La pavana terminó y los presentes se trasladaron al Clod an Dach Nair, y ocuparon su sitio ante la mesa de banquetes. Se aplicaron las más rígidas reglas de precedencia; el heraldo jefe y un ordenador habían trabajado penosamente para llegar a las más sutiles discriminaciones. Suldrun se sentó a la derecha del rey Casmir, en la silla habitualmente ocupada por la reina. Esa noche la reina Sollace no se sentía bien y estaba en la cama, donde comió pasteles de cuajada hasta la saciedad, mientras Suldrun cenaba por primera vez a la misma mesa que su padre el rey.
Tres meses después del nacimiento del príncipe Cassander, la vida de Suldrun sufrió un cambio. Ehirme, ya madre de un par de hijos varones, tuvo gemelos. Su hermana, que se había encargado de la casa mientras Ehirme estaba en el palacio, se casó con un pescador, y Ehirme ya no pudo servir a Suldrun.
Casi por coincidencia, Boudetta anunció que, a pedido del rey Casmir, Suldrun debía educarse en modales, danzas y todas las otras habilidades y gracias propias de una princesa real.
Suldrun se resignó a ser instruida por varias damas de la corte. Como antes, aprovechaba las soporíferas horas de la tarde para vagabundear: por el naranjal, la biblioteca, o el Salón de los Honores. Desde el naranjal el camino llevaba, por una arcada, hasta la Muralla de Zoltra, a través de un túnel abovedado que llegaba hasta el Urquial. Suldrun se aventuró hasta el túnel, y se quedó en las sombras observando a los hombres armados que se entrenaban con picas y espadas: pateaban, gritaban, embestían, caían. Un gallardo espectáculo, pensó Suldrun. A la derecha una pared ruinosa flanqueaba el Urquial. Casi oculta detrás de un copudo y viejo alerce había una pesada puerta de madera, reseca por los años.
Suldrun salió del túnel para internarse en las sombras detrás del alerce. Atisbó por una rendija de la puerta y luego tiró de un cerrojo que mantenía en su lugar la madera deforme. Se valió de todas sus fuerzas, pero en vano. Encontró una piedra y la usó como martillo. Los remaches se aflojaron; el cerrojo cedió. Suldrun empujó; la puerta crujió y tembló. Se puso de espaldas y presionó con sus nalgas pequeñas y redondas. La puerta protestó con una voz casi humana, y se entreabrió.
Suldrun se escurrió por la abertura y se encontró ante un barranco que parecía bajar hasta el mar. Se adentró audazmente en un viejo sendero. Se detuvo a escuchar pero no oyó nada. Estaba sola. Avanzó un trecho y llegó a una pequeña estructura de piedra oscurecida por la intemperie, ahora desolada y desierta: aparentemente un antiguo templo.
No se atrevió a ir más lejos; la echarían de menos y Boudetta la reñiría. Arqueó el cuello para mirar barranco abajo y atisbó a través del follaje. De mala gana, regresó por donde había venido.
Una tormenta otoñal trajo cuatro días de lluvia y niebla a la ciudad de Lyonesse, y Suldrun quedó encerrada en Haidion. El quinto día se entreabrieron las nubes, y oblicuos rayos de sol atravesaron las grietas. A mediodía la mitad del cielo era un espacio azul, la otra mitad nubes veloces.
A la primera oportunidad Suldrun corrió por la arcada y atravesó el túnel bajo la Muralla de Zoltra; luego, tras echar una cautelosa mirada al Urquial, pasó bajo el alerce y atravesó el umbral de la vieja puerta de madera. Cerró la puerta a sus espaldas y se sintió aislada del resto del mundo.
