—Pues créetelo.
Se miraron entre los copos que caían.
—Sólo podría pasar si el meteorito fuera más duro que el diamante —dijo Amira.
La única respuesta de Glinn fue ir hacia la caseta.
Dentro había un pronunciado olor a goma quemada. Había tanto humo que casi no se veía el taladro. Tenía apagados los indicadores luminosos del lateral, y por debajo estaba chamuscado.
—No responde —dijo Amira, manipulando los controles.
—Debe de haberse disparado el cortacircuitos —dijo Glinn—. Saca a mano la broca.
McFarlane la vio salir enorme, centímetro a centímetro, de entre el humo apestoso. Al aparecer lo último, la punta, vio que se había convertido en un feo muñón de metal, fundido y quemado.
—¡La madre! —dijo Amira—. Era una broca de diamante-carborundo. Valía cinco mil dólares.
McFarlane miró a Glinn, que estaba medio envuelto por el humo, y vio que sus ojos no se fijaban en la broca, sino en algo lejano. Siguió observándole y le vio desabrocharse la mascarilla y quitársela.
Una ráfaga de viento dio tal portazo que temblaron las bisagras y el pomo.
—¿Y ahora? —preguntó Amira.
—Ahora nos llevamos el taladro al
Rolvaag
para examinarlo a fondo —dijo Glinn.
Amira se volvió hacia el aparato, pero la expresión de Glinn permanecía igual de distante.
—Y también es hora de que nos llevemos otra cosa —añadió sin alterarse.
Fuera del barracón, McFarlane se quitó la mascarilla y se ciñó a la cara la capucha de la parka. Por la zona de excavaciones soplaba un viento que hacía patinar los copos por el suelo helado. A esas horas, Lloyd debía de estar por la mitad de su viaje a Nueva York. Ya se borraba del cielo la poca luz que consentía el espesor de las nubes. En media hora habría oscurecido del todo.
Se oyeron pasos en la nieve y aparecieron Glinn y Amira volviendo de la barraca de suministros. Ella tenía una linterna fluorescente en cada mano, mientras que Glinn arrastraba un trineo de aluminio largo y bajo.
—¿Qué es eso? —preguntó McFarlane señalando lo que había en el trineo, un baúl de plástico moldeado azul.
—Para los restos —dijo Glinn.
McFarlane sintió un principio de mareo.
—¿Es necesario?
—Ya sé que para usted no será fácil —repuso Glinn—, pero es una incógnita, y en EES no nos gustan las incógnitas.
A medida que se acercaban al montón de piedras que señalaba el lugar de entierro de Masangkay, fueron calmándose las ráfagas de viento. Aparecieron, oscuras contra un cielo todavía más oscuro, las mandíbulas de Hanuxa. Lejos, en el horizonte, arañaban el cielo los picos agrestes de la isla Wollaston. Era increíble lo deprisa que cambiaba el tiempo.
El viento ya había llenado de nieve y hielo los resquicios del túmulo improvisado, dándole una mano blanca a la tumba. Glinn sacó la cruz sin ceremonias, la dejó en el suelo y empezó a retirar piedras heladas del montón y apartarlas rodando.
—Si no quiere, no hace falta que ayude, ¿eh? —dijo, girando la cabeza hacia McFarlane.
Este tragó saliva. Se imaginaba muy pocas cosas tan desagradables como aquel trabajo, pero, ya que había que hacerlo, prefería participar.
—No, ya voy —dijo.
Fue más fácil deshacer la tumba que hacerla, con el resultado de que en poco tiempo quedaron a la vista los despojos de Masangkay. Entonces los movimientos de Glinn se hicieron más lentos y cautos. McFarlane contempló los huesos fracturados, la calavera partida y los dientes rotos, los trozos resecos de cartílago, la carne en proceso de momificación… Se le hacía difícil creer que hubiera sido socio y amigo suyo. Sintió náuseas, y se le aceleró la respiración.
Oscurecía a marchas forzadas. Tras apartar las últimas piedras, Glinn encendió las linternas y puso una a cada lado de la tumba. Después, armado de fórceps, empezó a depositar los huesos en los compartimientos forrados de plástico del baúl. Algunos huesos se mantenían pegados mediante restos de tendones, piel y cartílago seco, pero la mayoría ofrecía el aspecto de haber sido arrancados con violencia.
—No soy forense —dijo Amira—, pero este tío, por la pinta, es como si lo hubiera atropellado un camión.
Glinn se quedó callado y siguió trasladando los fórceps del suelo al baúl y viceversa, con la capucha tapándole la cara. De repente se detuvo.
—¿Qué pasa? —preguntó Amira.
Glinn utilizó el fórceps para levantar algo del suelo helado con muchas precauciones.
—Esta bota, además de podrida, está quemada —dijo—. Y algunos huesos parece que también.
—¿Tú qué dirías? ¿Que le asesinaron para quedarse con el equipo? —preguntó Amira—. ¿Y que luego quemaron el cadáver para encubrir el crimen? Coño, con el suelo que hay aquí era mucho más fácil que enterrarle.
