Al día siguiente el sol brillaba claramente entre altos jirones de nubes. Suldrun asistió de mala gana a las lecciones de Julias Sagamundus, con un delicado vestido de rayas blancas y verdes, ceñido bajo los pechos y con encaje en el ruedo y el cuello. Sentada en un taburete, Suldrun copió la ornamentada escritura lionesa con una pluma de ganso gris, tan fina y larga que la punta se mecía a cierta altura sobre su cabeza. Suldrun miraba hacia la ventana cada vez más, y escribía cada vez menos.
Julias Sagamundus, viendo cómo eran las cosas, suspiró un par de veces, pero sin énfasis. Arrebató la pluma de los dedos de Suldrun, empacó sus libros de ejercicios, plumas, tintas y pergaminos y fue a atender sus propios asuntos. Suldrun bajó del taburete y permaneció embelesada junto a la ventana, como si escuchara una música lejana. Dio media vuelta y se marchó a la biblioteca.
Desdea entró en la galería procedente de la Sala Verde, donde el rey Casmir le había dado cuidadosas instrucciones. Llegó a tiempo para ver el fulgor verde y blanco del vestido de Suldrun, que entraba en el Octógono.
Desdea la siguió deprisa, recordando las instrucciones del rey. Entró en el Octógono, miró a derecha e izquierda, luego salió y vio a Suldrun, que ya estaba en el extremo de la arcada.
—Vaya niña tan sigilosa —murmuro la dama para sí misma—. Ahora veremos. Muy pronto, muy pronto. —Se llevó los dedos a la boca y subió a los aposentos de Suldrun, donde hizo preguntas a las criadas. Ninguna conocía el paradero de Suldrun.
—No importa —dijo Desdea—. Sé dónde encontrarla. Ahora, sacad su vestido azul claro con corpiño de encaje, ropa haciendo juego, y preparadle un baño.
Desdea bajó a la galería y pasó media hora caminando de aquí para allá. Al fin volvió de nuevo por la Galería Larga.
—Ahora veremos —se dijo.
Subió la arcada y atravesó el túnel hasta la plaza de armas. A su derecha cerezos silvestres y alerces cubrían una vieja pared de tierra, donde entrevió una deteriorada puerta de madera. Siguió adelante, se agachó bajo el alerce y empujó la puerta. Un sendero bajaba entre salientes y protuberancias de roca.
Subiéndose la falda hasta más arriba de los tobillos, Desdea avanzó Por irregulares escalones de piedra que doblaban a derecha e izquierda y dejó atrás un viejo templo de piedra. Siguió adelante, tratando de no tropezar y caer, lo cual, ciertamente pondría en jaque su dignidad.
Las paredes de la barranca se separaron; Desdea vio el jardín. Bajó despacio por el sendero y, si no hubiera estado tan atenta a un posible desliz, habría reparado en los macizos de flores y las agradables hierbas, el arroyuelo que se derramaba en delicados estanques y luego saltaba de piedra en piedra hasta caer en otro remanso. Desdea sólo vio un escabroso, húmedo y solitario desierto rocoso. Tropezó, se lastimó el pie y maldijo, enfurecida por las circunstancias que la habían alejado tanto de Haidion, y pronto vio a Suldrun a poca distancia, totalmente sola (y Desdea sabía que sería así, a pesar de sus sospechas de escándalo).
Suldrun oyó los pasos y alzó los ojos azules, que le brillaron ferozmente en la cara pálida.
—Me lastimé el pie en las piedras —dijo Desdea con rencor—. Es una vergüenza.
Suldrun movió la boca. No encontraba palabras para expresarse. Desdea soltó un suspiro de resignación y fingió mirar en derredor.
—Conque, querida princesa, este es tu pequeño refugio —dijo con voz condescendiente. Tiritó exageradamente, encogiendo los hombros—. ¿No eres sensible al aire? Siento una ráfaga húmeda. Debe de venir del mar. —De nuevo miró en derredor, frunciendo la boca con divertida reprobación—. Aun así, es un pequeño rincón salvaje, tal como debió de ser el mundo antes de que aparecieran los hombres. Vamos, niña muéstrame el lugar.
