Matazombies (17 page)

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Authors: Nathan Long

Tags: #Aventuras,Fantástico,Infantil y Juvenil

BOOK: Matazombies
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—Y eso ha sido todo, entonces —dijo un arcabucero, que miraba fijamente con los ojos desorbitados—. Buenos hombres muertos y ahogados por la mano de ese repugnante saqueador de sepulturas. Que Morr los proteja.

Pero eso no había sido todo, porque ante los ojos de Félix, Kat y los demás, se produjo una agitación en los bajíos cercanos a la zona de la orilla que ocupaba Kemmler, y un grupo de cabezas con yelmo y acorazados hombros salieron a la superficie, chorreando agua y sangre. De uno en uno y de dos en dos, los lanceros y guardias fluviales del balandro se levantaron y salieron andando del río, pasaron ante Kemmler arrastrando los pies y se perdieron en el interminable anonimato de la horda de diez mil zombies, mientras la risa del nigromante volvía a ser transportada por el viento hasta el castillo.

Kat apartó la mirada.

—Pobres bastardos. Pobre Zeismann.

—Sí —dijo Félix, que posó una mirada furiosa en Von Geldrecht—. Maldito estúpido corto de miras.

El comisario estaba de pie junto a Von Volgen, y contemplaba, inexpresivo, el balandro que se alejaba. Los hombres que los rodeaban mostraban la misma expresión, como si en un solo instante les hubieran arrebatado toda esperanza.

De repente, Draeger, el capitán desmovilizado, se volvió contra Von Geldrecht, con los ojos encendidos de furia.

—¡Gordo bastardo, nos has dejado atrapados! ¡Podríamos haber salido ayer, pero no quisiste! ¡Si morimos todos aquí, te haré responsable de ello! ¡Eres tú quien nos ha matado, y nadie…!

Von Geldrecht le dio una bofetada.

—¡Recobrad la compostura, capitán! —le espetó—. ¡O haré que os metan en el calabozo! Aquí no hay sitio para estallidos como éste.

Draeger cerró los puños mientras los hombres de lo alto de la muralla contenían la respiración, pero al final dio media vuelta y se marchó.

Von Geldrecht clavó una mirada colérica en su espalda, y luego recordó que se suponía que era el comandante, y se irguió.

—¡Volved a vuestras tareas! —dijo—. ¡Regresad a vuestros puestos! Si queréis vengar esta terrible pérdida, reforzad nuestras defensas. Afilad vuestras armas, construid los matacanes. Llevad munición y pólvora a lo alto de las murallas para que los artilleros las tengan a mano cuando las necesiten. No hay ninguna necesidad de ir hacia el enemigo. ¡El enemigo vendrá a nosotros, y cuando lo haga, le haremos pagar lo que han hecho, multiplicado por diez!

Los hombres aclamaron el discurso y se dispersaron de mejor ánimo, pero cuando pasaron ante Félix y Kat en dirección a la escalera, Jaeger también oyó refunfuñar a algunos.

—Si quisiera venganza —murmuró un lancero—, te untaría con mantequilla y te enviaría a ti a forrajear, gordo jamón.

—Dos capitanes muertos —dijo otro—, y por nada. Por nada. Vuelve a la tesorería, Goldie.

—Mi señor comisario —dijo Von Volgen cuando el último de ellos abandonó las murallas—, ¿puedo hacer una sugerencia?

Von Geldrecht se puso rígido.

—¿De qué se trata?

Von Volgen hizo un gesto con la cabeza hacia la puerta del río.

—Ya hemos visto que los zombies no se ahogan. Me preocupa, por tanto, que pueda haber una brecha entre la parte inferior de la reja y el lecho del río. Si los cadáveres la encontraran…

Von Geldrecht palideció y pareció abrumado.

—Bien pensado —murmuró—. Gracias. Preguntaré si hay alguna solución que pueda… ¡Ah!

