—Ésa es tu opinión, y la respeto. Dime, ¿tú sabes sobre el Cufa Sabut?
—Por supuesto, hombre. —Sonrió con desgana—. Soy un hombre-serpiente, y la historia del Cufa Sabut es parte de nuestra herencia.
—¿Podrías hablarme de ella?
—No tengo inconveniente. —Volvió a pasear las manos por la franja verdinegra de su cabeza—. Pero antes mira allí. Fíjate en esa lai altacopa que está junto al puesto de telas.
—Sí. ¡Qué máscara! Esa mujer fue una mandrágora, sin duda.Y me parece que nos está mirando con mucho interés.
—Demasiado, diría yo. Las mandrágoras conocen muchas artes, y me pregunto si esa vieja no sabrá leer en los labios.
La cabeza del brujo, tocada con el cráneo y la cornamenta de un chivo, osciló ahora pensativamente.
—Todo podría ser. Será mejor que sigamos hablando en otra parte.
—No, no —siseó molesto el otro—. No es necesario. No tiene ningún derecho a mirarnos con tanto descaro. —Y se reacomodó para enfrentarse a la rutilante máscara de oro.
Apoyado en su bastón, Astiri pudo admirar en silencio la capacidad mímica de la gente-serpiente. Un latido, una mínima alteración de gestos —una ligera caída de párpados, un leve fruncir de labios, una pequeña inclinación de cabeza y hombros— habían bastado para que la actitud de su interlocutor pasase del reposo a la amenaza.
Entre la muchedumbre, la anciana de ropas rojas pareció ignorar el aviso. El hombre-serpiente rozó la empuñadura de su espada. La altacopa que prestaba su brazo a la lai se removió inquieta, haciendo cintilar la luz del sol sobre su máscara de cobre. La lanzái copa apoyó una mano en el hombro de la chica para tranquilizarla, al tiempo que ladeaba la cabeza, advirtiendo mudamente a Palo Vento.
El brujo montañés paseaba la mirada entre ambos oponentes, cautivado. La vieja lai y el hombre-serpiente libraban un duelo gestual, muy del gusto arma. Un enfrentamiento que involucraba tanto a la lanzái copa —cuya actitud era de alerta— como al propio Astiri, que se colocaba en una posición neutral, inhibiéndose de la posible evolución de la pugna. En cuanto a la muchacha de la máscara de cobre, no era más que una altacopa de muy bajo rango —una menuguera, supuso—, seguramente capturada o comprada después de la niñez, aún poco ducha en las complejidades sociales de los armas, y no era capaz de ocultar su temor. «Seguro que la mandan de vuelta a Escarpa Umea por esto», se dijo.
—Paz, serpiente —aconsejó con voz calma—. No hagas locuras. Es una altacopa, una lai, y le debes un respeto.
—Y ella me debe un respeto a mí.
De forma inesperada, cuando ya la lanzái copa se adelantaba a la anciana y su acompañante para interponerse entre ellas y un posible ataque del hombre-serpiente, la vieja lai cejó y su labio inferior se unió al superior metálico para dibujar un mohín indescifrable, amable y despectivo a un tiempo, antes de darles la espalda. Fue un visaje frío y deslumbrante, una mueca ambigua que sugería todo el encanto que aquella mandrágora debió de poseer en su juventud. Su oponente apartó la mano de la espada con un respingo.
—¿Has visto eso? —musitó aplacado.
—Tú lo has dicho antes: las mandrágoras conocen muchas artes. Sólo una entre muchas altacopas llega a mandrágora. Ella cede, pero no se puede decir que haya perdido. Y yo, en tu lugar, lo dejaría así.
Observó como la pequeña comitiva desaparecía entre la gente de la plaza.
—Por un momento creí que iba a correr la sangre. Y esa menuguera no es más que una niña, le has dado un susto de muerte.
—¿Ah, sí? —Palo Vento sonrió sin humor—. Seguro que has abierto en canal a docenas como ella en los altares del Chivo Viejo, allá, en las montañas. No me vas a decir que te fijas en esas cosas.