La furia deformó la cara de Suldrun, que ahora mostraba los dientes en la boca tensa. Alzó la mano y señaló.
—¡Lárgate de aquí! Desdea irguió la cabeza.
—Querida niña, eres impertinente. Sólo me preocupa tu bienestar y no merezco tu desprecio.
—¡No te quiero aquí! —chilló Suldrun—. ¡No te quiero cerca de mí! ¡Lárgate!
Desdea retrocedió; su cara era una máscara desagradable. Sentía impulsos conflictivos. Ante todo deseaba encontrar una rama, alzar la falda de esa niña impúdica y darle una buena tunda: un acto que no se atrevía a cometer. Retrocediendo unos paso rezongó:
—Eres una ingrata. ¿Crees que es agradable instruirte en todo lo que es noble y bueno, y guiar tu inocencia a través de los escollos que encuentras en la corte, cuando ni siquiera me respetas? Busco amor y res peto, encuentro rencor. ¿Es esta mi recompensa? Me esfuerzo por cumplir con mi deber y me dicen que me largue. —Su voz se convirtió en un zumbido. Suldrun dio media vuelta y observó el vuelo de una golondrina, luego otra. Miro el chispeante y espumoso oleaje que se estrellaba contra las rocas y se desplomaba en la playa. Desdea continuó:
—Hablaré con claridad: no es por mi beneficio que ando entre piedras y abrojos para notificarte sobre deberes tal como la importante recepción de hoy. No, debo aceptar el papel de la entrometida Desdea. Te lo he notificado y no puedo hacer más.
Desdea dio media vuelta, subió por el sendero y se marchó del jardín. Suldrun la miró pensativa. Había notado un indefinible aire de satisfacción en el movimiento de sus brazos y la inclinación de su cabeza. Se preguntó qué significaría.
Para proteger del sol al rey Deuel de Pomperol y su cortejo, se había erigido un dosel de seda roja y amarilla, los colores de Pomperol, en el gran patio de Haidion. Bajo este dosel, el rey Casmir, el rey Deuel y vanas personas de alto rango disfrutaban de un banquete informal.
El rey Deuel, un hombre delgado y musculoso de edad mediana exhibía una energía mercurial y gran vitalidad. Había traído sólo un pequeño séquito: su único hijo, el príncipe Kestrel, cuatro caballeros, varios ayudantes y lacayos; así, decía el rey Deuel, eran «libres como los pájaros, esas benditas criaturas que surcan el aire, para ir dondequiera y a nuestro antojo».
El príncipe Kestrel había cumplido quince años y se parecía al padre sólo en el pelo amarillento. Por lo demás, era grave y flemático, con un torso corpulento y una expresión plácida. Aun así, el rey Casmir pensaba en Kestrel como un posible partido para la princesa Suldrun, si no se presentaban opciones más ventajosas, y por ello dispuso que hubiera un sitio para Suldrun en la mesa del banquete.
Cuando notó que ese sitio permanecía desocupado, el rey Casmir le habló aparte a la reina Sollace.
—¿Dónde está Suldrun? —preguntó con furia.
La reina Sollace encogió sus marmóreos hombros.
—No sé. Es imprevisible. Me resulta más fácil librarla a sus propios caprichos.
—Me parece muy bien. ¡Pero yo ordené su presencia!
La reina Sollace se encogió nuevamente de hombros y cogió un dulce.
—En ese caso Desdea debe informarnos.
El rey Casmir miró a un lacayo por encima del hombro.
—Trae a Desdea.
Entretanto, el rey Deuel disfrutaba de las piruetas de los animales amaestrados que el rey Casmir había traído para complacerlo. Osos con azules sombreros de tres picos arrojaban pelotas; cuatro lobos con trajes de satén rosado y amarillo bailaban una contradanza; seis garzas marchaban en formación con seis cuervos.
