—No —dijo Madouc—, no veo nada semejante.
—Naupt, ¿dónde estás? —llamó Posm.
—¡Aquí, señoría!
—¡Consulta el gran registro! Averigua si hemos agasajado a un tal «Pellinore de Aquitania».
Naupt se marchó del salón y regresó poco después.
—No figura tal nombre, ni en el índice ni en la lista de recetas. No conocemos a Pellinore.
—Entonces tal es la respuesta que debo darte, y cumple plenamente con el requerimiento. Ahora bien, Travante el Sabio, ¿qué obsequio has traído tú?
—Es un artículo de enorme valor si se usa correctamente. En verdad, he consagrado mi vida entera a adquirirlo. Throop, como obsequio, te ofrezco mi duramente ganada senilidad, mi vejez y la veneración que le corresponde. Es un don realmente valioso.
Las tres cabezas hicieron un mueca y los grandes brazos acariciaron las tres barbas, una tras otra.
—¿Cómo puedes dar gratuitamente un obsequio tan valioso? —preguntó Posm.
—Lo hago por consideración a ti, mi anfitrión, con la esperanza de que te sea tan provechoso como a mí. Como obsequio para tu huésped, puedes devolverme la huera e insípida condición de la juventud, pues perdí la mía en alguna parte del camino. Si por casualidad mi juventud perdida está guardada en uno de tus altillos, la aceptaré de inmediato, y me sentiré bien servido.
—¡Naupt, aquí! —llamó Pism.
—Sí, señoría.
—Has oído el requerimiento de Travante. ¿Tenemos algo que responda a esa descripción entre las cosas arrumbadas en el castillo?
—Estoy seguro de que no, señor.
Throop volvió las tres cabezas hacia Travante.
—En tal caso, debes guardarte el obsequio de tu senilidad, pues no puedo ofrecerte nada de igual valor, y así terminarán nuestras negociaciones. Y bien, Pom-Pom, ¿tienes algo que ofrecer?
—En verdad, no tengo nada, excepto mi ánfora de oro.
—No es preciso que te disculpes —se apresuró a decir Posm—. Resulta bastante adecuado.
—Estoy de acuerdo —dijo Pasm—. Es un obsequio de gran utilidad, al contrario de los abstractos obsequios de la princesa Madouc y Travante el Sabio.
—Hay una sola dificultad —dijo Pom-Pom—. Me quedaría sin utensilio para beber. Si quisieras ofrecerme un sustituto adecuado que pudiera usar como copa… un cáliz común, o incluso antiguo, con dos asas, preferentemente de color azul…
—¿Naupt? —llamó Pism—. ¿Dónde te escondes? ¿Te has dormido junto a la cocina? ¡Debes actuar mejor en el futuro, o lo lamentarás!
—Como siempre, pongo todo mi empeño, señoría.
—Escucha. El caballero Pom-Pom necesita un utensilio para beber. Bríndale un artículo que lo complazca.
—¡Muy bien, señoría! Caballero Pom-Pom, ¿qué necesitas?
—Oh, sólo un viejo cáliz, de dos asas y de color azul claro.
—Inspeccionaré la alacena, y quizá descubra un recipiente que te agrade.
Naupt se marchó y pronto regresó con tazas, picheles y un par de cálices. Ninguno complacía a Pom-Pom. Eran demasiado anchos, o demasiado angostos, o demasiado pesados, o de color inadecuado. Naupt corrió de aquí para allá hasta atiborrar la mesa de utensilios para beber.
Throop se puso de mal humor. Posm actuó como portavoz.
—Sin duda, caballero Pom-Pom, entre todos éstos habrá un recipiente que satisfaga tus necesidades.
—Pues no. Éste es demasiado grande. Éste es demasiado chato. Éste otro está decorado con adornos poco adecuados.
—¡Batasta, qué escrupuloso eres para beber! No tenemos más para mostrarte.
—Podría aceptar algo de estilo irlandés —sugirió Pom-Pom.
