Los pandalumes calibraron con la mirada la situación, vigilando sobre todo lo que ocurría en las puertas de arco de la plaza, donde algunos mirones se habían congregado, sin atreverse aún a entrar. Cruzaron unas palabras y, por último, se volvieron hacia Tavarusa, que les aguardaba armas en puño, gesticulando silenciosamente con sus labios de cabra.
La brisa nocturna agitaba a intervalos las ropas sueltas de los asesinos, los ojos relucían tras las capuchas bordadas, las hojas tendidas centelleaban con cada vaivén de los fuegos. Luego, todos a una, los asesinos cargaron a través de la plaza en sombras.
Enardecidos por sus pócimas secretas, todavía muchos contra uno, los talafurata cayeron sobre el dios montañés lanzando golpe sobre golpe. Las hojas entrechocaban con estruendo, las chispas casi cegaban a los combatientes y el acero rechinaba sobre las defensas de bronce del ogro. Éste se hizo fuerte contra las llamas y luego, de repente —haciendo girar las armas y usando su corpachón como ariete— arremetió contra el grueso de los atacantes y lo deshizo. Los asesinos que no saltaron o retrocedieron fueron arrollados.
Entonces, Tavarusa comenzó a lanzar golpes atroces contra sus enemigos. Descoordinados, unos trataban de mantener la posición, otros retrocedían y algunos contraatacaban. Hubo una matanza en la plaza. El dios de testuz de cabra pisoteó hombres derribados, hundió cráneos con su puño acorazado, mutiló con los filos de sus armas. Los asesinos caían bajo los aceros del ogro y sin embargo aquella noche hicieron honor a la fama que tienen los talafurata sin cejar, y el ogro encajó más de una puñalada. Esos talafurata son, en el peor de los casos, hábiles y decididos, y quizás aún más cuando se ven azuzados por la adversidad.
El barrio entero despertaba alarmado por el estruendo de la lucha. En los aledaños de la plaza sonaban ya las bramaderas de los guardias y, al pie de los arcos, los más valientes de los espectadores se animaban mutuamente a intervenir.
El momento de los asesinos pasó cuando más gente se unió a la lucha. Cuando, riendo, la lanzái copa Acitacil surgió como por arte de magia de las sombras, a espaldas de un talafurata, y lo descabezó con un revés de la espada. El combate se propagó entonces por toda la plaza, alejándose del ídolo, y acabó cuando los pocos asesinos supervivientes se desbandaron, tratando de salvarse cada uno por su cuenta al amparo de la oscuridad.
En un callejón, no muy lejos, Palo Vento fue a toparse de boca con uno de los fugitivos. El hombre-serpiente acudía a la plaza, la espada suelta en la vaina, atraído como tantos otros por el estrépito de la lucha, cuando vio como alguien doblaba la esquina a la carrera. Un hombre ensangrentado que daba traspiés, con una capucha de seda, hermoseada con bordados, sobre la cabeza. Ambos se pararon en seco, evaluándose en la penumbra. Palo Vento blandió sus armas envenenadas a modo de advertencia, tal como una serpiente se alza y muestra los colmillos al verse amenazada.
Transcurrió un instante. El asesino, herido y con gente a los talones, sopesó sus hojas y observó al arma que le cerraba el paso, pareciendo dudar durante un momento muy largo. Luego, con pulso firme, se cortó el cuello con la espada.
El hombre-serpiente dio un brinco, impresionado. Luego envainó sus aceros y se inclinó entre las sombras para examinar al caído. Frotándose la cabeza calva, miró dentro de aquellos ojos verdes que se apagaban, intuyendo sin esfuerzo la desesperación del asesino. Y no le costó nada imaginarle, descartada ya cualquier posible salvación, sonreírse desalentado para sus adentros, como hacen los hombres fatalistas ante el desastre, antes de volver su propio acero contra sí mismo.
Yo también estuve aquella noche en la plaza. Había cadáveres y restos humanos por todas partes y, con el calor, el aire nocturno apestaba a sangre vertida. Tuve que sortear algunos charcos rojizos, y espantar a las moscas que acudían ya en gran número a los pingajos y las salpicaduras. Los cadáveres estaban medio despedazados, muertos por heridas atroces. Creo que en toda mi vida no he visto una esgrima tan sucia como la que practicaba don Tavarusa: era fuerte como varios hombres fuertes, inteligente y sumamente hábil con las armas; pero nunca, nunca daba golpes limpios. Si decapitaba, lo hacía siempre por encima del cuello y, si cortaba un miembro, invariablemente era al bies. Aplastaba, mutilaba, destripaba…, el resultado no habría sido más atroz de usar dos serruchos en vez del hacha y la espada.
Los dos escoltas del ogro y once talafuratas habían caído en la refriega, aunque alguno de éstos todavía conservaba un último soplo de vida, agonizando sobre el empedrado. También habían muerto tres de los que se sumaron a la lucha, entre ellos un montañés al que nadie conocía, y que fue el primero en acudir en ayuda del dios-vivo. Y no voy a hablar de todos los que habían recibido heridas más o menos graves.
