Matazombies (38 page)

Read Matazombies Online

Authors: Nathan Long

Tags: #Aventuras,Fantástico,Infantil y Juvenil

BOOK: Matazombies
3.86Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Pero ¿quién va a ocuparse de mi pierna? —preguntó.

Félix le dirigió una mirada feroz y tuvo que contenerse para no levantarse de un salto y estrangularlo. El hombre era responsable de las muertes de los heridos desde el comienzo del asedio, ¿y ahora gimoteaba porque no atendían su pierna? Sería la más poética de las justicias verlo morir por no contar con la asistencia de un cirujano, pero…, pero él no era el único herido, ¿verdad? Había toda una capilla llena de ellos. Y también el brazo de Félix necesitaba atención.

Félix gruñó al ponerse de pie y echó a andar tras Von Geldrecht.

—Mi señor comisario —dijo cuando le dio alcance—. Ya sé que debéis estar harto de que os lo pida, pero con la hermana Willentrude muerta, tengo que intentarlo otra vez. ¿Pondréis en libertad a Tauber y le dejaréis hacer su trabajo?

Von Geldrecht se volvió, y Félix temió que fuera a echarle otro rapapolvo, pero en lugar de eso, el comisario se quedó mirándolo durante un largo momento, y luego asintió con la cabeza.

—Muy bien,
herr
Jaeger —dijo—. Muy bien.

Se quitó la anilla de llaves que llevaba al cinturón, abrió el cierre y luego seleccionó una llave maestra ennegrecida por el tiempo y la sacó.

—Me temo que lo he dejado para demasiado tarde —dijo al tendérsela—. Y me disculpo por eso. Pero como dice vuestro amigo el enano, el solo hecho de que no haya esperanza no significa que uno no deba luchar.

Dejó caer la llave en la mano tendida de Félix, y después dio media vuelta y continuó su camino.

—Buena suerte,
herr
Jaeger.

Félix y Kat siguieron por una estrecha escalera a un viejo sirviente que llevaba en alto un farol.

—El comisario dijo que no debía dejar que nadie bajara aquí —comentó—. Por ningún motivo. Pero como tenéis la llave…

Salió de la escalera a un estrecho corredor que los condujo, a través de una puerta de barrotes, al interior de una habitación rectangular flanqueada por robustas puertas reforzadas con bandas de hierro, cada una con un ventanuco diminuto, y una rendija en la parte inferior, para pasar la comida.


Herr doktor
está en ésta —dijo, señalando una—. Su ayudante, en esa otra.

Félix y Kat se encaminaron hacia la primera puerta indicada, pero entonces un ruido de pies que se arrastraban les hizo volver la cabeza. Se oían ruidos procedentes de otra celda.

—¿Quién anda ahí? —preguntó una voz aguda—. ¿Sois zombies?

Una cara abatida apareció en el ventanuco de una puerta de la pared de enfrente. Otros se apiñaron detrás de él.

—¡Draeger! —dijo Kat.

—El amante de los enanos y su gata, ¿no? —preguntó Draeger—. ¿Qué ha sucedido? Hemos oído que había lucha, pero nadie ha venido a buscarnos, y no es que me queje, os lo advierto.

—El patio de armas inferior se ha perdido —dijo Félix—. Ahora estamos todos dentro de la torre del homenaje. —Se volvió a mirar al sirviente—. ¿Esta llave abrirá esa celda?

—Sí —replicó el sirviente—. Las abre todas.

—¡Esperad! —dijo Draeger—. ¿Quién ha dicho que queramos salir?

Félix se encogió de hombros.

—Quedaos si queréis, pero la próxima vez serán los muertos los que vengan a llamar a la puerta.

Draeger se mordió el labio inferior y se volvió para mantener una conversación en susurros con sus hombres, tras la puerta, antes de volverse otra vez.

—Dejadnos salir, entonces. Caeremos con la espada en la mano, gracias.

Félix asintió con la cabeza y abrió la celda. Draeger y sus soldados de la milicia salieron con tambaleante paso cansado y parpadearon al mirar a su alrededor.

