—Dime serpiente, ¿qué te parece mi collar? —La altacopa había sopesado con sonrisa maliciosa la alhaja, arrancando tintineos y reverberos a los discos de oro.
El aludido se pasó las manos por la cabeza, y se echó a reír entre azarado y divertido, mientras ella volvía a estrechar el collar entre sus dedos.
—Mira. No son monedas vulgares —aclaró con orgullo—. Cada una de ellas representa una muerte.
Palo Vento se acarició otra vez la cabeza. La altacopa aludía a la vieja costumbre gorgota del pago ritual por ciertas muertes: ejecuciones, caza de cabezas, compensación por homicidios, que se hacían todas con pesos de oro especialmente acuñados.
—No me digas que todas ésas las has conseguido tú… —La miró a los ojos, de veras sorprendido.
—No, no. —Se reía, regocijada—. Es un collar muy antiguo y va pasando de una lanzái copa a otra. Yo sólo he sumado unas cuantas.
—Quizá tengas ahí alguna moneda de Corocota.
—¿Ese quién es?
—¿No lo conoces?
—Me suena, pero…
—Es un hombre-lobo; un viejo amigo. Es uno de los Cien.
—Ah, ah. Entonces, si tienes oportunidad, preséntamelo. Seguro que hacemos buenas migas.
—No lo dudo. —El hombre-serpiente puso sus ojos en la otra altacopa—. ¿Y tú, Ocalid, también coleccionas muertes rituales?
—No tengo especial interés. A mí cualquier cosa bonita me sirve. —Contoneó risueña los hombros, cubierto el uno por una hombrera de bronce y desnudo el otro, antes de matizar, jugueteando con el pomo de la espada—. Pero sí que me gusta que se haya luchado por ellas.
—¿Broches, ajorcas, espadas?
—Todo eso, sí.
—¿Máscaras?
—Hummm. —Sonrió—. Depende. Hay que tener cuidado con las máscaras, no sea que lleven aparejada alguna maldición.
—¿Una maldición? ¡Nada, no hay problema! ¡Aquí tengo yo el contrahechizo! —vociferó achispado Uíso Caruvé, el santón, sentado unos asientos más allá, al tiempo que blandía en alto su hacha, arrancando risas de aprobación a las dos altacopas.
El hombre-serpiente sonrió a su vez, pensativo. El tiempo le había enseñado a valorar a las lanzáis copa, famosas tanto por sus habilidades guerreras como por sus artes amatorias. Y bien sabía que sus poses despreocupadas, esa sanguinaria frivolidad de la que suelen hacer gala, son meras apariencias; máscaras tras las que acechan mentes bien despiertas, entrenadas para servir a Escarpa Umea.
Las lais de Escarpa Umea habían enviado a aquellas dos a servir a Trapaieiro Porcaián, en un gesto poco habitual para con un montañés, fuese o no la máscara de un dios menor. Se las habían mandado a él, y no al Rey Rojo, que era demasiado distante. En todo caso, aquella deferencia le daba que pensar, ya que Palo Vento no había olvidado cierto encuentro con una lai de máscara dorada, meses atrás, en el mercado de Minacota.
Las altacopas habían mantenido una postura bastante ambigua durante las guerras de la Máscara Real y, sin duda, acostumbradas a servir sus propios intereses, no harían sino lo mismo en caso de que se volvieran a repetir aquellas luchas civiles: nadar entre dos aguas y velar ante todo por lo suyo.
Una mujer pintarrajeada surgió de entre las sombras para servir a Mascor Masade, el anfitrión. Una esclava con ánfora, que rellenó con cuidado la copa del amo de la casa. Palo Vento no pudo evitar una mirada hosca a aquel detalle, que no era más que uno entre muchos, porque Masade, un hombre-león, portador de la Sapor Roja, vivía más como un jefe montañés que como un administrador arma. Masade ni se dio cuenta, puesto que estaba hablando con los comensales más inmediatos.
—Las noticias son confusas, como cabría esperar. —Meneaba la cabeza leonina—. Por más diligentes que sean los espías, la mayor parte de las veces tocan de oído, y sus informaciones son más que dudosas. Según unos, el Cufa Sabut está cerca de Cabezas Muertas, en la ribera norte del Morega, agitando a las tribus caralocas contra los armas. Pero, según otros, no es él, sino un Cufa Menor… Hay incluso quienes hablan de varios Cufa Menores. Yo me inclino por esa segunda idea; porque hace no mucho que el Cufa Sabut estuvo aquí, en Gaiola, fugitivo tras el desastre de la batalla de Aguas Sogqi.
—¿Y la Máscara Real? —Se interesó un hombre-gallo de nuca y sienes afeitadas, con la mata teñida de rojo sangre, y una gran sobrenariz de bronce que imitaba el pico de un ave.
—Ahí todos coinciden. Ha logrado salir de Los Seis Dedos y se ha refugiado en algún punto del Alto Norte, casi seguro en la parte oriental, donde cuenta con la ayuda de las brujas mandemo. Que fueron las que también ayudaron al Cufa Sabut a pasar por aquí, camino de reunirse con su señor.