Bajó por el viejo camino hasta el templo: un octógono de piedra sobre un saliente de rocas. El risco se erguía abruptamente detrás. Suldrun miró a través de la vieja puerta arqueada. Cuatro largos pasos la llevaron hasta la pared del fondo, donde el símbolo de Mitra dominaba un bajo altar de piedra. A cada lado, una ventana angosta dejaba pasar la luz; tejas de pizarra cubrían el techo. Un remolino de hojas muertas había cruzado la puerta, pero por lo demás el templo estaba vacío. La atmósfera tenía un olor dulzón y pegajoso, tenue pero desagradable. Suldrun torció la nariz y retrocedió.
El barranco bajaba abruptamente; los riscos de cada lado parecían peñascos bajos e irregulares. El sendero serpenteaba entre piedras, matas de tomillo silvestre, asfódelos y abrojos, y por una terraza donde la tierra era profunda. Dos macizos robles que casi cubrían el barranco custodiaban el antiguo jardín de abajo, y Suldrun se sintió como una exploradora descubriendo una tierra nueva.
A la izquierda se elevaba el risco. Un irregular bosquecillo de tejo, laurel, carpe y mirto ensombrecía un soto de arbustos y flores: violetas, helechos, campanillas, nomeolvides, anémonas; canteros de heliotropo perfumaban el aire. A la derecha, el peñasco, casi tan alto como el risco, recibía la luz del sol. Debajo había romero, asfódelo, dedalera, geranio silvestre, luisa, delgados cipreses de color verde oscuro y una docena de enormes olivos, nudosos, retorcidos; el follaje verdegris y fresco, en contraste con los añosos troncos.
Allí donde se ensanchaba el barranco, Suldrun dio con las ruinas de una villa romana. Sólo quedaba un rajado piso de mármol, una columnata derruida, bloques de mármol amontonados entre malezas y abrojos. En el borde de la terraza crecía un tilo viejo y solitario de tronco grueso y ramas extensas. El sendero bajaba hasta una playa angosta y ripiosa que se curvaba entre un par de cabos cuyas rocas penetraban en el mar.
El viento había amainado, pero el tormentoso oleaje aún se encrespaba alrededor de los promontorios y rompía sobre la playa ripiosa. Suldrun miró un rato el destello del sol sobre el mar, luego se volvió y miró barranco arriba. Sin duda, el viejo jardín estaba encantado, pensó, con una magia evidentemente benigna; ella sólo sentía paz. Los árboles disfrutaban del sol sin prestarle atención. Las flores la amaban, excepto el orgulloso asfódelo, que sólo se amaba a sí mismo. Recuerdos melancólicos se agitaban entre las ruinas, pero eran insustanciales, menores que ráfagas, y no tenían voz.
El sol se desplazó en el cielo; a regañadientes, Suldrun decidió volver. La echarían de menos si se quedaba más tiempo. Cruzó el jardín, salió por la vieja puerta y regresó a Haidion por la arcada.
Suldrun despertó con frío ante la luz húmeda y lúgubre que entraba por la ventana: habían vuelto las lluvias y la criada se había olvidado de encender el fuego. Esperó unos minutos y se levantó resignadamente. Se vistió y se peinó tiritando.
La criada apareció al fin y encendió el fuego deprisa, temiendo que Suldrun la denunciara ante Boudetta, pero la princesa ya había olvidado el descuido.
