Los dos matadores pasaron rodando junto a él para ponerse de pie justo antes de la puerta, mientras los caballeros de Classen avanzaban en masa tras ellos y rodeaban al paladín.
Gotrek les hizo un gesto para que continuaran.
—Entrad —gruñó—. Cerrad la puerta. Este es nuestro fin.
—Sí —dijo Snorri, al mismo tiempo que salía de la formación de espadones para unirse a él y Rodi—. Esto es trabajo para matadores.
Krell los acometió con un tajo y estuvo a punto de cortarle la cabeza a Snorri, pero el viejo matador alzó el martillo a tiempo, y el golpe sólo logró derribarlo.
—¡Maldito seas, Muerdenarices!
Gotrek cargó con Rodi para hacer retroceder a Krell y apartarlo de Snorri, y Classen y sus caballeros aprovecharon para correr hacia la puerta. Félix y Kat vacilaron al verlos pasar. Los espadones esperaron con ellos.
—¿Vas quedarte? —preguntó Kat cuando Snorri se levantó y las puertas de roble y hierro del cuerpo de guardia comenzaron a cerrarse con lentitud.
Félix se mordió el labio. Los muertos acorazados estaban llegando ya al final de la escalera, y se precipitaban a dar apoyo a Krell, en el momento en que Snorri sopesaba su martillo y comenzaba a avanzar otra vez. ¿A qué juramento haría honor Félix? Gotrek le había dicho que mantuviera a Snorri a salvo, pero después de tantos años de luchar juntos a Gotrek le parecía mal volverle la espalda.
—Entra, humano —gritó el Matador, mientras Krell y los no muertos lo hacían retroceder a golpes, y obligaban a Rodi a recular hacia la puerta—. Y llévate a Snorri Muerdenarices.
Snorri continuaba avanzando.
—Snorri no quiere…
—¡No me importa lo que Snorri no quiera! —rugió Gotrek mientras bloqueaba y retrocedía—. ¡Entra!
Snorri soltó un bufido, pero luego se detuvo, con los puños cerrados, y miró cómo Gotrek y Rodi luchaban en medio del grupo formado por Krell y los muertos acorazados.
Félix se volvió a mirar hacia la puerta. La brecha que mediaba entre las dos hojas estaba haciéndose terriblemente estrecha.
Con un bufido de furia, el viejo matador dio media vuelta y atravesó la puerta, más airado de lo que Félix lo había visto jamás. Félix y Kat soltaron un suspiro de alivio y lo siguieron, seguidos por los espadones. Una vez dentro, Snorri se volvió a mirar con ferocidad a través de las hojas que se cerraban. Félix y Kat se reunieron con él, y se quedaron mirando fijamente cómo Krell y los esqueletos antiguos hacían retroceder inexorablemente a Gotrek y Rodi hacia la puerta con sus golpes.
A Félix lo recorrió un estremecimiento de comprensión al darse plena cuenta de la situación. Eso era. Así era como acabaría la vida de Gotrek, al fin. Se enfrentaba con demasiados oponentes. No había manera de que pudiera sobrevivir. Al menos sería un buen final —sin duda mejor que morir porque unas esquirlas se le clavaran en el corazón—, y si mataba a Krell, la fama del Matador quedaría asegurada. Sería recordado como uno de los más grandiosos héroes de la historia de los enanos. A Félix se le llenaron los ojos de lágrimas. ¡Y a qué poema daría lugar! Una última resistencia. Una puerta que se cerraba. Dos rivales unidos contra el mal eterno, luchando hombro con hombro.
Pero entonces, cuando la brecha que quedaba entre las hojas de la puerta era casi demasiado estrecha como para que un enano pasara por ella, de repente Rodi bajó un hombro y lo estrelló contra un costado de Gotrek; al pillarlo por sorpresa le hizo perder el equilibrio, y lo lanzó a través de la brecha.
—Lo siento, Gotrek Gurnisson —gritó el joven matador cuando Gotrek cayó pesadamente al otro lado—. ¡No me robarás otra muerte!
