Y O'Hare se largó.
Es una experiencia común a todo el que ha estado a la sombra el despertarse y preguntarse por qué está uno en la cárcel. La teoría que me propongo a mí mismo en tales ocasiones es que estoy en prisión porque no me animé a caminar o a saltar sobre el vómito de otro hombre. Me refiero al vómito de Bernard B. O'Hare, depositado al pie de la escalera, sobre el vestíbulo de entrada.
Salí de mi casa un poco después que O'Hare. Ya nada me detenía allí. Me llevé un recuerdo de manera absolutamente casual. Cuando salí del departamento, di un puntapié a algo que estaba en el umbral. Cayó en el descansillo y lo levanté. Era un peón de aquel juego de ajedrez que había tallado en el mango de una escoba.
Me lo puse en el bolsillo. Todavía lo conservo. Mientras lo guardaba en el bolsillo, me llegó el insoportable hedor del escándalo público creado por O'Hare.
A medida que bajaba la escalera, el hedor empeoraba.
Cuando alcancé el rellano frente a la puerta del doctor Abraham Epstein, un hombre que había pasado su niñez en Auschwitz, el hedor me paró en seco.
De pronto me vi llamando a la puerta del doctor Epstein.
Epstein en persona salió a abrirme en bata y pijama. Estaba descalzo. Se sorprendió al verme.
—¿Sí?
—¿Puedo entrar?
—¿Es una consulta médica?
Una cadena atravesaba la puerta.
—No. Es un asunto personal... político.
—¿No puede esperar?
—Preferiría qué no —dije.
—Deme una idea de qué se trata.
—Deseo ir a Israel para someterme a juicio —dije.
—¿Cómo?
—Quiero ser juzgado por mis crímenes contra la humanidad. Lo hago por voluntad propia.
—¿Y por qué viene a decírmelo a mí?
—Pensé que usted conocería a alguien... alguien que se entusiasmaría ante el anuncio...
—No —dijo—. Soy norteamericano. Mañana encontrará a todos los israelíes que desee.
—Preferiría entregarme a uno que haya estado en Auschwitz —dije.
Eso pareció enfurecerlo.
—¡Entonces búsquese a alguien que sólo piense en Auschwitz! Abundan los que no piensan en otra cosa. ¡Yo
nunca
pienso en Auschwitz!
Y me cerró la puerta en las narices.
Me quedé otra vez helado. Se había frustrado el único propósito que había podido imaginar. Lo que Epstein había dicho, acerca de que encontraría israelíes muy dispuestos por la mañana, sin duda era cierto.
Pero me quedaba toda la noche por delante. Y no podía moverme.
Dentro, Epstein hablaba con su madre. Hablaba en alemán.
Sólo logré escuchar fragmentos de conversación. Epstein contaba a su madre lo que acababa de ocurrir.
Pero algo que me impresionó fue la pronunciación de mi apellido.
«Kam-bú», repetía una y otra vez. Eso significaba «Campbell» para ellos.
Y ése era el Mal indisoluble que existía en mí, el Mal que había afectado a millones; el ser repugnante que la gente honrada quería ver muerto y enterrado...
« Kam-bú.»
La madre de Epstein se enardeció tanto con Kam-bú y con lo que éste se proponía hacer, que se acercó a la puerta. Estoy seguro de que no esperaba encontrarse con Kam-bú mismo. Sólo pretendía aborrecerlo y maravillarse ante el hueco que habría dejado en el aire.
Abrió la puerta. Su hijo le pisaba los talones y le repetía que no la abriese. La mujer casi se desmayó ante la vista de Kam-bú en persona. Kam-bú en estado cataléptico.
Epstein la hizo a un lado; salió como si estuviese dispuesto a atacarme.
—¿Qué mierda hace aquí? ¡Lárguese en seguida! Como ni siquiera me moví ni contesté ni pestañeé, como no parecía ni respirar, empezó a entender que, después de todo, se trataba de un problema profesional.
