—¿Qué coño ha sido eso? —dijo McFarlane.
La pregunta coincidió con una ráfaga de viento que casi se la tragó. Se había reventado la ventana, y en la barraca entró una mezcla de nieve, astillas de madera y trocitos de cristal.
Glinn se acercó a la ventana y escudriñó la oscuridad de la tormenta. A continuación miró a Garza, que también se había levantado.
—¿Quién está de guardia?
—Hill.
Glinn se llevó una radio a la boca.
—Hill, aquí Glinn. Informe. —Quitó el dedo del botón de transmisión y escuchó—.
¡Hill! —Cambió de frecuencia—. ¿Puesto de proa? ¿Thompson?
La respuesta fue una descarga de estática.
Soltó la radio.
—No funciona. No contesta nadie. —Se giró hacia Garza, que estaba poniéndose el mono para la nieve—. ¿Adonde vas?
—A la barraca de la electricidad.
—Negativo. Vamos juntos. —El tono de Glinn había cobrado severidad militar.
—Sí, señor —respondió Garza prontamente. Fuera se oyó ruido, y Amira, llegada de la caseta de comunicaciones, se precipitó al interior con nieve en los hombros.
—No hay corriente en ninguna parte —dijo sin respiración—. Sólo tenemos la de reserva.
—Comprendido —dijo Glinn.
Ahora tenía en la mano una pequeña pistola Glock 17. Verificó la recámara y se la remetió en el cinturón.
McFarlane también se había girado para coger su mono. Al introducir los brazos por las mangas vio que le miraba Glinn.
—Ni una palabra —dijo—. Yo también voy.
Glinn titubeó, pero al verle tan decidido se dirigió a Amira:
—Tú quédate.
—Pero…
—Necesitamos que te quedes, Rachel. Cuando salgamos cierra la puerta con llave.
Dentro de poco llegará un vigilante.
En breves momentos aparecieron en la puerta tres hombres de Glinn (Thompson, Rocco y Sanders). Llevaban linternas muy potentes y metralletas Ingram M-10 al hombro.
—Señor, sólo falta Hill —dijo Thompson.
—Sanders, pon guardia en cada caseta. Thompson y Rocco, acompañadme.
Glinn se puso raquetas, se ató las correas, cogió una linterna y salió el primero a la oscuridad y el viento.
A McFarlane le costaba caminar con aquel calzado. Las horas de modorra al lado de la estufa le habían hecho olvidar el frío de fuera y el daño que hacían los copos en la cara al ser arrojados por el viento.
La caseta de la electricidad sólo quedaba a cincuenta metros. Garza abrió la puerta con llave y penetraron en el interior, cuyo reducido espacio barrieron Thompson y Rocco con sus respectivas linternas. Olía a cable quemado. Garza se arrodilló para abrir la tapa metálica del armario de control general. Al hacerlo, una nube de humo maloliente invadió el haz de las linternas.
Garza tocó el panel.
—Frito del todo —dijo.
—¿Tiempo estimado de reparación? —preguntó Glinn.
—Máximo diez minutos para la caja de cambios principal. Entonces podremos ejecutar el diagnóstico.
—Pues adelante. Los demás salid y vigilad la puerta.
El jefe de construcción trabajaba en silencio, observado por McFarlane. Glinn hizo otra tentativa con la radio, pero sólo captaba ruido y se la guardó en el bolsillo. Después de un rato Garza retrocedió y accionó una serie de interruptores. Se oyeron clics y zumbidos, pero no se encendió ninguna luz. Garza gruñó de sorpresa, abrió un armario de metal que había al lado, sacó un ordenador pequeño de diagnóstico, lo enchufó en una conexión del armario de control general y lo encendió. La pantallita parpadeó y se puso azul.
—Hay quemado en varios puntos de la línea —dijo al cabo de un rato.
—¿Y los supresores de sobretensión?
—No sé qué ha pasado, pero el pico ha sido de órdago. Más de mil millones de voltios en menos de una milésima de segundo, y con una corriente superior a cincuenta mil amperios. A eso no hay diodo amortiguador ni supresor de sobretensión que lo pare.
—¿Mil millones de voltios? —dijo McFarlane, incrédulo—. Esa potencia no la tiene ni un relámpago.
—Exacto —dijo Garza, desenchufando el aparato de la pared y guardándoselo en un bolsillo del mono—. En comparación con una descarga así, los relámpagos parecen estática.
—Pues ¿qué ha sido?
Garza sacudió la cabeza.
—A saber.
Glinn se quedó un momento callado, mirando los componentes fundidos.
—Vamos a ver la roca.
Volvieron a salir a la tormenta, pasaron al lado de las barracas y avanzaron con dificultad por la zona de excavaciones. Desde tan lejos, McFarlane ya veía que la lona estaba arrancada de los amarres. Al acercarse, Glinn hizo el gesto de que se callaran y dio instrucciones a Rocco y Thompson de que entraran en el barracón y bajaran al túnel. Él sacó la pistola y caminó al lado de Garza procurando no hacer ruido. McFarlane se acercó al borde de la zanja, donde flotaban hacia arriba los restos de la lona como sábanas fantasmagóricas.
