Mientras remaban, los ojos se les iban una y otra vez a esa isla fluvial, sin encontrar otra cosa que una mole oscura entre las sombras, punteada por las antorchas que ardían en lo alto de los parapetos. En ese santuario —sede de cultos ofídicos, además de centro de sanadores y curanderos, reputado en todo el Alto Norte— se habían refugiado el rey-brujo Antil Mutel, que ahora usaba el nombre de Pogar, así como la Máscara Real y el Cufa Sabut, con el beneplácito de los matioteé, la tribu caraloca cuya capital era Matecoda.
Las piraguas rebasaron por completo el barrio fluvial y, tras acercarse a la orilla, viraron para volver aguas abajo y pasar entre los palafitos y tierra. Así se había decidido previamente, dado que la escasa distancia entre el santuario y algunos palafitos desaconsejaba remar a contracorriente, ya que los chapoteos podían poner sobre aviso a los centinelas.
Comenzaron a bajar por entre los palafitos, que no se distribuían de forma homogénea, sino que se agrupaban en un gran núcleo enlazado por puentes colgantes, pegado al islote, y se continuaban después en un largo fleco —la hoz— de plataformas dispersas y aisladas. Fueron dejándose llevar por la corriente, despacio, con apenas algún que otro toque de remo para corregir la deriva. Las luces de los palafitos se reflejaban en las aguas retintas y, a veces, el salto de algún pez provocaba un chapuzón hueco. Pero, por lo demás, la negrura y la quietud eran casi totales.
Había un hombre en el exterior de una plataforma, visible al resplandor de una lámpara. Un centinela, o puede que un insomne, acodado en el pasamanos de madera tallada, que contemplaba la noche, envuelto en una manta de colores. Estaba fumándose una pipa y, a cada calada, las brasas rojizas le alumbraban el rostro. Fueron rebasándolo con el alma en vilo, viendo cómo lanzaba bocanadas de humo. Incluso llegó a mirar directamente hacia ellos, sin advertir su presencia en la oscuridad.
Por la banda contraria, alguien atravesaba uno de los largos puentes, entre el hamacar y crujir de las maderas y las sogas. Eran dos personas al menos, y se las oía reír en voz alta. El fumador alzó la cabeza, curioso sólo a medias, como si tratase de distinguir algo entre las sombras. Pero unos y otro quedaron con rapidez a popa y las piraguas salieron al descubierto, próximas ya al islote.
Un temblor sacudió el esquife y las aguas se agitaron, delatando que alguien se había echado al río. Cosal se tentó las armas y la talega de hule en la que guardaba las ropas. Un nuevo estremecimiento, otro chapuzón sordo y alguien siseó muy bajo en la oscuridad, al sentir el frío de las aguas. Ése había sido Palo Vento y, al oírle, el hombre-halcón se acarició los antebrazos, palpando el tacto untuoso de su propia piel. Todos se habían embadurnado con un aceite secreto de Granlea, una bruja de la partida, y que según ella era capaz de proteger del frío, así como de asquear a los dragones e impedirles que atacasen a los nadadores.
Alguien más pasó por encima de la borda, justo delante de él. Intuyó más que vio a Peitorcal, la lanzái copa, casi invisible al resplandor de las estrellas. Se sostuvo en vilo un instante sobre la borda, haciendo escorar la piragua, para intercambiar dos besos en las mejillas con la otra altacopa, antes de zambullirse. El hombre-halcón buscó con los ojos las luces —un flamero en el santuario, las lámparas de un palafito en concreto, la hoguera en lo alto de una atalaya, en la ribera opuesta— que tan útiles le iban a ser para orientarse.
Ocalid, la otra lanzái copa, le golpeó en la rodilla y él, casi a tientas, se fue al agua. A duras penas contuvo una exclamación, porque estaba fría de verdad. Luego apartó las manos de la piragua y, tras localizar de nuevo las luces, echó a nadar hacia el islote del santuario.
Alcanzó a braza la orilla que miraba al centro del río, la más alta y abrupta. Ya había otros allí, agarrados a grietas y matas, mientras llegaban los demás. El agua lamía las piedras y se buscaban unos a otros en la negrura, entre susurros, tratando de comprobar que estaban todos. Cuando al fin pareció que sí, hubo un sonido de chapuzones y Cosal supo que alguien se había sumergido a explorar, así que tanteó por las rocas hasta encontrar un agarre y reposar hasta su regreso.
Los propios amos de Rau Branca, los raúnes, habían sido quienes les habían revelado la existencia de un pasadizo subacuático; un sifón artificial. No cabía sorprenderse de eso, ya que aquellos practicantes del antiguo culto carazul, gracias a su posición privilegiada en una ruta de caravanas, y su control del albergue, habían llegado a conocer muchos secretos. Y Rau Branca sólo distaba cincuenta kilómetros de Matecoda.