—¡OH, por Dios! —se lamentó. Como un robot amistoso me dejé conducir por el doctor. Me llevó a la cocina de su apartamento; allí me hizo sentar ante una mesa blanca. —¿Puede oírme? —dijo.
—Sí.
—¿Sabe quién soy y dónde está?
—Sí.
—¿Ha estado así alguna vez antes?
—No.
—Usted necesita un psiquiatra. Y yo no soy psiquiatra.
—Ya le dije lo que necesito. Llame a alguien, no a un psiquiatra. Llame a alguien que quiera llevarme a juicio.
Epstein y su madre, una mujer muy anciana, discutieron interminablemente sobre lo que debían hacer conmigo. Su madre comprendió inmediatamente mi enfermedad: era mi mundo y no yo el que estaba enfermo.
—No es la primera vez que has visto unos ojos como ésos —dijo a su hijo en alemán—. No es el primer hombre que has visto sin poder moverse hasta que se lo ordenaban, anhelando que alguien le dijera lo que debía hacer, que cumplía cualquier orden que le dieran. Viste miles de ellos en Auschwitz.
—No me acuerdo —dijo Epstein, tenso.
—Está bien: entonces deja que yo lo recuerde. Puedo acordarme. Lo recuerdo a cada minuto. Y porque soy una persona que lo recuerda, permíteme que te diga que se debe hacer lo que pide. Llama a alguien.
—¿Y a quién puedo llamar? —dijo Epstein—. No soy sionista. Soy anti-sionista. Menos que eso... Nunca pienso en ello. Soy médico. No conozco a nadie que todavía ande buscando venganza. Sólo siento desprecio para esa gente. Váyase. Se ha equivocado de puerta.
—Llama a alguien.
—¿Todavía quieres vengarte...? —le preguntó el doctor.
—Sí.
Epstein acercó el rostro al mío:
—¿Y usted quiere de veras recibir su castigo?
—Quiero un juicio.
—Está representando una comedía —dijo Epstein, exasperado con su madre y conmigo—. ¡No prueba nada con eso!
—Llama a alguien —insistió la madre.
Epstein levantó las manos.
—¡De acuerdo! ¡De acuerdo! Llamaré a Sam. Le diré que tiene la oportunidad de convertirse en un gran héroe sionista. Siempre lo deseó.
Nunca llegué a saber el apellido de Sam. El doctor Epstein le telefoneó desde el vestíbulo del apartamento, mientras yo permanecía en la cocina con la vieja madre de Epstein.
La mujer se sentó ante la mesa, me miró, puso los brazos sobre la mesa, estudió mi cara con melancólica curiosidad y con satisfacción.
—Se llevaron todas las bombillas —me dijo en alemán.
—¿Qué?
—La gente que entró en su apartamento... Se llevaron todas las bombillas de la escalera.
—Ah.
—Lo mismo pasaba en Alemania.
—¿Cómo dice?
—Que también allá pasaban esas cosas... cuando llegaba las SS o la Gestapo y se llevaba a alguien...
—No la entiendo.
—Otras personas entraban en el edificio con ganas de hacer algo patriótico. Y ésa era una de las cosas que siempre hacían. Alguien se llevaba las bombillas.
Sacudió la cabeza.
—Siempre hay quien haga algo raro.
El doctor Epstein volvió a la cocina limpiándose las manos.
—Bien: tres héroes vendrán dentro de poco. Un sastre, un relojero y un pediatra... Todos encantados de representar el papel de paracaidistas israelíes.
—Gracias —dije.
Veinte minutos después llegaron a buscarme los tres. No llevaban armas, no eran agentes de Israel o de cualquier otra cosa sino de sí mismos. La única autoridad que traían era la que les confería mi infamia y mi ansiedad de entregarme a alguien, casi a cualquiera.
Mi arresto se limitó a pasar el resto de la noche en una cama, en el apartamento del sastre, por más señas. A la mañana siguiente, los tres me entregaron con mi consentimiento a los representantes oficiales de Israel.
Cuando los tres llegaron al apartamento de Epstein llamaron ruidosamente a la puerta.