—Pues sí. —Astiri palpó sus amuletos de cobre, haciéndolos entrechocar—. La vida humana es sumamente valiosa para mí, arma. El dolor, el miedo, el sufrimiento, me importan mucho. ¿O acaso crees que ofrezco bagatelas a mis dioses?
El hombre-serpiente manoseó desconcertado la vaina de su espada, al tiempo que buscaba en vano alguna respuesta.
—Has mencionado al Chivo Viejo —añadió entonces el brujo—. ¿Es que has estado en las montañas?
—No. Pero he viajado por el norte, por Cabezas Muertas, y he presenciado ceremonias en honor del Gallo Rojo y el Mazacote.
—Entiendo. Bueno, ibas a hablarme del Cufa Sabut.
—Es cierto. ¿Qué es lo que quieres saber, y que yo te pueda contar?
—Me interesa su origen. –Astiri se acarició la barba teñida de color ceniza.
—Es una máscara antigua, montañés, y fue hecha según los rasgos de Bagalagagcú, el progenitor de la gente-serpiente. Pero fue forjada por gargales, y no por armas.
—Eso había oído, pero no sabía si creerlo.
—Pues es cierto. Es una máscara andrógina y no sé si conoces la razón. ¿No? Bagalagagcú no era gargal, sino un espuján modufe, uno de los que llegaron a esta tierra desde lejos para cambiarlo todo. Eso sí lo sabrás. Fue el primer espuján modufe en ingresar en la sociedad de las serpientes gargales, de la que procede la gente-serpiente arma y mediarma. Por eso es llamado, indistintamente, el padre o la madre de las serpientes.
»La verdad sobre Bagalagagcú se ha perdido, y el embrollo de tradiciones es tal que en unas leyendas es hombre y en otras mujer. Nadie sabe lo primero o lo segundo, y hay quien sospecha que tras ese nombre se esconden en realidad varios personajes distintos, a los que el paso del tiempo ha confundido. Hasta las máscaras que semblan de una forma u otra a Bagalagagcú recogen esa ambigüedad. Se han modelado varias, en distintas épocas; unas eran masculinas y otras femeninas. Alguna, como el Cufa Sabut, es andrógina y puede ser llevada tanto por hombre como por mujer.
—El Cufa Sabut es la más antigua, entiendo.
—No, eso no es cierto. —El hombre-serpiente meneó la cabeza.
—Me contaron que, en efecto, los gargales la forjaron en honor a Bagalagagcú, cuando los armas aún ni siquiera existían.
—Eso es puro mito —sonrió Palo Vento con desgana—. Fue hecha por orden de la propia gente-serpiente, para ser compañera de la Máscara Real.
Astiri torció el gesto al oír pronunciar ese otro nombre legendario.
—La Máscara Real…, ¿viene entonces de ahí la enemistad del Cufa Sabut con su propia gente?
—Tú lo has dicho.
—Me han dicho también que es de oro puro, y que es atractiva y espantosa a un tiempo. Y que no hay dos personas que vean la misma expresión en ella, aun cuando la estén mirando a la vez.
—Todo eso sí es verdad. Puedo garantizártelo. Yo mismo la tuve delante en una ocasión.
—¿Qué dices? —El otro se inclinó con avidez—. ¿Cuándo fue eso? ¿En qué circunstancias?
—Fue hace ya años, durante la guerra del Oga Pantera. Tú también estabas allí: te recuerdo muy bien de aquel entonces, brujo; aunque supongo que tú a mí no. Mataste a no pocos enemigos con tu hacha de montañés. —El hombre-serpiente se retrepó contra el muro que respaldaba el banco, agitando una mano para espantar las moscas y dejando velar la mirada para hacer memoria.
