Alguien se detuvo, haciendo un gesto, y los demás le imitaron, empuñando atentos los hierros.
Sin palabras, el hombre-avispa señaló con su arco y, al mirar algo más allá, pudieron distinguir entonces a una pantera moteada, a pocos pasos, casi invisible entre el follaje ocre y rojo del otoño. Hubo cierta conmoción entre ellos y Peitorcal hizo amago de tender el arco, pero Espadalombro se lo impidió con un gesto enérgico, antes de adelantarse y chistar a su pariente animal. La fiera le bufó a su vez, mostrando los dientes, antes de bajar de un salto y alejarse con trote cansino, meneando con desgana el rabo.
Aguardaron hasta que se perdió de vista, tragada por la espesura. Se desató una repentina ventolera, que los envolvió en una tormenta de hojarasca, y Trapaieiro Porcaián, por señas, dio orden de seguir.
No tardaron en llegar al primer círculo, que no era más que un vasto redondel de estatuas y columnas plantadas en el bosque, mientras que el segundo, dentro del primero, consistía ya en tramos sueltos de muro, bastante separados entre ellos. Los dos estaban en mitad de la arboleda y, a un viajero no avisado le hubiera sido de veras difícil darse cuenta de que había cruzado dos de los recintos de un santuario.
En el tercer círculo, los lienzos de muro eran más largos y estaban más próximos, de forma que parecían los restos de una muralla, perdidos en el robledal. El cuarto era ya un muro entero, con abundantes pórticos de piedra tallada, y en su interior desaparecían ya los árboles, de forma que por primera vez tenía uno la sensación de estar dentro de algo. A partir de ahí, la planta del santuario se volvía laberíntica, convertida en una sucesión de giros de pared y pórticos, hasta el punto de que el visitante no sabía ya muy bien en cuál de los recintos interiores podía hallarse.
Pero Granlea, la bruja, los guió sin vacilar por esa madeja de piedra, a través de patios, dinteles y escaleras. Nadie habló en ningún momento. La bruja indicaba por señas cuándo detenerse, antes de atisbar ella misma a la vuelta de las esquinas, y cuándo seguir. Ellos se señalaban unos a otros los peldaños y los desniveles. Había signos de abandono y ruina por todas partes: maleza, piedras sueltas, altares abandonados a las zarzas. Animalejos de todas clases se escabullían a su paso y, en más de una ocasión, alguna ave remontó asustada el vuelo, provocando en más de uno gestos de desasosiego.
La bruja se detuvo y alzó una mano. Se volvió a medias para mostrarles un gran dintel, a pocos pasos, y por señas les dio a entender que, al otro lado, estaba Antil Mutel, también conocido como Pogar, y, por tanto, la Máscara Real.
Salvaron esos metros con sigilo, pegados a las rocas del muro. El pórtico era alto, ancho, con jambas profusamente talladas y medio ocultas por las zarzas. Palo Vento se acercó aún unos pasos y, destacándose, arriesgó una ojeada tras las tallas y la vegetación. Trapaieiro Porcaián se le unió, la espada desnuda en la diestra.
El recinto interior era como un patio amurallado: muy amplio, con construcciones y columnatas adosadas a la pared circular. En el centro se alzaban cuatro efigies de Cició: gigantes de cabeza porcina que miraban a los cuatro puntos cardinales, espalda contra espalda; dos de ellos pintados de blanco y otros dos de negro. Alrededor de ese grupo central se disponían estatuas y columnas, de forma aparentemente caótica, quizá remedando en esquema el laberinto exterior.
Dentro había algunas personas. La mayoría era gente-serpiente, aunque también se veía a un hombre-jabalí gargal, un par de caralocas, una mujer-pantera y un sujeto de ropajes rojos y azules y rostro pintado, que debía de ser un cultero del santuario.
—¿Y Mutel? —murmuró Trapaieiro Porcaián—. ¿Dónde está?
—No veo a nadie que pueda ser él —admitió Palo Vento por lo bajo, tras echar otra ojeada.
