Nunca habrá certeza de tal cosa, pero lo más seguro es que todo aquel ataque de multitud de pueblos contra los armas debió de pillar también por sorpresa a los propios Mutel. Habían estado soliviantando durante largo tiempo, en secreto, a los nómadas, pero todo se había desatado antes de lo que ellos habían previsto; antes de que pudieran ultimar sus planes. Había sido la codicia de algunos jefes truro lo que los había llevado a atacar la caravana de la Pequeña Estrella Norte, y eso había sido la chispa que había encendido los llanos.
El caso es que Tuga Tursa había ido a unirse a Mutel y yo, ofuscado por las ganas de matar, no había dudado en seguir la caza al propio campamento del rey-brujo.
Tomé aliento un instante. La concubina del abanico me lanzó una mirada turbia. Su amo me contemplaba con ojos amarillentos.
—¿Entraste en el campo enemigo? Ésa es una muestra de mucho valor.
—No, grande. Carará Mutel estaba acampado al norte de la sierra Ongada, en Aspoulas, recibiendo aliados. Pero hay muchos gorgotas, puces sobre todo, en ese ejército. Ellos no sólo me respetaron, sino que me protegieron. Incluso el Cufa Sabut mandó a los suyos hacerlo.
—Entonces, ¿está el Cufa Sabut con Carará Mutel?
—Sí, grande. Está con un número respetable de partidarios.
—¿Ha tomado partido por los Mutel? ¿Tan grande es su odio a los suyos?
—Más bien ha reunido juramentados a favor de la Máscara Real y, de momento, es aliado de los Mutel, que por otra parte fueron los que lo sacaron de nuevo a la luz.
El ogro cabeceó pensativo.
—Estuve al acecho durante varios días, pero ella no se apartó en ningún momento de sus amos. Porque, entre nuestra gente, los reyes-brujo y los dioses vivos están por encima de la caza de cabezas y la gente como yo no puede molestarles. A su vez, Mutel me dejó en paz, fuese por respeto a mi condición o por miedo a enojar a los puces. Pero en ese ejército había muchos momgargas, gente que no debe nada a los cazacabezas y, aconsejado por las brujas puces, decidí huir.
—Ya daré con Tuga Tursa en la batalla, o después —concluí—. Un cazador de cabezas ha de ser paciente.
—Cierto —convino—. ¿A qué distancia pueden encontrarse en estos momentos?
—Calculo que a unos dos días. Son muchos y se mueven despacio.
Hice una nueva pausa, para luego, midiendo las palabras, intentar describirle aquella coalición grande y abigarrada. Carará Mutel venía a nuestro encuentro con un ejército cuyo núcleo eran puces y necas. A ellos había que sumar no sólo un gran contingente que seguía al Cufa Sabut y el antiguo estandarte de la Máscara Real —diseñado hacía siglos por el Rey Rojo para su creación: un círculo, con un ojo dentro, del que irradian seis dedos dorados, como los rayos de una estrella, sobre fondo blanco inmaculado—, sino también jinetes: trocalumes y truro sobre todo, pero también grupos menores de otros pueblos nómadas: sensi, falises, colagines, ancavales, alganóus…
Traté de pintarle, con tranquilidad, la imagen de aquella muchedumbre. El lujo de las carpas de los jefes, la imagen de grandes hordas montadas que cabalgaban entre polvaredas, el espectáculo de vagabundos exóticos llegados de lugares muy lejanos. No sólo había allí guerreros, puesto que algunos lares de Aspoulas e incluso del Chan Mayor se habían unido a la aventura y avanzaban entre el traqueteo de los carros, con las mujeres correteando junto a las yuntas y los esclavos arreando el ganado con sus lanzas.
Tavarusa me dejó hablar, animándome a veces a proseguir, sobre todo cuando comentaba acerca de las rencillas y los resquemores, la confusión de pueblos, los campamentos separados delatando que aquélla era una alianza de lo más turbulenta.