En cuanto los oí sentí un gran alivio. Me sentí feliz.
—¿Está mejor ahora? —dijo Epstein antes de abrirles la puerta.
—Sí. Gracias, doctor.
—¿Todavía quiere ir?
—Sí.
—
Debe
ir —dijo su madre.
Y entonces se inclinó hacia mí sobre la mesa de la cocina. Musitaba algo en alemán. Lo canturreaba como si fuese el fragmento de una melodía infantil aprendida largos años antes y que recordara de pronto.
Lo que canturreaba era la orden que había oído a través de los altavoces de Auschwitz. La orden que había oído tantas veces al día, durante años:
—«Leichentrager zu Wache» —susurró.
Hermoso idioma, ¿verdad?
¿Traducción?
«Los transportadores de cadáveres, al cuarto de guardia.»
Eso fue lo que la anciana canturreó.
Aquí estoy, pues; en Israel. Por voluntad propia, aunque la celda está cerrada con llave y mis guardias tienen fusiles.
Mi historia está contada. Y ya era tiendo, porque mañana se inicia mi juicio. Una vez mas la liebre de la historia alcanza a la tortuga del arte. Ya no tendré tiempo para escribir. Debo emprender una nueva aventura.
Hay muchos testigos de cargo. Ninguno a mi favor.
Según me dicen, el fiscal piensa iniciar el juicio haciendo oír grabaciones de mis peores programas radiofónicos para que el testigo de cargo más despiadado sea yo mismo.
Bernard B. O'Hare ha viajado hasta aquí, pagándose el viaje de su propio bolsillo, y molesta a la fiscalía con la febril incoherencia de todo lo que dice.
También está aquí Heinz Schildknecht, mí mejor amigo en otros tiempos y compañero en los juegos de ping-pong; el hombre a quien robé la motocicleta. Mi abogado defensor dice que Heinz rebosa veneno contra mí y que, curiosamente, será un testigo al que todos creerán. ¿De dónde le viene esta respetabilidad a Heinz, que, después de todo, trabajó en una mesa cerca de la mía en el Ministerio de Propaganda y Educación Popular?
Sorpresa: Heinz es judío, miembro de una organización clandestina anti-nazi durante la guerra, agente de Israel desde que la guerra terminó hasta la actualidad.
Y lo puede probar.
¡Bien por Heinz!
Lionel J. D. Jones, doctor en Cirugía Dental y doctor en Teología, y el coronel lona Potapov,
alias
George Kraft, no podrán acudir, ya que ambos están recluidos en una prisión federal de Estados Unidos de Norteamérica. Sin embargo, los dos han enviado declaraciones escritas.
Las declaraciones del doctor Jones y de Kraft-Potapov no me serán de mucha ayuda, desde luego.
El doctor Jones declara bajo juramento que soy un santo y un mártir de la sagrada causa del nazismo. Dice además que poseo la dentadura aria más perfecta que haya visto en su vida, con excepción de la que exhiben las fotografías de Hitler.
Kraft-Potapov declara bajo juramento que el servicio de inteligencia ruso nunca pudo encontrar una sola prueba de que yo fuera agente norteamericano. Expresa la opinión de que fui un nazi convencido, pero que no debe considerárseme responsable de mis actos, ya que siempre fui un idiota para la política, un artista incapaz de distinguir entre la realidad y los sueños.
Los tres hombres que me custodiaron en el apartamento del doctor Epstein —el sastre, el relojero y el pediatra— también están a mano para ofrecer algo aún más inútil que lo que puede ofrecer Bernard B. O'Hare.
Howard W. Campbell, Jr.: ¡Esta es tu vida!
Mi abogado Israelí, el señor Aivin Dobrowitz, ha ordenado que se me remita desde Nueva York toda la correspondencia que reciba. Tiene la irrazonable esperanza de encontrar entre las cartas alguna prueba de mi inocencia.
¡Aleluya!
Hoy han llegado tres cartas.
Las abriré ahora y reproduciré fielmente su contenido, una por una.
