De repente McFarlane se sintió abrumado por la emoción.
—Todo el mundo arriba para las pruebas —dijo Garza consultando su reloj—. Aquí abajo está prohibido estar.
La emoción se apagó con la misma rapidez.
—¿No ha dicho que esto era seguro? —dijo McFarlane.
—Siempre hay que doblar las previsiones —murmuró Glinn.
Y salió el primero del almacén subterráneo, encabezando al grupo por el estrecho túnel.
El doctor Patrick Brambell estaba en su litera, bien arropadito y leyendo
The Faerie Queen,
de Spenser. El petrolero navegaba por el estrecho sin sobresaltos, y el colchón era deliciosamente mullido. La temperatura de la suite médica había sido aumentada a treinta grados, que para él era lo ideal. Salvo la dotación indispensable, estaba en tierra todo el mundo, preparando el alzamiento del meteorito, y el barco era todo silencio. Brambell no acusaba el menor malestar, a menos que se entendiera por tal el hecho de que, tras media hora de sostener el libro, empezaba a dormírsele el brazo; problema, por lo demás, de fácil arreglo. Suspirando de satisfacción, se cambió el libro de mano, pasó la página y volvió a enfrascarse en la lectura de los dáctilos elegantes de Spenser.
La interrumpió. A decir verdad había otra molestia. Se le escapó la mirada hacia el laboratorio, que quedaba al fondo de un pasillo. El contenedor azul de las pruebas estaba encima de una camilla de reluciente metal, cerrada pero con las abrazaderas levantadas.
Tenía un aire de tristeza, de reproche. Glinn quería hecho el examen para la noche.
Brambell se lo quedó mirando, y al cabo, para disgusto de su alma, dejó el libro, se levantó de la litera y se alisó la bata. Pese a que apenas ejercía, y a que, en lo tocante a operaciones, ese apenas era un jamás, le encantaba llevar bata de cirujano y sólo se la quitaba para dormir. Le parecía un uniforme más intimidador que el de policía, y casi tanto como el de la mismísima Parca. Las batas de cirujano ayudaban a acelerar las visitas de pacientes y abreviar las conversaciones innecesarias, sobre todo si había manchas de sangre.
Salió del camarote y se quedó unos segundos en el pasillo que llevaba a la consulta, observando las filas paralelas de puertas abiertas. En la sala de espera no había nadie. Diez camas y todas vacías. Muy satisfactorio.
Una vez estuvo en el laboratorio, se lavó las manos en la pila (de un tamaño exagerado) y se las secó moviendo los dedos; esto último, acompañado de un pequeño giro del cuerpo, conformaba una imitación bien poco reverente de un sacerdote. Encendió el secador de aire caliente con el codo y expuso al chorro, frotándoselas, sus manos nudosas por la edad. Mientras tanto, miraba las hileras perfectas de libros gastados que no habían cabido en el camarote. Encima había colgado dos cuadros: una imagen de Jesucristo con las llamas y espinas del sagrado corazón y una foto pequeña y descolorida de dos gemelos idénticos vestidos de marinerito. La estampa de Jesús le traía muchos recuerdos, algunos de ellos contradictorios, pero en ningún caso anodinos. La fotografía de él y su hermano gemelo Simón, muerto en Nueva York a manos de un atracador, le recordaba el motivo de que no hubiera contraído matrimonio ni hubiera tenido descendencia.
Se puso guantes de látex, encendió la luz y colocó la lupa sobre la camilla. A continuación abrió el contenedor de las pruebas y dirigió una mirada crítica al amasijo de huesos. Le había bastado un simple vistazo para ver que faltaban varios y que el resto estaba amontonado a la buena de Dios, sin respeto alguno por la anatomía. La incompetencia general del mundo le hizo mover su cabeza cana.
Empezó por sacar los huesos, identificarlos y devolverles su colocación correcta en la camilla. Aparte de algunas marcas de roedores, no se apreciaba ningún deterioro de origen animal. De repente frunció el entrecejo. La cantidad de fracturas era anómala, más aún, extraordinaria. Se detuvo con un trozo de hueso a medio camino entre el contenedor y la camilla, hasta que lentamente lo depositó en la superficie de metal. En el silencio de las dependencias médicas, Brambell retrocedió, cruzó las mangas verdes de su bata y observó los despojos con gran atención.
Desde la infancia dublinesa de los gemelos Brambell, su madre había alimentado sueños de que se hicieran médicos; y, como mamá era una fuerza irresistible de la naturaleza, tanto Simón como Patrick habían ingresado en la facultad de medicina. Contrariamente a Simón, encantado de ser médico y acogido en Nueva York con todos los honores, a Patrick le molestaba no poder dedicar todo su tiempo a la literatura, y el paso de los años le había llevado al ámbito de la navegación. Últimamente se inclinaba por los petroleros, cuyas bazas eran lo reducido de la tripulación y lo confortable del alojamiento. Hasta ahora el
Rolvaag
había estado a la altura de sus expectativas, en el sentido de que no le había agobiado con huesos rotos, fiebres graves ni gonorreas con flujo. Su única distracción de la lectura habían sido algunos casos de mareo y una sinusitis, además, naturalmente, de la preocupación de Glinn por el buscador de meteoritos. Hasta ahora.
