—Estoy de acuerdo con Gene. Debemos de haber calculado muy por lo bajo el peso de la roca.
Los ojos grises de Glinn volvieron a mirar a Rochefort.
—¿Quién propones que vacíe los gatos?
—No se lo pediría a nadie más que a mí. El paso siguiente será dejar que el meteorito recupere una posición estable, instalar más gatos y repetir la operación.
—Necesitarás que te ayuden —dijo Garza—. Yo mismo.
—No pienso mandar a mi ingeniero jefe y mi jefe de construcción a ponerse debajo de esa roca —dijo Glinn—. Rochefort, analiza el riesgo.
Rochefort realizó una serie de operaciones en una calculadora de bolsillo.
—En principio los gatos aguantan el peso máximo durante dieciséis horas.
—¿Y si es más? Basa los cálculos en el doble del máximo.
—Se acorta el factor tiempo. —Rochefort llevó a cabo otra serie de cálculos—. Aunque en la media hora que viene el riesgo de fallos es menos del uno por ciento.
—Aceptable —dijo Glinn—. Rochefort, llévate a los hombres que prefieras. —Consultó su reloj de bolsillo—. A partir de ahora tienes media hora exacta. Ni un segundo más. Buena suerte.
Rochefort se levantó y les miró con la cara pálida.
—Te recuerdo que no creemos en la suerte —dijo—. De todos modos, gracias.
Rochefort abrió la puerta del barracón y apartó las barricas de clavos, dejando a la vista el tubo de acceso y el halo crudo de los fluorescentes. Cogiéndose a los travesaños de la escalera, empezó a bajar con el palmtop y la radio en el cinturón. Detrás iba Evans tarareando una variante desafinada de
Muskrat Ramble.
La emoción dominante en Rochefort era la vergüenza. A pesar de lo corta que era la distancia desde la barraca de comunicaciones, se le había hecho eterna. El hecho de que estuviera vacía la zona de excavaciones no le había impedido sentir en la espalda la mirada de muchos ojos, mirada, seguro, de reproche.
Había instalado cincuenta por ciento más gatos de los necesarios. Estaba dentro de las pautas de EES, y le había parecido un margen seguro, pero se había equivocado en el cálculo.
Ajustándose al principio de doble previsión, debería haber puesto doscientos gatos, pero siempre lo desvirtuaba todo la presión del plazo, que se comunicaba de Lloyd a Glinn y contaminaba todas las actividades. Tal era el motivo de que Rochefort hubiera propuesto ciento cincuenta, y de que Glinn no hubiera cuestionado su decisión. De hecho, el error no había merecido comentarios de nadie, ni una simple insinuación, pero seguía siendo un hecho. Y Rochefort no soportaba la idea de haberse equivocado. Le saturaba la amargura.
Al llegar al fondo se metió deprisa por el túnel, agachando instintivamente la cabeza para no chocar con las hileras de fluorescentes. La estructura de vigas estaba cubierta de cristales de hielo que parecían plumas, y que se habían formado por condensación del aliento de los trabajadores. Evans iba detrás silbando y pasando el dedo por ellos.
Rochefort estaba humillado, pero no preocupado. Sabía que aunque fallaran los gatos del sector seis (posibilidad minúscula), era muy poco probable que el meteorito hiciera algo más que recuperar su posición inicial. Había ocupado la misma durante muchísimos milenios, y probablemente, por dictado de las fuerzas de la masa y la inercia, la conservara.
En el peor de los casos volverían al punto de partida.
Volver al punto de partida… Apretó la mandíbula. Eso querría decir poner más gatos, y quizá hasta perforar más túneles. Él le había recomendado encarecidamente a Glinn que no se llevase a nadie del museo Lloyd, que la expedición fuera estrictamente de EES y que la única participación personal de Lloyd consistiera en la toma de posesión final del meteorito y el pago de los gastos, pero Glinn, por motivos que sólo conocía él, había dado su visto bueno a que Lloyd recibiera partes diarios. A la vista estaba el resultado.
El túnel desembocaba en el sector uno y giraba noventa grados a la izquierda.
Rochefort siguió otros quince metros por el principal y se metió por uno de los ramales que se dirigían en arco al lado opuesto del meteorito. Oyendo sonar la radio, se la sacó del cinturón.
—Nos acercamos al sector seis —dijo.
—El diagnóstico indica que hay que desatascar todos los gatos del sector menos el cuatro y el seis —dijo Glinn—. Calculamos que se puede terminar la operación en dieciséis minutos.
Doce, pensó Rochefort, pero contestó:
—Afirmativo.
El túnel lateral seguía la curva del meteorito y se dividía en tres tubos de acceso.
Rochefort eligió el del medio. Veía delante los gatos del sector seis, amarillos contra el color sangre del meteorito. Formaban una hilera muy larga, partiendo del final del tubo de acceso.
Fue avanzando y examinando los quince uno a uno. Se veían muy bien asentados en la base de las montantes, con manojos de cables saliendo de ellos como ríos. No se apreciaba ningún indicio de desplazamiento. Costaba dar crédito a que estuvieran todos atascados por efecto de cien toneladas de presión.
