Más allá del hielo (38 page)

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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Aventuras

BOOK: Más allá del hielo
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Vallenar no se giró. Antes de tomar la palabra, Glinn dejó transcurrir un silencio muy largo.

—Comandante —dijo educadamente en español—, vengo a presentarle mis respetos.

Vallenar profirió un ruidito que Glinn consideró de burla, pero siguió sin girarse.

Alrededor de Glinn, parecía que la atmósfera estuviera cargada de una claridad sobrehumana. Se notaba el cuerpo ligero, como si fuera de aire.

Vallenar se sacó una carta del bolsillo, la desdobló y quedó en suspenso. Glinn reconoció el membrete de una universidad australiana de prestigio. El comandante se decidió a hablar.

—Es un meteorito —dijo secamente, con voz inexpresiva.

Conque lo sabía. Les había parecido la secuencia menos probable de todas las que habían analizado, pero ahora era la que debían seguir.

—Sí.

Vallenar se giró y, al abrírsele su abrigo de lana, se vio que llevaba una vieja Luger metida en el cinturón.

—Están robando un meteorito de mi país.

—No es ningún robo —dijo Glinn—. Nos ajustamos al derecho internacional.

La lúgubre risa de Vallenar resonó en el puente casi desierto.

—Sí, ya lo sé. Es una expedición minera, y se trata de un metal. Al final resulta que me equivocaba, y que es verdad que venían a por hierro.

Glinn no dijo nada. Cada palabra de Vallenar le suministraba información sobre su manera de ser, información que le permitiría formular predicciones todavía más precisas sobre sus futuras acciones.

—Pero no se ajustan a mi ley. La ley del comandante Vallenar.

—No le entiendo —dijo Glinn, pero mentía.

—No saldrán de Chile con el meteorito.

—Suponiendo que lo encontremos —dijo Glinn. Vallenar guardó un silencio brevísimo, pero que le reveló a Glinn que no sabía que lo hubieran encontrado.

—¿Qué me impide informar a las autoridades de Santiago? ¡Porque tan lejos no ha llegado el soborno!

—Es libre de informar a quien desee —dijo Glinn—. No hacemos nada ilegal.

Sabía que Vallenar no informaría de nada. Era de los que arreglaban las cosas a su manera.

Vallenar chupó el puro y sopló el humo hacia Glinn.

—Dígame una cosa, señor… Ishmael, ¿verdad?

—Mi verdadero nombre es Glinn.

—Ah. Pues dígame una cosa, señor Glinn: ¿por qué ha venido a mi barco?

Glinn se daba cuenta de que la respuesta requería extremar las precauciones.

—Verá, comandante, es que tenía la esperanza de llegar a un acuerdo.

Viendo lo previsto, que el comandante se enfadaba, insistió.

—Tengo autorización para entregarle un millón de dólares en oro a cambio de su cooperación.

De repente Vallenar sonrió, la mirada inescrutable.

—¿Lo lleva encima?

—No, claro que no.

El comandante se entretuvo en dar unas caladas.

—Mire, usted podrá pensar que tengo un precio, como todos los demás; que porque soy sudamericano, un sucio latino, siempre estoy dispuesto a cooperar a cambio de una buena coima.

—Mi experiencia me dice que todo el mundo tiene su precio —dijo Glinn—.

Norteamericanos incluidos.

Observó atentamente al comandante. Sabía que rechazaría el soborno, pero se podía obtener información del rechazo.

—Con esa experiencia, seguro que ha tenido una vida de corrupción entre putas, degenerados y homosexuales. No saldrá de Chile con ese meteorito. ¿Sabe qué le digo? Que agarre el oro y se lo meta a su puta madre en el coño.

Glinn no respondió al insulto.

Vallenar bajó el puro.

—Queda en pie otra cuestión. Envié a alguien a reconocer la isla y aún no ha vuelto. Se llama Timmer y es mi oficial de comunicaciones.

Glinn quedó algo sorprendido. No creía que el comandante fuera a sacar el tema, y menos reconocer que su subordinado desempeñara funciones de espía. A fin de cuentas el tal Timmer había fracasado, y se notaba que Vallenar era de los que despreciaban el fracaso.

—Le cortó el cuello a uno de los nuestros. Le tenemos prisionero.

El comandante contrajo los párpados, y hubo un momento en que pareció a punto de perder el control, pero se rehizo y volvió a sonreír.

—Pues haga el favor de devolvérmelo.

—Lo siento —dijo Glinn—, pero ha cometido un crimen.

—O me lo devuelve enseguida o le reviento el barco —dijo Vallenar, levantando la voz.

Glinn volvió a experimentar cierta sorpresa. Respecto a la situación, aquel arrebato era francamente excesivo. Oficial de comunicaciones era un rango intermedio, fácil de sustituir.

Allí había gato encerrado. Repasó mentalmente las posibilidades, al mismo tiempo que pronunciaba la respuesta.

—No se lo aconsejo, porque tenemos a su oficial encerrado en el barco.

El comandante lo miró fijamente y con dureza. En las siguientes palabras recuperó la mesura.