Volver con el recuerdo a aquella tarde lejana de primavera, en el norte, cuando los tambores retumbaban y los jefes hacían ondear sus estandartes, llamando a los supervivientes del desastre a reunión. Cuando una brisa inconstante agitaba los árboles y los juncos de la ribera, las aguas bajaban rojas y las orillas estaban llenas de muertos. Suspiró.
—Aquel día, brujo…
Aquel día, un desalentado Palo Vento había recorrido la ribera, buscando en vano un sorbo de agua limpia. El río bajaba fangoso y los cadáveres flotaban en la corriente. En la orilla opuesta, diseminadas por entre los cañaverales agitados por el viento, algunas mujeres-pantera blandían largos arcos y sus gritos llegaban hasta el hombre-serpiente a capricho de la brisa. Ignorándolas, se ajustó la media armadura, antes de empuñar la larga lanza norteña que había recogido de entre los muertos.
Una gran formación de aves sobrevoló por dos veces la cuenca del río, graznando escandalosamente. El sol declinaba ya a través de un cielo muy azul y salpicado por pequeños cúmulos blancos. Otro hombre-serpiente, desnudo y pintado, que calaba una sombría máscara de hierro negro y cobre verde, chapoteaba en las frías aguas. Llevaba al hombro un racimo de cabezas cortadas y, con la fría espada, iba decapitando a los enemigos muertos que encontraba enredados entre los juncos.
Cuatro estandartes rojos, con sellos dorados, chasqueaban a impulsos del aire. Palo Cence estaba sentado en lo alto de una masa rocosa, cruzado de piernas y con la espada en el regazo, los ojos fijos en el campo enemigo. Las largas plumas negras de su máscara de cuervo y de sus hombreras se arremolinaban alborotadas y, viéndole, Palo Vento se preguntó una vez más por qué no luciría el rojo y amarillo de jefe al que tenía derecho, puesto que era el más grande de los cuatro allí presentes.
Los tambores seguían retumbando y el hombre-serpiente no pudo por menos que menear la cabeza ante la mezcolanza de armas, mediarmas, mestizos y pandalumes que se congregaban en aquel meandro del río. Una fuerza dispar; los supervivientes del ejército que el Alto Juez de los armas había guiado hasta el norte.
Un par de siglos antes, algunos eredales de mujeres-pantera norteñas habían pactado la fundación de un santuario: un lugar de intercambio y tregua. Situado en el cruce de un camino comercial y el río Oga, no tardó en adquirir cierta importancia mercantil, ni en convertirse en la capital de una pequeña confederación: el Oga Pantera.
En esos doscientos años, las relaciones entre los armas y el Oga Pantera habían conocido muchos altibajos, de la alianza a la casi hostilidad armada. Y, algo más de diez años antes del día en que Palo Vento se sentó en un poyo de piedra, en la plaza del mercado de Minacota, a narrar su historia al brujo Astiri, el Ras —el gran consejo de todos los ferales armas—, aduciendo tasas abusivas para sus caravanas, había enviado un ejército a la conquista del santuario de Oga Pantera.
Aquella calamitosa expedición al Alto Norte tuvo la inesperada consecuencia de levantar una gran coalición norteña en su contra. El Oga Pantera y sus aliados se enfrentaron al ejército arma en una larga batalla, en la que los invasores fueron derrotados y muchos de ellos muertos, incluido el mismísimo Alto Juez, el sexto Gotafiera.
Apartando su lanza, Palo Vento se encaramó a la horquilla de un árbol para otear. Allá lejos, en la boca del recodo, la multitud de los enemigos se agitaba y había un clamor que no acababa de cesar. Las tropas armas estaban formando una larga línea de combate, erizada de lanzas, en la parte más estrecha del meandro, que iba de orilla a orilla. Los cuatro jefes se habían puesto en pie y los abanderados ondeaban los estandartes.
El hombre-serpiente hizo visera con la mano. Podía columbrar a caralocas desnudos y pintados que bailaban con las lanzas en alto; enanos patacones con grotescas cabezas de arcilla cocida, mediarmas, sobre todo mujeres-pantera y hombres-gallo, que danzaban alrededor de los estandartes rojos del Oga Pantera. Y aquí y allá, dispersos por entre esa turba, descollaban algunos jayanes, los legendarios gigantes del Alto Norte, con sus enormes martillos de piedra entre las manos.