Se acercó a la ventana. La lluvia desdibujaba el paisaje; la bahía parecía un charco; los tejados de la ciudad eran diez mil formas en muchos tonos grises. ¿Adónde se había ido el color? ¡El color! ¡Qué cosa tan extraña! Relucía al sol, pero se desvanecía en la opacidad de la lluvia: muy extraño. Llegó el desayuno y Suldrun comió mientras reflexionaba sobre las paradojas del color. Rojo y azul, verde y púrpura, amarillo y naranja, marrón y negro: cada cual con su carácter y su cualidad específica, pero impalpable…
Suldrun bajó a la biblioteca para recibir sus lecciones. Su preceptor era ahora maese Jaimes, archivista, erudito y bibliotecario en la corte del rey Casmir. Al principio Suldrun lo había considerado una figura intimidatoria, severa y precisa, pues era alto y esmirriado y la nariz, grande y delgada como un pico, le daba un aire de ave de presa. Maese Jaimes ya había dejado atrás los frenesíes de la juventud, pero aún no era viejo, ni siquiera maduro. Su pelo tosco y negro estaba cortado a la altura de la mitad de la frente y formaba un saliente sobre las orejas; la piel era pálida como pergamino; los brazos y las piernas eran largos y delgados como el torso; no obstante, tenía un porte digno e incluso una gracia rara y desganada. Era el sexto hijo de Crinsey de Hredec, una finca que abarcaba más de doce hectáreas de ladera pedregosa, y no había heredado nada del padre salvo una cuna noble. Resolvió enseñar a la princesa Suldrun con desapasionada formalidad, pero Suldrun pronto aprendió como seducirlo y confundirlo. Él se enamoró perdidamente de ella, aunque fingía que esa emoción era mera tolerancia. Suldrun, que era perceptiva cuando se lo proponía, veía lo que había detrás de esos intentos de airoso distanciamiento y llevaba la voz cantante, como cuando Jaimes fruncía el ceño y decía:
—Esas aes y esas ges parecen iguales. Tenemos que hacerlas de nuevo, con buena letra.
—¡Pero la pluma está rota!
—Entonces afílala. Con cuidado, no te cortes. Es una habilidad que debes aprender.
—¡Ay!
—¿Te has cortado?
—No. Sólo practicaba por si me corto.
—No necesitas practicar. Los gritos de dolor salen con facilidad y naturalidad.
—¿Hasta dónde has viajado?
—¿Qué tiene que ver eso con afilar una pluma?
—Me pregunto si los estudiantes de lugares lejanos, como África, afilan sus plumas de otro modo.
—No sé decírtelo.
—¿Hasta dónde has viajado?
—Oh… no demasiado lejos. Estudié en la universidad de Avallon, y también en Metheglin. Una vez visité Aquitania.
—¿Cuál es el lugar más lejano del mundo?
—Mm. Es difícil decirlo. ¿Catay? ¿El otro extremo de África?
—¡Ésa no puede ser la respuesta adecuada!
—¿No? Dímela tú, entonces.
—No existe tal lugar; siempre hay algo más lejos.
—Sí, tal vez. Permíteme afilar la pluma. Eso es. Ahora volvamos a las aes y las ges.
La mañana lluviosa en que Suldrun fue a la biblioteca para sus lecciones, Jaimes ya la esperaba con una docena de plumas afiladas.
—Hoy —dijo maese Jaimes—, debes escribir tu nombre completo, y con tal exquisita habilidad que soltaré una exclamación de sorpresa.
—Haré lo posible —dijo Suldrun—. ¡Qué plumas tan bellas!
—Excelentes.
—¿Son todas blancas?
—Sí, creo que sí.
—Esta tinta es negra. Creo que las plumas negras serían mejores para la tinta negra.
—No creo que la diferencia sea perceptible.
—Podríamos usar tinta blanca con estas plumas.
—No tengo tinta blanca, ni pergamino negro. Así que…
—Maese Jaimes, esta mañana me han intrigado los colores. ¿De dónde vienen? ¿Qué son?
Maese Jaimes pestañeó y ladeó la cabeza.
—¿Los colores? Existen. Los vemos por todas partes.
—Pero van y vienen. ¿Qué son?
—La verdad es que no lo sé. Qué pregunta tan inteligente. Las cosas rojas son rojas y las cosas verdes son verdes, y parece que es así.
Suldrun movió la cabeza sonriendo.
—A veces, maese Jaimes, creo que sé tanto como tú.
—No seas impertinente. ¿Ves esos libros? Platón, Neso, Rohan y Herodoto… los he leído todos, y sólo he aprendido cuánta es mi ignorancia.
—¿Y los magos? ¿Ellos lo saben todo?
