—Llevamos aquí más de una semana y me entero de eso ahora. Pero en fin, más vale tarde que nunca. Creo que ya he encontrado en qué ocuparme hasta que nos vayamos.
Horas más tarde, de madrugada, el maestro se había lanzado a deambular por las entrañas de la colina. La misma esclava que servía en la sala menor le había llevado a lo más profundo del albergue, hasta una puerta de madera profusamente tallada. En un comercú que el maestro apenas lograba entender, le explicó que había varias así, y que todas llevaban a un antiguo laberinto de roca viva; así como que un túnel subía hasta enlazar el albergue con la fortaleza en lo alto de la colina.
Se notaba una corriente de aire, casi imperceptible, fruto quizá de algún conducto de ventilación, perforado en algún momento pretérito para mantener seco aquel lugar. La atmósfera subterránea era fría y algo polvorienta, y dejaba en los labios un regusto añejo. El maestro estuvo vagabundeando entre las tinieblas, un poco al azar, alumbrado por una lámpara de barro. Se detenía ante cada nuevo hallazgo y lo examinaba a la luz de la llama. Su memoria, entrenada para retener de forma ordenada, almacenaba cada detalle, para luego trasvasarlos a su cuaderno.
Deambulando al azar, se encontró con fragmentos de cerámica, cestería, útiles rotos. Vio tallas en la roca, bajorrelieves, inscripciones en media docena de alfabetos. Y pinturas rupestres de dos clases bien distintas, ante las que se demoró largo rato, estudiando los trazos al temblor de la llama de aceite. Unas eran puro arte naturalista, llenas de color, detalles y movimiento. Las otras, por el contrario, mostraban figuras esquemáticas en rojo, entremezcladas con símbolos abstractos de difícil interpretación.
Luego, mientras recorría una parte excavada por gorgotas, quizá los primitivos raúnes, que emigraron de Los Seis Dedos con su diosa azul —no había más que fijarse en las hornacinas de las paredes, algunas ocupadas aún por ídolos verdosos de cobre, con ojos saltones y bocas anchas—, un ruido lo sacó de su ensimismamiento.
Se detuvo, de golpe consciente de la profundidad a la que se hallaba, así como de la soledad y de las tinieblas circundantes. Se cambió la lámpara de mano para apoyar la diestra en su espada hermosa y antigua, y aguardó largos instantes, sin casi pestañear siquiera.
El ruido se repitió túnel adelante, más allá del recodo. Era sin duda un toque de castañuelas, corto y vibrante, que para él repicó en la negrura como si un dedo helado recorriera su espalda. Después, otra vez silencio espeso.
Depositó la lámpara en el suelo y se acercó despacio a la vuelta del túnel, los dedos rozando la espada. Al asomarse con cautela, pudo percibir cierta claridad, apenas una sombra de resplandor, allí delante, flotando en la oscuridad subterránea. Tras unos instantes de duda, volvió a tentar el pomo de su espada, antes de seguir con lentitud, casi a ciegas. Y volvió a oír aquel toque de castañuelas.
Casi a tientas, dio con una hendidura en la pared, que era por donde se filtraba ese asomo de luz. Fue paseando los dedos por el borde, y descubrió que se trataba de una brecha alta y angosta, con forma de huso y adornada con una doble moldura alrededor. Arriesgó un vistazo. Obtuvo el atisbo de una cámara en la penumbra; la Bibruela y Flaco Igola, el brujo guerrero montañés de la máscara de chivo, estaban allí dentro. Luego, tras unos segundos, volvió a mirar.
Un par de llamas de aceite ardían en vasos y, al titilar de esas luces embrujadas, la mujer-serpiente estaba bailando para el montañés. Éste se sentaba sobre una losa alfombrada, desnudo a excepción de su máscara de chivo, cruzado de piernas y con la espada en el regazo. Ella se mecía muy despacio, casi al alcance de su mano, cubierta sólo por el cambuj, y joyas bruñidas, y untada de pies a cabeza en aceite.
Se cimbreaba con parsimonia, los brazos abiertos, muy lentamente. El reflejo de las luces iba resbalando pausadamente por su piel aceitada, y arrancaba rápidos destellos al metal de las alhajas. Resplandores y sombras jugaban por todo su cuerpo al compás de esa danza hechicera y, a cada latir de las llamas, los rasgos de bronce de la máscara parecían mudar de expresión. Se contoneaba, danzaba oscilando a la media luz amarillenta, haciendo tintinear las ajorcas y, cada cierto tiempo, entrechocaba sus crótalos con toques que resonaban por toda la cámara.
El maestro nunca supo cuánto tiempo estuvo observándola, ni cómo consiguió desviar al fin los ojos de ella. Se apartó de la abertura con sigilo, mojado en sudor y, tras recobrar la lámpara, huyó sin demora de aquellos subterráneos embrujados, perdidas ya las ganas de explorar. De vuelta en su alcoba, pasó el resto de la noche ante una vela encendida, tratando de reflejar por escrito la danza mágica de la mujer-serpiente.
