Con un instinto tan certero como el que guía al hurón hacia la garganta del conejo, el hermano Umphred logró hacerse escuchar por la reina Sollace. El hermano Umphred usaba una voz meliflua e insistente, y la reina Sollace se convirtió al cristianismo.
El hermano Umphred estableció una capilla en la Torre de Palaemon, a pocos pasos de los aposentos de la reina.
A sugerencia del hermano Umphred, Cassander y Suldrun fueron bautizados y se requirió que todas las mañanas asistieran a misa en la capilla.
Después el hermano Umphred intentó convertir al rey Casmir, y fue demasiado lejos.
—¿Cuál es tu propósito aquí? —preguntó el rey Casmir—. ¿Eres un espía de Roma?
—Soy un humilde servidor del Dios único y todopoderoso —dijo el hermano Umphred—. Llevo este mensaje de esperanza y amor a todas las personas, a pesar de penurias y tribulaciones. Eso es todo.
El rey Casmir rió con sarcasmo.
—¿Qué me dices de las grandes catedrales de Avallen y Taciel? ¿Dios donó el dinero? No. Se lo extrajeron a los labriegos.
—Majestad, humildemente aceptamos limosna.
—Para un Dios todopoderoso parecería más fácil crear dinero… ¡Basta de proselitismo! Si aceptas una sola moneda de cualquier persona de Lyonesse, serás azotado desde aquí hasta Puerto Fader y embarcado hacia Roma en un saco.
El hermano Umphred se inclinó sin manifestar enfado.
—Hágase como tú ordenas.
Suldrun encontró incomprensibles las doctrinas del hermano Umphred, y un exceso de familiaridad en su trato. Dejó de asistir a misa y así provocó el enfado de su madre.
Suldrun tenía poco tiempo para sí misma. Nobles doncellas la acompañaban casi todo el día para charlar y chismorrear, para planear pequeñas intrigas, para hablar de vestidos y modales, y para analizar a los pretendientes que visitaban Haidion. Suldrun encontraba poca soledad y escasas ocasiones para visitar el jardín.
Una mañana de verano el sol brillaba tan dulcemente y el tordo cantaba canciones tan plañideras en el naranjal que Suldrun sintió el impulso de abandonar el palacio. Eludió a sus criadas fingiendo una indisposición y furtivamente, para que nadie sospechara una cita de amor, corrió arcada arriba, cruzó la vieja puerta y entró en el jardín.
Algo había cambiado. Se sintió como si viera el jardín por primera vez, aunque cada detalle, cada árbol y cada flor le resultaba entrañable y familiar. Con tristeza, buscó la perdida visión de la niñez. Vio señales de descuido: las campanillas, anémonas y violetas que crecían modestamente a la sombra habían sido desafiadas por insolentes malezas. Enfrente, entre los cipreses y los olivos, las ortigas habían crecido con más orgullo que el asfódelo. La lluvia había deteriorado el sendero que ella había pavimentado con guijarros.
Suldrun bajó despacio hasta el tilo, bajo el cual había pasado tantas horas de ensoñación. El jardín parecía más pequeño. La común luz del sol impregnaba el aire, en vez del viejo encanto que había signado este lugar, y sin duda las rosas silvestres habían despedido una fragancia más rica cuando ella entró en el jardín por primera vez. Oyó pasos y al volverse vio al radiante hermano Umphred. Usaba una sotana parda sujeta con un cordel negro. La cogulla le colgaba entre los hombros regordetes; la calva tonsurada tenía un brillo rosado.
El hermano Umphred, tras una rápida mirada a izquierda y derecha, se inclinó y entrelazó las manos.
—Bendita princesa, no habrás venido tan lejos sin escolta.
—Pues claro que sí vine en busca de soledad —dijo Suldrun secamente—. Me gusta estar sola.
El hermano Umphred, sin dejar de sonreír, echó otra ojeada al jardín.
—Éste es un refugio tranquilo. Yo también disfruto de la soledad. Tal vez tú y yo estemos hecho de la misma estofa. —Avanzó, deteniéndose a tres pasos de Suldrun—. Es un gran placer encontrarte aquí. Con franqueza, hace tiempo que deseo hablarte.
—No me interesa hablar contigo ni con nadie más —dijo fríamente Suldrun—. He venido para estar sola.
El hermano Umphred torció la boca en una mueca jocosa.
—Me iré enseguida. Aun así, ¿te parece adecuado aventurarte sola en un lugar tan apartado? ¡Cuántos rumores correrían, si se supiera! Todos se preguntarían quién goza de tus favores.
Suldrun le dio la espalda en un silencio helado. El hermano Umphred ensayó otra mueca jocosa, se encogió de hombros y echó a andar sendero arriba.
Suldrun se sentó junto al tilo. Sospechaba que el hermano Umphred había ido a ocultarse entre las rocas con la esperanza de descubrir quién venía a verla.
Al fin se levantó y subió por el sendero. La ultrajante presencia del hermano Umphred había devuelto al jardín parte de su encanto, y Suldrun se detuvo a arrancar malezas. Tal vez al día siguiente fuera a arrancar las ortigas.