—Antes estaba. —Granlea también se acercó, la espalda pegada al muro, con su larga espada triangular de bruja en la mano—. A mediodía se oficia siempre una ceremonia en honor de Cició, y suelen estar todos. Desde luego, Mutel no acostumbra faltar.
El montañés se acarició las mejillas metálicas de la máscara y echó un vistazo a las nubes que cruzaban el cielo otoñal, puede que buscando un presagio en sus formas.
—Falta algo para el mediodía —suspiró entre dientes—. Esperaremos hasta ese momento. Haced correr la voz.
El tiempo fue pasando. Ellos aguardaban inmóviles, pegados al muro, acariciando las armas desnudas. Grandes cúmulos blancos volaban en lo alto y el sol, al asomar entre esas nubes, hacía relucir los aceros afilados. El viento soplaba a ráfagas, suspirando. Las ropas ondeaban, los matorrales se mecían susurrando, las hojas muertas iban dando tumbos a lo largo de los pasajes de piedra.
Otra ojeada. Junto a los colosos vieron ahora a un hombre-víbora con cambuj de cobre y jade; una máscara menor del norte, a juzgar por su artesanía exquisita. Estaba conversando con tres pandalumes de mantos azules y una mujer que calaba un cambuj de cobre bruñido, quizás una mestiza, que era quien parecía llevar la voz cantante. Cerca de todos ellos, se hallaba un patacón; un hombre de muy corta estatura, arco en mano, con una gran cabeza de arcilla rojiza sobre los hombros.
Palo Vento examinó a la mujer; los atavíos azules y amarillos, el porte airoso, los modales altivos. Una bruja mestiza, sin duda alguna.
—Me recuerda a Tuga Tursa —murmuró Trapaieiro Porcaián, asomado también por entre la vegetación.
—¿Tuga Tursa? —Se retiró tras la esquina—. Eso es imposible: Corocota la mató en Aguas Sogqi, el mismo día de la batalla.
—Lo sé; yo mismo vi su cabeza cortada. Pero se le da un aire, una…
Le atajó un gran grito; una voz de aviso que rebotó una y otra vez por los recodos del lugar. Se volvieron aceros en mano. A unos pasos, un hombre añoso de barrocas vestiduras, otro de los culteros de Cició, los miraba con ojos muy abiertos. Gritó otra vez para alertar a los de dentro y alguien le tiró un dardo. Pero él, pese a los años, se escabulló con agilidad y desapareció en el laberinto que se abría a sus espaldas.
—¡Dejadle! —rugió Trapaieiro Porcaián. Enarboló su espada—. ¡Adentro! ¡Adentro!
Atravesaron en tromba el portal, con muchos gritos y blandir de hierros. Los del santuario echaron a su vez mano a las armas, dando voces de alerta. El enano patacón, que ya tenía una flecha en el arco, disparó apenas verles, y mató a un hombre-cabra que iba de los primeros. Cayó traspasado, y alguno que venía detrás tropezó con él y se fue al suelo. Pero el portal era amplio y los demás lo esquivaron o saltaron por encima.
Los atacantes invadieron el patio. Volcaron un alud de proyectiles sobre sus enemigos, pero éstos se cubrieron tras efigies y columnas, y aún devolvieron algunos tiros. Jabalinas, venablos y dardos silbaban por los aires. Golpeaban entre chispazos contra la piedra, y caían tintineando sobre el empedrado. Apenas hubo heridos, pero la descarga sí logró impedir que los defensores se agrupasen para luchar. Después, entraron al cuerpo a cuerpo.
El patacón, que brincaba como un duende, volvió a tirar de arco y atravesó esta vez a uno de los escoltas de Trapaieiro Porcaián. Ya se tentaba la aljaba, en busca de otra flecha, cuando Cosal le disparó. Le dio en la cabeza y el enano salió despedido hacia atrás, entre una lluvia de sangre y fragmentos de arcilla.