Von Geldrecht se agachó y dio un respingo cuando algo descendió en picado del cielo, chilló y aleteó en torno a su cabeza. Von Volgen desenvainó la espada y Kat puso una flecha en el arco en un instante, pero lo que aleteaba alrededor de la cabeza del comisario no era un murciélago, sino el pájaro más extraño que Félix hubiese visto jamás. Se parecía un poco a una paloma, con cuerpo redondo y cabeza lisa, pero sus plumas centelleaban como el metal, y zumbaba y chasqueaba como un insecto colérico.

—¡Esperad! —gritó Von Geldrecht, haciéndole a Kat un gesto para que bajara el arco—. Es una paloma mensajera.

Kat no disparó, pero dejó el arco a medio tensar, mientras observaba cómo Von Geldrecht extendía un brazo y el ave se posaba sobre su muñeca.

—Es…, es una máquina —dijo ella, maravillada.

Félix también la miraba con asombro. Ahora que el pájaro estaba quieto, vio que, en efecto, era mecánico. Las alas estaban hechas de acero y latón, las patas y las garras se articulaban con tornillos, y los ojos eran lentes de vidrio. Jaeger sacudió la cabeza. No recordaba que el Imperio tuviera nada como eso antes de que él se hubiese marchado hacia el este. La ingeniería había recorrido un largo camino en veinte años.

Von Geldrecht desenroscó la tapa del extremo de un tubo de latón que el pájaro llevaba fijo al pecho y extrajo un rollo de papel. Lo extendió con dedos nerviosos y lo miró.

—¿Es de Altdorf, mi señor? —preguntó Von Volgen.

Von Geldrecht asintió con la cabeza y suspiró, aunque Félix no pudo determinar si se trataba de un suspiro de alivio o de preocupación.

—Sí —dijo—. La Reiksguard viene hacia aquí, junto con todos los soldados regulares que puedan reclutar por el camino. El hijo del graf Reiklander, el señor Dominic, regresa con ellos. Partieron a última hora de ayer.

—Alabado sea Sigmar —dijo Von Volgen.

—Sí —asintió Von Geldrecht con los ojos perdidos en la distancia, y arrugó el papel—. Y recemos para que el auxilio no llegue demasiado tarde.

9

El resto del día fue de duro trabajo para todos; incluso los caballeros trabajaron codo con codo con los arcabuceros, Los lanceros y los artilleros, para reforzar la plaza lo mejor posible contra los no muertos. Dirigidos por el maestro carpintero del castillo, Anders Bierlitz, la mitad de la guarnición cortó, unió con clavos e instaló matacanes en lo alto de las murallas, mientras una cantidad casi igual trabajaba al mismo ritmo frenético para desmantelar los establos, las letrinas y cualquier otra estructura de madera de la que se pudiera prescindir, con el fin de obtener material para construir.

Gotrek, Rodi y Snorri, entretanto, se pusieron a desmantelar la residencia de oficiales para obtener piedra. Antes se había discutido mucho sobre qué era lo mejor para evitar que los zombies pasaran por debajo de las puertas del río; algunos querían hundir la barca fluvial que quedaba delante de las rejas, mientras que otros eran partidarios de clavarlas en el fango del fondo del río. Pero al final se decidió que el plan que ofrecía más seguridad era el de apilar piedras pesadas debajo de las puertas para tapar la brecha. Por desgracia, el castillo no era una cantera, y ni siquiera podía considerarse la opción de sacar las piedras de las murallas exteriores.

Así pues, durante todo el día los matadores usaron martillos, cinceles y las manos desnudas para desmantelar la torre angular de la residencia de oficiales, de arriba abajo, y dejaban caer las piedras hasta donde estaban los guardias fluviales, quienes las embarcaban mediante un cabrestante en botes y remaban el corto trecho que los separaba de la puerta para echarlas por la borda tan cerca de la reja de hierro como podían.