—Ah —exclamó Naupt—. ¿Recuerdas aquel extraño y antiguo cáliz que arrebatamos tiempo atrás al monje irlandés? ¡Tal vez ése agrade al caballero Pom-Pom!
—Es posible —dijo Pom-Pom—. Tráelo para que lo vea.
—Me estoy preguntando dónde guardé esa antigualla —masculló Naupt—. Creo que está en el armario, junto a la entrada de las mazmorras.
Naupt se marchó y regresó con un polvorienta copa de doble asa, de buen tamaño, de color azul claro.
Madouc notó que en el borde tenía una pequeña muesca, y que en todo lo demás se parecía al dibujo que había visto en la biblioteca de Haidion.
—Si yo fuera tú, caballero Pom-Pom —dijo—, aceptaría esta vieja copa y no regatearía más, aunque esté vieja y carcomida y no tenga ningún valor.
Pom-Pom cogió el cáliz con manos trémulas.
—Supongo que me servirá.
—Bien —dijo Pasm—. El asunto de los regalos toca a su fin, y debemos dedicarnos a otras cuestiones.
—¿Has preparado una lista de daños? —le preguntó Posm a Naupt.
—Aún no, señoría.
—Debes incluir recargos por el tiempo que hemos derrochado con la princesa Madouc y Travante el Sabio. El caballero Pom-Pom trajo un artículo de valor, pero Madouc y Travante intentaron confundirnos con palabrería. ¡Deben pagar un precio por su engaño!
—Echa las cebollas a la marmita y prepara la cocina para nuestra labor —dijo Posm.
Madouc se relamió los labios nerviosamente y habló con voz vacilante:
—¡No puedes estar planeando lo que sospecho que estás planeando!
—¡Ah batasta! —declaró Pism—. ¡Quizá tus sospechas no estén lejos de la verdad!
—¡Pero somos tus huéspedes!
—Lo cual os hará aún más sabrosos, con nuestro especial aderezo de trepadoras y rábanos.
—Antes de continuar con nuestra labor —dijo Pasm—, quizá deberíamos disfrutar de un par de tragos de nuestra dorada ánfora de la abundancia.
—Buena idea —dijo Posm.
Pom-Pom se puso en pie.
—Os mostraré la mejor forma de servir. Naupt, trae picheles de gran tamaño. ¡Pism, Pasm y Posm desean beber un buen sorbo de la bebida que más les place!
—En efecto —dijo Pism—. ¡Naupt, trae los grandes picheles de peltre, para que disfrutemos de nuestros tragos!
—Sí, señoría.
Pom-Pom manipuló el ánfora dorada.
—Bien, ¿qué beberá cada uno?
—Yo beberé hidromiel en abundancia —dijo Pism.
—Como antes, beberé vino tinto, en copiosos torrentes —dijo Pasm.
—Aún me apetece esa potente cerveza, y no llenes todo el pichel de espuma.
Pom-Pom sirvió de los tres picos, y Naupt llevó los picheles a Throop de las Tres Cabezas.
—Os ruego que alcéis los picheles y bebáis sin freno. Aún queda mucho en el recipiente.
—¡Ah basta! —exclamó Pasm—. Todos a la vez, ¡a beber!
Las dos manos de Throop alzaron los tres picheles y vertieron el contenido en las gargantas de Pism, Pasm y Posm.
A los tres segundos, la redonda cara de Pism se puso roja y los ojos se le salieron de las órbitas, mientras los dientes se le caían al suelo. El semblante de Pasm parecía vibrar y girar. El rostro de Posm se puso negro como el carbón y le brotaron llamas rojas de los ojos. Throop se puso de pie tambaleando. Dentro del enorme vientre sonó primero un rumor, luego una explosión ahogada, y Throop se derrumbó hacia atrás en pedazos. Travante se adelantó, cogió el espadón de Throop y cercenó las tres cabezas.
—Naupt, ¿dónde estás?
—¡Aquí, señor!
—Lleva estas tres cabezas y arrójalas inmediatamente al fuego, para que sean destruidas.
