—Debe de hacer cien años que murió el último Quinión —rezongué—. Me parece una tarea ardua volver a reunir a necas, puces, pagoanos y a los lares nómadas del este.
—Las dificultades no asustan a los Mutel. Yo diría más bien que les sirven de acicate.
—¿Tú crees que pueden conseguirlo? —Palo Vento escanció un poco más de vino.
—Antes de hablar con los hombres que han hecho ese viaje, hubiera dicho que no. Pero ahora no sé qué pensar. Los Mutel están dispuestos a lo que sea con tal de ganar fama y honores, y conseguir así apoyo entre los jefes y ancianos de esos pueblos. Además, nuestros agentes han recogido un rumor…
—¿Qué rumor? —preguntó el hombre-serpiente, porque era a él a quien estaba mirando Cosal.
—Que los Mutel han resucitado al Cufa Sabut.
Palo Vento le miró adusto, pero no sorprendido; al revés que yo, que tuve allí la primera noticia de que aquella máscara, antigua y mortífera, volvía a caminar entre los hombres.
—No pareces sorprendido. —Cosal le estudió con ojillos de halcón.
—Porque no lo estoy.
—Entonces ya lo sabías.
—Sí. Lo que ignoraba era quién había devuelto la vida a la máscara.
—Entonces el rumor es cierto.
—Lo es.
—¿Está informado el Ras?
—Informarle o no, es cosa de los mayores de mi feral, no mía. Cuéntame todo lo que sepas.
—Es muy poca cosa. Se dice que los Mutel encontraron la máscara en un templo, en el norte de la sierra Ongada.
—Pero ¿cómo llegó hasta allí?
—Algunas mujeres-pantera del Oga Pantera se refugiaron allí tras ser derrotadas. Cruzaron el Chan, llevando consigo la máscara, y la dejaron en custodia en uno de los templos subterráneos puces. Los Mutel debían de saberlo desde hace tiempo; pero sólo han podido apoderarse de ella siendo reyes-brujos.
—Lo que no entiendo es qué esperan ganar resucitándola.
—Puede que lo hayan hecho para que les sirva en sus planes.
—Tonterías. —El hombre-serpiente sonrió con desdén en la penumbra—. El Cufa Sabut sigue su propio camino y no conoce amo. Ni tampoco gratitud. Si tratan de presionarle, es muy posible que acabe volviéndose contra ellos.
—No creo.
—Ya lo verás. El Cufa Sabut es incontrolable.
—Escucha: los Mutel parecen haber rescatado la máscara por una razón muy concreta.
—¿Cuál?
—Al parecer, esos puces han forjado una Máscara Real.
Hubo un largo silencio. Cosal se llevó el vaso a los labios, observado por Palo Vento. Yo les contemplé a los dos, antes de apartar los ojos y pasearlos por aquel salón oscuro, que entretanto se había ido llenando de gente. El titilar de las mechas creaba penumbras temblonas que se agitaban. En esos vagos resplandores uno podía distinguir a la heterogénea concurrencia: armas, mediarmas, algún gargal, pandalumes, mestizos, hombres del sur y personajes exóticos, llegados por el río desde lugares distantes. Dejé la mirada, por alguna razón, posarse sobre un puñado de mujeres-hormiga —mediarmas de cráneos afeitados y espectaculares armaduras lacadas en negro— que se agolpaban alrededor de una mesa cercana, absortas en un juego de tablero e indiferentes al bullicio tabernario.
Desde hacía un par de años, venían oyéndose historias de que una Máscara Real vagabundeaba por los lugares más apartados de Los Seis Dedos, realizando hazañas y milagros, y ganando adeptos para su causa. Corrían muchos rumores, sí; pero pocos les habían dado mucho crédito, considerando que era un episodio más de falsarios, como otros que ya habían conocido Los Seis Dedos. Yo, al menos, era de los que había creído eso y, a juzgar por la cara de Palo Vento, él también. Hasta ese momento.
Di una larga calada a la pipa.
