Entonces ¿qué ocurría?
Antes, sobre el viento, se había oído ruido de palas, las de un helicóptero aterrizando y marchándose. También se habían oído varias explosiones; eran mucho menores que las de la isla, pero parecían provenir de las inmediaciones del barco. O del propio petrolero. ¿Habrían sufrido algún accidente a bordo? ¿Con heridos? ¿O acaso Timmer había conseguido un arma e intentado escapar?
Se apartó de la anticuada pantalla de radar, que era verde, y escudriñó la oscuridad. Le parecía discernir luces entre los jirones de niebla. Dado que esta se estaba levantando, no tardaría mucho en establecer contacto visual con el barco. Parpadeó varias veces y volvió a mirar. Ya no estaban las luces. El viento azotaba el barco entre silbidos y gemidos; gemidos que Vallenar conocía: era un panteonero.
Ya había hecho caso omiso de varias órdenes de regreso a la base, cada cual más urgente, más amenazadora que la anterior. Era la corrupción, los oficiales sobornados reclamándole. Por la santísima Virgen que al final le darían las gracias.
Notaba el balanceo del barco a merced del oleaje, un movimiento de sacacorchos que no le gustaba. El anclaje en su arrecife, que no aparecía en los mapas, era firme; el mejor anclaje, el único, del canal Franklin.
¿Qué ocurría?
No pensaba esperar hasta mediodía para obtener una respuesta sobre Timmer. Con las primeras luces les dispararía un par de proyectiles de cuatro pulgadas a la parte alta de la proa; no para hundirles, por supuesto, sino lo justo para inutilizarles el barco y llamarles la atención. Entonces les transmitiría un ultimátum: o entregar a Timmer, o la muerte.
Algo titiló entre cortina y cortina de niebla. Vallenar fijó la vista con la cara casi pegada al cristal. Estaba claro que volvía a haber luces. Forzó la vista. Pasaban bancos de niebla y aguanieve, pero a ratos volvía a verlas. Ahora sí… Ahora no… A medida que se levantaba la niebla, empezaba a dibujarse la silueta del petrolero. Cogió los prismáticos… pero el barco volvió a desaparecer. Dijo una palabrota y escudriñó la oscuridad. De repente volvía a ver luces; sólo una, y de muy poca intensidad.
Los muy cabrones habían apagado las del barco.
¿Qué escondían?
Retrocedió un paso y miró por el visor del FLIR, en cuyas manchas verdes trató de encontrar algún sentido. Tenía el presentimiento de que estaba a punto de ocurrir algo. Quizá fuera el momento de pasar a la acción.
Se volvió hacia el ayudante del contramaestre.
—Todo el mundo a sus puestos —dijo.
El ayudante acercó la cabeza al intercomunicador.
—Todo el mundo a sus puestos de combate.
Se disparó una sirena y al punto apareció en el puente el jefe de la guardia, que hizo un saludo militar.
Vallenar abrió un armario y sacó algo voluminoso, unos anteojos Sovietski para visión nocturna. Una vez se los hubo ajustado a la cabeza, se acercó a la ventana y volvió a mirar al exterior. La tecnología rusa no podía compararse con los aparatos de fabricación norteamericana, pero el precio tampoco. Dirigió la mirada al petrolero.
Con los anteojos veía mejor. Corría gente por la cubierta, y se notaba que hacían preparativos para zarpar. Sin embargo, para sorpresa de Vallenar, la mayor actividad se observaba en torno a una escotilla de gran tamaño que había en el centro de la cubierta; estaba abierta, y sobresalía algo que no acababa de verse bien. Justo cuando aguzaba la vista le deslumbró una serie de explosiones inmediatamente encima del tanque abierto. Como aquellos anteojos de segunda generación no estaban equipados con dispositivos de seguridad, se sobrecargaron con la luz. Vallenar se echó hacia atrás, se los quitó y se restregó los ojos soltando palabrotas.
—Empleen el sistema de control de tiro —dijo al jefe de la guardia—. Espere mi aviso para usar los cañones de cuatro pulgadas.
Se produjo una ligera vacilación.
A Vallenar seguían flotándole manchas en los ojos. Aun así, se encaró amenazadoramente con el oficial encargado del armamento.
—Sí, señor —fue la respuesta de éste—. Sistema conectado. Transfiriendo los datos al sistema de armamento.
Vallenar se volvió hacia el oficial de guardia.
—Listos para levar anclas.
—Listos para levar anclas, señor.
—¿Cómo estamos de combustible?
—Al cincuenta por ciento, señor.
Vallenar cerró los ojos para que se le pasase el dolor del deslumbramiento. Después se sacó un puro del bolsillo y empleó en encenderlo sus buenos tres minutos, hecho lo cual volvió a mirar por la ventana.
—El barco norteamericano se mueve —dijo el oficial de guardia mirando por el radar.
Vallenar chupó el puro lentamente. Ya iba siendo hora. Quizá se hubieran decidido a anclar en aguas más seguras, canal arriba a sotavento, desde donde podrían capear la tormenta.