Félix, Kat y Snorri se quedaron mirando, conmocionados, mientras Gotrek se levantaba de un salto e intentaba pasar apretadamente a través de la rendija que quedaba; pero ya era demasiado estrecha como para que pudiese deslizarse entre las dos hojas.
—¡Barbanueva traicionero! —rugió Gotrek mientras tironeaba con desesperación—. ¡Los dos habríamos tenido nuestra muerte!
—¡No, Gurnisson, no habría sido así! —gritó Rodi, mientras acometía con tajos a Krell y los esqueletos acorazados—. ¡Incluso aquí, incluso con una herida en el vientre, incluso con la puerta cerrada, habríamos sobrevivido! ¡Tú estás maldito, Gurnisson! ¡Nunca encontrarás tu fin! ¡Ni tampoco lo encontrará nadie que esté cerca de ti! ¡Grimnir se burla de ti, y yo no seré parte de la broma!
Gotrek tironeó de la puerta con toda su fuerza, pero al final tuvo que retirar las manos de la rendija para evitar que se la aplastara. Se volvió hacia Classen cuando las hojas se cerraron con estruendo.
—¡Abridla! —gritó—. ¡Dejadme salir!
El sargento de caballería retrocedió con prudencia ante la furia del Matador, pero negó con la cabeza.
—No,
herr
enano. No pondré en peligro la torre del homenaje para satisfacer vuestros deseos personales.
Gotrek lo miró con ferocidad durante un largo momento, respirando trabajosamente, luego gruñó y se volvió otra vez hacia la puerta cuando el apagado choque de acero contra acero del otro lado alcanzaba un ritmo febril, acompañado por un grito de feroz júbilo que se elevó por encima del estruendo, y fue interrumpido con brusquedad.
Después de eso, lo único que pudo oírse fue el susurro de la lluvia roja, y los golpes de hachas y espadas contra el roble y el hierro de la puerta. Los hombros de Gotrek cayeron, y se quedó allí, de frente a la entrada, con la cabeza inclinada mientras Classen ordenaba que se apostaran hombres en las buhederas y obligaran a Krell y los esqueletos a retirarse con disparos de arcabuz y piedras.
Kat y Snorri también inclinaron la cabeza, y lo mismo hizo Félix, aunque no estaba seguro de qué sentía. Rodi había sido un compañero de lengua afilada, además de irascible. A pesar de eso, a Félix le había caído bien. Había sido rápido, divertido y valiente, pero ahora que le había robado su fin a Gotrek, esos recuerdos comenzaban a agriarse.
—¡Maldito! —dijo el Matador, que dio media vuelta y se adentró en el patio de armas de la torre del homenaje.
Félix y Kat echaron a andar tras él, y Snorri los siguió con su paso cojo, mascullando por lo bajo.
—¿Cuántos viven aún? —preguntó Von Geldrecht, y luego cambió la pregunta al observar el entorno—. ¿Cuántos pueden luchar todavía?
Félix miró a su alrededor. El, Gotrek y Kat se encontraban de pie, con Von Volgen y los restantes oficiales, junto a Bosendorfer, que yacía, haciendo muecas de dolor, sobre un camastro situado en un rincón posterior de una gran sala de la bodega de la torre del homenaje. En tiempos normales, la sala era una capilla que pertenecía al séquito personal de Karl Franz, formado por caballeros de la Reiksguard. Ahora parecía alfombrada de heridos y moribundos, y las oraciones se dirigían a Shallya, no a Sigmar.
Desde que se habían retirado a la torre del homenaje, el propio Félix le había rezado un buen número de oraciones a la Dama de la Misericordia. Kat le había limpiado y vendado lo mejor posible las heridas del antebrazo, pero las garras del murciélago debían estar infectadas, porque tenía el brazo rígido y caliente, y los bordes de los cortes estaban rojos y dolorosos al tacto. A pesar de eso, podía empuñar la espada y caminar, cosa que, en aquella compañía, lo situaba entre los capacitados para la lucha. La mayoría de los oficiales que le quedaban a Von Geldrecht no se encontraban en mejores condiciones, y algunos estaban peor, con brazos entablillados, heridas supurantes en la cabeza, dedos y ojos de menos.