—Muchas gracias,
mein herr
—dijo Draeger al mismo tiempo que se tocaba la frente, y luego se encaminó hacia la sala de guardia—. Nuestros pertrechos están por aquí, muchachos. Vamos.

Cuando salieron, el sirviente cruzó hasta la celda de Tauber y sostuvo el farol de modo que Félix pudiera meter la llave en la cerradura.

—¡Tenéis visitas,
doktor
Tauber! —llamó.

No hubo respuesta desde dentro.

La llave rechinó y se atascó cuando Félix intentó girarla, pero al fin hizo funcionar el mecanismo y descorrió el pestillo. Tiró del picaporte y se asomó al interior, junto con Kat, cuando la puerta se abrió con un rechino. Al fondo de la celda había un camastro bajo y, tendido sobre él, de cara a la pared y rodeándose las rodillas con los brazos, había una figura mugrienta y consumida.

Félix encendió una vela con la llama de la lámpara y le dio la llave al criado.

—Dejad salir a su ayudante, por favor.

—Sí,
mein herr
.

Cuando el hombre se marchó arrastrando los pies, Félix entró.

—¿
Doktor
Tauber? —dijo—.
Doktor
Tauber, ¿estáis despierto? Tengo agua para vos.

Continuaba sin haber respuesta. Kat desenvainó el cuchillo de desollar y avanzó con cautela junto a Félix. El entendía la precaución de la muchacha. Si Tauber había muerto, muy bien podía levantarse y atacarlos.

Félix extendió un brazo para sacudirlo por un hombro, mientras Kat mantenía el arma a punto.

—¿
Doktor
Tauber?

El hombre se movió y gruñó, y Kat y Félix retrocedieron, con prevención, pero cuando volvió la cabeza para mirarlos, vieron inteligencia en sus parpadeantes ojos medio cerrados.

—¿Así que —dijo con una voz como papel seco— Von Geldrecht ha desaparecido?

Félix sonrió.

—No,
herr doktor
, aún vive. Pero ha cedido al fin. Quiere que os ocupéis de los heridos.

Tauber frunció el ceño al oír eso; luego rodó para volver a quedar de cara a la pared, y cerró los ojos otra vez.

—Que se pudran.

Félix suspiró. Había temido eso.

—Doctor, os necesitan.

—¿Para qué podrían necesitar a un brujo? —dijo Tauber, con voz ronca—. ¿Es que ahora imploran veneno?

—Vos no sois un brujo —dijo Félix—. Vos no habéis envenenado a nadie. —Le quitó la tapa a la jarra que había encontrado y que contenía casi dos centímetros de agua—. Tomad. Tengo agua.

Tauber no se volvió a mirar.

—Bosendorfer, desde luego, pensaba que lo había hecho —dijo con una sonrisa burlona—. O deseaba que lo hubiese hecho. Y el resto le creyó. ¿Por qué iba yo a ayudar a los estúpidos que querían que me mataran?

—Por el bien del Imperio —le respondió Félix—. Tenemos que contener al ejército de Kemmler durante tanto tiempo como nos sea posible.

Tauber rodó en la cama y alzó la mirada hacia él, con una tenue sonrisa.


Mein herr
, puede ser que me hayan encerrado aquí abajo, pero incluso yo sé que el castillo caerá, por mucho que yo haga…, y pronto. —Rió entre dientes—. ¿Queréis intentarlo otra vez?

Félix abrió la boca, pero no sabía qué otro argumento presentar. Tal vez debería intentarlo amenazando al hombre. Quizá podría obligarlo a trabajar.

Kat posó una mano sobre un hombro de Tauber.

—Porque sois un médico —dijo—, y si vais a morir, debería ser haciendo lo que sabéis hacer.

Tauber la miró durante un largo momento, con el ceño fruncido como si fuera a soltarle un exabrupto, pero luego cerró los ojos.

—¿Habéis…, habéis dicho que había agua?