Suspiró irritadamente y se puso en cuclillas al lado del primer gato. Tenía encima la curva del meteorito, con un estriado tan suave y homogéneo que parecía hecho a máquina.
Llegó Evans con una herramienta pequeña para desatascar las válvulas hidráulicas.
—¿A que parece salido de una bolera gigante? —dijo con jovialidad.
Rochefort gruñó y señaló el pitorro de la válvula del primer gato. Evans se arrodilló, lo cogió con la herramienta y empezó a girarlo con precaución.
—Menos miedo, que no se va a romper —dijo con dureza Rochefort—. Venga, que quedan doce.
Evans se dio más prisa e imprimió un giro de noventa grados al pitorro. Mediante el diestro manejo de un martillito, Rochefort, entretanto, levantó la deslizadera manual de detrás del gato y tuvo acceso a la placa de seguridad. Se encendió una luz roja, indicando que la válvula tenía quitado el seguro y estaba lista para abrirse.
Después del primer gato, Evans ganó confianza y empezaron a trabajar deprisa en tándem, avanzando por la hilera y saltándose los gatos que llevaban el número cuatro y el seis. Al terminar con el último gato, el número quince, Rochefort miró su reloj. Sólo habían tardado ocho minutos. Faltaba, únicamente, volver al principio de la hilera y pulsar los botones de apertura de cada válvula. Mientras tanto, el ordenador de control de la caseta de comunicaciones disminuiría simultáneamente la presión hidráulica de todos los demás gatos.
La situación volvería a la normalidad y estarían a punto para instalar más gatos y hacer otra tentativa. Esta vez le tomaría la delantera a Glinn: trescientos gatos, no doscientos. Aunque eso sí, necesitarían como mínimo un día para transportarlos desde el barco, colocarlos, enchufarles los servos y realizar el diagnóstico. También les harían falta más túneles…
Sacudió la cabeza. Habría sido mejor empezar por trescientos.
—¡Qué calor! —dijo Evans, echándose hacia atrás la capucha.
Rochefort no contestó. Le daba igual el frío que el calor. Dieron media vuelta y retrocedieron por la hilera de gatos, deteniéndose en cada uno para levantar la placa de seguridad y pulsar el botón de vaciado de emergencia.
A media hilera, Rochefort quedó en suspenso porque oía un ruidito; algo insignificante, como el que pudiera hacer un ratón.
Pese a que era importante empezar a sacar fluido de todos los gatos a la vez, se trataba de un ruido tan anómalo que Rochefort miró la hilera de gatos con el propósito de detectar su origen. El momento de mirar coincidió con la repetición del sonido: una especie de crujido casi imperceptible. Aguzó la vista. Al gato número uno le pasaba algo. Estaba torcido en un ángulo extraño.
No le hizo falta tiempo para pensar.
—¡Fuera! —exclamó—. ¡Fuera ahora mismo!
Se levantó y corrió hacia el tubo de acceso con Evans detrás, sabiendo que en los gatos debía de haber más peso que en la hipótesis de trabajo más pesimista. Mucho más. Según la cantidad, podían tener tiempo de salir o no.
Oía a Evans corriendo detrás; oía sus pisadas, y el gruñido con que acompañaba cada una. Sin embargo, antes de que llegaran al tubo de acceso, el primer gato cedió con un ruido escalofriante, seguido por otros a medida que iban cediendo los demás. Se produjo una pausa, y luego un ruido como de metralleta, el del resto de los gatos cediendo. Rochefort quedó inmediatamente rodeado por chorros cegadores de fluido hidráulico. La estructura del túnel empezó a caerse con un zumbido como de máquina de coser gigante. Rochefort corría a la desesperada entre los chorros, mientras la fuerza del fluido a presión le hacía jirones la chaqueta y le quemaba la piel. Calculó que las probabilidades de supervivencia estaban cayendo en picado.
Supo que estaban exactamente a cero cuando el meteorito se inclinó hacia él con una especie de estallido sordo, doblando a su paso el acero, salpicando tierra, barro y hielo e invadiendo su campo de visión hasta que lo vio todo rojo, fulgurante, inexorable, implacablemente rojo.
Al llegar a la biblioteca del
Rolvaag,
McFarlane encontró a un grupo silencioso de personas repartidas por los sofás y butacas. Se respiraba un ambiente de conmoción y desánimo. Garza, que parecía una estatua, miraba fijamente por los ventanales hacia la isla Deceit, por el canal de Franklin. Amira estaba sentada en un rincón con las rodillas a la altura del cuello. Britton y Howell, el primer oficial, hablaban en voz baja. El mismísimo doctor Brambell había abandonado su habitual reclusión y tamborileaba en los brazos de su butaca, entre miradas impacientes a su reloj de pulsera. El único protagonista ausente de la operación era Glinn. Justo cuando McFarlane tomaba asiento, volvió a abrirse la puerta y entró el jefe de EES con una carpetita bajo el brazo. Inmediatamente detrás iba John Puppup, cuya sonrisa y paso elástico desentonaban con el abatimiento del grupo. A McFarlane no le sorprendió su aparición: Puppup era poco propenso a bajar del barco, pero en las ocasiones en que estaba Glinn a bordo siempre tenía al yagan acompañándole como un perro fiel.