El hombre-halcón dio un par de brazadas, esperando que volvieran los que se habían sumergido a explorar, y a silenciar a cualquier posible centinela. Mientras flotaba entre las sombras, no podía evitar pensar en los dragones; sentir la comezón de que quizás en ese preciso momento alguno de esos reptiles gigantescos surcaba las profundidades, con lentos movimientos sinuosos, justo bajo sus pies, a punto a arrastrarle al fondo entre sus fauces. Volvió a sobrenadar. La espera se hacía interminable en la oscuridad, mientras la corriente lamía susurrante las rocas y, a pesar del aceite de la bruja, la frialdad de las aguas calaba hasta los huesos.
La superficie del río se rompió muy cerca, sobresaltándolo; pero no era más que el explorador, de vuelta del pasadizo. Se dijeron unos a otros unas pocas palabras en voz muy baja, antes de comenzar a sumergirse uno tras otro, en un orden preestablecido y en el mayor silencio posible.
Había que bajar mediante una serie de entalladuras en la roca y, a unos tres metros de profundidad, entrar por la boca del túnel y seguir agarrados a una cuerda gruesa y áspera que había tendida en toda su longitud. Llegado su turno, el hombre-halcón pasó con rapidez. Tuvo que bucear a ciegas, cargando armas y algo de ropa en la bolsa de hule, pero el pasaje hundido no era excesivamente largo y la soga permitía avanzar con rapidez. Nadadores mucho más mediocres lo hubiesen logrado sin dificultad.
Emergió a un estanque ovalado y de altas paredes, como un gran pozo, con una escalera de piedra para salir del agua. Había una luz encendida junto al borde y ese resplandor, dividido y multiplicado por el agua oscura, hacía temblar entramados luminosos sobre el techo de roca viva, dando a esa cámara subterránea un aire encantado.
Alguien surgió a su lado: un hombre-jabalí grande y fuerte que chapoteaba al tiempo que respiraba afanoso, con un asomo de pánico en el rostro. Viéndole debatirse, Cosal comprendió que aquello de bucear a ciegas debía de haber sido un trance muy duro para el montañés. Un segundo hombre-jabalí apareció entonces, y él se apresuró a ganar la escalera, antes de que llegasen más.
Subió lentamente, sintiendo la frialdad de los peldaños en las plantas descalzas de los pies. Arriba había ya varios, entre ellos Uíso Caruvé, el santón embadurnado de blanco y negro como un esqueleto. El hombre-halcón observó con interés la gruta. Había estatuas cinceladas en las paredes, y un par de lámparas de arcilla, que los que habían llegado antes acababan de encender. Al parecer, no había guardias en aquella cámara. Quizá los sacerdotes del santuario estaban demasiado seguros del secreto, o quizá suponían que el mismo hecho de situar guardias ponía en peligro tal secreto.
Los demás seguían llegando a intervalos, rompiendo las aguas. Miríadas de reflejos se estremecían sobre la roca y los chapoteos reverberaban con sonidos blandos por toda la sala. Salían uno tras otro, despacio, mirando curiosos alrededor. La última en surgir chorreando del estanque fue la lanzái copa, con el pelo negro anudado en una coleta y el cuerpo ceñido por un arnés de cuero lacado y metal. Aunque todos portaban alguna defensa, ella era la única que, gracias a su entrenamiento, se había atrevido a nadar y sumergirse con el peso de una media armadura encima.
Habían encendido un brasero de cobre y todos, como de común acuerdo, fueron a reunirse a su alrededor. Hubo un rato de silencio. Nadie decía nada; se frotaban brazos y piernas, se sacudían y alargaban las manos hacía las brasas, para secarse y entrar en calor. La altacopa se retorcía la coleta y el agua le resbalaba por entre los dedos, goteando contra el suelo con un golpeteo apagado.
Se embutieron ropas oscuras o negras, sacadas de las bolsas de hule. El santón se envolvió en su manto y los dos hombres-jabalí, hechos a toda clase de rigores, optaron por seguir desnudos. Algo apartada del resto, la lanzái copa estaba ciñéndose en torno a las caderas y entre los muslos una pieza negra y gris, para formar una especie de calzón holgado.
Luego, con gestos tan precisos que tenían algo de rituales, se caló un cambuj de ébano y azabache: un trabajo magnífico que semblaba, en dos tonos de negro, un rostro de mujer, ambiguo y exquisito. Los demás intercambiaron miradas algo inseguras, intuyendo que aquellos rasgos refinados correspondían a una de las legendarias máscaras de sangre altacopas.
Peitorcal se demoró por un instante a la luz del brasero, un brazo en jarras y los labios jugosos algo fruncidos. Los ojos turquesa chispeaban tras las rendijas de la máscara, como si ésta hubiese cobrado vida de repente y reparase en los presentes. Aquella mirada azul recorrió a todos los compañeros, haciendo sentirse incómodo a más de uno.
—¿Vamos? —invitó con suavidad, rompiendo ella misma el hechizo.
Se asomó a la boca del único acceso de la cámara, un arco de medio punto tallado en la roca, atisbó un instante, antes de hacer el gesto de vía libre y cruzar con cautela el umbral. La siguieron sigilosos, acero en mano, a través de los túneles. El aire allí era viciado y rancio, con regusto a moho, y la humedad podía palparse. A largos trechos, alguna que otra lámpara esparcía una penumbra turbia y amarillenta que apenas servía para no tropezar.