Maese Jaimes se relajó en la silla y desistió de toda esperanza de crear una atmósfera formal y severa. Miró por la ventana de la biblioteca y dijo:
—Cuando vivía en Hredec, siendo apenas un muchacho, trabé amistad con un mago. —Al mirar de soslayo a Suldrun, notó que había captado su atención—. Se llamaba Shimrod. Un día visité su casa, Trilda, y me olvidé de la hora. Llegó la noche y yo estaba lejos de casa. Shimrod atrapó un ratón y lo transformó en un hermoso caballo. «Vuelve al galope», me dijo. «No desmontes ni toques el suelo antes de llegar a destino, pues en cuanto tu pie toque el suelo, el caballo volverá a ser ratón».
»Y así fue. Cabalgué gallardamente, para envidia de quienes me veían, y tuve cuidado de apearme detrás del establo, para que nadie supiera que había cabalgado en un ratón.
»¡Cielos! Estamos perdiendo el tiempo. —Se enderezó en la silla—. Ahora, toma tu pluma, mójala con tinta y traza una buena R, pues la necesitarás para escribir tu nombre.
—Pero no has respondido a mi pregunta.
—¿Si los magos lo saben todo? La respuesta es no. Ahora, los caracteres, con letra clara y cuadrada.
—Oh, maese Jaimes, hoy estoy aburrida de escribir. Enséñame magia.
—¡Ja! Si supiera magia, no estaría trabajando aquí a dos florines por semana. No, mi princesa. Tengo mejores planes en mi mente. Cogería dos buenos ratones y los transformaría en un par de hermosos caballos; y me convertiría en un apuesto príncipe apenas mayor que tú, e iríamos a cabalgar por colinas y valles hasta un maravilloso castillo en las nubes, y allí podríamos comer fresas con crema y escuchar música de arpas y campanillas de hadas. Ay, pero no sé magia. Soy el desdichado maese Jaimes, y tú eres la dulce y traviesa Suldrun que se niega a aprender sus letras.
—No —dijo Suldrun con repentina firmeza—. Trabajaré mucho para saber leer y escribir. ¿Y sabes para qué? Para poder aprender magia, y entonces sólo necesitarás saber atrapar ratones.
Maese Jaimes soltó una risa ahogada. Extendió los brazos sobre la mesa y le tomó ambas manos.
—Suldrun, tú ya sabes magia.
Por un instante se sonrieron. Luego, con repentino embarazo, Suldrun agachó la cabeza.
Las lluvias continuaban. Maese Jaimes contrajo una fiebre mientras caminaba en el frío y la humedad y no pudo enseñar. Nadie se molestó en avisar a Suldrun, que fue a la biblioteca y la encontró vacía.
Durante un rato practicó su escritura y hojeó un libro encuadernado en cuero que habían traído de Northumbria, iluminado con exquisitas figuras de santos en paisajes trazados con tintas vividas.
Por último Suldrun dejó el libro y salió al pasillo. Era media mañana y los sirvientes estaban atareados en la Galería Larga. Las criadas lustraban las losas con cera de abeja y piel de cordero; un lacayo con zancos rellenaba los candelabros con aceite de nenúfar. Desde fuera del palacio, sofocado por las paredes, llegó el ruido de los clarines que anunciaban la llegada de unos visitantes. Desde la galería, Suldrun los vio entrar en la antesala: tres notables, pateando el suelo y sacudiendo las ropas mojadas. Varios lacayos se le acercaron deprisa para ayudarles a quitarse el manto, el casco y la espada. Un heraldo elevó la voz para anunciarlos.
—¡Desde el reino de Dahaut, tres nobles personajes! ¡Declaro sus identidades: Lenard, duque de Mech! ¡Milliflor, duque de Cadwy y Josselm Imphal, marqués de la Marca Celta!
El rey Casmir se adelantó.
—Caballeros, bienvenidos a Haidion.
Los tres notables hicieron una genuflexión ritual, bajando la rodilla derecha hacia el suelo y extendiendo las manos sin alzar la cabeza ni los hombros. Las circunstancias indicaban una ocasión formal pero no ceremonial.