Más allá del hielo (27 page)

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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Aventuras

BOOK: Más allá del hielo
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—¿Qué es? —preguntó.

—Ya lo verá —dijo Garza, sonriendo.

Hizo rodar los barriles para apartarlos del centro del barracón. Quedó a la vista una placa de acero, que Garza abrió haciendo palanca.

McFarlane se quedó de piedra. La trampilla daba a una escalera montada en un túnel con mucho refuerzo de acero. Salía mucha luz.

—Qué misterioso —dijo.

Garza rió.

—Yo lo llamo método Tutankamón. El túnel que llevaba a la cámara del tesoro de Tutankamón lo escondieron poniendo la entrada debajo del barracón de un obrero.

Bajaron por la escalera en fila india, porque era muy estrecha, y llegaron a un túnel no mucho más ancho, iluminado con una hilera doble de fluorescentes. Había tal refuerzo de vigas que parecía íntegramente de acero. El grupo avanzaba en fila de a uno, dejando el vaho de su respiración en el aire gélido. Los puntales de arriba tenían carámbanos, y escarcha las planchas y tirafondos de las paredes. McFarlane aguantó la respiración, porque acababa de ver que tenían delante una mancha de un color inconfundible: muy rojo, contrastando con el brillo del hielo y el acero.

—Lo que ven es una pequeña porción de la parte inferior del meteorito —dijo Garza, deteniéndose al lado.

La superficie, roja y lustrosa, se asentaba en una hilera de gatos de treinta centímetros de diámetro, montados a su vez con anchas bases (semejantes a garras) en la estructura metálica del suelo y las paredes.

—Aquí están —dijo Garza afectuosamente—: los machacas que se encargarán de subirlo. —Dio con el guante una palmadita al que tenía más cerca—. A la señal de ya, levantaremos la roca seis centímetros exactos. Luego meteremos una cuña, volveremos a posicionar los gatos y repetiremos la operación. Cuando haya bastante espacio, empezaremos a montar el andamio por debajo. Se estará muy estrecho, y hará un frío de muerte, pero es la única manera.

—Hemos instalado cincuenta por ciento más gatos de lo necesario —añadió Rochefort.

Con el frío le habían salido manchitas en la cara y se le había puesto azul la nariz—. El túnel está diseñado para ser más fuerte que la matriz del suelo. Es completamente seguro.

Hablaba muy deprisa y apretando los labios con una mueca de reprobación, como si considerara que poner en duda su trabajo era una pérdida de tiempo y una ofensa.

Garza dio la espalda al meteorito y condujo al grupo por un túnel que descendía en ángulos rectos. Bajando a mano derecha había túneles más pequeños que llevaban a otras zonas descubiertas de la parte inferior del meteorito, y a otras series de gatos. Recorridos unos treinta o cuarenta metros, el túnel desembocaba en una enorme sala de almacenamiento subterráneo. El suelo era de tierra prensada y el techo de planchas. Contenía vigas, madera laminada y acero estructural, todo ordenado en hileras y complementado por maquinaria diversa de construcción. Al fondo estaba Glinn hablando con un técnico.

—¡Caray! —musitó McFarlane—. ¡Esto es enorme! Me parece increíble que lo hayan hecho en pocos días.

—La cuestión es evitar presencias no deseadas en el almacén —dijo Garza—. Si esto lo viera un ingeniero, enseguida sabría que no buscamos hierro. Ni oro. Todo esto servirá para montar el andamio a medida que levantemos el meteorito y nos formemos una idea más clara del contorno que tiene. Allá al fondo hay soldadores de arco, lámparas de acetileno y algunas herramientas de carpintería de las de toda la vida.

Vino Glinn, que saludó con la cabeza primero a McFarlane y luego a Amira.

—Siéntate, Rachel, por favor, que tienes cara de cansada.

Le ofreció sentarse en un montón de vigas. Ella sonrió débilmente.

—Cansada y pasmada.

—Tengo muchas ganas de oír el informe.

McFarlane apretó los párpados y volvió a abrirlos.

—Aún no hay nada escrito. Si quiere un parte tendrá que ser oral.

Glinn juntó las manos por las yemas y asintió, mientras McFarlane se sacaba de la chaqueta una libreta. Cada respiración se convertía en columna de vaho. McFarlane abrió la libreta y hojeó con rapidez varias páginas escritas a mano.

—Ante todo, decir que sólo es el principio. Con doce horas casi no hemos tenido tiempo ni de arañar la superficie.

Glinn volvió a asentir quedamente.

—Voy a describir los resultados de la prueba, pero una advertencia: no tienen mucho sentido. Lo primero que hemos hecho ha sido intentar determinar las propiedades básicas del metal: punto de fusión, densidad, resistencia eléctrica, peso atómico, valencia. Cosas así.

Hemos empezado calentando una muestra para encontrar el punto de fusión. La hemos sometido a cincuenta mil grados Kelvin, vaporizando el sustrato de oro, pero se ha quedado sólida.