Félix le tendió la jarra mientras Kat lo ayudaba a sentarse. Parecía haber perdido casi la mitad de su peso y tenía más que nunca el aspecto de un grajo famélico y malhumorado.

Tomó la jarra con manos agarrotadas y bebió, pero sólo a pequeños sorbos, gimiendo y estremeciéndose de alivio. Félix le dedicó a Kat una mirada de agradecimiento por encima de la cabeza del médico. ¿Por qué no se le había ocurrido a él ese argumento? Ella se encogió de hombros, azorada, y sujetó a Tauber cuando bajó la jarra, con un suspiro, y abrió los ojos.

—Ayudadme a levantarme —dijo—. Estoy preparado.

Tauber se detuvo justo delante de la capilla de la Reiksguard, lo que hizo que Félix, Kat y su ayudante tuvieran que pararse con brusquedad detrás de él. Se asomó a mirar a los hombres que yacían, gimiendo, en hileras, sobre el suelo de piedra pulida, y cerró las manos con fuerza a los lados.

El odio que afloró a los ojos del médico hizo que Félix tragara saliva y se preguntara si no habría cometido un terrible error. Tal vez Tauber no fuera un envenenador cuando Bosendorfer y los otros lo acusaron de serlo, pero ¿y si su injusto encarcelamiento y el aborrecimiento que había manifestado lo habían convertido en envenenador? ¿Y si Tauber entraba en la capilla y procedía a matar a todos los que tocara?

—No permitáis que os conviertan en lo que ellos piensan que sois,
doktor
—dijo.

Tauber le dedicó una desagradable sonrisa.

—No temáis,
herr
Jaeger. Tengo demasiado orgullo como para eso.

El médico cuadró los hombros e inspiró profundamente, para luego entrar en la sala con algo parecido a su antigua prepotencia. Cuando Félix y Kat lo siguieron, vio que los hombres alzaban la mirada hacia él, e hizo una mueca ante la desconfianza que brillaba en sus ojos. Tauber no hizo el menor caso de sus reacciones.

—¿Quién tiene las heridas de mayor gravedad? —preguntó, alzando la voz—. ¿Quién está cerca de la muerte?

Se oyó un coro de suplicas en respuesta a eso, pero cuando Tauber alzó las manos para imponer orden, el sargento Leffler fue a situarse junto a Félix y le susurró al oído.

—Por favor,
mein herr
, ya sé que no va a gustarle hacer esto, pero si pudierais pedirle que atendiera al capitán…

Félix gruñó. Era probable que a Tauber no le gustara en absoluto, considerando las circunstancias, pero Leffler tenía razón. Bosendorfer podría morir en una hora si no se atendía su pierna.

—Por aquí,
doktor
—dijo, y lo condujo hasta el camastro en que yacía Bosendorfer, mientras Leffler murmuraba palabras de agradecimiento detrás de él.

El espadón se puso pálido al ver acercarse al médico y se aferró a los lados del camastro como si quisiera huir.

Tauber le sonrió como un lobo.

—No os preocupéis, capitán —dijo—. Mi mayor venganza será lograr que os recuperéis.

Félix se sentó contra la pared de la capilla, intentando permanecer despierto durante el tiempo suficiente como para que Tauber llegara hasta él, pero el esfuerzo era excesivo. A pesar del dolor palpitante del brazo, el sueño tiraba de él como un ancla y hacía que le cayera la cabeza sobre el pecho. Estaba tan cansado después de cinco días de lucha y reconstrucción, y más lucha y más reconstrucción, que se sentía como enfundado en plomo. Kat, a su lado, parecía tan agotada como él, con la mirada perdida en el vacío mientras Gotrek y Snorri roncaban atronadoramente junto a ella.

Pocos minutos después, Tauber se sentó ante Félix al mismo tiempo que aspiraba entre los dientes, y le dedicó una sonrisa cansada. Se movía como un hombre del doble de su edad, pero a pesar de eso parecía casi alegre. Al parecer, Kat había tenido razón. No había mejor tónico que permitir a un hombre hacer lo que sabía hacer bien.