—Se aparta del acantilado.
Vallenar aguardó.
—Ha puesto rumbo cero ocho cinco.
No era el que había que tomar para subir por el canal. A pesar de ello, Vallenar se mantuvo a la espera. De repente tenía un mal presentimiento. Pasaron cinco minutos.
—Mantiene el rumbo cero ocho cinco y acelera a cuatro nudos.
—Siga atento —murmuró.
El mal presentimiento se agudizaba.
—Blanco a cinco nudos con rumbo uno uno cinco, uno dos cero, uno dos cinco…
Acelera deprisa para ser un petrolero, pensó Vallenar; pero no importaban los motores que tuviera aquel barco tan grande. Superar en velocidad a un destructor era una imposibilidad física.
Se apartó de las ventanas.
—Apunten a proa del postelero, sobre la línea de flotación. Quiero inmovilizar el barco sin hundirlo.
—El blanco se mueve a cinco nudos, con estabilización en uno tres cinco.
Va hacia mar abierto, pensó Vallenar. Por lo tanto, Timmer estaba muerto.
Intervino Casseo, el jefe de la guardia.
—Manteniendo el seguimiento del blanco, señor.
Vallenar hizo el esfuerzo de no perder la calma ni la fuerza, de no revelar nada a los que le rodeaban. Se imponía, más que nunca, la claridad.
Se quitó el puro de la boca y se pasó la lengua por los labios resecos.
—Preparados para hacer fuego —dijo.
Lentamente, Glinn aspiró una bocanada de aire y notó que se le llenaban los pulmones.
Le ocurría lo de siempre antes de entrar en acción: una tranquilidad sobrenatural por todo el cuerpo. El barco había puesto rumbo al mar, y Glinn sentía en sus pies, muy abajo, la vibración de unos motores poderosos. El destructor, mancha de luz en la oscuridad, estaba casi a ras de mar, unos veinte grados a popa.
En cinco minutos habría pasado todo. Pero el éxito dependía de la sincronización.
Volvió la vista hacia el rincón del puente. Puppup estaba de pie en la oscuridad, esperando con las manos juntas. Viendo que Glinn le hacía una señal con la cabeza, se acercó.
—Diga.
—Necesito que esté preparado para ayudar al timonel. Quizá tengamos que hacer cambios bruscos de rumbo, y nos hará falta su conocimiento de las corrientes y la topografía submarina.
—¿La qué submarina?
—Localizar los arrecifes, las zonas de bajíos y las bastante profundas para que no sea peligroso pasar.
Parecía que Puppup no pusiera pegas. Después miró a Glinn con los ojos brillantes.
—Oiga, jefe.
—¿Qué?
—Que mi canoa sólo tiene quince centímetros de fondo. De esas cosas nunca he tenido que preocuparme demasiado.
—Lo tengo en cuenta. También sé que aquí las mareas pueden ser de hasta nueve metros. Usted sabe dónde hay barcos hundidos y arrecifes sumergidos. Esté preparado.
—Lo que mande, jefe.
Glinn vio que el hombrecillo regresaba a la oscuridad. Entonces miró a Britton, que estaba en el puesto de mando con Howell y el oficial de cubierta. Había que reconocer que era una mujer fuera de serie, tan buena capitana como había previsto. Lo que le había causado más profunda impresión había sido su forma de reaccionar a la derogación temporal de autoridad. Su dignidad y control estaban a prueba de todo, incluso a la experiencia de ceder el mando. Se preguntó si era algo innato o el resultado de su pasado error.
Días atrás, obedeciendo a un impulso, Glinn había cogido un libro de poemas de Auden de la biblioteca del barco. No era lector de poesía, porque siempre le había parecido una afición improductiva. Había elegido un poema que se llamaba «Elogio de la caliza», por su vaga promesa de ingeniería, y la experiencia había sido muy reveladora. Hasta entonces no le sospechaba tanta fuerza a los versos. Desconocía la cantidad de sentimiento, y hasta de sabiduría, que podía impartirse en un lenguaje tan compacto. Se le ocurrió que sería interesante comentárselo a Britton. A fin de cuentas, había cogido el libro porque al conocerla le había oído una cita de Auden.
Aquellos pensamientos ocuparon la mente de Glinn menos de un segundo, y se disiparon al oír una nota grave de alarma.
La voz con que habló Britton era enérgica pero tranquila.
—El destructor nos está controlando con radar de control de tiro PRF. —Se volvió hacia Howell—. Activen la alarma.
Howell repitió la orden y se disparó la nota mucho más baja de otra sirena.
Glinn, con paso ágil, se aproximó al hombre del ordenador.
—Interfiéralo —murmuró.
Notó que Britton le miraba.
—¿Que lo interfiera? —repitió ella, introduciendo un matiz de sarcasmo en la tensión de su voz—. ¿Se puede saber con qué?
—Con el sistema de ECM McDonnell-Douglas de banda ancha que hay en el mástil.