—Parece que nos superan en número —dijo por fin.
—Ampliamente —acepté sin rodeos. Él ya sabía todo cuanto le estaba contando, claro, pero a los grandes jefes gorgotas les gusta simular ignorancia—. Tienen muchísima caballería y —aquí sí que dudé un momento— también elefantes.
—Eso había oído. —Sus labios de cabra se removían, como rumiando la noticia. Agitó una mano velluda—. ¿Cuántos son?
—Cada nómada da una cifra; pero, por lo que yo he visto, deben de ser unos veinte. Son elefantes del norte; elefantes de guerra: grandes y peludos, de los de cuatro colmillos. Los reyes goro del Urante se los han enviado a los Mutel; unos dicen que en alquiler y otros que como gesto de alianza.
Cabeceó y yo añadí:
—Lo que es cierto es que sólo uno de los tres hermanos, Carará, dirige ese ejército. Eneqe está sitiando en persona Erruza y, en cuanto a Antil, nadie sabe su paradero. Algunos dicen que está en un santuario secreto, sacrificando por la victoria; pero nadie sabe nada de cierto.
Tavarusa movió de nuevo la gran cabeza cornuda.
—Me has dado informaciones valiosas y te lo agradezco. Y ya no te entretengo más.
Eso era una despedida. Me apeé del estribo y, tras recobrar rodela y hierros de manos de la bruja, me aparté de la cabalgata. Me detuve un instante a contemplar cómo se alejaban, la litera basculando perezosa sobre el buey engualdrapado en rojo, entre revuelo de colgaduras, envuelta en una polvareda pardusca. Luego me volví y me marché en busca de algún hueco para mí en la retaguardia.
Según nuestras viejas costumbres, los carpinteros del ejército habían montado un tablado anejo al campamento y, desde la caída de la noche, un gentío armado se agolpaba al reflejo de los fuegos, absorto en el espectáculo de bailarinas que, con máscaras, espadas y teas, se cimbreaban al son de los grandes tambores.
Ejecutaban una danza tradicional a la luz de las llamas, ágil y rápida, llena de juegos, quiebros y saltos. Giraban unas en torno a las otras, al compás de los tambores, con las hojas tendidas, contorsionándose y batiendo aceros. Cada articulación parecía estar en juego y los pies descalzos —con anillos en los dedos y ajorcas en los tobillos— taloneaban estruendosamente sobre las maderas del tablado. Los cuerpos desnudos y aceitados y las antorchas llameantes tramaban una red de reflejos movedizos, hilvanando el embrujo de las altacopas sobre aquel público en víspera de batalla. Las espadas entrechocaban entre el retumbar de los parches, expresiones enigmáticas asomaban a los semblantes de metal bruñido y las alhajas relucían como fuegos dorados.
Luego, el redoble de tambores cesó de golpe y las bailarinas se detuvieron jadeantes, empapadas en aceite y sudor, y aturdidas por ese griterío —remedos de voces de fieras— que es el aplauso de los gorgotas. Entre el clamor, las bailarinas saludaron entrecruzando las espadas sobre sus cabezas, antes de esfumarse en la noche, custodiadas por lanzáis copa con los hierros desnudos.
Nosotros, por nuestra parte, nos alejamos del tablado. Habíamos estado presenciando el espectáculo desde las últimas filas, entre las sombras del fondo; pero ahora elegimos salir a dar un paseo por el campo. A nuestras espaldas, los tambores volvían a tocar, anunciando un nuevo grupo de danza. Porque esa noche, por orden expresa de don Tavarusa, todas las bailarinas del ejército estaban en pie, actuando para las tropas hasta el desfallecimiento.