El norteño del cambuj de cobre y jade se había acercado corriendo a las cuatro grandes efigies y, tras rebuscar frenético bajo uno de los altares, quiso huir con un estuche de marfil con adornos dorados. Apenas dio unos pasos, porque las dos lanzáis copa le dispararon sus arcos. Las flechas le hirieron entre los hombros y los riñones, y el norteño cayó con un grito. Dos hombres más acudieron al rescate de la caja, pero para entonces ya estaba allí la Bibruela, siseando y esgrimiendo con tal furia sus espadas que, entre los dos, apenas podían hacer otra cosa que contenerla.
Se luchaba al arma blanca por todas partes, desperdigados. Los numerosos obstáculos impedían a los atacantes imponer su número sobre los norteños, que fintaban entre las esculturas, defendiéndose con fiereza. Había gritos, confusión, cuerpos tendidos; los aceros se encontraban con estruendo y algunos golpes, al errar, mordían la roca, arrancando diluvios de chispas.
La bruja mestiza y el santón rojo cruzaron hierros y el segundo no tardó en asestar a la primera un tajo que, tras resbalar sobre ajorcas y brazaletes, la hirió en el brazo izquierdo. Los tres pandalumes de su escolta salieron al quite; pero él les hizo frente. Mató a uno de una estocada en el cuello y aún pudo tocar de nuevo a la bruja, esta vez en el costado; porque ésta, con los ojos azules llameando tras la máscara de cobre, había vuelto a la carga, enrabiada por el dolor de la primera herida.
Los dos pandalumes supervivientes retrocedieron, llevándosela con ellos. El santón mantuvo un momento la guardia pero, viendo que se retiraban hacia el exterior, se olvidó de ellos para acudir en ayuda de la Bibruela, que ya tenía que vérselas con tres enemigos a la vez.
A pesar de la enconada defensa, los atacantes iban poco a poco imponiéndose. Ante los altares, un cultero salió al paso de los que ya iban a hollar el círculo sacro. Uno de los hombres-gallo le atacó; pero el hombre de manto ornado esquivó su hacha y le tocó a su vez con las manos. El mediarma se inflamó con estruendo, como una estopa mojada en alcohol; dio unos pasos de acá para allá, ardiendo y gritando, y acabó por derrumbarse como un pajar en llamas.
Los demás atacantes recularon aterrados. Palo Vento le tiró un hierro que él desvió sin esfuerzo, con un simple revés de la mano. La bruja Granlea se le echó encima, salmodiando en gargal y blandiendo la espada con las dos manos. El cultero detuvo el tajo con las suyas, pegando con las palmas contra el plano de la hoja, y el acero mágico saltó en mil pedazos.
Ella arrojó a un lado su empuñadura, para agarrarle por la garganta. Él la golpeó varias veces con las manos abiertas. Forcejearon unos instantes. Luego, la bruja arrojó al cultero como a un pelele, con el cuello roto. Pero ella misma se tambaleaba. Alguien la sostuvo por un codo; sangraba a borbotones por la boca y la nariz, y tuvieron que ayudarla a sentarse, con la espalda contra un altar. Quiso decir algo y ya no pudo. Se le cerraron los ojos y murió.
Una mujer con velo y un gorro escarlata de cuatro puntas sobre la cabeza intentaba sacar de allí a otra —vestida de blanco y untada de pinturas rojas y blancas—, cubriéndola con dos aceros. Un hombre-hiena, que enarbolaba entre aullidos una gran maza, quiso cerrarles el paso, pero la primera, sin pararse siquiera, se tiró a fondo y lo atravesó con su largo sable nómada.
Luego tuvo que enfrentarse a Cosal, que era esgrimista más prudente, y tras un cruce de estocadas se hizo atrás, urgiendo a su amiga a huir. Después, mientras se medía de nuevo con el hombre-halcón, Espadalombro llegó por detrás y le hundió el acero entre los omóplatos. En cuanto a la otra, un montañés le dio alcance cuando escapaba dando chillidos y la abatió de un hachazo.