—¡Cómo digas, señor! —Naupt llevó las cabezas al hogar y las arrojó al corazón de las llamas.
—Cerciórate de que se consuman bien —dijo Travante—. Ahora dime: ¿hay prisioneros en las mazmorras?
—No, señoría. Throop se los comió a todos.
—En ese caso, ya nada demora nuestra partida.
—Por el contrario —dijo Madouc con voz débil—. Pom-Pom, evidentemente oprimiste el abalorio de ónix, no una sino dos veces.
—No dos veces sino cinco —dijo Pom-Pom—, y una más por las dudas. Ya he visto que el ánfora se hizo añicos.
—Cumplió bien su propósito —dijo Madouc—. Naupt, te perdonamos tu espantosa vida, pero debes alterar tus costumbres.
—Con placer y gratitud, señoría.
—De aquí en adelante deberás dedicar tu tiempo a las buenas obras, y a ofrecer afable hospitalidad a los viajeros.
—¡Desde luego! ¡Me alegra estar libre de mi cautiverio!
—Nada más nos retiene —dijo Madouc—. Pom-Pom ha hallado el objeto de su búsqueda; yo he averiguado que Pellinore existe en algún otro lugar; Travante se ha cerciorado de que su juventud perdida no está arrumbada entre las rarezas y curiosidades olvidadas del castillo de Doldil.
—Es algo, pero no mucho —suspiró Travante—. Debo continuar mi búsqueda en otra parte.
—¡Vamos! —dijo Madouc—. ¡Partamos de inmediato! ¡Esta atmósfera me da náuseas!
Los tres viajeros partieron del castillo de Doldil a gran velocidad, sorteando el cadáver del caballero-duende con la nuca partida. Marcharon hacia el oeste, en silencio, por la calzada de Munkms, la cual, según Naupt, se unía luego a la Gran Calzada Norte-Sur. A menudo miraban hacia atrás, como temiendo que algo terrible los persiguiera. Pero el viaje fue apacible y los únicos ruidos fueron los trinos de las aves del bosque.
Caminaban los tres sumidos en sus propios pensamientos. Finalmente Madouc le dijo a Travante:
—Creo que he obtenido algún provecho de esta desagradable reunión. Al menos puedo darle un nombre a mi padre, y por lo que parece está vivo. Por lo tanto, no he viajado en vano. En Haidion haré averiguaciones, y sin duda algún notable de Aquitania me dará noticias sobre Pellinore.
—Mi búsqueda también ha progresado —dijo Travante sin mayor convicción—. Pude desechar el castillo de Doldil de mis futuras averiguaciones. Es una ganancia pequeña pero positiva.
—Sin duda es mejor que nada —dijo Madouc. Llamó a Pom-Pom, que caminaba delante—. ¿Qué dices tú, Pom-Pom? Has hallado el Santo Grial, de modo que eres el único que triunfó en su misión.
—Estoy anonadado. ¡Apenas creo en mi hazaña!
—¡Es real! Llevas el Grial y ahora puedes confiar en la generosidad del rey.
—Debo cavilar sobre el asunto.
—No escojas casarte con la princesa real —dijo Madouc—. Algunas doncellas suspiran y languidecen, pero ella usa el siseo y el Cosquilleo sin ningún remordimiento.
—Ya he tomado una decisión al respecto —dijo Pom-Pom—. No quiero una esposa tan tozuda y desobediente como la princesa real.
—Tal vez Madouc se vuelva dócil y sumisa después de casarse —dijo Travante con una sonrisa.
—Yo no correría semejante nesgo —dijo Pom-Pom—. Quizá me case con Devonet, que es bonita y delicada, aunque un poco lenguaraz. Un día me reprendió crudamente por una sobrecincha suelta. Aun así, esos defectos se pueden curar con un par de zurras —el caballero Pom-Pom meneó la cabeza pensativamente—. Debo reflexionar sobre el asunto.