Los guardias de la ciudad, con sus arneses rojos y dorados, deambulaban por entre los cuerpos a la luz de las antorchas; e incluso esos mercenarios —momgargas que habían tenido que dejar a sus gentes por culpa de algún crimen violento— se mostraban atónitos ante semejante matanza; y eso que muchos de ellos habían visto, a lo largo de sus vidas errantes, no pocos episodios sangrientos.
La lanzái copa Acitacil había cogido una cabeza humana y jugaba a la pelota con ella. Me levanté la máscara hasta la frente antes de acercarme a hablar con ella. Sonreía y sus ojos azules fulguraban al resplandor de los fuegos nocturnos.
—No me regañes… ¡huuuu! —Lanzó la cabeza a lo alto para recogerla luego en el aire—. Mira: es mía; la he cortado yo.
—Aún sangra —gruñí y me aparté un par de pasos para evitar las salpicaduras—. Pero mírate, mujer, te estás poniendo perdida.
La risueña lanzái copa agarró su trofeo por los pelos y, con dedos goteantes, trazó un dibujo sangriento alrededor de su ombligo desnudo. Y a mí se me escapó una sonrisa ante aquello: soy arma. El entrenamiento militar que reciben las lanzáis copa en la ciudadela de Escarpa Umea es secreto pero, sea cual sea, esas altacopas guerreras son de gustos crueles, como aquella Acitacil, que perdía la cabeza ante el olor de la sangre y gustaba de bailar entre los muertos.
—En fin. ¿Qué piensas hacer esta noche, Acitacil?
—Nada contigo —repuso con gesto amable—. Pero por cierto, me han contado que has vuelto a la caza de cabezas.
—Es cierto. —Toqué la máscara de matar que llevaba apoyada sobre la frente.
—Dicen que vas detrás de Tuga Tursa, la bruja.
—Sí.
—Bueno. —Me miró sonriente—. Pues cuando la mates puedes regalarme su espada.
Se echó a reír y yo no pude por menos que menear la cabeza, sonriendo. Las lanzáis copa son tan rapaces como sanguinarias. Es más fácil sacar algo por nada de una piedra que de cualquiera de ellas.
Cerca, uno de los capitanes de la guardia deambulaba con gesto entre hosco y asombrado por entre los despojos humanos. Mientras jugueteaba con una capucha talafurata, de bordados especialmente ricos, lanzó una mirada sombría a Tavarusa, que sangraba por varias heridas.
—A veces, señor —le comentó—, los talafurata envenenan sus hojas. Al menos eso es lo que se cuenta.
El ogro contempló con displicencia la sangre que le corría por los antebrazos.
—Podría ser —admitió, con ligereza propia de demonios.
Y sin más, se marchó.
Dedicó un gesto informal al ídolo Calaminea —el saludo que un montañés dirigiría a uno de sus iguales— antes de marcharse. Al pasar junto a Acitacil, que ensayaba unos pasos de danza entre los cadáveres, le lanzó un objeto brillante; puede que una moneda de gran valor o quizás una joya. Ella lo cazó al vuelo con una sonrisa deslumbrante, sin soltar la espada ni alterar el cimbreo de sus caderas.
La vieja lai cruzaba con paso cansino el mercado, curioseando, yendo de un puesto a otro, tanteando a veces los géneros con manos enguantadas. Sus amplios ropajes escarlata, sembrados de lunas y culebras doradas, y su brillante máscara de oro, parecían llamear entre la multitud. Al pasear se apoyaba en el brazo de una muchacha desnuda, de muñecas y tobillos cargados con ajorcas de metal, y con un cambuj de bronce bruñido sobre el rostro. Junto a aquellas dos, a manera de escolta, iba una lanzái copa con la vaina de la espada terciada sobre el hombro.
Recostado a la sombra, Palo Vento dejó aletear la mirada sobre aquella altacopa guerrera de ojos oscuros y caprichosa armadura de cuero y bronce, antes de posarla sobre la chica enmascarada cuyo brazo sostenía a la vieja lai: una altacopa de bajo rango —una dascopa o una tuguluma, tal vez una menuguera—, poco más que una esclava.
Bajo el sol de media mañana, los semblantes metálicos de las altacopas resplandecían a cada cabeceo de sus portadoras. El hombre-serpiente entornó los ojos deslumbrado, valorando la belleza convencional del rostro de cobre, en comparación con el continente entre amable y pensativo de la máscara de oro. Prendado de esa obra maestra, el trabajo increíblemente hermoso de los orfebres, supo que no podía tratarse sino del cambuj de oro de una mandrágora —la clase más alta de altacopas— y que debía representar sin duda el semblante de la propia lai, tal como había sido en su plenitud, muchos años atrás.
Como si se hubiese apercibido del escrutinio, la cabeza de la anciana se volvió por entre la gente hasta reparar en aquel perezoso sujeto que dormitaba recostado contra una morera. Los ojos, tras las ranuras de la máscara, estudiaron a aquel hombre alto y flaco, la larga falda ocre, la armadura sobre el brazo izquierdo, las espadas que se balanceaban bajo las axilas. Reparó en el trazo verdinegro que le surcaba la cabeza calva, de entrecejo a nuca, como el dibujo en zigzag de algunas culebras y, por último, los ojos verdes de la lai hurgaron en los castaños del hombre-serpiente.