Sin embargo, al examinar la colección de huesos rotos, Brambell sintió despertarse una curiosidad muy poco típica de él. El silencio del laboratorio ya no era completo. Ahora se oía silbar una melodía irlandesa.
Brambell, pues tal era la identidad del alegre silbador, terminó de formar el esqueleto con mayor rapidez y examinó los efectos personales: botones, trozos de ropa y una bota vieja.
Sólo una bota, cómo no: los muy zopencos se habían olvidado la otra. Eso y la clavícula derecha, una parte del ilion, el radio izquierdo, los carpos e intercarpianos… Elaboró una lista mental de los huesos que faltaban. Al menos tenía el cráneo, si bien en varios pedazos.
Se fijó más. Presentaba la misma red tupida de fracturas. El borde de la órbita estaba muy marcado, y era robusta la mandíbula. Varón, con toda segundad. A juzgar por el estado de la sutura, andaría sobre los treinta y cinco o cuarenta años. Era un individuo de baja estatura, como máximo un metro setenta, pero recio y con los músculos bien sujetos; el resultado, sin duda, de muchos años de trabajo de campo. Todo coincidía con el perfil del geólogo planetario Néstor Masangkay que le había facilitado Glinn.
Había muchos dientes rotos por la raíz. Parecía que el pobre hombre, durante su agonía, hubiera sufrido convulsiones tan graves que se le hubieran partido todos los dientes, e incluso la mandíbula.
Brambell, que seguía silbando, encauzó su atención hacia el esqueleto poscraneal.
Estaban rotos casi todos los huesos que podían romperse. Se preguntó qué causa podía tener un traumatismo tan generalizado. Parecía deberse a un golpe frontal que lo afectara todo simultáneamente, desde los dedos de los pies hasta la coronilla. Se acordó de cuando iba a la facultad y le había hecho la autopsia a un paracaidista. El pobre se había puesto mal el paracaídas y se había caído en plena carretera desde mil metros de altura.
Brambell contuvo la respiración, y dejó a medias la última nota de la canción que silbaba. Tan atento había estado a la fractura de los huesos que no se había fijado en las demás características. Ahora sí, y veía que las falanges proximales presentaban un desmenuzamiento propio de temperaturas muy altas o de una quemadura grave. Faltaban casi todas las falanges distales, probablemente por haberlas consumido la quemadura. Tanto en los pies como en las manos. Acercó más la vista. Los dientes partidos estaban chamuscados y se les descascarillaba el esmalte.
Su mirada recorrió el conjunto de los restos. El parietal presentaba quemaduras muy graves, y una textura quebradiza en extremo. Acercó la cara y olfateó. En efecto, hasta olía. ¿Y aquello? Brambell cogió una hebilla. ¡Demontre, si estaba fundida! Y la bota, algo más que podrida: chamuscada, al igual que los restos de ropa. El muy liante de Glinn no le había hecho ningún comentario al respecto, y eso que seguro que se había fijado.
Brambell recuperó la posición erguida, y le apenó comprender que al fin y al cabo no había ningún misterio. Ahora sabía con exactitud cómo había muerto Masangkay.
En la penumbra de las dependencias médicas volvieron a sonar las notas de la canción irlandesa, pero ahora que Brambell ponía cuidado en cerrar el contenedor de las pruebas y volvía a su litera, la alegre melodía estaba teñida de cierta pesadumbre.
McFarlane estaba al lado de la ventana del centro de comunicaciones, haciendo un agujero en la escarcha con la mano. Las mandíbulas de Hanuxa estaban cubiertas de nubes muy negras que tendían su manto de oscuridad sobre el conjunto de las islas del cabo de Hornos. McFarlane tenía detrás a Rochefort, quien, todavía más tenso de lo habitual, tecleaba en una terminal de Silicon Graphics.
La última media hora había sido de actividad frenética. Una parte de los preparativos había consistido en desplazar el barracón de chapa que escondía el meteorito y excavar las inmediaciones del hoyo hasta dejar una capa de tierra oscura, como una cicatriz en aquel paisaje nevado de ensueño. Un ejército pequeño de trabajadores se afanaba por la zona en cumplimiento de a saber qué tareas. Las comunicaciones radiofónicas habían sido una Babel perfecta de incomprensión técnica.
Fuera sonó la nota grave de una sirena, y McFarlane notó que se le aceleraba el pulso.
De golpe se abrió la puerta de la barraca y entró Amira sonriendo. Detrás iba Glinn, que cerró la puerta con delicadeza y se colocó detrás de Rochefort.
—¿Está lista la secuencia de alzamiento?
—Todo a punto.
