—¡Señor!
Era la voz de Timmer, interrumpiendo sus meditaciones.
Vallenar vio su cuerpo esbelto en posición de firmes; vio sus ojos azules, su pelo emblanquecido por el sol y su uniforme sin mácula. Hasta en una tripulación como aquella, que tenía inculcada la obediencia inmediata, destacaba el oficial de comunicaciones Timmer.
Su madre, mujer guapa, culta y sensual, había llegado a Chile en 1945, procedente de Alemania. Timmer había sido educado con disciplina. Y no era ajeno al empleo de la fuerza.
—Descanse —dijo Vallenar con un tono menos brusco.
Timmer se relajó de manera casi imperceptible.
Vallenar juntó las manos en la espalda y miró el cielo, donde no había ni una sola nube.
—Ponemos rumbo al este —dijo—, pero mañana habremos vuelto. Se espera mal tiempo.
—Sí, señor.
Timmer mantuvo la vista al frente.
—Mañana le tendré preparada una misión. Una misión de riesgo.
—No veo el momento de cumplirla, señor.
El comandante Vallenar sonrió.
—Me lo esperaba —dijo, con una punta de orgullo en la voz.
Justo después de franquear la puerta de la enfermería del
Rolvaag,
McFarlane se detuvo. Siempre había tenido un miedo patológico a las consultas, los hospitales… Cualquier lugar con resonancias de muerte. La sala de espera del
Rolvaag
carecía hasta del falso ambiente de tranquilidad que solían querer infundir aquellos espacios. Faltaban las revistas muy leídas y las malas reproducciones de Norman Rockwell. La única decoración era un póster médico muy grande, de los que se ponían en los colegios, con enfermedades de la piel expuestas en color y con todo detalle. Olía tanto a alcohol y yodo que McFarlane sospechó que aquel médico tan raro debía de usarlos para limpiar la moqueta.
En sus vacilaciones, le pareció que estaba haciendo un poco el tonto. Este recado puede esperar, pensó. Sin embargo, respiró hondo y cruzó mecánicamente la sala, por la que accedió a un pasillo largo. Al llegar a la última puerta dio unos golpes en el marco.
Dentro estaban la capitana Britton y el doctor, hablando en voz baja y con un gráfico en la mesa. Brambell se irguió en el asiento, al mismo tiempo que cerraba la carpeta como si no tuviera importancia.
—Ah, doctor McFarlane. —Su voz seca no expresaba sorpresa. Miró a McFarlane sin pestañear y esperó a que dijera algo.
No tiene que ser ahora, volvió a pensar McFarlane; pero era demasiado tarde, porque se había convertido en el centro de atención.
—Los efectos personales de Masangkay —dijo—. Lo que había con el cadáver, ¿sabe?
Ahora que ya ha hecho las pruebas, ¿se pueden recuperar?
Brambell siguió mirándole. No era una mirada de compasión humana sino de interés clínico.
—No había nada de valor —contestó.
McFarlane se apoyó en el marco de la puerta y permaneció a la espera, negando cualquier indicio a aquel inquisitivo par de ojos. El doctor acabó por suspirar.
—Ya que están hechas las fotos, no veo ninguna razón para quedármelos. ¿En concreto qué le interesa?
—Cuando se puedan recoger, si es tan amable avíseme.
McFarlane se apartó del marco, saludó a Britton con la cabeza y regresó hacia la sala de espera. Cuando abría la puerta de salida, oyó que a sus espaldas se acercaba alguien deprisa.
—Doctor McFarlane. —Era la capitana Britton—. Le acompaño.
—No quería interrumpir nada —dijo McFarlane al salir al pasillo.
—No, si de todos modos tenía que subir al puente. Espero nuevos datos sobre la tormenta que se acerca.
Recorrieron el pasillo, ancho y, a excepción de los haces de luz solar que penetraban por los ojos de buey, oscuro.
—Doctor McFarlane, siento mucho lo de su amigo Masangkay —dijo ella con una amabilidad inesperada.
Él la miró.
—Gracias.
Los ojos de la capitana brillaban a pesar de la penumbra. McFarlane se preguntó si pensaba indagar en su deseo nostálgico de hacerse con las pertenencias de Masangkay, pero Britton se quedó callada, y él volvió a experimentar una afinidad indescriptible.
—Y llámame Sam —dijo.
—De acuerdo, Sam.
Salieron a la cubierta principal.
—¿Damos un paseo por cubierta? —dijo Britton.
Sorprendido, McFarlane la siguió por la superestructura hasta llegar a la bovedilla. El porte majestuoso de la capitana, su manera de balancearse al caminar, tenían algo que le recordaba a su ex esposa Malou. La popa del barco estaba iluminada por una luz dorada y de poca intensidad. Las aguas del canal tenían un brillo azul y lleno de matices.
Britton cruzó la pista de aterrizaje, se apoyó en la baranda y entrecerró los ojos para mirar hacia el sol.
