él, el graf sufrió una terrible herida en Sokh, y aunque hice todo lo posible y lo mantuve con vida durante toda la larga marcha de vuelta desde el norte, murió al cabo de una semana de regresar al castillo Reikguard.
Los hombres gimieron al oír eso, y Bosendorfer maldijo.
—No lo creo —dijo.
Von Volgen lo hizo callar con un gesto, y con otro le pidió al cirujano que continuara.
Tauber suspiró.
—Cuando Von Geldrecht encontró al graf muerto en la cama, acudió a verme a mí antes de ir a ver a la grafina. Dijo que la dama estaba casi loca de dolor por el sufrimiento del graf, y que no quería correr el riesgo de que perdiera del todo la razón diciéndole que había muerto. Me suplicó que, en su lugar, le dijera que estaba en estado de coma, y que se recuperaría con descanso y cuidados —Tauber frunció el ceño—. Pensé que era una tontería, pero acabé por dejarme convencer. Por desgracia, mientras yo le mentía a la grafina, Von Geldrecht me estaba mintiendo a mí. La verdadera razón por la que él quería que la dama pensara que su marido aún estaba vivo era la codicia. Con la muerte del graf, el castillo Reikguard pasaría a manos de su hijo, Dominic, un tipo mucho más suspicaz que su padre, y Von Geldrecht temía que se descubriera la malversación.
Tosió, y luego continuó.
—Von Geldrecht, por tanto, decidió marcharse antes de que regresara Dominic, pero como era un codicioso estupido, no quería marcharse sin llevarse todo lo que pudiera, y el tesoro más valioso y fácil de transportar, y al que resultaba más difícil seguirle la pista, de todos los que había en el castillo, era un cofre lleno de oro de los enanos que estaba encerrado en una cámara secreta de los aposentos del graf. La dificultad residía en que Von Geldrecht no podía abrirla. Tanto la llave como la cerradura estaban astutamente ocultas, y sólo dos personas conocían el secreto —el graf y la grafina—, y una de ellas, el graf, estaba muerto.
—Así que se puso a trabajar con la grafina —dijo Félix.
—Muy bien,
herr
Jaeger —dijo Tauber—. Así fue, en efecto. Le dijo que a su marido podía sacarlo del «estado de coma» un gran médico de Altdorf, pero que el hombre cobraba una fortuna para obrar sus milagros. Le dijo que iba a necesitar todo el oro de la cámara secreta para pagarle. —Sonrió—. Me enteré de todo eso cuando Von Geldrecht fue a ver me una segunda vez. Su historia había despertado las sospechas de la grafina, así que el comisario me pidió que lo apoyara, y estaba dispuesto a darme una parte del oro a cambio de mi cooperación.
—La cual aceptasteis encantado —dijo Bosendorfer, mirándolo con ferocidad.
Tauber frunció los labios.
—Pues no. El graf era un buen señor y un verdadero noble, y yo no tenía ninguna intención de ayudar a ese gordo villano a robarle, pero él me recordó que ya le había mentido a la grafina con respecto al graf, y amenazó con decirle que yo lo había matado. —El cirujano bajó la mirada—. Debería…, debería haberme negado, de todos modos. Pero temía acabar en la horca. Así pues, al final, consentí en hacer lo que me pedía, pero…
Rió de repente.
—Pero incluso cuando mi erudita opinión apoyó las mentiras, la grafina continuó vacilando. Dijo haber tenido visiones de un amable anciano sabio que le decía que si esperaba y le rezaba a Sigmar, su esposo volvería a levantarse del lecho.
—¿Y ella lo creyó? —quiso saber Von Volgen.
Tauber asintió con la cabeza.
—Creo que los miedos por el estado de su marido alteraron su mente. —Rió entre dientes—. ¡Y cómo sacó de quicio a Von Geldrecht descubrir que tenía un rival en las visiones de una desequilibrada! Hizo todo lo posible, diciéndole que los sueños eran falsas visiones enviadas por un hechicero maligno, pero ella no se dejaba disuadir, y se negaba a darle el oro.
Se encogió de hombros y los miró a todos.
—Luego, como sabéis, la horda de Kemmler rodeó el castillo, y la partida de Von Geldrecht se hizo aún más complicada. Por fortuna, conocía un túnel de escape construido por el bisabuelo de Karl Franz, pero a pesar de que le hizo a la grafina funestas advertencias de que Kemmler mataría al graf cuando conquistara el castillo, ella continuaba negándose a renunciar a la esperanza de que el amable anciano sabio acudiera a salvarlo.
Tauber le hizo un gesto de asentimiento a Félix.
—Esa es la verdadera razón por la que Von Geldrecht me hizo encerrar,
mein herr
, y por la que no pudisteis convencerlo de que me soltara. Hacía que visitara a la grafina cada día para que le dijera a la pobre lunática que el estado del graf empeoraba, y que él debía partir con rapidez hacia Altdorf, con todo el oro. —Sacudió la cabeza—. La artimaña aún fracasó la última vez que la intentamos, pero parece que al final ha conseguido que ella accediera, o tal vez ha decidido que no podía esperar más y ha huido sin el oro. En cualquiera de los dos casos, se ha marchado. Y ahora —dijo mientras se ponía de pie con un gemido—, debo volver con mis pacientes. Que tengáis un bien día, caballeros.
Inclinó la cabeza ante ellos, y luego dio media vuelta para ir cojeando hasta el siguiente camastro de la hilera.
Los hombres se miraron unos a otros, pasmados.
—Tienen que ser mentiras —dijo Bosendorfer—. Tienen que serlo.
—¿Y si no lo son? —preguntó el arcabuceros—. Si el comisario ha huido y el graf Reiklander ha muerto, ¿existe alguna razón para quedarse aquí? Busquemos ese pasadizo secreto y vayamos al encuentro de la columna de rescate.
—¡Sí! —convino el joven lancero—. Eso sí que es un plan.
Von Volgen los miró con expresión ceñuda a ambos.
—La razón para quedarse es la misma que ha existo siempre. Nos quedamos con el fin de retener las hordas de Kemmler y permitir así que se reúna un ejército para hacerle frente. Nadie va a marcharse por ese pasadizo.
Gotrek gruñó con aprobación, al igual que Classen.
—Yo propongo al señor Von Volgen como comandante —dijo—. De Talabecland o no, es el más sabio y con más experiencia entre nosotros.
—Lo secundo —dijo el artillero.
Classen miró al resto. El lancero y el arcabucero asintieron con la cabeza, pero Bosendorfer parecía malhumorado.
—Primero tenemos que ver si el graf Reiklander esta muerto de verdad —dijo—. Yo no entregaré el mando del castillo si nuestro señor aún vive.
Von Volgen asintió con la cabeza.
—En eso estoy de acuerdo —dijo—. Vayamos a los aposentos del graf y descubramos la verdad de la historia del cirujano.
Félix, Gotrek y los oficiales se levantaron con movimientos rígidos, mientras el sargento Leffler avanzaba para ayudar a Bosendorfer a ponerse de pie, y luego le metía un hombro debajo de un brazo. Cuando todos siguieron a Von Volgen hacia la puerta, Kat dejó a Snorri roncando y se unió a ellos.
—¿Qué ha sucedido? —susurró.
—Von Geldrecht ha huido —dijo Félix—, y vamos a ver si el graf aún está vivo.