Glinn orientó hacia abajo el haz de la linterna, por el túnel.
Estaba todo lleno de tierra, piedras y madera chamuscada. Una parte del carro estaba derretida y retorcida, y desprendía nubes de vapor acompañadas por un ruido sibilante. El túnel estaba salpicado de grumos espumosos de metal vuelto a solidificarse. Debajo del carro se habían derretido juntos varios neumáticos, cuya combustión seguía desprendiendo un humo negro y apestoso.
Rápidamente, la mirada de Glinn recorrió el panorama siguiendo la linterna.
—¿Ha sido una bomba?
—Más bien parece un arco voltaico gigante.
Al fondo del túnel parpadearon varias luces, preludio a la aparición de Thompson y Rocco, que braceaban para apartar el humo. Empezaron a rociar los neumáticos con espuma de extintor.
—¿Veis que al meteorito le haya pasado algo? —les preguntó Glinn.
Los hombres de abajo esperaron a haber hecho un examen visual.
—Que se vea, ni un rasguño.
—Aquí, Thompson —dijo Glinn, señalando el interior de la zanja.
Siguiendo la dirección del brazo de Glinn, McFarlane se fijó en un punto próximo a la carreta. Había algo quemándose, y al lado una serie de bultos irregulares, parcialmente óseos.
Thompson enfocó uno con la linterna. Había una mano, un trozo de lo que parecía un hombro humano sin piel, y un pedazo de intestino grisáceo.
—Dios mío —dijo McFarlane.
—Parece que hemos encontrado a Hill —dijo Garza.
—Aquí está su pistola —dijo Thompson.
Glinn dio voces hacia el túnel.
—Thompson, comprueba el resto de la red de túneles y dame el parte. Rocco, reúneme un equipo médico y que recojan los restos.
—Sí, señor.
Glinn giró la cabeza hacia Garza.
—Acordone el perímetro. Reúna todos los datos de vigilancia y que los analicen enseguida. Avise al barco para que se pongan en alerta general. Quiero que en seis horas esté montada una nueva red eléctrica.
—Las comunicaciones con el barco están cortadas —dijo Garza—. No se capta nada en ninguna frecuencia.
Glinn volvió a mirar el túnel.
—¡Thompson! Cuando hayas acabado coge un
snowcat,
ve a la playa y ponte en contacto con el barco desde la zona de desembarco. Si hace falta, por morse.
Thompson hizo un saludo militar y se alejó por el túnel, desapareciendo rápidamente en el humo y la oscuridad.
Glinn se volvió hacia McFarlane.
—Vaya a buscar a Amira y todas las herramientas de diagnóstico que le hagan falta.
Yo, mientras tanto, voy a hacer que registre los túneles una patrulla. Cuando esté acordonada la zona y hayan recogido el cadáver de Hill, examinen el meteorito ustedes dos. De momento no hace falta que sea a fondo. Con que averigüen qué ha pasado, listos. Y no toquen la roca.
McFarlane miró hacia abajo. Rocco recogía algo en la base de la carreta, algo que parecía pulmón, y lo metía en un trozo de lona doblada. Encima, el meteorito echaba humo en su nido de madera. No pensaba tocarlo, pero no dijo nada.
—Rocco —dijo Glinn señalando una zona justo detrás del carro dañado—. Allá hay algo más que se quema.
Rocco se acercó con el extintor, se quedó parado y les miró.
—Señor, me parece que es un corazón.
Glinn apretó los labios.
—Ya. Pues apágalo, Rocco, y continúa.
McFarlane caminaba hacia la hilera de casetas con el viento empujándole la espalda, como si quisiera ponerle de rodillas. Rachel, que iba al lado, tropezó y recuperó el equilibrio.
—¿Esta tormenta se acabará alguna vez? —preguntó.
McFarlane, en cuya cabeza se arremolinaban las ideas, no contestó.
Otro minuto y estuvieron dentro del barracón médico. McFarlane se quitó el mono.
Olía fuertemente a carne a la brasa. Vio a Garza hablando por radio.
—¿Cuánto hace que tienen comunicaciones? —preguntó a Glinn.
—Una media hora. Todavía falla, pero va mejorando.
—Qué raro. Acabamos de intentar contactar con ustedes desde el túnel y sólo había ruido.
McFarlane iba a añadir algo, pero lo dejó a medias e hizo el esfuerzo de sacudirse el cansancio de la cabeza.
Garza bajó el radiorreceptor.
—Es Thompson, desde la playa. Dice que la capitana Britton se niega a enviar a nadie con el equipo mientras no amaine la tormenta. Que es demasiado peligroso.
—Inaceptable. Dame la radio. —Glinn habló con rapidez—. ¿Thompson? Explícale a la capitana que nos hemos quedado sin comunicaciones, sin red informática y sin suministro eléctrico. Necesitamos el generador y el equipo. Enseguida. Hay vidas humanas en peligro. Si vuelve a ponerte pegas, me lo dices y me encargaré personalmente. Y que venga Brambell, que quiero que examine los restos de Hill.