Sólo al clarear hizo a un lado el documento, en absoluto satisfecho, y salió a la galería exterior, en busca de aire fresco. Esa galería estaba tallada en la roca viva, a cierta altura y, asomado a sus arcos, el maestro se encontró con un amanecer desapacible de nubes de tormenta, luz tristona y grandes bancos de niebla arrastrándose por las laderas. Soplaba un viento gélido que le hizo lamentar no haberse llevado el chaquetón. Pero no se retiró, sino que apoyó los codos en el antepecho de roca y se entretuvo en contemplar cómo aleteaban las aves sobre el río.
Cuando apartó los ojos del agua, fue para pasearlos por las márgenes entreveradas de bruma, así como por las arboledas y los cañaverales azotados por el viento. Y fue entonces cuando descubrió que había alguien en la orilla.
Estaban lejos, pero no tanto como para no distinguir algunos detalles. Eran cuatro. Uno, el más alto, era sin duda Trapaieiro Porcaián, con su máscara híbrida, las ropas negras y la media armadura de bronce dorado y cuero lacado en negro. Las otras tres eran brujas gorgotas —gargales, supuso—. Las tres portaban largos fusiles, medias armaduras y cambujes que el maestro, gracias a lo ya aprendido en esos meses, reconoció como máscaras de matar.
Discutían gravemente, con pocos gestos, y a veces el montañés sacudía la cabeza. El viento les agitaba las ropas y alborotaba las cabelleras teñidas de las brujas. Tras conversar durante cierto tiempo, los cuatro echaron a andar por la ribera, entrevistos a través de los jirones de bruma, y acabaron por desaparecer entre los árboles.
Te-Cui se quedó mirándolos hasta que los perdió de vista entre los árboles. Luego volvió a contemplar las márgenes del agua, y las cimas de las colinas, ya tocadas por el sol. Lanzó un suspiro, sintiendo ya el castigo del frío y el sueño, y volvió a su alcoba a echarse un rato.
Fue un descanso inquieto y, además, muy breve, ya que al poco de acostarse alguien comenzó a aporrear su puerta y a llamarlo a grandes voces. Se incorporó lleno de fatiga, apartó de un tirón las sábanas y se quedó unos momentos sentado en la cama, los ojos casi pegados de sueño. La claridad del sol entraba por la lumbrera, y los golpes proseguían. Se levantó, con la espada enfundada en la zurda, y fue a abrir.
En el umbral estaba uno de los montañeses de la partida; un hombre-jabalí de barba enorme e hirsuta, salpicada de medallitas de oro.
—Perdóname, don —titubeó al verlo de esa guisa—; pero te piden que vengas abajo, a la sala menor.
—¿Qué ocurre, hombre? —Se pasó los dedos por la barba, bostezando.
—Eso no lo sé. Sólo me han pedido que te avise.
—¿Quién?
—Don Trapaieiro Porcaián, el hombre-halcón Cosal…
—Bien, bien. —Meneó la cabeza—. Avisa, por favor, de que bajaré en cuanto me lave la cara.
Cuando por fin bajó, se encontró con que en la sala pequeña estaban reunidos algunos de los miembros más conspicuos de la partida: Trapaieiro Porcaián y el Rey Rojo, desde luego, y también Cosal, Palo Vento y el santón Uíso Caruvé. Conversaban entre ellos, y con un mediarma: un hombre-avispa pintarrajeado de negro, con grandes manchas amarillas, que volvió hacia él unos ojos intensos.
El maestro se quedó perplejo ante esa mirada, que parecía llena de emociones extrañas. Pero no tuvo tiempo de reflexionar, ya que Uíso Caruvé le interpeló apenas entrar.
—Buenos días, maestro. —El gigante embadurnado de negro y blanco no se anduvo con rodeos—. ¿Conoces a este hombre?
—Claro. —El cerebro entrenado de Te-Cui había reconocido enseguida a aquel mediarma, a pesar de las pinturas y de que sólo le había visto un instante—. Este hombre-avispa me salvó la vida en la emboscada del otro día. Yo había caído al suelo, y un caraloca me hubiera ensartado si él no hubiera parado el golpe con su espada.
Los presentes intercambiaron miradas entre ellos.
—¿Y antes de eso?
—No. No le había visto en mi vida.
Uíso Caruvé cruzó unas frases con el hombre avispa en caraloca. Luego se volvió de nuevo hacia el maestro.
—Este hombre ha venido desde el bosque preguntando por ti. Dice que en otra vida fuisteis padre e hijo, y que así te reconoció en el acto, en el encuentro del otro día. Por eso te salvó la vida y por eso lo ha dejado todo, para reunirse contigo.
El maestro Te-Cui lo miró, luego al mediarma, después a los presentes, que tenían expresiones que iban desde el asombro hasta un escepticismo bastante condescendiente. Se pasó la mano por la frente.
—¿Mi hijo?
—En otra vida. Eso dice él.
Te-Cui se sentó y aceptó agradecido la taza de café caliente que le tendía una esclava. Se quedó mirando al hombre-avispa.
—No sé qué decir —articuló por último.