La esperanza arde sin cesar, dicen, en el corazón de los hombres. Arde sin cesar por lo menos en el corazón de Dobrowitz. Y ésta es la razón, supongo, de que sea un abogado tan caro.
Todo lo que necesito para verme libre, dice Dobrowitz, es la prueba más insignificante de que Frank Wirtanen existió y de que Wirtanen me convirtió en espía norteamericano.
Bien. En cuanto a la correspondencia de hoy. La primera carta empieza de manera bastante amistosa:
«Estimado amigo», me llama, a pesar de todas las cosas horribles de que me acusan. El que escribe cree que soy maestro. Ya aclaré en otro capítulo, creo, por qué mí nombre fue a parar a una lista de supuestos educadores y por qué llegué a ser feliz destinatario de cartas que promocionan material útil para los encargados de enseñar a la juventud.
La carta que tengo entre manos está firmada por Juguetes Creativos, Sociedad Anónima.
«Estimado amigo (me dice Juguetes Creativos, S. A. aquí, en una prisión de Jerusalén): ¿Desea usted crear una atmósfera en los hogares de sus alumnos? Lo que ocurre a los niños cuando dejan la escuela todos los días es muy importante. Usted puede dirigir el trabajo de un niño durante un promedio de 25 horas semanales; pero los padres lo guían durante 45 horas. Lo que un padre hace con estas horas puede complicar o facilitar su tarea educativa.
Creemos que los juguetes que produce nuestra empresa estimularán genuinamente en los hogares la atmósfera de creatividad que usted, como conductor de la tierna infancia, trata de fomentar.
¿Cómo pueden lograrlo los Juguetes Creativos? Nuestros juguetes atienden a las necesidades físicas de los niños en edad de crecimiento. Nuestros juguetes ayudan al niño a descubrir y a experimentar la vida en el hogar y en la comunidad. Nuestros juguetes ofrecen las oportunidades para la expresión individual que quizá faltan en la vida grupal de la escuela.
Nuestros juguetes ayudan al niño a superar la agresividad...»
A lo que contesto:
«Estimados amigos: Soy una persona que tiene mucha experiencia de la vida en el hogar y la comunidad, con gente de carne y hueso, y en situaciones reales. Y dudo mucho que ninguno de sus juguetes prepare a un niño para una millonésima parte de aquello contra lo que se romperá las narices y los dientes en la vida, esté preparado o no.
Mi opinión personal es que todo niño debería empezar a tener experiencia con gente real y comunidades reales desde el momento de su nacimiento, si fuera posible. Si, por alguna razón, no se pudiera disponer de ese material, entonces deben usarse juguetes.
Pero ¡nada de esos juguetes agradables, suaves y fácilmente manejables que ustedes muestran en el folleto de propaganda, amigos míos! Que no haya nada de armonioso en los juguetes infantiles, no sea que los niños crezcan confiados en que habrá paz y orden hasta que se los coman crudos.
En cuanto a superar la agresividad de los niños, me opongo decididamente. Los niños necesitarán toda la agresividad que puedan contener sus cuerpecitos para liberarla posteriormente en el mundo adulto. Nombren a uno solo de los grandes hombres de la historia que no haya pasado su infancia en ebullición, controlado por una válvula de seguridad herméticamente cerrada.
Permítanme comunicarles que los niños a mi cargo durante un promedio de veinticinco horas semanales no pierden su capacidad de violencia durante las cuarenta y cinco horas que pasan con sus padres. No se dedican a poner en un arca de Noé animalitos tallados a mano, créanme. Se dedican a espiar a los adultos y a aprender así qué es aquello por lo que tendrán que pelear, qué es lo que deben codiciar, cómo satisfarán su codicia, por qué y cómo tendrán que mentir, qué debe volverlos locos, las diferentes maneras en que pueden volverse locos, etcétera.
No me animo a predecir los terrenos en que estos niños míos triunfarán en la vida, pero garantizo éxito sin excepción a todos en cualquier parte del mundo civilizado.
Atentamente, y siempre a favor de una pedagogía realista,
Howard W. Campbell, Jr.»