Al ocupar el centro de la sala, Glinn se convirtió en el centro de todas las miradas.
McFarlane se preguntó si estaría muy afectado: dos empleados suyos muertos, incluido el ingeniero jefe. En todo caso conservaba la calma, neutralidad e impasibilidad que le caracterizaban.
Los ojos grises de Glinn recorrieron el grupo.
—Gene Rochefort trabajaba en Effective Engineering Solutions desde el principio.
Frank Evans era un empleado relativamente nuevo, lo cual no es motivo para sentir menos su muerte. Ha sido una tragedia para todos los que estamos en esta sala. Pero no he venido a pronunciar discursos fúnebres. Ni Gene ni Frank lo hubieran querido. Hemos hecho un descubrimiento importante, pero a muy alto precio. El meteorito Desolación pesa mucho más de lo que habíamos predicho. Ahora que hemos analizado a fondo los datos del fallo de los gatos, y que hemos hecho algunas mediciones gravimétricas de alta precisión, contamos con una estimación más exacta de la masa. Que es de veinticinco mil toneladas.
Las últimas palabras dejaron helado a McFarlane, a pesar de que todavía le duraba la impresión. Hizo un cálculo rápido y obtuvo una densidad relativa de unos ciento noventa.
Ciento noventa veces más denso que el agua. Un metro cúbico pesaría… Dios santo. Más de doscientas toneladas.
Sin embargo habían muerto dos hombres. Dos más, se corrigió McFarlane, acordándose del patético amasijo de huesos que había sido su ex socio.
—Nos regimos por el principio de doble previsión —decía Glinn—. Lo habíamos planeado todo previendo el doble del máximo previsto: el doble de gastos, el doble de trabajo… y el doble de masa. Eso quiere decir que ya contábamos con una roca que pesara casi tanto como he dicho. Por lo tanto, he venido a decirles que podemos seguir trabajando dentro del plazo estipulado. Todavía disponemos de los medios necesarios para transportar el meteorito, subirlo al barco e introducirlo en la zona de carga.
En la frialdad del tono de Glinn, McFarlane creyó detectar una nota disonante: la de algo parecido al triunfo.
—Un momento —dijo—. Acaban de morir dos hombres. Tenemos la responsabilidad…
—Usted no tiene ninguna —le interrumpió educadamente Glinn—. La tenemos nosotros, y estamos asegurados al ciento por ciento.
—No me refiero al seguro, sino a dos vidas humanas. Han muerto dos personas intentando mover este meteorito.
—Habíamos tomado todas las precauciones sensatas. La probabilidad de un fallo era inferior a uno por ciento. Usted mismo, hace poco, señaló que siempre hay riesgos, en todo. Y la verdad es que en cuanto a víctimas seguimos dentro de las previsiones.
—¿Previsiones? —McFarlane no daba crédito a sus oídos.
Miró a Amira y Garza, pero no vio que compartieran su indigción—. ¿Se puede saber qué quiere decir eso?
—En todas las situaciones complejas de ingeniería hay víctimas, por muchas precauciones que se tomen. Nosotros habíamos calculado que en esta fase habría dos.
—Qué cálculo más cruel.
—Al contrario. Cuando diseñaron el puente del Golden Gate calcularon que en la construcción perderían la vida tres docenas de personas. No era frío ni cruel, sino una parte del proceso de planificación. Lo cruel es exponer a la gente a riesgos sin haberlos calculado.
Rochefort y Evans conocían el riesgo y lo aceptaban. —Glinn, cuyo tono era casi inexpresivo, miró a McFarlane a los ojos—. Le aseguro que lo estoy pasando peor de lo q pueda imaginarse, pero me han contratado para el transporte de este meteorito, y pienso hacerlo. No puedo dejar que mis sentimientos enturbien mi raciocinio o debiliten mi energía.
De repente habló Britton, en cuyos ojos McFarlane vio el brillo de la indignación.
—Una cosa, señor Glinn: ¿cuántas muertes más han calculado hasta que llevemos el meteorito Desolación a su destino?
Ante aquel proyectil de procedencia inesperada, se habría dicho que cedía muy brevemente la capa de neutralidad de Glinn.
—Si podemos evitarlo, ninguna —dijo con mayor frialdad—. Haremos todo lo que esté en nuestra mano para que no haya heridos ni muertos. En cuanto a lo que sugiere sobre mí, que me parezca aceptable cierto número de muertos, lo único que demuestra es que no sabe nada de evaluación de riesgos. La cuestión es la siguiente por muy cuidadosos que seamos, puede haber víctimas. Es como volar: siempre se estrella algún avión, aunque trabajen todos por lo contrario. Cualquier pasajero de un avión tiene unas probabilidades de morir que se pueden calcular, pero la gente sigue volando. La decisión de seguir yendo en avión no hace que sean más aceptables las muertes. ¿Me explico?