Glinn tenía los ojos entrecerrados.

—Ahora se explica que sobreviviera al impacto —murmuró.

—Exacto —dijo Amira.

—En segundo lugar hemos intentado usar un espectrómetro de masa para encontrar el peso atómico, pero no ha salido bien el experimento por lo alto del punto de fusión. Ni con la microsonda hemos conseguido que se quedara bastante tiempo en estado gaseoso para hacer la prueba.

McFarlane pasó unas páginas.

—La densidad relativa, más de lo mismo. La microsonda no nos ha facilitado una muestra bastante grande para determinarla. Químicamente parece inactivo. Le hemos aplicado todos los disolventes, ácidos y sustancias reactivas que hemos encontrado en el laboratorio, y lo hemos sometido a temperaturas y presiones altas, pero nada, inerte. Es como un gas noble, con la diferencia de que es sólido. No hay electrones de valencia.

—Siga.

—Después le hemos conectado cables para determinar las propiedades electromagnéticas, que es donde ha saltado la liebre. Parece ser, resumiendo, que el meteorito es un superconductor a temperatura ambiente: conduce la electricidad sin resistencia. Se le aplica una corriente y circula indefinidamente hasta que la apaga cualquier otro factor.

Glinn no dejó traslucir sorpresa ante el dato.

—Luego le hemos aplicado un haz de electrones, que es una prueba habitual para materiales desconocidos: los neutrones hacen que emita rayos X, y así se sabe qué contiene.

En este caso, sin embargo, han desaparecido los neutrones. Se los ha tragado sin dejar rastro.

Y con el haz de protones igual.

Esta vez Glinn arqueó las cejas.

—Sería como dispararle a una hoja de papel con una mágnum del cuarenta y cuatro y que la bala desapareciera en el papel —dijo Amira.

Glinn la miró.

—¿Alguna explicación?

Ella negó con la cabeza.

—He intentado hacer un análisis de mecánica cuántica de todas las pruebas, pero nada.

Sale que es imposible.

McFarlane siguió hojeando la libreta.

—La última prueba que hemos hecho es la difracción de rayos X.

—Explíquela —murmuró Glinn.

—Se somete el material a rayos X y se hace una foto de la difracción. Luego la procesa un ordenador y te dice qué tipo de red cristalográfica ha generado el diagrama. Pues bien, nos ha salido un diagrama de difracción francamente raro: prácticamente fractal. Rachel ha hecho un programa para calcular qué clase de red cristalográfica produciría un diagrama así.

—Aún está en marcha —dijo Amira—. Para mí que se le ha atragantado. Son unos cálculos tremendos. Eso si se puede hacer.

—Ya termino —dijo McFarlane—. Hemos hecho un análisis por marcas de fisión para fechar la coesita procedente de la zona de excavaciones, y hemos asignado una fecha a la caída del meteorito: treinta y dos millones de años atrás.

A lo largo de la escucha, Glinn había ido bajando la mirada hacia el suelo de tierra prensada y helada.

—¿Conclusiones? —dijo al cabo en voz muy baja.

—Son muy preliminares —dijo McFarlane.

—Lo tengo en cuenta.

McFarlane respiró hondo.

—¿Conoce la hipótesis de la «isla de estabilidad» de la tabla periódica?

—No.

—Durante muchos años, los científicos han buscado elementos cada vez más pesados en la zona más alta de la tabla periódica. La mayoría de los que han encontrado tienen la vida muy corta: sólo duran un milmillonésimo de segundo, y luego se convierten en algún otro elemento; pero existe la teoría de que muy, muy arriba de la tabla periódica podría haber un grupo de elementos que sí fueran estables, que no se descompusieran. Una isla de estabilidad.

Nadie sabe qué clase de propiedades tendrían, pero serían extrañísimos y muy, muy pesados.

No se podrían sintetizar de ningún modo, ni siquiera con el acelerador de partículas más grande de los que existen hoy en día.

—Y ¿usted cree que hemos encontrado un elemento así?

—La verdad es que estoy casi seguro.

—Y ¿cómo se habría creado?

—Sólo en el acontecimiento de mayor violencia que se conoce en el universo: una hipernova.

—¿Una hipernova?

—Sí. Es mucho más grande que una supernova. Se produce cuando entra una estrella gigante en un agujero negro, o con la colisión de dos estrellas de neutrones y la formación de un agujero negro. Durante unos diez segundos, una hipernova produce tanta energía como el resto del universo conocido. Un fenómeno así es posible que tuviera bastante energía para crear los elementos a que me refería. También podría haber tenido bastante energía para lanzar al espacio este meteorito a una velocidad que le hiciera cruzar espacios interestelares y caer en la Tierra.

—Un meteorito interestelar —dijo Glinn inexpresivamente.

McFarlane se llevó la sorpresa de observar un intercambio breve pero significativo de miradas entre Glinn y Amira. Enseguida se puso tenso, pero Glinn se limitó a asentir.