—Se acercan grandes acontecimientos —susurré, sin mirar a nadie en concreto.
—Así parece. —El hombre-halcón dejó escapar una sonrisa fatalista, más propia de Palo Vento que de él.
Y ahí se quedó la conversación. Aparté la pipa para dar un sorbo a mi vaso. Alguien cruzaba con paso lánguido las sombras del local, entrevista al resplandor de las velas. Una mujer-serpiente, desnuda y aceitada, con las muñecas y los tobillos llenos de ajorcas, una máscara de bronce sobre el rostro y los cabellos oscuros recogidos en gruesos tirabuzones entre los que brillaban broches de bronce bruñidos. Era pequeña y esbelta, con figura de adolescente, y portaba con despreocupación sus espadas al hombro. Aquella máscara era muy extraña: semihumana, fascinante y repulsiva a un tiempo.
—Es la Bibruela —nos advirtió Palo Vento con un susurro, por si no la habíamos reconocido en la semioscuridad.
La Bibruela, la viboruela, pequeña y mortífera. Atravesó las penumbras con movimientos sinuosos, llenos de gracia pero inquietantes, nos lanzó una mirada fugaz y acabó por sumirse en las tinieblas del fondo.
—Apartaos de ella. Los besos de la Bibruela están envenenados.
Cosal esbozó una mueca y yo llevé los dedos a la máscara de matar. De alguna manera, eso rompió con la conversación solemne, dando paso a cotilleos y confidencias. Al final nos callamos, porque habían encendido los flameros y un grupo de músicos estaba tocando los tambores. Bailarinas desnudas, con la piel untada en aceite, se cimbreaban sobre el tablado al son, con espadas en las manos y máscaras de cobre bruñido sobre el rostro, con ajorcas de bronce y oro en muñecas y tobillos, y campanillas en el pelo.
Nos volvimos para ver mejor. Giraban con rapidez, entrechocando aceros y con los cuerpos reluciendo de aceite y sudor, las joyas chispeando al fulgor de las llamas, las cabelleras ondeando. Aquel baile era una variante mundana de una danza guerrera tradicional, de las que se bailan en los campamentos en las vísperas de batalla, y no pude por menos que preguntarme para mis adentros, si no sería aquello un agüero.
Abandonamos la posada del Dragón bastante tarde y los tres nos fuimos hacia el puente del Oro, algo achispados. Las calles ya estaban vacías, claro, y sólo nos encontramos con un par de alguaciles que no nos dedicaron dos ojeadas. Fue tras cruzarnos con ellos cuando algo —que en aquel momento tomé por un ruido, pero hoy estoy muy seguro de que fue un presentimiento— me hizo detenerme. Mis dos amigos se pararon a mi lado, mirándome.
—Juraría que he oído algo —murmuré aunque nadie me había me había preguntado, al tiempo que acariciaba el pomo de mi espada, cincelado en forma de cabeza de lobo.
En la boca de un callejón, Cosal giraba la cabeza de un lado a otro, como un halcón receloso, haciendo ondear las largas plumas blancas y verdes de su máscara. A un par de pasos, con un pie sobre un mojón de piedra, Palo Vento se frotó displicente la cabeza.
—Habrá sido el viento.
—No hay viento.
—Entonces es que has bebido demasiado —sonrió con falsa amabilidad.
Lo ignoré para escudriñar por última vez las sombras de aquel callejón que se recurvaba entre tapias de adobe cubiertas de hiedra y enredaderas. Por último aparté a regañadientes la mano de la espada. La noche colgaba a nuestro alrededor inmóvil, el agua chapoteaba a un par de calles contra las márgenes del canal y los mosquitos aleteaban con pesadez en el aire húmedo y cálido. Estaba formándose niebla sobre el río y comenzaba a invadir la ribera.
—Está cerrando la niebla —comentó Cosal—. Es mala hora.
—Hora de brujas —convine.