Las masas de norteños ondulaban formando remolinos, mientras avanzaban con lentitud al compás de los ritmos guerreros caralocas, dos pasos adelante y uno atrás. Los supervivientes del ejército del Alto Juez se hacían fuertes tras su pared de escudos y picas, y las bramaderas atronaban en el aire de la tarde. Los tambores retumbaban y una lanzái copa se había quitado la armadura para bailar, en tierra de nadie, un noái; esa danza impúdica y ofensiva con la que las altacopas guerreras gustan de provocar al enemigo antes del combate.
—¿Qué hay, serpiente? —Un gigante barbudo, de ardientes ojos azules, desnudo bajo su piel de león y con una gran hacha de montañés al hombro, se detuvo al pie del árbol.
—Vuelven los norteños… y una lanzái copa está bailando un noái.
—¡Un noái! Hazme sitio. —Tucatuca, entonces un simple hombre-león, dejó de lado el hacha para unirse a Palo Vento en la horquilla del árbol.
Por delante de las filas armas, sola en mitad de los herbazales sacudidos por el viento, la lanzái copa bailaba entre los muertos, con dos espadas en las manos. Tan pronto se lanzaba a una jota salvaje, llena de giros, piruetas, saltos y entrechocar de acero, como se regodeaba en cadencias lentas, balanceando las caderas con las piernas abiertas y los brazos tendidos. La piel aceitada, los ornamentos de oro y bronce, las hojas de acero, resplandecían al sol de media tarde, y la cabellera sembrada de campanillas revoloteaba alborotada por la brisa.
—¿Sabes, brujo? Su pelo era negro y espeso, muy hermoso, y juraría que oí tintinear esas pequeñas campanillas de bailarina. Pero eso es imposible, claro.
—Tal vez no. Yo le tengo el mayor de los respetos a la magia altacopa.
Jaleada por los armas, la lanzái copa se había vuelto ahora de espaldas, inclinándose para menear sus nalgas desnudas ante el ejército norteño, invitándoles a herirla si podían. Unas pocas flechas llegaron zumbando sin fuerza y ella, riendo, desvió una con la espada, antes de comenzar una lenta retirada entre el vuelo de las saetas, sin dejar por eso de ofrecerse entre contoneos al enemigo.
—Pero ¿es que no hay nadie dispuesto a jugarse la cabeza para conseguir a una mujer así? —Tucatuca gesticuló, defraudado al ver que ningún norteño aceptaba el reto de la lanzái copa—. ¡Bah! ¡Cobardes! Vámonos serpiente, que nos necesitan en el río.
Los dos armas se descolgaron de su atalaya para unirse a una deslavazada fila de guerreros que merodeaban a lo largo de la ribera, escudriñando entre los juncos y la espadaña.
—¿Por qué no hemos formado en cuadro? Los enemigos nos superan ampliamente en número. —Palo Vento se volvió, lleno de inquietud. El tronar de tambores, de cuernos, el griterío y el resonar de aceros iba en aumento, y algunas flechas encendidas comenzaban a remontar ya el vuelo, dejando deshilachadas colas de humo negro.
—Palo Cence es un gran jefe y sabe lo que hace —le reconvino el hombre-león—. El grueso del enemigo se ha marchado, supongo que con la esperanza de caer sobre Cabezas Muertas; pero aun así, los que quedan son muchos.
—¿Entonces?
—La mitad de nuestros hombres, aquí, son mediarmas norteños, y la sangre se les alborota con facilidad. No podemos formar en cuadro y dudo que la línea nos sirva. Ya verás como, en cuanto se calienten, a pesar de las instrucciones, rompen filas para saltar al cuello de sus enemigos. —Sonrió despectivamente—. Moriremos todos.