Por un tiempo la calzada siguió el curso del río: lagunas a la sombra de sauces llorones, orillas donde los juncos se mecían con la corriente. En la linde de una roca gris, el río viró hacia el sur; el camino se elevó, bajó bruscamente y serpeó bajo enormes olmos, donde el follaje refulgía con todos los matices del verde en el sol de la tarde.
Anochecía. Mientras las sombras descendían sobre el bosque, la senda se internó en un claro apacible, vacío salvo por las ruinas de una vieja casa de piedra. Travante miró el interior y halló polvo y hojas mohosas, una antigua mesa y una vitrina que, por algún milagro, aún conservaba la puerta. Travante la abrió y encontró, casi invisible en un alto anaquel, un libro de rígido pergamino, cuyas hojas estaban encuadernadas entre láminas de pizarra gris. Entregó el libro a Madouc.
—Mis ojos ya no sirven para leer. Las palabras se vuelven borrosas y caracolean, y no me revelan sus secretos. No era así en los viejos tiempos, antes de que se me escabullera la juventud.
—Has sufrido una grave pérdida —dijo Madouc—. Para remediarla, no puedes hacer más de lo que haces.
—Eso creo —dijo Travante—. No me dejaré desalentar.
Madouc miró hacia el claro.
—Éste parece un sitio agradable para pernoctar, considerando que la calzada pronto quedará a oscuras.
—¡De acuerdo! —dijo Travante—. Tengo ganas de descansar.
—Y yo de comer —dijo Pom-Pom—. Hoy no nos ofrecieron ninguna comida salvo la uva de Throop, y la rechazamos. Ahora tengo hambre.
—Gracias a mi amable madre, podremos descansar y cenar —dijo Madouc. Tendió el pañuelo rosado y blanco y exclamó—: ¡Aroisus!
Los viajeros entraron en el pabellón y encontraron la mesa servida como de costumbre, con gran abundancia de manjares: carne asada con budín de sebo; aves recién salidas del espetón y peces recién salidos de la sartén; un guiso de liebre y otro de palomas; una gran fuente de almejas cocinadas en mantequilla, ajo y hierbas; ensalada de mastuerzo, pan y mantequilla, pescado salado, pepinos en salmuera, quesos de tres clases, leche, vino, miel, tartas fritas, fresas salvajes en crema espesa y mucho más. Los tres se refrescaron en tinas de agua perfumada y cenaron hasta hartarse.
A la luz de las cuatro lámparas de bronce, Madouc examinó el libro que habían cogido de la casa.
—Parece ser una especie de almanaque, o una compilación de notas y consejos. Fue redactado por una doncella que vivía en la casa. He aquí su receta para una tez delicada: «Se dice que la crema de almendras mezclada con aceite de amapola es muy buena, si se aplica con constancia, y también una loción de alisón remojado en la leche de una zorra blanca…» ¡Vaya! ¿Dónde encontrar una zorra blanca? Luego «hay que molerla con una pizca de tiza en polvo. En cuanto a mí, no poseo ninguno de estos ingredientes, y quizá no los usara aunque los tuviera, pues nadie se tomaría la molestia de mirarme». Vaya.
Madouc dio vuelta a una página.
—He aquí sus instrucciones para enseñar a hablar a los cuervos: «Primero, hallar un joven cuervo de disposición alerta, jovial y capaz. Hay que tratarlo amablemente, pero cortarle las alas para que no eche a volar. Durante un mes, añadir a su alimentación habitual un brebaje de buena valeriana, en la cual se habrán mezclado seis pelos de la barba de un filósofo sabio. Al final del mes hay que decir: “Cuervo, querido cuervo, óyeme ahora”. Cuando alce el dedo debes hablar. Que tus palabras sean sagaces y precisas. Así nos darás alegría a ambos, pues nos consolaremos mutuamente en nuestra soledad. “¡Cuervo, habla!” Seguí las instrucciones con sumo cuidado, pero mis cuervos permanecieron mudos, y mi soledad nunca halló alivio».
—Qué raro —reflexionó Pom-Pom—. Sospecho que el «filósofo» a quien arrancó los seis pelos no era sabio de veras, o tal vez la engañó con falsas credenciales.