—Y ahora,
herr
Jaeger —dijo—, ¿qué puedo hacer por vos?

Félix se arremangó para enseñarle el vendaje improvisado que Kat le había puesto en torno a las heridas abiertas por las garras. Tauber cortó la tela con un par de tijeras y la retiró. Entonces, se desvaneció su sonrisa.

En el pecho de Félix se formó un nudo frío.

—¿Tan grave es? —preguntó.

Tauber suspiró.

—Si la hermana Willentrude aún estuviese viva, esto entrañaría poca dificultad, porque sus plegarias habrían expulsado la infección, y las heridas habrían acabado curándose por sí solas. Según las cosas, están demasiado avanzadas. Sólo puedo lavar las heridas, vendarlas y aconsejaros que recéis.

—¿No hay nada más que pueda hacerse? —preguntó Kat. Tauber frunció los labios.

—Si estuvierais lo bastante fuerte, vuestro cuerpo podría vencer la infección, pero en este momento ninguno de nosotros está en el máximo de sus fuerzas, ¿eh? —Miró por encima del hombre hacia las hileras de heridos—. Todos están en el mismo aprieto. Si tuviéramos un hospital de verdad, con agua y plegarias de las hermanas de Shallya y comida, la mayoría de ellos sobrevivirían. Aquí, a pesar de todos mis esfuerzos, muchos morirán en un día…, tal vez antes.

Félix tragó y se le cayó el alma a los pies, y Tauber se dio cuenta.

—Lo lamento,
herr
Jaeger —dijo—. Mis modales con los pacientes dejan bastante que desear, lo sé. Perdonadme. Tal vez a vos os quede un poco más de tiempo. Puede ser que incluso logréis superar esto, porque tenéis una buena constitución, pero a menos que recibáis pronto una atención adecuada, vuestras probabilidades son escasas.

Tauber se encogió de hombros, y luego chasqueó los dedos para llamar al ayudante, que permanecía detrás de él con un maletín lleno de vendas e improvisados instrumentos.

—Pero, de momento, hagamos lo que puede hacerse. Incluso un poco de atención podría ayudar, ¿no?

Cuando Tauber continuó adelante, Kat y Félix permanecieron sentados en silencio durante largo rato, recostados el uno contra el otro, con las manos enlazadas. El atroz agotamiento que había hecho dormir a Félix aún pesaba sobre él, pero ahora el sueño se mostraba esquivo. Las palabras de Tauber lo habían golpeado con demasiada fuerza.

—La verdad es que hasta ahora no había renunciado a la esperanza —dijo Félix, al fin—. Gotrek y yo hemos estado muy a menudo en situaciones desesperadas, y siempre hemos logrado salir de ellas de alguna manera, pero…, pero no se puede luchar contra la enfermedad con hacha y espada.

Kat asintió con la cabeza.

—¿Qué día es hoy? ¿Para cuándo se supone que deben llegar a rescatamos?

Félix intentó recapitular. Resultaba difícil. Todo parecía fundirse en una sola y larga noche miserable.

—¿Cuatro días desde que Von Geldrecht envió la paloma? —dijo—. ¿Cinco?

—Y siete días para llegar desde Altdorf hasta aquí —añadió Kat.

Félix asintió con la cabeza.

—Llegarán demasiado tarde.

—Entonces, éste podría ser el último día de nuestra vida —dijo Kat—. Nuestro último día… juntos.

Félix la miró y tragó saliva, pero luego se obligó a sonreír.

—No seas ridícula, Kat. Nosotros estaremos juntos eternamente, marchando lado a lado detrás del estandarte de Kemmler.

Other books

Nash (The Skulls) by Crescent, Sam
The Ludwig Conspiracy by Oliver Potzsch
Changeling by Steve Feasey
Eyes of a Child by Richard North Patterson
Scouts by Reed, Nobilis
So in Love by Karen Ranney
Razor Sharp by Fern Michaels
Man of the Trees by Hilary Preston