Dejamos a nuestras espaldas el campamento, protegido por terraplenes, empalizadas y fosos. La noche era húmeda y cálida, y la gente, desvelada, holgazaneaba entre las tiendas y la primera línea de centinelas. La luna, grande y llena, entretejía espejismos con sombras; las cañas se estremecían acariciadas por una brisa tibia y las ranas, que saltaban a nuestro paso, punteaban la oscuridad de chapuzones.
—Mañana es el día. —Distraído, Palo Vento se ajustó las espadas, al tiempo que echaba un vistazo a las hogueras enemigas, que resplandecían allá a lo lejos.
Cosal asintió y, pasándose de mano el fusil, se agachó a coger un guijarro plano. Lo arrojó al agua con un gesto de muñeca y, en la oscuridad, oímos dos chapoteos consecutivos. El hombre-serpiente también se detuvo, buscando alguna piedra adecuada, y enseguida los tres nos habíamos arrimado al agua, para competir a los saltos y contar salpicaduras.
Nos habíamos reencontrado los tres en el ejército de don Tavarusa, lo que —sobre todo en el caso de Palo Vento— había sido una sorpresa para mí. Ninguno de los tres pertenecíamos, estrictamente, a las tropas del ogro. Cosal había venido en el séquito de dos enviados del Ras —la asamblea de los ferales armas—, que daban legitimidad a ese ejército compuesto en su mayoría por mercenarios y dirigido por un montañés. En cuanto a Palo Vento, estaba allí acompañando a un personaje fabuloso: el legendario Rey Rojo, que una vez más había bajado de las montañas Nubladas para combatir a su antigua creación, la Máscara Real.
Nos entretuvimos tirando piedras hasta que, en un momento dado, Palo Vento se detuvo y señaló campo adelante. Allí estaba surgiendo un resplandor que crecía y crecía, semejante a una aurora rojiza. Tratamos de aguzar la mirada. Un incendio, sin duda, que bailoteaba en la distancia, alumbrando la noche; y al poco el viento nos trajo, a ráfagas, un rumor débil de gritos, relinchos y entrechocar de armas.
Observamos con avidez aquellos resplandores. Algún accidente, o puede que un golpe de mano, había provocado el fuego en uno de los campamentos enemigos. Tiendas y carros ardían en el calor de la noche, y los impetuosos nómadas debían de haberse lanzado unos contra otros.
A nuestras espaldas, los soldados se agolpaban sobre los taludes y las empalizadas, gritando y haciendo conjeturas. Luego se oyó mugir a los turullos, que llamaban a reunión. Todos los que estaban entre el primer círculo de guardia y el campamento regresaron, algunos a regañadientes. Ninguno de los tres estábamos sujetos a la disciplina estricta de las tropas, pero Cosal, cuyo sitio estaba junto a los enviados del Ras, se volvió, y lo propio hizo Palo Vento, alegando que quería estar descansado para morir al día siguiente, en alusión a un viejo dicho arma; aunque él lo pronunció más en broma que de forma solemne.
Así que me quedé solo, paseando entre el primer y el segundo círculo de centinelas. Nos encontrábamos al borde de una zona de humedales, y Tavarusa había levantado el campamento a orillas de una laguna, para aprovechar el respaldo del agua. Enfrente, en campo abierto, estaban los campamentos de los Mutel y sus aliados, y entremedias un llano cubierto de gramíneas ahora resecas por el sol. Los turullos volvieron a sonar por segunda vez, llamando a los rezagados; pero yo fui a sentarme junto al agua, en un tronco muerto y, casi a tientas, comencé a cargar mi vieja pipa.
Estuve fumando mientas miraba el incendio palpitar a lo lejos, hasta que un susurro de malezas me hizo volverme en mi asiento, poniendo la mano en el acero. Escudriñé receloso las tinieblas circundantes. Hubo un largo intervalo de silencio; se oía cantar a los grillos y olía a noche, a proximidad del agua y a vegetación. Luego hubo un nuevo murmullo de plantas y me puse en pie. Alguien chistó y una bruja pintarrajeada de rojo y amarillo surgió de entre las sombras de los cañaverales, con la diestra alzada.