—Sam, tengo un dilema. La verdad, no me gusta lo que oigo sobre el meteorito; tengo miedo de que ponga en peligro el barco y los marineros siempre nos fiamos de las corazonadas. Luego, lo que ya no me gusta nada, pero nada, es ver eso. —Movió la mano hacia el perfil bajo y alargado del destructor chileno que ocupaba las aguas de detrás del canal—. Por otro lado, lo que veo de Glinn me da muchos motivos para estar segura de que tendremos éxito. —Le miró—. ¿Te das cuenta de la paradoja? No puedo fiarme a la vez de Eli Glinn y de mi instinto, y si hago algo tiene que ser ahora. No pienso cargar nada peligroso en la bodega de mi barco.
La luz inclemente del sol hacía que Britton pareciera mayor de lo que era. McFarlane, sorprendido, pensó: Se está planteando suspender la misión.
—No sé si Lloyd estaría muy contento de que ahora te plantases —dijo.
—El capitán del
Rolvaag
no es Lloyd. Te lo digo a ti por lo mismo de siempre: porque no puedo hablar con nadie más.
McFarlane la miró.
—Como capitana no puedo sincerarme con nadie de mi tripulación, ni oficiales ni no oficiales, y al personal de EES está claro que no puedo comentarle estas preocupaciones; o sea, que sólo quedas tú, el experto en meteoritos. Tengo que saber si consideras que el meteorito hará que corra peligro mi barco. Y necesito tu opinión, no la de Lloyd.
McFarlane sostuvo un poco más su mirada y se colocó de cara al mar.
—No puedo contestar —dijo—. Peligroso lo es; eso ya lo hemos comprobado a las malas. Pero ¿que lo sea concretamente para el barco? No lo sé. Lo que me parece, por otro lado, es que quizá sea demasiado tarde para renunciar, aunque quisiéramos.
—Pero por lo que has dicho antes, en la biblioteca, se notaba que estabas preocupado, como yo.
—¿Preocupado? Sí, mucho, pero no es tan fácil. El meteorito es un misterio de los más insondables del universo, y lo que representa es tan importante que me parece que la única opción que tenemos es seguir. Si Magallanes hubiera sido sensato, si hubiera tomado en cuenta los riesgos que corría, no habría dado la vuelta al mundo: se habría quedado en casa. Y Colón tampoco descubierto América.
Britton le observaba calladamente.
—¿Tú crees que este meteorito, como descubrimiento, se puede comparar con Magallanes o Colón?
—Sí —contestó él finalmente.
—En la biblioteca Glinn te ha hecho una pregunta, pero no has contestado.
—Porque no podía.
—¿Por qué?
McFarlane se giró y miró fijamente sus ojos verdes y serenos.
—Porque me he dado cuenta de que quiero el meteorito, a pesar de Rochefort y de todo. Lo que más en mi vida.
Britton se puso derecha.
—Gracias, Sam —dijo.
Y, dando media vuelta, se encaminó al puente.
McFarlane y Rachel estaban al borde de la zona de excavaciones, en una tarde fría de sol. A oriente, el cielo estaba muy despejado, y el aire era tan puro que el paisaje presentaba una nitidez hiriente. En cambio al oeste era otro el cielo: un manto enorme y oscuro que se perdía en el horizonte y se acercaba retumbando, tragándose las cimas. Una ráfaga de viento levantó en sus pies un remolino de nieve vieja. La tormenta ya no era un parpadeo en una pantalla, sino algo que tenían casi encima. Vino Garza.
—Si llegan a decirme que me gustaría ver una tormenta con tan mala pinta… —dijo, sonriendo y señalando hacia el oeste.
—¿Ahora qué hay que hacer? —preguntó McFarlane.
—De aquí a la playa, cortar y tapar —dijo Garza, guiñando el ojo.
—¿Cortar y tapar?
—Túnel instantáneo. Es la clase de túnel con menos dificultades técnicas. Ya lo usaban en Babilonia. Abrimos un canal con la excavadora hidráulica, lo tapamos con planchas de acero y las escondemos con tierra y nieve. A medida que se lleva el meteorito hacia la playa, vuelve a llenarse el túnel por donde ha pasado y se sigue excavando delante.
McFarlane hizo revisión mental de lo progresado en los últimos dos días, desde que el meteorito había aplastado a Rochefort y Evans. Habían limpiado los túneles, les habían cambiado la estructura y habían duplicado el número de gatos colocados debajo de la roca. La operación de levantar el meteorito se había desarrollado sin pegas. Después le habían montado un andamio por debajo, habían apartado la tierra y traído del barco un carro gigantesco que pusieron al lado. Ahora era el momento de cargar el meteorito y el andamio en el carro. Con Garza parecía todo muy fácil.
El ingeniero volvió a enseñar los dientes. Estaba contento y parlanchín.
—¿Preparados para ver moverse el objeto más pesado de la historia de la humanidad?
—Venga —contestó McFarlane.
—El primer paso es instalarlo en el carro. Para eso habrá que destapar el meteorito, pero sólo un rato. Por eso me gusta la pinta que tiene la tormenta. Sólo faltaría que los chilenitos nos vieran el pedrusco.