El rey Deuel aplaudió el espectáculo, y demostró especial entusiasmo por los pájaros.
—¡Espléndido! ¿No son dignas criaturas, majestuosas y sabias? ¡Observad la gracia de su andar! ¡Un paso, otro paso!
El rey Casmir aceptó el cumplido con un gesto imponente.
—¿Te agradan las aves?
—Me parecen extraordinarias. Vuelan con desenvuelta audacia y con una gracia que excede en mucho nuestra capacidad.
—Es verdad… Excúsame, debo hablar con la dama Desdea. —El rey Casmir se apartó a un lado—. ¿Dónde está Suldrun?
La dama fingió asombro.
—¿No se encuentra aquí? ¡Qué extraño! Es obstinada, y tal vez un poco extraña, pero no puedo creer que desobedezca a propósito.
—¿Dónde está, entonces?
Desdea hizo una mueca y agitó los dedos.
—Como decía, es una niña terca y dada a las extravagancias. Ahora se ha aficionado a un viejo jardín que está bajo el Urquial. Intenté disuadirla, pero lo ha convertido en su refugio favorito.
—¿Dónde está ahora? ¿Sola? —estalló el rey Casmir.
—Majestad, no permite que nadie más vaya a ese jardín. Hablé con ella y le comuniqué vuestros deseos. No me quiso escuchar y me pidió que me marchara. Supongo que todavía está en el jardín.
El rey Deuel observaba fascinado la actuación de un simio amaestrado que caminaba sobre la cuerda floja. El rey Casmir masculló una excusa y se marchó. Desdea volvió a sus asuntos con una agradable sensación de satisfacción.
El rey Casmir no había pisado el antiguo jardín en veinte años. Bajó por un sendero de guijarros incrustados en arena, entre árboles, hierbas y flores. A medio camino de la playa se encontró con Suldrun. Ella estaba arrodillada, incrustando guijarros en la arena.
Suldrun alzó los ojos sorprendida. El rey Casmir observó el jardín en silencio, luego miró a Suldrun, que se levantó despacio.
—¿Por qué no obedeciste mis órdenes? —rezongó el rey. Suldrun lo miró boquiabierta.
—¿Qué órdenes?
—Pedí que estuvieras presente en la recepción del rey Deuel de Pomperol y su hijo el príncipe Kestrel.
Suldrun hizo memoria y recobró el eco de la voz de Desdea.
—Tal vez Desdea lo mencionó —dijo, mirando de soslayo el mar—. Habla tanto que rara vez la escucho.
El rey Casmir permitió que una airosa sonrisa le iluminara la cara. Él también pensaba que esa dama hablaba más de la cuenta. Una vez más inspeccionó el jardín.
—¿Por qué vienes aquí?
—Aquí nadie me molesta —dijo Suldrun, tartamudeando.
—¿Pero no te sientes sola?
—No. Finjo que las flores me hablan.
El rey Casmir gruñó. Tales fantasías eran necesarias y poco prácticas en una princesa. Tal vez era excéntrica de veras.
—¿No deberías divertirte con otras doncellas de tu posición?
—Padre, eso hago en mis lecciones de danza.
El rey Casmir la examinó desapasionadamente. Suldrun se había puesto una florecilla blanca en el pelo reluciente y dorado; sus rasgos eran regulares y delicados. Por primera vez el rey Casmir vio en su hija algo más que una niña bella y despistada.
—Ya —gruñó—. Vamos a la recepción. Tu atuendo no es apropiado, pero ni el rey Deuel ni Kestrel pueden pensar peor de ti. —Reparó en la melancólica expresión de Suldrun—. ¿No te atrae la idea de ir a un banquete?
—Padre, son extraños. ¿Por qué debo conocerlos hoy?
—Porque con el tiempo debes casarte y Kestrel podría ser el partido más ventajoso.
Suldrun se acongojó aún más.
—Creí que debía casarme con el príncipe Bellath de Caduz. —Los rasgos del rey Casmir se endurecieron.