—Si me devuelven a Timmer, me plantearé dejar que se lleven el meteorito.

Glinn sabía que era mentira. Había tan pocas posibilidades de que, una vez devuelto Timmer, Vallenar les franqueara el paso como de que le devolvieran ellos a Timmer. Según Puppup, contaba con una tripulación fiel hasta el fanatismo. Quizá empezara a entenderlo: Vallenar les correspondía con la misma entrega incondicional. Hasta entonces Glinn había creído que el comandante era capaz de prescindir de cualquiera. Aquella faceta de Vallenar era imprevista. No se ajustaba al perfil elaborado por su gente de Nueva York, ni al curriculum que había conseguido; pero bueno, era útil. Tendría que replantearse a Vallenar.

En cualquier caso ya tenía la información que necesitaba: saber qué sabía Vallenar. Y sus hombres habían tenido tiempo de sobra para hacer lo que habían venido a hacer.

—Transmitiré su oferta a nuestro capitán —dijo—. Yo creo que se podrá llegar a algún arreglo. Tendré la respuesta a mediodía. —Glinn se inclinó un poco—. Ahora, con su permiso, vuelvo a mi barco.

La sonrisa de Vallenar casi consiguió disimular la rabia que sentía.

—Buena idea; porque, como a mediodía estos ojos no hayan vuelto a ver a Timmer, sabré que está muerto. Y sus vidas no valdrán lo que una cagada de perro debajo de esta bota.

Rolvaag
23.50 h

McFarlane recibió la llamada en las oficinas de Lloyd, donde no había nadie. Al otro lado de los anchos ventanales había empezado a soplar brisa, y llegaba oleaje del oeste. El petrolero estaba protegido por los acantilados de basalto, y amarrado a la costa por una serie de cabos clavados en la roca con pernos de acero. Estaba todo preparado, en espera del manto de niebla que según Glinn se preveía para medianoche.

El teléfono del escritorio de Lloyd se puso a parpadear como loco, y McFarlane lo cogió con un suspiro. Sería su tercera conversación con Lloyd en una tarde. Aborrecía su nuevo papel de emisario y secretario.

—¿Señor Lloyd?

—Sí, sí, soy yo. ¿Ya ha vuelto Glinn?

Se oía el mismo ruido de fondo que en la conversación anterior, fuerte y continuo.

McFarlane tuvo curiosidad por saber de dónde llamaba Lloyd.

—Hace dos horas.

—Y ¿qué ha dicho? ¿Vallenar ha aceptado el soborno?

—No.

—Quizá no haya ofrecido bastante.

—Se ve que Glinn está convencido de que pasaría lo mismo con cualquier suma.

—¡Pero hombre! ¡Todo el mundo tiene un precio! Supongo que ahora ya es demasiado tarde, pero yo habría pagado veinte millones. Díselo. Veinte millones en oro, y enviados a cualquier parte del planeta. Más pasaportes norteamericanos para él y su familia.

McFarlane no contestó. Tenía la impresión de que a Vallenar le interesarían muy poco los pasaportes norteamericanos.

—Bueno, y ¿qué plan tiene Glinn?

McFarlane tragó saliva. Cada vez le gustaba menos.

—Dice que es infalible, pero que de momento no nos lo puede contar. Dice que la confidencialidad es clave para el éxito…

—¡Chorradas! Que se ponga. Enseguida.

—Al oír que volvía a llamar he intentado encontrarle, pero no contesta ni por busca ni por radio, y al parecer nadie sabe dónde está.

—¡Me cago en…! Ya sabía yo que era un error jugarme todo el…

Una oleada de estática borró el resto de la frase. Después volvió la voz, pero un poco más lejana.

—¿Sam? ¡¡Sam!!

—Aquí.

—Escúchame. Tú que eres el representante de Lloyd, dile a Glinn que me llame enseguida y que es una orden. Si no, le despido y le echo yo personalmente por la borda de una patada en el culo.

—Sí —dijo McFarlane, cansado.

—¿Estás en mi despacho? ¿Ves el meteorito?

—Todavía está escondido en el acantilado.

—¿Cuándo lo bajarán al barco?

—En cuanto se levante la niebla. Me han dicho que sólo tardarán un par de horas en cargarlo en la bodega, una media hora en fijarlo, y que entonces zarparemos. Está previsto que nos hayamos marchado como máximo a las cinco de la mañana.

—Lo veo muy justo. Y dicen que viene otra tormenta peor que la anterior.

—¿Una tormenta? —preguntó McFarlane.

La única respuesta fue la estática. Aguardó, pero la comunicación se había cortado.

Colgó el auricular y miró por la ventana. Justo entonces dio las doce el reloj electrónico del escritorio de Lloyd.

Había dicho: «le echo yo personalmente por la borda».

De repente McFarlane entendió en qué consistía el ruido de rondo de la llamada: un motor a reacción.

Lloyd iba en avión.