—Doy fe de eso —murmuró el Jato Malaváia, sentado a tres asientos de Mascor Masade.
—Entonces, ¿cuál es el plan, Malaváia? —quiso saber el escriba de la Sapor Roja, un mestizo de ojos azules y joviales.
—Yo partiré dentro de una semana escasa con mi caravana. Si no recibimos ninguna información que nos haga cambiar de idea, todos estos que se han reunido para perseguir a la Máscara Real irán con nosotros.
—¿Y qué harán en la caravana? —se interesó Masade, como si no hubiera hablado ya en privado antes de todo aquel tema.
—Nos acompañarán hacia el norte, hasta que recibamos información más precisa del paradero de la Real. Mientras tanto, podrán pasar como caravaneros y guardias, y el riesgo de poner sobre aviso a nuestros enemigos será menor.
Pero Mascor Masade meneaba dudoso la cabeza, al tiempo que daba otro sorbo de vino.
—Lo primero me parece bien. Pero en cuanto a lo segundo, dudo mucho de que todo esto pueda mantenerse en secreto.
—Aquí se ha reunido gente decidida, y se han juramentado a guardar silencio.
—No dudo de ellos, amigo Malaváia. Pero el sentido común es un bien más escaso que la lealtad o el valor. Aquí hay cuarenta personas. Es muy fácil que alguien se vaya de la lengua.
—Puede ser… —El pandalume se acarició la barba teñida de blanco y azul.
Pero le distrajeron los gestos de una de las dos altacopas, visibles gracias al arco que trazaba la mesa.
—Mirad, mirad —les decía Peitorcal, encantada, a sus compañeros de banquete—. ¿Es que va a haber lucha?
Y, efectivamente, un vocero con manto rojo y blanco, bastón en mano y con un casco-máscara de alto copete blanco, avanzaba para plantarse ante el arco de comensales. Comenzó a hablar sin esperar a que le prestasen atención, de forma que muchos, hasta que los despistados se callaron, no llegaron a oír las primeras frases.
—… Too Csice, de los Ejún-Truro, y Supuruban Amiffar Amifolige, que jura ser hombre de rango entre los Calisefom, una tribu nómada del norte del Urante.
Aparentemente estaba presentando a dos luchadores, comprados de entre los prisioneros de la batalla de Aguas Sogqi, que iban a luchar para divertir a los comensales. Otro lujo más propio de jefes montañeses o norteños que de un hombre-león, que debería comportarse como el más arma de los armas. Pero los gladiadores ya estaban entrando, entre media docena de hombres con los hierros en claro.
El truro era algo más alto y de músculos pesados; su rival, enjuto y puede que más ágil. El truro tenía los ojos muy azules, la cabeza calva, el torso desnudo y lleno de cicatrices. El calisefom era de piel amarillenta oscura, la cabeza también afeitada, y lucía una barba grande y bífida. El vocero seguía hablando, mientras algunos comensales no por eso dejaban de discutir los planes de viaje al Alto Norte.
—Ambos son grandes guerreros y de valor probado. Ambos estuvieron en la gran batalla de Aguas Sogqi, donde lucharon en las filas de Carará Mutel, el rey-brujo puce, y hoy han aceptado batirse el uno contra el otro.
»Será a un solo asalto, sin intermedios, aquí y ahora. De mutuo acuerdo, el duelo se librará con las espadas tradicionales de sus pueblos respectivos. La lucha será a muerte, y el vencedor ganará su libertad.
Se apartó para reunirse con los guardias armados, que empuñaban lanzas y archas, listos para abatir a aquel que retrocediese más allá de cierto punto o tratase de lanzarse sobre los comensales. Los rivales se valoraron largo rato a la luz de las llamas, más con curiosidad que con animadversión, antes de entrechocar con fuerza los broqueles, tal como les habían indicado que debían hacer, para señalar el comienzo del combate.
Los largos sables de jinete fueron a encontrarse; el cuero y la madera de los escudos crujían, mientras los concelebrantes jaleaban los golpes. Ya no se oía ninguna conversación, y todos prestaban atención al combate.
Los dos luchadores eran veteranos y libraban un duelo lleno de amagos y triquiñuelas. Fintaban y se movían sin descanso, cruzando estocadas para apartarse después. Se miraban durante un segundo, los pechos jadeantes, antes de acometerse de nuevo. Buscaban con el acero las rodillas y los flancos del oponente, trataban de enganchar los escudos para tirar y desequilibrarle, y una y otra vez ensayaban toda clase de marrullerías.
Al cabo, entre el alboroto de los espectadores, fue la hoja del truro la que alcanzó el muslo del calisefom. El filo mordió hondo e hizo saltar la sangre. El nómada del lejano nordeste intentó, por un instante, mantenerse en pie —la frente sudorosa, los dientes crujiendo, el sable aún en guardia—, antes de doblar la rodilla. El truro, empero, no se dejó cegar y en vez de lanzarse a rematarle, se conformó con dar vueltas a su alrededor, descargándole una lluvia de sablazos y sacando el máximo partido posible a su ventaja.