Como mínimo, la furia demente que había impulsado a Bosendorfer a retar a duelo a Félix, y que había hecho que Von Geldrecht ordenara el arresto de Von Volgen, daba la impresión de haberse drenado con la sangre que todos habían perdido. No parecía haber peligro de que el comisario enviara a Von Volgen a las mazmorras, y Bosendorfer ni siquiera había mirado a Félix desde que había recuperado el conocimiento. Ahora estaban todos demasiado agotados para tonterías semejantes.
—Seis —replicó el capitán de espadones, que miró hacia donde se encontraban sentados el sargento Leffler y sus hombres, vendándose las heridas unos a otros—. Pero habría siete si alguien quisiera ocuparse de esta pierna. ¿Dónde está esa maldita hermana?
—Ella misma necesita la atención de una hermana —replicó Von Geldrecht—. ¿Señor Von Volgen?
—Catorce —replicó éste—, aunque incluso el que se encuentra mejor apenas si puede tenerse en pie con la armadura.
—Sólo quedo yo —dijo un artillero al que Félix no conocía—. Pero toda la pólvora está en el subterráneo, y no podemos ir a buscarla; de todos modos, no hay balas para los cañones de arriba.
Al mirarlo, Félix se dio cuenta de que casi todos los oficiales le eran desconocidos, en ese momento. Volk había muerto; Hultz, de los arcabuceros, también había muerto y Félix estaba demasiado aturdido como para acongojarse por su pérdida o recordar si los había visto morir. Incluso el joven lancero que había ocupado el lugar de Abelung, que a su vez había ocupado el sitio de Zeismann, había sido reemplazado por un lancero aún más joven. El muchacho tenía el mentón cubierto de pelusilla y la mirada perdida. Sólo quedaban Bosendorfer y Von Volgen de los que habían estado al mando antes de que empezara la lucha, y la herida que la maza de la reina de los muertos le había hecho a Bosendorfer en una pierna sería su muerte.
El muchacho de los lanceros se limpió una mejilla que tenía incrustada de sangre. Todos los hombres estaban cubiertos de sangre que, al secarse, hacía que parecieran estatuas de hierro oxidadas.
—Once, mi señor —dijo el jovencito—. Once. Once.
—No lo sé —dijo un joven guardia fluvial—. El resto se refugió en el subterráneo. No pude llegar hasta ellos, así que subí aquí. Había…, había quince antes de la batalla.
—Estarán muertos a estas alturas —dijo Von Geldrecht, inexpresivo—. ¿Arcabuceros?
—Nueve —respondió éste—, y tampoco nosotros tenemos pólvora ni balas.
A Classen hubo que tocarlo con un codo para que prestara atención.
—¿Eh? —preguntó, volviendo la cabeza.
—¿Cuántos de vuestra compañía pueden luchar aún, sargento de caballería? —preguntó Von Geldrecht.
—Nueve —replicó Classen—, pero serán menos por la mañana.
Von Geldrecht giró la cabeza para mirar a Gotrek, Félix y Kat.
—Y hemos perdido a un matador, ¿no? —Sus ojos destellaron con enojo—. Murió en el exterior de la puerta cuando podría haberse retirado aquí dentro y volver a luchar.
—El fin de un matador no es asunto de nadie, salvo de él mismo —replicó Gotrek con voz ronca.
—¿Aun cuando podría habernos condenado al resto de nosotros con ello? —preguntó Bosendorfer—. Podríamos morir esta noche por no contar con su hacha.
—Todos moriremos esta noche —dijo Gotrek—. El hacha de Rodi Balkisson no cambiaría nada.
Von Geldrecht lo miró con amargura.