Vallenar piensa usar los cañones. Eso si no nos dispara un Exocet. Nosotros tenemos tiras antirradar y CIWS, que es bastante para cualquier misil.
Esta vez Howell se giró para mirarle con incredulidad.
—¿CIWS? De eso no llevamos.
—Debajo de los mamparos de delante. —Glinn hizo una señal con la cabeza a su empleado—. Fuera el camuflaje.
El operador tecleó una serie de órdenes, y en la parte delantera del barco se oyó un fuerte crujido. Glinn vio caerse los mamparos al mar, como estaba previsto, y quedar a la vista los seis cañones cortos de Phallanx Gatling que sabía capaces de disparar balas de 20 mm de uranio empobrecido a cualquier misil que se acercara, con una frecuencia de más de tres mil balas por minuto.
—¡Madre de Dios! —dijo Howell—. ¡Es armamento secreto!
—Exacto.
—Creo recordar que lo había descrito como equipo de seguridad adicional —dijo Britton con cierta ironía. Glinn se volvió hacia ella.
—En cuanto iniciemos la intercepción, sería conveniente virar todo a estribor.
—¿Maniobras evasivas? —dijo Howell—. ¿Con este barco? ¡Si sólo para parar ya hacen falta tres millas!
—Lo tengo en cuenta, pero sigan mi consejo.
Habló Britton:
—Señor Howell, todo a estribor.
Howell se dirigió al timonel y dio las órdenes pertinentes.
Britton miró al empleado de Glinn.
—Utilice todas las contramedidas. Si disparan un misil, despliegue las tiras antirradar y el CIWS como haga falta.
Tras un intervalo de tiempo, el barco vibró al reducir velocidad y dar la vuelta.
—No saldrá bien —murmuró Howell.
Glinn no se molestó en responder, seguro como estaba de que la táctica surtiría efecto.
Aunque fallaran las contramedidas electrónicas, Vallenar apuntaría a la parte alta de proa, donde causara la mayor agitación y los menores destrozos. No intentaría hundir al
Rolvaag,
al menos de momento.
Pasaron dos largos minutos a oscuras, seguidos por un fogonazo de luz en el lateral del destructor, cuyos cañones acababan de hacer fuego. Transcurridos, tensos, unos segundos, se produjo una explosión en el lado de babor de la proa del
Rolvaag;
luego otra, y otra, acompañadas por sendos géiseres de agua que se llevó el viento en la oscuridad. Glinn observó que se cumplían sus expectativas, y que los proyectiles erraban el blanco en varios metros.
Los semblantes pálidos de los oficiales que había en el puente intercambiaron miradas de conmoción. Glinn les miró compasivo. Sabía que la primera experiencia de fuego real siempre era traumática, hasta en las mejores circunstancias.
—Detecto movimiento en el destructor —dijo Howell atento al radar.
—Sugiero mantener el rumbo en uno ocho cero —dijo Glinn con afabilidad.
El piloto no repitió la orden, sino que miró a la capitana.
—Eso sería salir del canal principal y meternos por los arrecifes —dijo con cierto temblor en la voz—. No aparecen en los mapas…
Glinn hizo señas a Puppup.
—Diga, jefe.
—Nos dirigimos al lado del canal donde hay arrecifes.
—Voy.
Puppup acudió raudo junto al piloto.
Britton suspiró.
—Ejecute la orden.
Rompió una ola en la proa, provocando una lluvia de espuma en cubierta. Puppup escrutó la oscuridad.
—Un poco a la izquierda.
—Adelante, señor Howell —dijo Britton, escueta.
—Cinco grados a la izquierda —dijo Howell—. Mantenga rumbo uno siete cinco.
Hubo un momento de tenso silencio, hasta que el timonel dijo:
—Uno siete cinco. Sí, señor.
Howell se agachó hacia el radar.
—Están acelerando. Doce nudos, y nosotros ocho. —Miró a Glinn fijamente—. ¿A ver, qué planes tiene ahora? ¿Se cree que podemos correr más que el cabrón ese? ¿Está loco?
Dentro de unos minutos estará bastante cerca para hundirnos con los cañones de cuatro pulgadas, aunque le interceptemos.
—¡Señor Howell! —dijo Britton con dureza.
El primer oficial se quedó callado.
Glinn miró al operador de la consola.
—¿Listo? —preguntó.
El otro asintió.
—Pues atento a mi señal.
Glinn miró el destructor por la ventana. Él también se daba cuenta de que ahora navegaba a mayor velocidad. Incluso un destructor tan anticuado como el de Vallenar podía llegar a los treinta y cuatro nudos. Era un hermoso espectáculo, al menos a oscuras: los racimos de luces, el reflejo de las torretas en el agua… Esperó un poco más, dejando que el destructor redujera bastante la ventaja del
Rolvaag.
—Fuego.
Fue gratificante ver surgir dos géiseres de agua en la popa del destructor; lo fue ver que el viento la arrojaba directamente al puente volante, y todavía más lo fue oír dos detonaciones poco más de siete segundos después. Glinn observó que el destructor empezaba a escorarse.