Y, como al conjuro de esas palabras desafortunadas, vimos cómo una figura alta aparecía calle arriba, viniendo a nuestro encuentro. Se acercaba paseando con indolencia entre los retazos de bruma, con sus armas colgantes del hombro izquierdo. Aquel perezoso caminante tenía un aire inconfundible de hombre-serpiente y, en el silencio nocturno, oíamos con claridad el débil tintineo producido por el entrechocar de las vainas lacadas de sus aceros.
Palo Vento se volvió a observarle con una expresión muy peculiar. Entre los flecos de vapor blanco, constatamos que efectivamente era un gorgota; un hombre de gran estatura, desnudo y con una máscara de arcilla sobre el rostro. La ausencia de adornos o pinturas impedían precisar si era un arma —fuese un miembro de feral serpiente o un dao
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— o un mediarma: un miembro de los eredales independientes. Por el diseño de su máscara, bien podía ser incluso un gargal.
Pero por la expresión alarmada de Palo Vento, descarté enseguida que fuese de su feral, o siquiera amistoso. Había algo amenazador en aquel caminante nocturno y, viéndole llegar por la calle entrevelada de nieblas, me pregunté si no sería un mal espíritu, sediento de sangre. Cosal, impasible tras la máscara de halcón, echó mano a la espada. Y yo, inquieto, acaricié la pequeña calavera de bronce de mi mentón —el adorno que distingue a los cazadores de cabezas— para espantar el maleficio que parecía acompañar a esa figura solitaria. Luego, bajé la máscara de matar sobre mi rostro.
Él llegó a unos pasos y se detuvo. Ladeó la cabeza para dirigirse a Palo Vento.
—Busco a la Bibruela. ¿Dónde está? —preguntó con voz sorprendentemente melodiosa.
—No sé dónde puede estar.
—¿Y tú quién eres? —gruñí yo, envalentonado por la máscara de matar.
—¿Cómo te llamas ahora? —El recién llegado se volvió, más hacia el cambuj que hacia mí.
—Cuidado —advirtió Palo Vento, que no apartaba la mano de las espadas—. Es el Cufa Menor.
Escruté aquel semblante de arcilla, hermoso y enigmático. Así que aquél era el Cufa Menor, modelado a imagen del legendario Cufa Sabut, de la misma forma que éste lo está a imagen de Bagalagagcú. Los rasgos asomaban entre volutas de bruma, a la luz escasa de las luces callejeras: ojos rasgados, frente amplia, pómulos altos. Volví a rozar la diminuta calavera de mi mentón, dispuesto ya a luchar; porque sólo el Cufa Sabut puede crear un Cufa Menor, y ambos están animados por un mismo espíritu.
—Me llamo Corocota. Cazo cabezas.
—¿Cuándo has hecho otra cosa?
Observó brevemente a Cosal, antes de volverse de nuevo a Palo Vento.
—Tú y yo ya nos hemos visto.
—Sí, hace años. —Y sacó con un siseo sus espadas.
El hombre-halcón y yo le imitamos. Y justo entonces, resonando a lo largo de la maraña de calles, nos llegó el repiqueteo de unos crótalos; un sonsonete monótono y amenazador que iba creciendo, según se acercaba. El Cufa Menor se volvió, desentendido de las seis hojas que tendíamos contra él.
—¿No preguntabas por la Bibruela? —susurró Palo Vento—. Pues mira: por ahí viene.
El Cufa Menor sacudió como en sueños la cabeza. El sonido aumentó, definiéndose y, de la niebla arremolinada en los pasajes, surgió una figura menuda con una máscara semihumana de bronce bruñido. Llegaba sin prisas, sujetando con la mano izquierda los correajes de sus espadas sobre el hombro izquierdo, y con la diestra hacía entrechocar las castañuelas. Su piel aceitada, las ajorcas y el cambuj brillaban al tenue resplandor de las luces de la calle.