—Basta de hablar así, enano. ¿Queréis que abandonemos toda esperanza? ¿Queréis que renunciemos a luchar?
Kat soltó un bufido.
—Vos, desde luego, lo hicisteis —murmuró, pero, por suerte, sólo la oyó Félix.
—Yo lucharé —replicó Gotrek—. Los enanos nos habríamos extinguido hace mucho tiempo si sólo hubiésemos luchado cuando hay esperanza.
—Sí —dijo Von Volgen—. Tenemos que luchar. Puede ser que no haya esperanza para nosotros, pero aún somos la esperanza del Imperio. Ahora luchamos para retener a Kemmler todo lo que podamos y darle tiempo a Karl Franz de prepararse para lo que se avecina.
—Bien dicho —dijo Von Geldrecht, que pareció desear haber sido él quien lo hubiese expresado—. Aunque yo había esperado que pudiéramos sobrevivir al menos una noche más. Los miró a todos—. ¿Es imposible eso?
Classen levantó el mentón.
—Lo intentaremos, mi señor. Lucharemos para hacer que…
Una figura que avanzaba hacia ellos hizo que se interrumpiera a media frase. Los otros se volvieron a mirar. La hermana Willentrude caminaba arrastrando los pies entre las filas de heridos, con el improvisado vendaje que le habían puesto en el cuello tan empapado en sangre como su hábito, antes blanco. Contemplaba a Von Geldrecht con una expresión de aturdida desesperación en la cara destrozada.
—Hermana —dijo Von Geldrecht—, no deberíais levantaros de vuestra cama. ¿Qué sucede? ¿Alguna nueva calamidad?
—Ha venido a mirarme la pierna —dijo Bosendorfer—. Dejadla pasar.
Pero la hermana Willentrude no lo miró; sólo alzó los brazos como si desease que la consolaran, y continuó hacia el comisario, gimiendo.
Von Geldrecht retrocedió al mismo tiempo que sus ojos se desorbitaban, y los otros comenzaron a levantarse.
—¿Hermana? ¿Estáis bien?
—¡Desenvainad la espada, estúpido! —gritó Gotrek al mismo tiempo que avanzaba—. Es…
Antes de que pudiera acabar la frase, la hermana cayó sobre Von Geldrecht, arañándole el pecho con las manos y lanzándole dentelladas al cuello. El comisario vociferó de terror y la empujó, momento en que el hacha de Gotrek se le clavó profundamente en un costado, para luego cortarle la cabeza cuando cayó al suelo.
Von Geldrecht y los otros jefes bajaron los ojos hacia el cadáver decapitado, en pasmado silencio, mientras por toda la sala los heridos gritaban e intentaban levantarse.
—¡El enano ha matado a la hermana! —gritó uno.
—¡Matadlo!
—¡Señor comisario, arrestadlo!
Von Geldrecht alzó las manos cuando algunos de los hombres comenzaron a precipitarse hacia ellos, con los puños cerrados.
—Volved a vuestras camas —dijo—. Ya estaba muerta. Se había… transformado.
Las expresiones de enojo se convirtieron en máscaras de congoja e incredulidad. Los puños bajaron.
—La hermana, no —dijo uno—. Ella, no.
Junto a Félix; Kat sollozaba en silencio.
—Pero si la salvamos —murmuraba—. Nosotros la salvamos.
El la rodeó con un brazo, pero la joven no pareció darse cuenta.
Von Geldrecht se quedó mirando el cuerpo sin cabeza de la hermana, y volvió a suspirar.
—Gracias, caballeros —dijo—. Iré a informar al graf Reiklander de cuántos somos y de nuestras perspectivas. Por favor, comenzad con los preparativos para el ataque de esta noche. Pronto me reuniré con vosotros.
Dio media vuelta y se alejó, cojeando, descargando una gran parte del peso en el bastón, mientras los demás comenzaban a dispersarse. Bosendorfer miraba con fijeza el cadáver de la hermana Willentrude.