El hermano Umphred habló con la reina Sollace y le hizo varias sugerencias. Sollace reflexionó con iría y deliberada malicia: hacía tiempo que había decidido que no sentía cariño por Suldrun. Dio las ordenes correspondientes.
Pasaron varias semanas antes de que Suldrun, a pesar de su resolución, regresara al jardín. Al pasar por la vieja puerta de madera, descubrió una cuadrilla de alhamíes trabajando en el viejo templo. Habían ampliado las ventanas, instalado una puerta y derrumbado la pared trasera para ampliar el interior; también habían añadido un altar.
—¿Qué estáis construyendo? —preguntó la consternada Suldrun al maestro albañil.
—Alteza, construimos una pequeña Iglesia, o capilla, o como se llame, para que el sacerdote cristiano celebre sus rituales.
Suldrun apenas podía hablar.
—¿Pero quién dio esa orden?
—Fue la reina Sollace, alteza, para sentirse a gusto durante sus devociones.
Entre Dascinet y Troicinet estaba Scola, una isla de riscos y peñascos de treinta kilómetros de largo, habitada por los skyls. En el centro, Kro, un pico volcánico, recordaba a todos su presencia mediante un ruido de sus entrañas, un chorro de vapor o una burbuja de azufre. En Kro nacían cuatro estribaciones que dividían la isla en cuatro ducados: Sadaracx al norte, Corso al este, Rhamnanthus al sur y Malvang al oeste, nominalmente gobernados por duques que a la vez debían obediencia al rey Yvar Excelsus de Dascinet.
En la práctica los skyls, una raza oscura y habilidosa de origen desconocido, eran indomables. Vivían aislados en los valles de las montañas, y sólo salían cuando llegaba el momento de cometer actos atroces. El afán de venganza regía sus vidas. Las virtudes de los skyls eran la cautela, la impetuosidad, la sed de sangre y el estoicismo bajo tormento; la palabra del skyl, fuera una promesa, una garantía o una amenaza, podía tomarse como segura; en verdad, la adhesión de los skyls a sus juramentos rayaba a menudo en el absurdo. Desde el nacimiento hasta la muerte su vida era una sucesión de asesinatos, cautiverios, fugas, persecuciones temerarias y audaces rescates: actos incongruentes en un paisaje de arcádica belleza.
En días de festival se concertaba una tregua; entonces el jolgorio y la diversión superaban los límites racionales. Todo se hacía en exceso: las mesas crujían bajo el peso de la comida; se bebía vino en cantidades heroicas; había música apasionada y bailes desenfrenados. En bruscos arranques de sentimentalismo, se resolvían antiguas enemistades y se olvidaban conflictos que habían producido cientos de asesinatos. Las viejas amistades se renovaban entre lágrimas y reminiscencias. Bellas doncellas y jóvenes gallardos se conocían y se amaban, o se conocían y se separaban. Había embeleso y desesperación, seducciones y raptos, persecuciones, muertes trágicas, virtud ultrajada y alimento para nuevas venganzas.
Los clanes de la costa oeste, cuando se sentían con ánimo, cruzaban el canal que los separaba de Troicinet para cometer desmanes: saqueos, violaciones, asesinatos y secuestros.
El rey Granice había protestado por esos actos ante el rey Yvar Excelsus, quien replicaba que esas incursiones sólo representaban la exuberancia juvenil. Así insinuaba que en su opinión la dignidad equivalía a ignorar las molestias y que, en todo caso, él no tenía manera de impedirlo.
Puerto Mel, en la punta este de Troicinet, celebraba cada año el solsticio de verano con un festival de tres días y una gran procesión. Retherd, el joven y tonto duque de Malvang, en compañía de tres bullangueros amigos, visitó de incógnito el festival. En la gran procesión, convinieron en que las doncellas que representaban a las Siete Gracias eran encantadoras, pero no pudieron ponerse de acuerdo sobre cuál lo era más. Deliberaron sobre el asunto hasta horas tardías, bebiendo vino, y al fin, para resolver la cuestión de modo práctico, secuestraron a las siete doncellas y las llevaron por mar hasta Malvang.
El duque Retherd fue reconocido y las noticias llegaron pronto a oídos del rey Granice.
Sin perder tiempo en nuevas quejas ante el rey Yvar Excelsus, el rey Granice desembarcó en Scola con un ejército de mil guerreros, destruyó el castillo de Retherd, rescató a las doncellas, castró al duque y a sus compinches y, luego, para que no quedaran dudas, incendió vanas aldeas costeras.
Los tres duques restantes reunieron un ejército de tres mil hombres y atacaron el campamento troicino. El rey Granice había reforzado secretamente su fuerza expedicionaria con doscientos caballeros y cuatrocientos jinetes de caballería pesada. Los indisciplinados atacantes fueron derrotados; capturaron a los tres duques y el rey Granice dominó Scola.
Yvar Excelsus lanzó un destemplado ultimátum: el rey Granice debía retirar todas sus tropas, pagar una indemnización de cien libras de oro, reconstruir el castillo de Malvang y pagar una fianza de otras cien libras de oro para garantizar que no cometería más ofensas contra el remo de Dascinet.