Garza retrocedió y habló por la radio. Stonecipher, que estaba más lejos, hizo señas con las manos al operador de la grúa, y McFarlane le vio retirar las planchas de acero del corte donde estaba el meteorito, amontonándolas al lado. El viento, que empezaba a ser fuerte, silbaba alrededor de las barracas y levantaba nieve del suelo. La última plancha de metal dio varias vueltas en el aire, mientras el operador de la grúa procuraba que las ráfagas de viento no sacudieran la pluma.
—¡A la izquierda, a la izquierda! —dijo Stonecipher por radio—. Ahora abajo… abajo… abajo… ¡Vale!
Tras un momento de tensión, la última plancha corrió el destino del resto y McFarlane miró la zanja abierta.
Era la primera vez que tenía a la vista el conjunto del meteorito. Con el andamio debajo, parecía un huevo muy rojo en un nido de tablones y vigas de metal, que lo aguantaban un poco torcido. El espectáculo era impresionante. Oyó la voz de Rachel sin prestarle atención.
—Lo que te decía —dijo a Garza—. Pone ojitos.
«Poner ojitos» era la expresión que se había inventado para describir la manera que tenía casi todo el mundo (técnicos, científicos y obreros) de interrumpir su trabajo y quedarse mirando el meteorito como si estuvieran hipnotizados.
McFarlane hizo el esfuerzo de apartar la vista del meteorito y mirarla a ella. Los ojos de Rachel habían recuperado aquella chispa contagiosa de alborozo cuya pérdida había sido tan patente en las últimas veinticuatro horas.
—Es precioso —dijo.
Recorrió con la mirada la extensión de túnel descubierto que llevaba hasta el carro destinado al transporte de la roca. Llamaba mucho la atención. Eran unos treinta metros de plataforma alveolada hecha de acero y un compuesto cerámico. Desde arriba no se veían, pero McFarlane sabía que tenía una hilera de neumáticos de avión: treinta y seis ejes a cuarenta neumáticos por eje para soportar el peso inconcebible del meteorito. Al final había un cabrestante de acero gigantesco que salía del fondo del túnel.
Glinn daba órdenes a los ocupantes de este último. La intensidad creciente del viento le obligaba a forzar la voz. Ahora tenían el frente encima, como un acantilado de mal tiempo que devoraba la luz en su camino. Glinn interrumpió sus instrucciones y se acercó a McFarlane.
—Doctor McFarlane, ¿hay algún resultado nuevo de la segunda tanda de pruebas? —preguntó, vigilando el trabajo de los hombres del túnel.
McFarlane asintió.
—Sí, en varios frentes.
Se quedó callado, sabiendo que la satisfacción de obligar a Glinn a hacer preguntas era muy pequeña. Seguía molesto por tenerle vigilando sus acciones, pero había decidido no darle mayor importancia, al menos de momento.
Glinn inclinó la cabeza como si le adivinara el pensamiento.
—Ya. Y ¿nos los puede explicar?
—Con mucho gusto. Ahora ya conocemos el punto de fusión; aunque tendría que decir de vaporización, porque pasa directamente de sólido a gas.
Glinn arqueó las cejas inquisitivamente.
—Un millón coma dos grados Kelvin.
Glinn exhaló.
—Dios mío.
—También hemos avanzado un poco en lo de la estructura cristalina. Es un diseño fractal complicadísimo, asimétrico, a base de triángulos isósceles que se imbrican. Se repite a diferentes escalas, desde lo macroscópico hasta los átomos individuales. Un fractal de manual. Por eso es tan duro. Parece que es elemental, no una aleación.
—¿Se sabe algo más de su posición en la tabla periódica?
—Muy arriba, por encima del ciento setenta y siete. Lo más probable es que sea un elemento superactínido. Parece que se compone de átomos gigantes con centenares de protones y neutrones. Ahora ya está claro que es un elemento de la «isla de estabilidad» que decíamos.
—¿Algo más?
McFarlane se llenó los pulmones de aire glacial.
—Sí, algo muy interesante. Con Rachel hemos fechado las mandíbulas de Hanuxa. Las erupciones volcánicas y las coladas coinciden en fecha con el impacto del meteorito.
Glinn parpadeó, mirándole.
—¿Qué conclusión saca?
—Hasta ahora suponíamos que el meteorito había caído cerca de un volcán, pero ahora parece que el volcán lo formó el propio meteorito.
Glinn permaneció a la espera.
—El meteorito era tan pesado y tan denso, e iba a tanta velocidad, que se hundió como una bala en la corteza terrestre, provocando una erupción volcánica. Por eso Desolación es la única isla volcánica de las del cabo de Hornos. Néstor, en su diario, decía que en esta zona había una coesita muy rara. Yo he vuelto a examinarla con el difractor de rayos X y he visto que tenía razón. Es diferente. El impacto del meteorito fue tan violento que las rocas de alrededor, las que no se vaporizaron, quedaron sometidas a un cambio de fase.