—¿Dónde has oído eso?
—Me lo dijo el príncipe Bellath. —El rey Casmir soltó una risotada.
—Bellath se ha comprometido hace tres semanas con la princesa Mahaeve de Dahaut.
—¿No es una mujer mayor? —preguntó Suldrun con desánimo.
—Tiene diecinueve años y para colmo es fea. Pero eso no importa: obedeció a su padre el rey, quien prefirió Dahaut a Lyonesse, cosa que lamentará… ¿Así que te agradaba Bellath?
—Me gustaba bastante.
—Ahora no importa. Necesitamos a Pomperol y Caduz; si llegamos a un trato con Deuel, conseguiremos ambas. Ven y se amable con el príncipe Kestrel. —Giró sobre sus talones. Suldrun lo siguió sendero arriba arrastrando los pies.
En la recepción se sentó junto al príncipe Kestrel, que la miraba con expresión altiva, aunque Suldrun no lo notó. Kestrel y el banquete la aburrían.
En el otoño de ese año, el rey Quairt de Caduz y el príncipe Bellath fueron a cazar a las Colinas Largas. Allí los sorprendió y asesinó una partida de salteadores enmascarados. Caduz quedó sumida en el caos y la confusión.
En Lyonesse el rey Casmir descubrió que podría reclamar el trono de Caduz, pues su abuelo, el duque Cassander, había sido hermano de la reina Lydia de Caduz.
Este reclamo, basado en el vínculo entre hermanos, y de allí con un descendiente lejano, era legal (con reservas) en Lyonesse y en las Ulflandias, pero era contrario a las costumbres de Dahaut, que se guiaban estrictamente por la línea paterna. En cuanto a Caduz, sus propias leyes eran ambiguas.
Para hacer valer su reclamo, Casmir viajó a Montroc, capital de Caduz, a la cabeza de cien caballeros, lo cual irritó al rey Audry de Dahaut. Advirtió que en ninguna circunstancia permitiría que Casmir se anexionará Caduz tan fácilmente, y empezó a movilizar un gran ejército.
Los duques y condes de Caduz, así instigados, comenzaron a expresar disgusto por Casmir, y muchos se preguntaban cada vez más por la identidad de esos salteadores, tan rápidos, mortales y anónimos en una campiña habitualmente tan plácida.
Casmir vio por dónde soplaba el viento. Una tarde tormentosa, mientras los nobles de Caduz celebraban un cónclave, una extraña mujer vestida de blanco entró en el aposento alzando un recipiente de vidrio que irradiaba colores ondulantes como humo. Como en trance, la mujer recogió la corona y la puso en la cabeza del duque Thirlach, esposo de Etaine, hermana menor de Casmir. La mujer de blanco se marchó y nunca más la vieron. Tras ciertas deliberaciones, se aceptó esta profecía al pie de la letra y Thirlach ocupó el trono como nuevo rey. Casmir regresó a Haidion con sus caballeros, contento de haber hecho todo lo posible para favorecer sus intereses, y en verdad su hermana Etaine, ahora reina de Caduz, era una mujer de formidable personalidad.
Suldrun tenía catorce años y estaba en edad de casarse. Los rumores acerca de su belleza habían llegado lejos, y una sucesión de jóvenes y no tan jóvenes dignatarios llegó a Haidion para juzgar por sí mismos a la fabulosa princesa de Suldrun.
El rey Casmir ofrecía a todos similar hospitalidad, pero no tenía prisa en alentar una boda hasta que todas sus opciones estuvieran claras.
La vida de Suldrun se volvió cada vez más compleja, con bailes, banquetes, fiestas y juergas. Algunos visitantes le resultaban agradables, otros no tanto. El rey Casmir, sin embargo, nunca le pedía su opinión, que en todo caso no le interesaba.
Un visitante distinto llegó a la ciudad de Lyonesse: el hermano Umphred, un evangelista robusto de cara redonda, originario de Aquitania, que había llegado a Lyonesse a través de la isla de Whanish y la diócesis de Skro.