McFarlane se dio cuenta vagamente de que Rocco, que tenía cubiertos las manos y los antebrazos con gruesos guantes de goma, recogía restos humanos de una lona y los metía en una nevera.
—Todavía hay algo más —dijo Garza, que volvía a escuchar por la radio—. Palmer Lloyd se ha puesto en contacto con el
Rolvaag
y exige que le pasen a Sam McFarlane.
La impresión hizo que McFarlane se reintegrara de golpe al curso de los acontecimientos.
—No es que sea el momento más oportuno —dijo con una risa de incredulidad y mirando a Glinn.
Sin embargo, la expresión de este último le tomó por sorpresa.
—¿Se puede montar un altavoz? —preguntó Glinn.
—Voy a buscar uno a la caseta de comunicaciones —dijo Garza.
McFarlane se dirigió a Glinn.
—¿En serio que piensa estar de cháchara con Lloyd? ¿Justo ahora?
Glinn le sostuvo la mirada.
—Es mejor que la alternativa —contestó.
McFarlane tardaría bastante en comprenderlo.
Hacer un empalme provisional entre el transmisor de la caseta y un altavoz externo fue cuestión de minutos. Al conectar Garza su radio, la habitación se llenó de estática. El ruido de fritura disminuyó, volvió a aumentar, disminuyó… McFarlane miró por toda la caseta: a Rachel, acurrucada al lado de la estufa, a Glinn, que daba vueltas delante de la radio, y a Rocco, que estaba al fondo de la habitación clasificando partes corporales con industriosidad.
Tenía una teoría, o al menos sus fundamentos, pero aún la veía demasiado verde y con demasiadas lagunas para compartirla. Sin embargo, se daba cuenta de que no había alternativa.
Se oyó el ruido de una conexión, y una voz entrecortada habló por el altavoz.
—¿Hola? —dijo—. ¿Hola? —Era Lloyd, distorsionado.
Glinn se acercó al micro.
—Señor Lloyd, soy Eli Glinn. ¿Me oye?
—¡Sí, sí que te oigo! Pero muy lejos, Eli.
—Tenemos interferencias en la radio. Habrá que ir al grano. Están pasando muchas cosas y la batería no da para tanto.
—¿Por qué? ¿Se puede saber qué pasa? ¿Por qué no ha llamado Sam para el informe diario? A la bruja de la capitana no ha habido manera de sacarle nada claro.
—Hemos tenido un accidente y se nos ha muerto un hombre.
—Dirás dos. McFarlane me contó lo del meteorito. ¡Caray! Lástima por Rochefort.
—Hemos tenido otra baja. Un hombre que se llamaba Hill.
El altavoz emitió un pitido estridente. Después volvió la voz de Lloyd aún más lejana.
—¿… le ha pasado?
—Todavía no lo sabemos —dijo Glinn—. Acaban de volver McFarlane y Rachel Amira de examinar el meteorito.
Hizo señas a McFarlane de que se acercara al altavoz.
McFarlane lo hizo con reticencia y tragó saliva.
—Señor Lloyd —empezó—, lo que voy a decirle es pura teoría, una conclusión basada en lo que he observado, pero creo que nos habíamos equivocado en la explicación de la muerte de Néstor Masangkay.
—¿Cómo que equivocado? —dijo Lloyd—. Y ¿qué tiene que ver con que se haya muerto el tal Hill?
—Si tengo razón, todo. Mi teoría es que la causa de las dos muertes es el contacto con el meteorito.
Por unos segundos el único ruido de la caseta fueron los chisporroteos de la radio.
—No tiene sentido, Sam —dijo Lloyd—. El meteorito también lo toqué yo.
—Ahora se lo explico. Nosotros pensábamos que a Néstor le había matado un rayo, y es verdad que el meteorito es un atrae-tormentas muy potente, pero que se lo diga Garza: la descarga del túnel era de unos mil millones de voltios. Esa intensidad no la tiene ningún rayo.
He examinado el carro y el meteorito, y las características de los estragos son concluyentes: ha salido una descarga eléctrica muy fuerte del propio meteorito.
—¡Pero hombre, si apoyé la mejilla y aquí estoy!
—Ya lo sé, y aún no tengo la explicación de que se salvara, pero no existe otra teoría que se ajuste a los hechos. En el túnel no había nadie, y el meteorito estaba a cubierto de los elementos. No había ninguna otra fuerza que actuara sobre él. Parece que ha salido un rayo de la roca y ha atravesado una parte del carro y el andamio, salpicando metal fundido hacia arriba. Y debajo del carro he encontrado un guante. Es la única prenda de Hill que no se ha quemado. Me lo explico como que se lo quitó para tocar el meteorito.
—¿Tocarlo? ¿Para qué? —preguntó Lloyd, impaciente.
Esta vez contestó Rachel, con una pregunta.
—¿Y usted para qué lo tocó? El pedrusco es tan raro que no se puede prever la reacción de la gente al verlo por primera vez.
—¡Caray! ¡Es increíble! —dijo Lloyd. Hubo un momento de silencio—. Pero podéis seguir, ¿no?