Glinn cogió una radio y habló por ella.
—¿Garza? Cinco minutos para el alzamiento. Mantén sintonizada esta frecuencia, por favor.
Dejó la radio y miró a Amira, que se había sentado cerca en una consola y estaba poniéndose auriculares.
—¿Servos?
—Conectados —contestó ella.
—Y ¿qué veremos? —inquirió McFarlane.
Ya preveía el alud de preguntas de Lloyd durante la siguiente videoconferencia.
—Nada —dijo Glinn—. Sólo lo levantamos seis centímetros. Puede que se resquebraje un poco la tierra de encima.
Hizo señas a Rochefort—. Sube los gatos a sesenta toneladas cada uno.
Las manos de Rochefort se movieron por el teclado.
—Agarran todos bien. No ha resbalado ninguno.
En el suelo se notó una vibración muy ligera, imperceptible al oído. Glinn y Rochefort se inclinaron sobre la pantalla y examinaron los datos que pasaban por ella. Se les veía muy tranquilos, impasibles. Teclear, esperar, teclear otro poco… Parecía simple rutina, no como a lo que estaba acostumbrado McFarlane: cavar a la luz de la luna en el jardín de algún jeque con el corazón en vilo y procurando no hacer ruido con la pala.
—Sube los gatos a setenta —dijo Glinn.
—Hecho.
Siguió una espera larga y aburrida.
—Mierda —murmuró Rochefort—. No consta que se mueva absolutamente nada.
—Súbelos a ochenta.
Rochefort pulsó unas teclas, y al poco rato negó con la cabeza.
—¿Rachel? —dijo Glinn.
—A los servos no les pasa nada.
Esta vez el silencio fue más largo.
—Con las setenta toneladas por gato deberíamos haber visto movimiento. —Glinn hizo una pausa y añadió—: Súbelos a cien.
Rochefort le dio al teclado, y McFarlane observó las dos caras a la luz del monitor.
Dentro de la barraca se había multiplicado la tensión en pocos segundos.
—¿Nada? —preguntó Glinn con algo parecido a preocupación.
—Sigue plantado en el mismo sitio.
A Rochefort se le había acentuado todavía más su habitual cara de vinagre.
Glinn se puso derecho, caminó hacia la ventana lentamente y apartó la escarcha con chirridos del dedo en el cristal.
Los minutos pasaban interminables, mientras Rochefort se quedaba clavado al ordenador y Amira controlaba los servos. Final se giró Glinn.
—Bueno, pues abajo con los gatos y a examinar los puntos de apoyo. Habrá que hacer otro intento.
De repente la habitación fue invadida por un extraño lamento, que procedía a la vez de todas partes y de ninguna. El efecto bordeaba lo fantasmal. McFarlane tenía la piel de gallina.
Rochefort se concentró en el monitor.
—Fallo en el sector seis —dijo, haciendo volar los dedos por el teclado.
El sonido cesó.
—¡Caray! ¿Qué ha sido eso? —preguntó McFarlane.
Glinn sacudió la cabeza.
—Parece que en el sector seis puede haberse levantado el meteorito un milímetro o así, pero ha vuelto a caerse y ha hundido un poco los gatos.
—Otro desplazamiento —dijo Rochefort con cierta alarma.
Glinn se acercó y miró la pantalla.
—Es asimétrico. Deprisa, baja los gatos a noventa.
Ruido de teclas, y Glinn retrocedió con expresión ceñuda.
—¿Qué le pasa al sector seis?
—Se han atascado los gatos en cien toneladas —dijo Rochefort—, porque no bajan.
—¿Cómo lo analizas?
—Puede que esté basculando la roca hacia ese sector. Entonces habrían recibido mucho peso de golpe.
—Pon todos los gatos a cero.
A McFarlane le estaba pareciendo una escena casi surrealista. No había ningún ruido, nada espectacular como pudiera ser una vibración subterránea. Todo se reducía a unas cuantas personas mirando pantallas.
Rochefort dejó de teclear.
—Se ha bloqueado todo el sector seis. Habrán recibido demasiado peso.
—¿El resto se puede poner a cero?
—Podría desestabilizarse el meteorito.
—Desestabilizarse —repitió McFarlane—. ¿En el sentido de inclinarse?
La mirada de Glinn se posó en él y volvió a la pantalla del ordenador.
¿Qué sugieres? —preguntó fríamente a Rochefort.
El ingeniero se apoyó en el respaldo, se lamió el índice izquierdo y aplicó la yema al pulgar derecho.
Te voy a dar mi opinión. Los gatos los dejamos en la posición de ahora. Luego soltamos el fluido de las válvulas hidráulicas de emergencia de los del sector seis y los desbloqueamos.
—¿Cómo? —preguntó Glinn.
Rochefort tardó un poco en contestar.
—Manualmente.
Glinn se acercó la radio a la boca.
—¿Garza?
—Aquí.
—¿Estás escuchando?
—Sí.
—¿Y qué opinas?