—¿Qum Moga? —Aparté la mano de la espada, agradablemente sorprendido.
—Paz, lobo. —Traía un arco en la zurda, y una sonrisa deslumbrante en el rostro.
Me senté de nuevo y, con un ademán, la invité a hacer lo propio a mi lado. No se hizo de rogar. Acerqué fuego a la cazoleta, porque se me había apagado la pipa, y estuvimos un rato en silencio, mirando el incendio que rugía a lo lejos.
—Te traigo un regalo —dijo al cabo.
Volví los ojos y ella, como un prestidigitador, me mostró una cabeza recién cortada. La hizo rodar entre sus manos, sin dejar de sonreír, mientras yo examinaba esos rasgos muertos a la luz de la luna. Olía a sangre, y escarbé en vano en mi memoria.
—No —acabé renunciando—. No lo conozco, o no lo reconozco.
—Mis hermanas lo sorprendieron rondando por las lagunas, hace un rato. Llevaba máscara y el sello de matar de Tuga Tursa. Éste trataba de llegar al campamento, y seguro que venía a por ti, Corocota.
—A Tuga Tursa no parece faltarle gente dispuesta a morir y a matar por ella. —Agité la cabeza.
—Siempre ha sido muy buena engatusando y ha estado rodeada de juramentados. —Había un punto de envidia en su voz.
Hizo saltar aquel trofeo sangriento entre las manos y yo le tendí la pipa, invitándola a fumar.
—Da las gracias a tus hermanas, de mi parte.
—Lo haré. —Aspiró una calada honda, avivando las brasas rojas del tabaco—. ¿Y cómo es que no estás con una mujer, con alguna altacopa? ¿No es ésa la costumbre de los cazadores de cabezas antes de matar?
—Lo es de algunos. Dicen que la espera de matar, en soledad, destempla los nervios. —Aún tenía en el bolsillo un par de guijarros y recuerdo que los sopesé distraído, haciéndolos sonar—. Pero yo casi prefiero estar solo. Siempre me ha gustado la soledad, y me gusta cada vez más.
—Ah —titubeó en las sombras, con aquella antigua timidez que ya había mostrado en las Tierras Altas—. Entonces, mejor me voy.
—No, mujer. No me entiendas mal.
En el silencio que siguió, volví a entrechocar las piedrecillas. Qum Moga jugueteaba con la caña de la pipa, dando vueltas a alguna idea.
—He oído decir a mis tías —apuntó por fin, dando una última calada a la pipa, antes de devolvérmela— que la soledad es como una enfermedad entre las máscaras como la tuya.
Fumé a mi vez despacio, al tiempo que rumiaba para mis adentros ese comentario. Entre mi gente, las brujas lo son por nacimiento: las comadronas lo descubren gracias a los signos que acompañan el parto y, apenas destetadas, alguna máscara menor la lleva junto a sus iguales. Éstas se encargan de ellas, se convierten en su única familia y las crían, instruyéndolas en las tradiciones de esa clase misteriosa y aparte que son las brujas armas.
Poseen costumbres propias, nombres secretos, alfabetos distintos. Viven al margen, a su aire, y se consideran desligadas del resto; espectadoras capaces de observar sin involucrarse. Son enigmáticas e intrigantes, y a menudo peligrosas; pero sus opiniones merecen consideración, ya que tienen un punto de vista diferente.
—No sé muy bien qué quieres decir.
—La gente como tú se refugia en la soledad y en una postura distante. Eso os hace fuertes a ojos de los demás. —Dudó por un instante—. Pero a la larga esa imagen os atrapa y ya no podéis escapar de ella.
—La máscara protege, pero también obliga. —Sonreí.
—Máscara obliga… —Ahora fue ella la que pareció degustar esa frase hecha, dejándola sonar en la noche.