—Nos ha dado más preguntas que respuestas.

—Sólo disponíamos de doce horas.

Se produjo un breve silencio.

—Volvamos a la pregunta básica —dijo Glinn—. ¿Es peligroso?

—No hay que preocuparse de que envenene a nadie —dijo Amira—. Es completamente inocuo. Ni radiactivo ni reactivo. Yo creo que no es peligroso; ahora bien, no me dedicaría a manipularlo eléctricamente. Tratándose de un superconductor a temperatura ambiente, tiene propiedades electromagnéticas de mucha potencia, y un poco raras.

Glinn se giró.

—¿Doctor McFarlane?

—Es un cúmulo de contradicciones —dijo McFarlane, manteniendo un tono neutral—.

En cuanto a peligro, no le hemos descubierto ninguno en concreto, pero tampoco hemos demostrado que sea inofensivo del todo. En este momento lo estamos sometiendo a la segunda tanda de pruebas, y cuente con que le informaremos de cualquier resultado que aporte datos nuevos, pero son preguntas que se contestan en años, no en doce horas.

—Ya. —Glinn suspiró. Fue un sonido sibilante que en cualquier otra persona habría significado irritación—. Pues nosotros sí hemos descubierto algo del meteorito que quizá le interese.

—¿Qué?

—Al principio calculábamos que tendría mil doscientos metros cúbicos, o trece metros de diámetro, pero durante la perforación de los túneles Garza y sus hombres midieron el contorno exterior del meteorito, y resulta que es mucho más pequeño de lo que creíamos.

Sólo tiene unos seis metros de diámetro.

La mente de McFarlane se esforzó por integrar el dato, que, cosa extraña, le decepcionó. No era mucho mayor que el Ahnighito, que estaba en el museo de Nueva York.

—De momento es difícil medir la masa —dijo Glinn—, pero todo indica que el meteorito sigue pesando al menos diez mil toneladas.

A McFarlane se le pasó la decepción de golpe.

—O sea que tiene una densidad relativa de…

—¡Como mínimo de setenta y cinco! ¡Joder! —dijo Amira.

Glinn arqueó una ceja.

—¿Y eso qué quiere decir?

—Los dos elementos más pesados que se conocen son el osmio y el iridio —dijo Amira—. Los dos tienen una densidad relativa más o menos de veintidós. Si la del meteorito es de setenta y cinco, su densidad triplica la de cualquier elemento terrestre conocido.

—Ya tenemos la prueba —murmuró McFarlane, notando que se le aceleraba el pulso.

—¿Cómo? —dijo Glinn.

McFarlane tenía la misma sensación que si le hubieran quitado un peso de los hombros. Miró a Glinn a la cara.

—Ya no cabe ninguna duda. Es interestelar.

Glinn permaneció inescrutable.

—Algo tan denso es imposible que se haya originado en nuestro sistema solar. Tiene que venir de otra parte, de un lugar del universo muy diferente. La región de una hipernova.

Se produjo un largo silencio. McFarlane oía gritos lejanos de gente trabajando en los túneles, y un ruido amortiguado de martillos neumáticos y soldadores. Glinn, al cabo, carraspeó.

—Doctor McFarlane… —dijo con voz sosegada—. Sam, perdone si me ve escéptico, pero tenga en cuenta que trabajamos fuera de los parámetros de cualquier modelo posible.

No hay ningún precedente que nos guíe. Ya sé que no ha tenido tiempo de hacer pruebas a fondo, pero nuestra ventana de oportunidades está a punto de cerrarse. Le pido su opinión de científico y de persona sobre si es seguro seguir, o si deberíamos cancelar la operación y volver a casa.

McFarlane respiró hondo. Comprendía la petición, pero también tenía muy claro lo que se había callado Glinn. «Su opinión de científico y de persona.» Glinn le pedía un análisis de la cuestión, pero un análisis objetivo, no el de la persona que cinco años antes había traicionado a un amigo en las mismas circunstancias. Le pasó por la cabeza una sucesión de instantáneas: Lloyd paseándose delante de su pirámide, los ojos negros y brillantes del comandante del destructor, y los huesos rotos y gastados de su socio muerto.

Empezó a hablar con parsimonia.

—Hace treinta y dos millones de años que está aquí enterrado, y no parece que haya ocasionado problemas. Sin embargo, no lo sabemos. Sólo puedo decir una cosa: que se trata de un descubrimiento científico de importancia capital. ¿Que si vale la pena correr el riesgo?

No hay nada importante que se consiga sin riesgos.

Los ojos de Glinn parecían mirar muy lejos. Su expresión era la de siempre, inescrutable, pero McFarlane adivinó que había expresado lo que pensaban los dos.

Glinn sacó el reloj de bolsillo y lo abrió con un giro de muñeca. Había tomado una decisión.

—Levantaremos la roca en treinta minutos. Rachel, si tú y Gene comprobáis las servoconexiones, estaremos preparados.

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