—Entonces Puppup sería un asesino —dijo McFarlane, que fue el primero en darse cuenta de lo duro de su tono.
Glinn expuso a la luz una falange distal y la examinó como si fuera una joya.
—Lo dudo mucho —dijo—, pero bueno, quien tiene que decirlo es un médico.
—Ya le tocaba trabajar un poco —dijo Amira—, porque se pasa el día leyendo y paseándose por el barco como un vampiro.
Glinn guardó el hueso en el contenedor de plástico, volvió a girarse hacia la tumba y cogió algo más con el fórceps.
—Esto estaba debajo de la bota —dijo.
Orientó el objeto hacia la luz, lo limpió de hielo y tierra y volvió a levantarlo.
—Una hebilla de cinturón —dijo Amira.
—¿Qué? —preguntó McFarlane.
Se acercó unos pasos sin apartar la vista.
—Es una especie de piedra preciosa violeta con engarce de plata —dijo Amira—. ¡Oye, está fundida!
McFarlane retrocedió.
—¿Se encuentra mal? —dijo Amira, mirándole.
McFarlane se limitó a tocarse los ojos con el guante y negar con la cabeza. Anda, que ver esto aquí, pensó… Unos años atrás, después del éxito de las tectitas de Atacama, había encargado dos hebillas para celebrar el golpe, cada una con una mitad de tectita. Él la había perdido tiempo atrás, mientras que Néstor, a pesar de todo, había conservado la suya hasta el momento de su muerte. McFarlane quedó sorprendido por lo mucho que significaba para él.
Recogieron las escasas pertenencias de Masangkay en silencio. Por último, Glinn cerró el baúl, Amira cogió las linternas y emprendieron ambos el camino de regreso. McFarlane se quedó un poco más, contemplando el montón de piedras frías. Luego se marchó.
Con los restos de un puro en la boca, el comandante Vallenar se untaba la cara con espuma de afeitar, frente al minúsculo lavamanos de metal de su camarote. Detestaba tanto aquella espuma aromatizada como la maquinilla de usar y tirar que había dejado en el lavamanos, amarilla y con dos hojas: la típica porquería yanqui desechable. Aparte de los americanos, ¿quién podía fabricar semejante derroche, dos cuchillas cuando con una había bastante? Pero las tiendas de a bordo tenían sus caprichos, sobre todo en barcos que navegaban casi todo el año tan al sur. Miró la maquinilla desechable con cara de asco.
Pertenecía a un paquete de diez que le había dado el intendente por la mañana. La única alternativa era afeitarse con navaja, y a bordo las navajas podían ser peligrosas.
Le pasó agua y se la aplicó al pómulo izquierdo. Siempre empezaba por el lado izquierdo de la cara, porque nunca había aprendido a afeitarse bien con la izquierda, y era el lado que presentaba menos dificultades.
Al menos el olor de la espuma de afeitar disimulaba el del barco. El
Almirante Ramírez
era el destructor más antiguo de la marina chilena. Había sido adquirido en los años cincuenta a los británicos. Varias décadas de insalubridad, las pieles de frutas y verduras pudriéndose en el agua de la sentina, los disolventes químicos, el tratamiento de aguas defectuoso y los derrames de combustible diesel habían impregnado el barco de un hedor que sólo podía eliminarse mandándolo a pique.
De repente, el balido de una sirena cubrió el ruido de pájaros y el rumor lejano del tráfico. Vallenar miró el muelle, y detrás la ciudad, por el ojo de buey oxidado. Era un día luminoso, con el cielo muy azul y un viento gélido del oeste.
Siguió afeitándose. Nunca le había gustado anclar en Punta Arenas, porque era mal sitio para los barcos, sobre todo con viento del oeste. Como siempre, le rodeaban barcos de pesca que aprovechaban la ocasión para ponerse a sotavento del destructor. Típica anarquía sudamericana: ni disciplina ni sentido de la dignidad que se merecía un barco militar.
Llamaron a la puerta.
—Comandante…
Era la voz de Timmer, el oficial de comunicaciones.
—Pase —dijo el comandante sin girarse.
Vio por el espejo que se abría la puerta y entraba Timmer seguido por otra persona: un civil bien alimentado, con medios y contento de sí mismo.
Vallenar se afeitó el mentón con varias pasadas sucesivas. Luego limpió la maquinilla en la pileta de metal y dio media vuelta.
—Gracias, señor Timmer —dijo sonriendo—. Puede marcharse; y tenga la amabilidad de apostar a alguien en la puerta.
Cuando se hubo marchado Timmer, Vallenar dedicó un momento a observar al hombre que tenía delante. Estaba frente al escritorio, sonriendo un poco y sin que se le notara ninguna aprensión. ¿De qué iba a tener miedo?, pensó Vallenar sin malicia. Lo único que tenía de comandante era el nombre. Le habían asignado el peor barco de la flota, y el peor destino. Por lo tanto, ¿cómo criticarle a aquel individuo que sacara un poco el pecho y se sintiera importante, con derecho a mirar por encima del hombro a alguien con tan poco poder como el comandante de un barco viejo y oxidado?