Ya no quedaban en pie más que seis hombres, entre ellos una máscara menor de las serpientes norteñas, que defendían a la desesperada el estuche de marfil e incrustaciones de oro. Se cubrían unos a otros las espaldas, y sus enemigos los acometían en desorden, obstaculizándose, sin hacer caso a las lanzáis copa, que les gritaban que no se estorbasen. Atacaban y retrocedían como el agua contra la orilla, entre un gran tumulto de hierros, escudos y voces.
Alguien trataba de salir a rastras, malherido, y las altacopas lo sacaron por las axilas. Uno de los defensores, un hombre-culebra, dobló la rodilla. Luego se desplomó otro. A cada baja, el resto cerraba huecos sin flaquear; se defendían con broqueles y espadas puntiagudas, cubiertos de sangre. Pronto murió un tercero y los demás no pudieron ya seguir estrechándose. Arreciaban los golpes y enseguida, abrumados por multitud de puntas y filos, cayeron los unos sobre los otros.
Los vencedores se miraron jadeantes, armas en puño. Se hizo de golpe un silencio, apenas roto por el susurro del viento y el resuello pesado de los heridos. Lanzaron miradas a su alrededor, aún acalorados, para asegurarse de que no quedaban ya enemigos, y más de uno se arrebujó en sus ropas, sintiendo de repente que el aire de otoño le helaba el sudor. El hombre-gallo echó atrás la cabeza y cacareó estruendosamente. Se oyeron algunos gritos sueltos de victoria.
Entre muertos, hierros y sangre, yacía abierto aquel estuche de marfil con adornos de oro, y dentro brillaba esa faz de oro conocida como la Máscara Real. Se arremolinaron fascinados en su rededor. Era de rasgos nobles y hermosos y, en mitad de la frente, relucía una gran joya roja, como un tercer ojo. Luego Cosal cerró la caja, ocultando así la máscara a los ojos de la gente. Él mismo se quedó el estuche, dado que estaba al servicio del Ras arma.
Trapaieiro Porcaián, tras mandar vigías a las puertas, fue caminando despacio por todo el lugar, demorándose a veces ante algún cuerpo, para acabar deteniéndose junto a una estatua que representaba a un genio del río: un demonio fluvial, con cuerpo de mujer y cabeza de barbo. Sus compañeros parpadearon entonces, atónitos; porque sólo en aquel momento se dieron cuenta de que había alguien allí, junto a la efigie.
Se trataba de uno de los culteros; un viejo sarmentoso de cabeza calva y rostro pintado, que se sentaba inmóvil, cruzado de piernas, sobre un pedestal de roca. Lo observaron boquiabiertos, sin poder explicarse cómo no lo habían visto hasta ese momento. Hubo tentar de amuletos, de hierros, y no pocos retrocedieron, pensando en el final del hombre-gallo, que se había convertido en poco más que un montón de huesos ennegrecidos, aún humeantes.
Pero el anciano siguió quieto, mientras el aire agitaba sus vestiduras y Trapaieiro Porcaián, parado ante él, lo contemplaba con curiosidad. Parecía en trance y sólo después de largo rato, alzó los ojos hacia el hombretón.
—Anoche soñé con vosotros. —Exhibió una sonrisa desdentada—. Pero no quisieron hacerme caso.
El montañés asintió con solemnidad, antes de hacer un gesto a uno de sus guardaespaldas, que esperaba detrás del cultero, con un hacha doble entre las manos. Cargando todo su peso, el hombre-jabalí lo decapitó de un solo golpe. El cuerpo cayó de lado; la cabeza voló un trecho y fue rodando otro tanto, antes de chocar contra una columna.
Dobglode, que vigilaba el pórtico principal, había dado una voz de aviso y señalaba con su jabalina afuera, al gran terreno despejado que se abría entre el santuario y el río. Los que acudieron a su llamada pudieron ver a un hombre que, salido del bosque, corría como el viento hacia el recinto. Sin duda un centinela, atraído por el ruido de lucha. Un hombre-víbora de ropas negras que aleteaban con la carrera, una máscara de hierro, y un venablo en cada mano.