Peitorcal alzó una mano y los demás se inmovilizaron a sus espaldas, empuñando las armas y casi conteniendo la respiración. Unos pasos adelante, el túnel iba a desembocar en una cámara amplia e irregular, una especie de rotonda del sistema subterráneo, encrucijada de varios pasadizos. Los que estaban justo detrás de la lanzái copa pudieron ver, a través de la entrada, colosos esculpidos en la roca viva y grandes portales a oscuras.
En aquel espacio subterráneo no había encendidas más que un par de lámparas de sebo y, a su resplandor, vieron una mesa cerca de uno de los colosos de roca. Sobre el tablero había una lámpara, una clepsidra, un tablero de fuego, un farol de hierro negro y cristal, una espada envainada y un jarro de barro. Un hombre alto y envejecido se sentaba con aire adormilado ante la mesa, moviendo piezas rojas, amarillas y azules sobre el tablero; llevaba la cabeza totalmente afeitada, a excepción de un copete amarillo y, por sus vestimentas, supusieron que era un guardián.
La altacopa se movió en la oscuridad, ahora con una hoja arrojadiza entre los dedos. Se desplazó un poco pero, mientras ya tomaba distancias, el centinela movió otra pieza y, con una ojeada al reloj, se puso en pie bostezando. Ella se esfumó en la negrura y lo mismo hicieron sus compañeros, buscando refugio entre las estatuas que adornaban la antesala a esa cámara. El guardia, tras encender el farol e introducir la espada en el cinto, bostezó de nuevo y se dirigió precisamente hacia aquel túnel.
Entró en el embudo de roca sin advertir nada, con paso cansino, puede que absorto en sus pensamientos o quizá tan sólo adormilado. No fue hasta que estuvo muy adentro que se detuvo de golpe, alertado por nadie sabe qué. Alzó el farol, se despabiló con un sobresalto y quiso recular echando mano a la espada. Pero Palo Vento salió de las tinieblas y lo agarró por el cuello. Tenía los antebrazos fuertes y conocía las llaves constrictoras de la gente-serpiente; así que su víctima no pudo casi ni debatirse, ni soltar más que un gañido ahogado. El farol se estrelló contra el suelo, los cristales saltaron en mil pedazos y la mecha se apagó.
El hombre-serpiente ocultó el cadáver mientras el santón barría con el pie los trozos de cristal, y algunos se adelantaban a vigilar las demás entradas. A partir de aquel punto, los túneles se veían algo más cuidados, con largos tramos de pared rocosa cubierta de frisos, y las luces eran algo más abundantes.
Allí, según lo planeado previamente, se dividieron en dos grupos. Aquella noche sin luna, los sirvientes de la Máscara Real procederían a bañar ritualmente a su portador, para purificarlo, y sería una de las pocas ocasiones en que éste se despojase de la máscara. Según las informaciones recogidas y los datos que los raúnes tenían sobre el santuario, habían llegado a suponer dónde procederían los sirvientes y los sacerdotes del islote a bañar al portador. Hacia allí se iba a dirigir un grupo formado por Palo Vento, la lanzái copa Peitorcal y dos montañeses: un hombre-cuervo y una mujer-urraca que eran pareja. En el otro grupo estaban Cosal, el santón, un hombre-comadreja y los dos hombres-jabalí. Misión suya era llegar a la cámara sacra en donde creían que estaría depositada esa noche la Máscara Real.
Intercambiaron unos últimos comentarios. Se demoraron un instante y hubo remover de pies, ajustar de correajes, unos pocos gestos de despedida, algún guiño amistoso. Luego se separaron.
Había cuatro portales abiertos en la roca, a distintas alturas de la rotonda y accesibles mediante rellanos y escalones de piedra. El primer grupo se fue por el inferior, en tanto que Cosal y sus compañeros tomaban por el segundo más bajo, viéndose enseguida inmersos en una maraña de túneles.
Fueron avanzando en una casi oscuridad, armas en mano, atentos a cada giro del túnel y deteniéndose con frecuencia a escuchar. Llevaban mechas y, el chisporroteo hacía temblar sombras deformes a lo largo de los pasadizos. La humedad churreteaba la piedra y, en el silencio subterráneo, se oía gotear con lentitud el agua, que salpicaba a intervalos.
El hombre-comadreja, que por ser el más ligero iba delante, les advirtió alzando la mano y los demás se acercaron con precaución para atisbar por un recodo. Más allá acababa el túnel y, al fondo, bostezaba otro portal abierto en roca viva, flanqueado por dos bichas de piedra: monstruos minerales con torso y cabeza de mujer y cola de serpiente, que sostenían flameros de bronce sobre los que danzaban las llamas. Ese portal, según sus informaciones, daba acceso a las antesalas de la cámara sacra del islote pero, en contra de lo que habían esperado, no había guardia alguno ante la puerta.