Él sostuvo la mirada, incómodo pero resistiéndose a apartar la vista. Hubo de entornar los párpados para protegerse de los reflejos del sol en aquella máscara de insólita belleza. El semblante de oro acababa en el labio superior y las mejillas, sin cubrir el mentón de su portadora, y Palo Vento se fijó, fascinado, en la asimetría de esa boca; el contraste entre un labio joven y dorado, y otro tembloroso y consumido.
Algo intimidado por esa mirada fija, el hombre-serpiente rozó con los dedos el pomo con forma de cabeza de serpiente de su espada, para espantar el maleficio implícito en aquellos maliciosos ojos verdes. Equivocada por tal gesto, la lanzái copa de escolta ladeó intrigada la cabeza, preguntándose si aquel lánguido personaje saldría de repente de su ensueño para atacarlas con sus armas de filos envenenados.
La altacopa guerrera se inclinó sobre el oído de la anciana para comentarle algo. Esta pareció asentir, antes de palmear el brazo de la chica de la máscara de cobre, y las tres reanudaron su tranquilo paseo por el mercado. Palo Vento aún pudo verlas entre las idas y venidas de la concurrencia, y observó que la vieja lai se detenía a palpar melones con el mismo interés con el que un rato antes había sopesado un collar de plata y jade.
—Parece que hoy hay mucha actividad en el mercado.
Olvidando a las tres altacopas, el hombre-serpiente se volvió hacia el montañés que le acababa de dirigir la palabra. Examinó durante un segundo a aquel mediarma de ojos crueles y barba teñida del color de las cenizas. Parecía fuerte y fibroso, de edad indefinida; un brujo, a juzgar por su manto negro y morado, el tocado hecho con un cráneo de cabra y placas metálicas, y el bastón, torcido como un sarmiento, que empuñaba en la diestra.
—Eso es porque acaba de llegar una caravana del norte. Hoy hay muchos negocios por hacer.
—Ah. La verdad es que no estoy muy al tanto del comercio. Nunca me he ocupado de esos asuntos —admitió el montañés.
Palo Vento cabeceó con descuido antes de volver su atención de nuevo al mercado, a la vorágine de comerciantes, compradores y ociosos, dejándose arrullar por el bullicio y el calor. Pero el montañés no había acabado.
—Soy Astiri, servidor de don Tavarusa. Y tú, si no me equivoco, eres el hombre-serpiente Palo Vento.
El aludido miró ahora de soslayo al montañés.
—No, no te equivocas. Dime, ¿cómo anda la salud de tu amo?
—Bien, gracias. Las heridas que recibió la otra noche no son nada para alguien como él.
Hubo después de eso un largo silencio. Palo Vento desplegó su abanico para airearse con parsimonia, mientras contemplaba las grandes estatuas de los ídolos del comercio, que sobresalían como arrecifes de piedra y bronce sobre aquel mar humano.
—Me has llamado hace un momento por mi nombre, montañés. ¿Quieres algo de mí?
—Sí. Me gustaría hablar contigo.
—No me lo tomes a mal, pero ¿de qué?
—Del Cufa Sabut.
El hombre-serpiente aún siguió abanicándose, los ojos fijos ahora en su interlocutor.
—Hablemos —aceptó, al tiempo que señalaba con la cabeza un poyo de granito flanqueado por tripudos ídolos con rostro de batracio.
Se acomodó allí con las piernas cruzadas y, descolgando su espada, se la colocó en el regazo. El brujo montañés declinó sentarse, prefiriendo apoyarse en su bastón. Palo Vento dejó resbalar los dedos por la vaina lacada de su acero.
—¿Qué es lo que pasa con el Cufa Sabut?
—Ha vuelto.
Palo Vento se acarició con ambas manos la cabeza calva, siguiendo con las yemas de los dedos el zigzag verdinegro que la surcaba. Pese a la consternación, advirtió que la vieja lai le estaba observando de nuevo. El rostro metálico de brillos cegadores, que aparecía y desaparecía entre el ir y venir de la gente, produjo en él el espejismo de aquella otra máscara de oro, aún más hermosa e inquietante, a la que llamaban Cufa Sabut.
—No es posible —dijo por fin.
—Me temo que sí. Puedo jurarte que ha vuelto a aparecer y tiene un nuevo portador.
—¿Portador? —El hombre-serpiente respondió ahora con voz suave, tratando de no parecer alterado—. No, amigo, no es ése el nombre que le corresponde a quien la lleva.
—¿Por qué dices eso?
—Porque esa máscara es antigua y demasiado poderosa. Quien se atreve a ponérsela desaparece por completo y se convierte en un pelele; un monigote a través del cual obra la voluntad del Cufa Sabut. Es demasiado vieja, demasiado grande y odia demasiado. Debería estar guardada en uno de los santuarios de Ejaune o, aún mejor, en las grutas de los antepasados.