Los golpes del truro abrieron cinco o seis veces las carnes del calisefom, antes de que éste cayese bañado en su propia sangre. El vencedor se detuvo sólo entonces, algo indeciso, y el vocero le indicó por señas que se apartase. Luego, con otro ademán, mandó a dos de los guardias a rematar con sus lanzas al vencido. Él mismo lo decapitó después con un hacha.
El escándalo entre los invitados era ahora ensordecedor. Algunos aporreaban los tableros de la mesa, haciendo saltar los cacharros. El truro les miró huraño antes de levantar los brazos, despacio, con la espada en una mano y la cabeza de su rival en la otra. Saludó hosco, con labios prietos, como quien sólo acepta lo que le pertenece.
Los guardias sacaban ya a rastras al cadáver y los comensales volvían a sus conversaciones, aunque los hubo que se entretuvieron comentando los lances de la lucha. Sentado en su extremo, el Rey Rojo había observado sin mudar el gesto el combate, ataviado con sus ropas rojas, sus adornos de oro y la gran máscara de toro. Ahora, al pasear la mirada por entre los concelebrantes, sus ojos se toparon con Palo Vento, sentado a dos lugares de él. Le dirigió la palabra para interesarse por el motivo que lo llevaba a él a participar en aquella aventura, ya que el hombre-serpiente había abandonado su trabajo como escriba con el maestro Te-Cui tras la batalla de Aguas Sogqi.
—Podría decir que es por enemistad con el Cufa Sabut, pero mentiría.
—¿Entonces?
—La verdad es que no tengo motivos claros. —Apoyó los codos en la mesa, puede que algo menos reservado que de costumbre, gracias al vino—. Verás, señor, muchas veces uno siente como si la vida se le escabullese a traición. Como si el tiempo fuera agua que corre entre los dedos, y se escurre sin que pueda uno sujetarla. Se nos escapa, sí, y no nos deja nada. Es por eso, creo, por lo que me he unido a una expedición guerrera, cosa que hasta ahora siempre había evitado.
—¿Y piensas retener así eso que se te escapa?
—No. Se va igual, de todas formas. Pero es peor cuando cada día es igual. Hay quien se acostumbra a la rutina y se aficiona a las pequeñas cosas. Yo mismo soy así, casi siempre. Pero hay veces en que no puedo. No puedo. Y, o salgo a hacer algo distinto, o creo que me vuelvo loco.
—Comprendo —dijo sencillamente el Rey Rojo.
El hombre-serpiente sonrió. Sonrió también el rey-brujo gargal. El primero deslizó los dedos por la franja que le surcaba la cabeza, y como su interlocutor no añadía ya nada más, se volvió de nuevo a la conversación de las dos lanzáis copa. El Rey Rojo, a su vez, inescrutable tras la máscara de toro de oro y bronce, se quedó de nuevo ensimismado en sus pensamientos, tal como era costumbre suya hacer.
A
él, el Carauce le imponía. Aquel dédalo de sierras, valles y ríos, habitado por toda clase de gentes, se le antojaba un mundo en sí mismo que, en muchos aspectos, vivía de espaldas al resto del Mundo. Uno podía pasarse toda una vida deambulando por sus caminos sin llegar a conocer más que una parte de los secretos que albergaba el macizo montañoso. El corazón de Los Seis Dedos le provocaba atracción, sin duda, pero también reparos y algo de miedo.
Miedo que tenía mucho que ver con ella. Ella, que había abandonado la seguridad de los santuarios de la sierra Cerrada para recorrer el Carauce, ejerciendo la sanación. Pero esa circunstancia no les había separado. Él, a su vez, se había unido al rey-brujo Pogar, que había partido a peregrinar por el macizo, a rendir homenaje a los ídolos gorgotas. Y así, durante parte de la primavera y todo el verano, sus caminos se estuvieron cruzando una y otra vez, al capricho de su destino común.
Cuando se encontraban era en algún santuario. Ella, empujada por la fugacidad de tales encuentros, abandonaba los viejos juegos de ambigüedad para calarse la segunda máscara, su rostro más íntimo, y apurar así los momentos, que unas veces duraban un par de días y otras sólo unas horas. Él, por su parte, procuraba también exprimir hasta la última gota de ese tiempo.
Luego volvían a separarse. Siempre se separaban, esperando que llegase un nuevo encuentro, camino y tiempo adelante. Ella partía hacia un lugar y él hacia otro, acompañando a Pogar. El rey-brujo viajaba con sus dos mujeres, confiando en la protección que le daban tanto su rango como su habilidad con las armas. Él nunca las tenía del todo consigo, ya que solían transitar las zonas más salvajes del Carauce, cruzando gargantas montañosas y bosques despoblados.
Pero la intranquilidad por su propia seguridad no era nada comparada con la que le producía el pensar en ella. Al menos, Pogar y él mismo eran hombres que sabían defenderse; y una de las esposas del primero, Ramcrin, había sido educada desde niña en el manejo de las armas. Pero ella era una sanadora que no viajaba más que en compañía de una vieja hierbatera, y él no dejaba de pensar en que el Carauce era un país infestado, en ciertos lugares, de bandidos y monstruos.