El rey Granice no sólo rechazó el ultimátum sino que decretó que Scola quedaba anexada a Troicinet. El rey Yvar Excelsus se enfureció, despotricó y declaró la guerra. Tal vez no habría reaccionado tan enérgicamente si poco tiempo atrás no hubiera firmado un tratado de asistencia mutua con el rey Casmir de Lyonesse.
En ese momento, el rey Casmir sólo había pensado en fortalecerse para su eventual enfrentamiento con Dahaut, no en enredarse en problemas ajenos, y menos en una guerra con Troicinet.
El rey Casmir se habría excusado con uno u otro pretexto si la guerra no le hubiera aportado ciertas ventajas.
El rey Casmir sopesó todos los aspectos de la situación. La alianza le permitiría apostar sus ejércitos en Dascinet, y luego lanzarse con todas sus fuerzas contra Troicinet a través de Scola. Así neutralizaría el poder marítimo de Troicinet, que de lo contrario era invulnerable.
El rey Casmir tomó una fatídica decisión. Ordenó que siete de sus doce ejércitos fueran a Buimer Skeme. Luego, citando la pasada soberanía, las presentes quejas y su tratado con el rey Yvar Excelsus, declaró la guerra el rey Granice de Troicinet.
El rey Yvar Excelsus había obrado así en un arranque de furia y ebriedad. Cuando recobró la sobriedad advirtió que su estrategia era errónea, pues pasaba por alto el hecho elemental de que los troicinos lo superaban en todo: en número, en buques, en habilidad militar y en espíritu combativo. Su único consuelo era su tratado con Lyonesse, de modo que la presteza con que el rey Casmir participó en la guerra le reanimó.
Los transportes marítimos de Lyonesse y Dascinet se reunieron en Bulmer Skeme, donde ejércitos de Lyonesse se embarcaron a medianoche y zarparon rumbo a Dascinet. Al principio fueron sorprendidos por vientos contrarios; luego, al alba, por una flota de buques troicinos.
En dos horas la mitad de los sobrecargados navíos de Lyonesse y Dascinet se hundieron o se despedazaron contra las rocas, con una pérdida de dos mil hombres. La mitad superviviente huyó hacia Buimer Skeme con viento en contra y desembarcó en la playa.
Entretanto una miscelánea flota de naves mercantes, botes costeros y naves pesqueras de Troicinet, cargadas de tropas, entraron en Arquensio, donde les dieron la bienvenida como tropas de Lyonesse. Cuando se descubrió el error, el castillo estaba tomado y el rey Yvar Excelsus capturado.
La guerra con Dascinet había terminado. Granice se declaró rey de las Islas Exteriores, un remo que todavía no era tan populoso como Lyonesse o Dahaut, pero que controlaba el Lir y el Golfo Cantábrico.
La guerra entre Troicinet y Lyonesse incomodaba ahora al rey Casmir. Propuso un cese de las hostilidades y el rey Granice aceptó, con ciertas condiciones: Lyonesse debía ceder el ducado de Tremblance, en el extremo oeste de Lyonesse, más allá de Troagh, y comprometerse a no construir buques de guerra que pudieran amenazar a Troicinet.
Previsiblemente, el rey Casmir rechazó esas duras condiciones, y previno al rey Granice sobre las graves consecuencias que tendría tan irracional hostilidad.
El rey Granice respondió:
—Recuerda que yo, Granice, no te declaré la guerra. Tú, Casmir me atacaste sin razón. Recibiste una grande y justa derrota. Ahora debes sufrir las consecuencias. Has oído mis condiciones. Acéptalas o continúa una guerra que no puedes ganar y por la que pagarás un alto precio en hombres, recursos y humillación. Mis condiciones son realistas. Exijo el ducado de Tremblance para proteger mis naves de los ska. Puedo hacer desembarcar una gran fuerza en Cabo Despedida cuando lo desee; estás advertido.
—A partir de una victoria pequeña y temporal —respondió el rey Casmir en tono amenazador—, desafías al poderío de Lyonesse. Eres tan tonto como arrogante. ¿Crees que puedes superar nuestro gran poder? Ahora declaro una proscripción contra ti y tu linaje; seréis perseguidos como delincuentes y liquidados a la vista de todos. No tengo más que decir.
El rey Granice respondió a este mensaje con la fuerza de su armada. Bloqueó la costa de Lyonesse para que ni siquiera un bote pesquero pudiera navegar a salvo por el Lir. Lyonesse sobrevivió con sus recursos terrestres, y el bloqueo sólo significó un fastidio y una continua afrenta a la que el rey Casmir no podía replicar.
A su vez, el rey Granice no pudo inflingir gran daño a Lyonesse. Los puertos eran escasos y estaban bien defendidos. Además, Casmir hacía vigilar bien las costas y tenía espías en Dascinet y Troicinet. Entretanto, reunió a un consejo de ingenieros navales y les encargó que construyeran, pronto y bien, una flota de naves de guerra para derrotar a los troicinos.