Vallenar dio la última calada al puro y lo arrojó por el ojo de buey, que estaba abierto.
Después soltó la maquinilla y, con la mano buena, sacó una caja de puros de un cajón del escritorio. Ante el ofrecimiento, el civil miró los puros con desdén y sacudió la cabeza.
Vallenar cogió uno.
—Disculpe por los puros —dijo el comandante, volviendo a meterlos en el cajón—; son muy malos, pero aquí en la marina hay que aceptar lo que te dan.
El civil sonrió con condescendencia y le miró el brazo derecho atrofiado. Vallenar observó que llevaba brillantina y las uñas blancas, perfectamente pulidas.
—Siéntese, haga el favor —dijo, metiéndose el puro en la boca—. Y perdone que siga afeitándome durante nuestra conversación.
El civil tomó asiento delante del escritorio y cruzó las piernas con elegancia.
—Me han dicho que se dedica a la compraventa de artículos electrónicos de segunda mano: relojes, ordenadores, fotocopiadoras… —Vallenar hizo una pausa para afeitarse el labio superior—. ¿Es verdad?
—De segunda mano y nuevos —dijo el otro.
—Perdone la equivocación —dijo Vallenar—. En concreto, hace cuatro o cinco meses (me parece que hacia marzo) compró una sonda tomográfica. Se trata de una herramienta que se emplea para prospecciones. Varas largas de metal con un teclado en el centro. ¿Es así?
—Mi negocio es grande, comandante, y no puedo acordarme de todos los trastos que pasan por mi puerta.
Vallenar se volvió hacia él.
—No he dicho que fuera un trasto. ¿No acaba de decir que vende artículos tanto de segunda mano como nuevos?
El comerciante se encogió de hombros, levantó las manos y sonrió. El comandante había visto aquella sonrisa en innumerables rostros: de insignificantes burócratas, de funcionarios, de hombres de negocios… Decía la sonrisa: no sabré nada ni te ayudaré hasta recibir la coima, el soborno. Era la misma que había visto una semana antes en las caras de los funcionarios de la aduana de Puerto Williams. Con todo, verla en el civil no le inspiró rabia, sino una gran compasión. Un hombre así no era corrupto de nacimiento. Le habían corrompido gradualmente, y era el síntoma de una enfermedad más grave, que se manifestaba en todo su entorno.
Suspiró profundamente, rodeó el escritorio y se sentó en el borde que quedaba más cerca de su visitante, a quien sonrió notando que se le secaba la espuma de afeitar en la piel.
El comerciante asintió con un guiño cómplice, y al mismo tiempo hizo el gesto universal de frotarse el pulgar y el índice, apoyando la otra palma en la mesa.
El comandante lanzó la mano con la rapidez de una serpiente al ataque y, mediante un movimiento brusco, clavó la doble cuchilla en el nacimiento de la uña del dedo corazón. Al comerciante, aterrorizado, se le cortó la respiración, y miró al comandante con ojos de miedo, topando con la más absoluta impasibilidad. A continuación, Vallenar dio un estirón brutal, y su invitado gritó al perder la uña.
Vallenar sacudió la maquinilla para tirar la uña ensangrentada por el ojo de buey, después de lo cual se giró hacia el espejo y continuó afeitándose. Por unos instantes, los únicos ruidos del pequeño camarote fueron el de las cuchillas en la piel y los gemidos de dolor del comerciante. Vallenar observó con cierto interés que la maquinilla dejaba una franja sin afeitar. Debía de haberse quedado enganchado algo entre las hojas.
Volvió a pasar agua por la maquinilla y concluyó el afeitado. Sólo entonces, mientras se daba palmadas en la cara y se la secaba, se volvió hacia el comerciante. Este, que seguía gimiendo, se había levantado, y estaba delante del escritorio balanceándose de un pie a otro y apretándose el dedo, que goteaba sangre.
Vallenar se apoyó en la mesa, sacó un pañuelo del bolsillo y lo anudó con suavidad en torno al dedo herido de su visitante.
—Siéntese, por favor —dijo.
El comerciante lo hizo lloriqueando un poco. Los carrillos le temblaban de miedo.
—Háganos un favor a los dos y conteste a mis preguntas con rapidez y precisión. Se lo repito: ¿compró usted un instrumento como el que le he descrito?
—Sí —dijo el hombre—. Sí, mi comandante, he tenido uno así.
—Y ¿quién se lo compró?
—Un artista norteamericano. —Se apretó el dedo herido.
—¿Artista?
—Un escultor. Quería aprovecharlo para hacer una escultura moderna y exponerla en Nueva York. Estaba tan oxidado que no servía para nada más.
Vallenar sonrió.
—Conque un escultor norteamericano. ¿Cómo se llamaba?
—No me lo dijo.
Vallenar asintió con la misma sonrisa. ¡Qué ganas, ahora, las del comerciante de decir la verdad!