El amenazador toque de crótalos cesó de golpe. La Bibruela se detuvo junto a la esquina cubierta de tallas y, descolgando las espadas, las empuñó antes de lanzar a lo lejos las vainas; un viejo gesto arma que significa que un duelo va a ser a muerte. En el espeso silencio que siguió, el Cufa Menor desenvainó sus propios hierros, y las hojas abandonaron las fundas con un débil crepitar, como serpientes que salen de su madriguera. La bruma seguía subiendo desde el río, espesándose y empañando las luces. Se acercaron el uno al otro sin mediar palabra, con movimientos acompasados. Iba a producirse una lucha ritual entre máscaras mayores y nosotros tres nos apartamos en consecuencia, haciendo sitio.
Fueron aproximándose lenta, muy lentamente. Sus gestos transmitían una amenaza palpable, la niebla hervía a su alrededor y las luces tamizadas de las lámparas de aceite se reflejaban en los aceros desnudos. Se estuvieron valorando durante largo rato, a tres pasos, y después saltaron el uno contra el otro a un tiempo.
Entreveradas de bruma, las dos figuras enmascaradas daban vueltas en una danza mortífera, lanzándose golpe tras golpe, y los hierros tintineaban en el sosiego de la noche. Tras ese feroz cruce de estocadas, el hombre alto y la mujer menuda se separaron para volver a girar despaciosos en torno a un centro imaginario.
Por segunda vez se atacaron con soltura, cruzando hierros según la esgrima tradicional de las serpientes: estocada sobre estocada. Las espadas se encontraban chasqueando, rechinando, campanilleando; las chispas centelleaban fugaces entre la niebla y la sangre saltaba, empañando los brillos del acero.
Volvieron a apartarse con las espadas tendidas, observándose con fijeza. Un rencor antiguo parecía envenenar el aire húmedo y pesado de la noche. Los cuerpos desnudos de los duelistas relucían de aceite, sudor y salpicaduras de sangre. Los rostros esculpidos en piedra de las esquinas observaban con expresión somnolienta, a través de la niebla que se arremolinaba con lentitud.
Otra vez se acometieron entre la bruma, con cambios muy rápidos de estocadas. Los lances del duelo les llevaban de un lado a otro, de forma que entraban en nuestro campo de visión o se alejaban hasta casi perderse en la niebla, convertidos en dos figuras brumosas que combatían. El Cufa Menor intentaba sacar partido a su mayor envergadura y la Bibruela se movía sin pausa, fintando y tirando con agilidad. Las hojas se encontraban una y otra vez, silbando y resonando.
Se atacaban con celeridad, casi como si bailasen, con estocadas ajustadas y parando por la mínima; como duelistas que se hubieran medido ya muchas veces antes y conocieran cada maña de su adversario.
Les vimos hundirse en la bruma una vez más, siempre luchando, hasta convertirse en dos figuras indistintas, para luego reaparecer resollando con fuerza por entre los dientes apretados, la Bibruela ahora cediendo ante un chaparrón de estocadas. De súbito, durante ese retroceso y al atacar de nuevo su oponente, la manamaraga paró y se tiró a su vez a fondo, a tumba abierta, rebasando la punta de la espada contraria y dejando que la suya propia pasase de largo, bloqueada por la daga del Cufa Menor. Llevada del impulso llegó al cuerpo a cuerpo, para asestar un golpe relámpago con su propia daga, semejante al picotazo de una víbora, antes de saltar atrás y asumir una postura defensiva.
Les vimos de repente inmóviles entre los flecos de niebla. El Cufa Menor se tambaleaba con las armas en alto, mientras la Bibruela le acechaba puesta en guardia. La sangre saltaba a borbotones de la herida del poseso, y le corría por el vientre y las piernas, para formar a sus pies dos charcos oscuros que relucían tenues. No pude evitar asombrarme ante el poder sobrenatural de aquella máscara de arcilla, que era capaz incluso de sostener en pie a un hombre muerto. Porque la hoja de la Bibruela había mordido bajo el esternón de su enemigo, en un golpe mortal de necesidad, bien conocido por cuantos manejamos hierros, que toca estómago, pulmones y corazón.