El mediarma volvió a hablar. Le habían dejado sus hierros —espada y arco— como gesto de confianza y el maestro se percató de que era un hombre joven, que no pasaría de los quince años. En esta ocasión, Uíso Caruvé tradujo sus palabras.
—Dice que entiende tu confusión. Él también estaba confuso al principio. Dice que te tomes un poco de tiempo y que, llegado el momento, podréis hablar largo y tendido.
—Sabias palabras.
El hombre-avispa soltó otra retahíla.
—Dice que ha venido para reunirse contigo, y que trae un regalo.
—¿Y qué regalo es ése? —dijo, con la taza humeante entre las manos, aunque la respuesta le hizo levantar de golpe la cabeza.
—Él sabe dónde se encuentra la Máscara Real.
H
abía viajado hasta Los Seis Dedos con la intención de consultar las enormes bibliotecas de los gorgotas y, en menor medida, atraído por esa extraña cultura suya de las máscaras. Pero, tal como suele ocurrir, una vez allí, lo segundo ganó en importancia a lo primero, y ambas cosas a su vez tuvieron que ceder ante una tercera circunstancia.
Primero estuvo en Resegra, la ciudad más sagrada de los armas, tanto que se necesitaba un salvoconducto para llegar hasta ella. Allí estaba la Gran Biblioteca, construida en una ladera pétrea, con una fachada que era sólo una fracción del edificio, ya que había kilómetros de galerías abiertas en la roca viva, cubiertas en toda su longitud de estantes, en las que se acumulaban los escritos, en multitud de lenguas, acumulados durante un millar de años. Y, sin embargo, como no encontraba allí lo que buscaba, sus pasos lo llevaron hacia el sudeste a la sierra Cerrada.
Allí, mientras rebuscaba en los tomos depositados en la biblioteca de un viejo santuario gargal, conoció a Pogar, el rey-brujo puce. Los puces eran un pueblo gargal que vivía en la sierra Ongada, una cadena montañosa situada muy al este, en mitad de las grandes llanuras. Aquel Pogar era mago y herrero, y hombre versado en muchas materias. Él le sirvió de guía a través de los laberintos que eran las bibliotecas gargales, y fue él también quien le introdujo en no pocos temas.
Aunque no en las máscaras. En eso, su guía fue una persona muy distinta: una mujer a la que conoció en un santuario situado en cotas muy altas; una fortaleza perdida en mitad de vientos que aullaban, cielo abierto y nieves. Esa mujer se dedicaba a la curación, y fue ella quien le hizo dejar de lado la búsqueda de textos de hidráulica, y la que hizo que las máscaras cobrasen para él nuevos significados.
Había gorgotas que usaban muchas caretas; incluso los había que tenían una casi para cada ocasión, y él había creído que ésos eran los más duchos en el arte del uso de las máscaras. Pero pronto le demostró ella lo contrario.
Ella no usaba, por lo común, más que dos cambujes, y sólo en ocasiones muy concretas. El primero era uno formal, que calaba en actos públicos o cuando practicaba la medicina. El segundo sólo se lo ponía en la intimidad. Ésa mujer le enseñó cosas sobre el uso de máscaras que ni siquiera había llegado a imaginar. Que el simple acto de colocarse una era ya tan importante, y alteraba tanto la situación, como no ponérsela. Como por ejemplo cuando, tras haberse ceñido para él su máscara más íntima, no la usaba la siguiente vez. Esa simple omisión despertaba en él todo un torrente de sensaciones.
Así que fue demorando sus viejos objetivos, se dejó arrastrar de buena gana al dédalo de los juegos de las máscaras y, poco a poco, lo secundario se transformó en principal, y lo principal en accesorio, antes de reducirse a nada y ser para siempre olvidado.
Remaban en la oscuridad. No había luna ni viento, y apenas se oía el rumor de la corriente. Las orillas arboladas se recortaban altas y negras contra las estrellas y a cierta distancia algunas luces mostraban retazos del puerto fluvial: esquinas, fachadas, tapias entrevistas en un mar de negrura, al resplandor de lámparas y alguna hoguera.
Habían remontado el río ya de noche cerrada, en dos piraguas largas, con proa en forma de cabeza de lucio, y tuvieron que remar largo rato antes de llegar a la altura de Matecoda. Lo hicieron en silencio y sólo al avistar las luces nocturnas hubo entre ellos cierta agitación; un removerse en las tinieblas, remo en mano, ante esa población ribereña que servía de refugio a la Máscara Real.
Una fogata ardía junto al embarcadero y las llamas se reflejaban en las aguas oscuras, delatando la presencia de tres bateles pequeños, amarrados a postes. Detrás, se intuían almacenes en sombras y, más allá, la residencia fortificada del senado local. En el propio río, algunas luces dispersas avisaban de la posición de los grandes palafitos comunales de los caralocas, así como de la del islote del santuario.
El escrutinio en la oscuridad no era necesario ya que, antes de la incursión, las dos lanzáis copa habían hecho que cada participante se aprendiese de memoria el plano de la ciudad. Ese diseño en el que el puerto, la fortaleza y el barrio seco eran un núcleo en tierra, y donde el islote sagrado y los palafitos formaban algo así como una hoz que partía del mismo.