Félix y Kat, que no eran ni hábiles carpinteros ni diestros canteros, fueron a trabajar con los grupos de demolición, y arrancaron las erosionadas tablas de los heniles para luego extraer todos los clavos que pudieran reutilizarse. Incluso en aquel gélido día de finales del invierno, era una actividad acalorada y polvorienta, y al cabo de poco rato, trabajaban en mangas de camisa, y de sus hombros se alzaba vapor al aire helado.

Por lo general, ese tipo de esfuerzo no habría cansado a Félix. Los años de lucha y deambular lo habían dejado en buena forma física, y estaba habituado a las privaciones, pero ni siquiera el más duro de los hombres podía aguantar mucho sin agua, y no había ni remotamente la suficiente para todos. En la cocina, todas las ollas, sartenes y cacerolas estaban ocupadas en hervir agua para beber, pero se trataba de un proceso lento y el racionamiento era severo. Cada hombre recibía un cazo lleno con la única galleta de la mañana, y otro por la tarde, y algunos obtenían menos que eso. En las dos ocasiones en que los grupos de trabajo eran llamados al comedor, el agua se acababa antes de que todos hubieran recibido su parte.

Gotrek, Rodi y Snorri nunca bebían, aunque Félix no estaba seguro de si era debido a que no necesitaban hacerlo, o a su absoluta testarudez, o sólo al hecho de que no era cerveza. Como fuere, cada uno hacía el trabajo de diez hombres, y nunca se quejaban ni mostraban señales de cansancio.

No podía decirse lo mismo de los hombres. Se producían peleas ante el barril del agua cuando algunos intentaban beber más de lo que les correspondía. Otros se desmayaban o vomitaban por deshidratación. Félix estuvo a punto de ser uno de ellos. A final de la tarde, dio un traspié y estuvo a punto de caer a través de un agujero que había en el suelo del piso que estaba desmontando. Sólo la rapidez con que Kat le echó mano impidió que se rompiera el cuello. Sin embargo, el hambre y la sed no eran las únicas responsables. Una parte de su torpeza era debida a su incapacidad para mantener la mente concentrada en el trabajo. No podía dejar de preguntarse quién era el saboteador.

Durante todo el día observó a los otros defensores. ¿Cuál de ellos ocultaba el poder para romper una runa de enanos? ¿Cuál de ellos estaba confabulado con Kemmler? ¿Era Tauber, como creía Bosendorfer? Eso sería perfecto, dado que Tauber ya estaba encerrado, pero, de algún modo, Félix dudaba de que el castillo tuviera tanta suerte. Pero ¿quién, entonces? No podía tratarse de nadie que hubiera viajado con Von Volgen, dado que habían roto las runas antes de que llegara su destacamento. ¿Sería Von Geldrecht? ¿Habría ordenado que la guarnición permaneciera en el castillo sólo para que Kemmler pudiera matarlos a todos y engrosar sus filas con los cadáveres? ¿Sería Bosendorfer, que sembraba la discordia acusando a otros de los crímenes que estaba cometiendo él mismo? ¿Sería el padre Ulfram? ¿Acaso su ceguera y aparente senilidad estaban destinadas a encubrir un poder corrupto? ¿Sería la hermana Willentrude, que escondía una naturaleza maligna tras una sonrisa bondadosa? ¿Sería, tal vez, el propio graf Reiklander, o la grafina Avelein, que se ocultaban en la torre del homenaje y manipulaban al resto del castillo para provecho de Kemmler?

Pero ¿por qué tenía que ser uno de los jefes? Podría ser cualquiera; un caballero, un lancero, un mozo, una sirviente. Había demasiadas posibilidades y muy pocos elementos de juicio. Resultaba enloquecedor.