Almirante Ramírez 25 de julio, medianoche

El comandante Vallenar miraba con prismáticos desde el puente. Su barco ocupaba el extremo norte del canal, desde donde tenía una visión sin obstáculos de la actividad de la costa. Una visión muy reveladora.

Los americanos habían arrimado el petrolero al risco y habían tendido cables a la costa.

Se notaba que el capitán del
Rolvaag
tenía nociones sobre el clima del cabo de Hornos. A falta de información sobre el arrecife submarino donde había anclado Vallenar el
Almirante Ramírez,
su opción había sido atar el barco a sotavento de la isla con la esperanza de protegerse de lo peor dela tormenta. Con suerte, la brisa de tierra alejaría al barco de las rocas peligrosas, pero, teniendo en cuenta la posibilidad de un cambio repentino del viento, no dejaba de ser una maniobra muy arriesgada para un barco tan grande, sobre todo estando equipado con posicionamiento dinámico. Habría sido mucho más seguro apartarse del todo de la isla. Había algo urgente que les retenía en sus proximidades.

Y no había que buscar mucho para encontrarlo. Volvió a enfocar el centro de la isla y la operación minera a gran escala que se desarrollaba a unos tres kilómetros del
Rolvaag.

Llevaba vigilándola desde antes de llegar el americano, Glinn. Dos horas antes se había producido una aceleración repentina de la actividad: explosiones, chirridos incesantes de máquinas, circulación rápida de trabajadores, focos de mucha potencia iluminando toda la zona… Las comunicaciones radiofónicas interceptadas indicaban que las brigadas habían encontrado algo. Algo grande.

Sin embargo, el hallazgo les estaba planteando serias dificultades. En primer lugar, al intentar levantarlo se les había roto aquel andamio tan fuerte que tenían, y ahora intentaban arrastrar el objeto con maquinaria pesada; pero las conversaciones radiofónicas dejaban muy claro que tenían poca o ninguna suerte. Seguro que el
Rolvaag
se había quedado cerca por si faltaba personal o maquinaria. Vallenar sonrió: los norteamericanos, después de todo, tampoco eran tan eficaces. A aquel ritmo tardarían varias semanas en subir a bordo el meteorito.

Claro que eso él no iba a permitirlo. En cuanto hubiera vuelto Timmer, Vallenar inutilizaría el petrolero para evitar que se marcharan, y a continuación transmitiría las noticias de la tentativa de robo. La honra de su país quedaría intacta. Cuando los políticos vieran el meteorito (cuando se enterasen de cómo habían querido robarlo los americanos), lo comprenderían. Aquel meteorito podía, incluso, ganarle un ascenso para salir de Puerto Williams. El mal trago no sería para él, sino para los cerdos corruptos de Punta Arenas. Todo, sin embargo, dependía de elegir bien el momento…

Se le borró la sonrisa al pensar en Timmer encerrado en el petrolero. No le sorprendía que hubiera matado a alguien, porque el joven Timmer era algo irreflexivo y tenía muchas ganas de causar buena impresión. Le sorprendía, en cambio, que le hubieran apresado. Estaba impaciente por oír el parte.

No quiso pensar en la otra posibilidad: que los americanos hubieran mentido, y que Timmer estuviera muerto.

Se oyó ruido de alguien acercándose. Era el oficial de guardia.

—¿ Comandante ?

Vallenar asintió sin mirarle.

—Señor, hemos recibido la segunda orden de volver a la base.

Vallenar se quedó pensando.

—¿Señor?

Vallenar escrutó la oscuridad. Ya se estaba levantando la niebla del pronóstico.

—No den ninguna respuesta.

La petición hizo parpadear un poco al oficial, pero tenía demasiada buena instrucción para cuestionar una orden.

—Sí, señor.

Vallenar contempló la niebla. Parecía humo materializándose de la nada y echando un velo sobre el mar. Las luces del petrolero empezaron a titilar entre bancos de niebla, hasta que desaparecieron del todo. Primero, en medio de la isla, la luz brillante de la zona de excavaciones se convirtió en un fulgor indistinto; después se apagó por completo, y delante del puente sólo quedó una pared de oscuridad. Vallenar acercó la cabeza al FLIR, donde se perfilaba el barco en un contorno amarillo borroso.

Se puso derecho, se apartó del instrumento y pensó en Glinn. Era un hombre un poco raro, inescrutable. Su visita al
Almirante Ramírez
había sido una gran osadía. Hacían falta cojones. Sin embargo, le inquietaba.

Dedicó un rato más a contemplar la niebla, y a continuación se volvió hacia el oficial.

—Que acuda al puente el oficial de informaciones de combate —dijo en voz baja pero con precisión.

Rolvaag
medianoche

Cuando llegó McFarlane al puente, encontró a un grupo de oficiales apiñados en el puesto de control y con cara de preocupación. Había sonado una sirena, y el sistema de megafonía había ordenado a todos que ocuparan sus puestos. Britton, por quien había sido convocado McFarlane, no dio señas de haberse dado cuenta de su llegada. Al otro lado de los ventanales flotaba un banco de niebla. Las luces potentes del castillo de proa eran puntitos amarillos.

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