Al menos, Von Geldrecht estaba ateniéndose a su promesa de dar los pasos necesarios. A medida que pasaba el día, Félix lo vio apartarse discretamente con los oficiales que quedaban para susurrarles algo al oído, después de los cual esos oficiales comenzaron a mirar con suspicacia a los camaradas que los rodeaban. Félix supuso que eso eliminaba a Von Geldrecht de la lista de sospechosos, aunque tal vez no. ¿Y si les estaba diciendo a sus hombres que buscaran al traidor con el fin de apartarlos de su propio rastro, o para inducir sospechas que debilitaran la moral del castillo?

Félix maldijo cuando su mente le dio la vuelta otra vez al asunto, y se obligó a reiniciar la tarea que tenía entre manos.

La suspicacia incesante no serviría para encontrar al saboteador. Lo que necesitaban eran pruebas, pero Félix no tenía ni idea de qué buscar.

Menos de un tercio de los matacanes estaban instalados cuando el sol se ocultó del todo. Se habían cubierto las torres del cuerpo de guardia, y los lienzos de muralla situados a derecha e izquierda de éste, pero eso era todo. Félix, con poco conocimiento de esas cosas, pensó que era un resultado pobre, y los matadores refunfuñaron acerca de la «pereza humana», pero Bierlitz, el carpintero del castillo, parecía muy complacido, y dijo que dada la falta de comida y agua, los hombres habían logrado más de lo que él esperaba.

Y la construcción no se detuvo con la llegada de la oscuridad. Después de despedir a Félix, Kat y el resto de los hombres que habían trabajado durante toda la noche, Bierlitz se puso al mando de hombres de los equipos de la guardia nocturna para continuar con las fortificaciones, y los enanos, por supuesto, siguieron trabajando sin descanso.

Félix los dejó allí y se marchó al subterráneo de la torre del homenaje, con paso tambaleante, en compañía de Kat, en el momento en que sonaba la campana del comedor.

Era hora de comer otra galleta.

—Por el capitán Zeismann y todos nuestros hermanos caídos —dijo un joven sargento de lanceros, que se puso de pie y alzó su jarra—. No le haría mucha gracia que se brindara por él con agua, pero hasta que volvamos a tener cerveza, rindámosle honores como podamos.

El resto de los lanceros se levantaron de las mesas que ocupaban en el comedor para alzar también sus jarras, y Kat, Félix y los otros hombres presentes se unieron al brindis.

—Por el capitán Zeismann y los lanceros —dijeron a coro, y todos bebieron de un sorbo la escasa ración de agua.

Cuando volvieron a sentarse, un fornido guardia fluvial se levantó de entre sus camaradas y alzó una mano vacía.

—Y dado que eso será todo lo que beberemos hasta la mañana —dijo—, os pido que saludéis al capitán Yaekel y a su tripulación con un juramento. —Cerró la mano para formar un puño—. ¡Venganza!

Todos los presentes en la habitación levantaron el puño, y las paredes resonaron con el juramento.

—¡Venganza!

El guardia inclinó la cabeza y volvió a sentarse, pero antes de que todos pudieran bajar el puño, Bosendorfer saltó sobre la mesa ante la que había estado sentado con sus espadones.

—También yo os pediré un juramento —gritó—. En el nombre de los espadones Janus Meier y Abel Roos, y la veintena de otros hombres que han muerto entre la pasada noche y el día de hoy por las heridas envenenadas que los han asesinado en sus lechos.

Levantó el puño en el aire, y los presentes en la estancia lo imitaron, con más de un «eso, eso» y «bien dicho».

—Muerte al envenenador —dijo Bosendorfer—. Muerte al cirujano Tauber.

Félix y Kat guardaron silencio al oír eso, y no fueron los únicos. Aunque muchos hombres se unieron al juramento sin reservas, un número igual estaba murmurando y bajando el puño en lugar de pronunciar el reniego. Incluso algunos hombres del propio Bosendorfer parecían incómodos.

Bosendorfer miró con furia a su alrededor.

—¿Qué es esto? ¿No vais a honrar a mis hombres caídos como habéis honrado a Zeismann y Yaekel?

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