—¡Comprende que nunca he llegado tan lejos! —advertía Ehirme—. Pero mi abuelo dice esto: en los viejos tiempos las encrucijadas se desplazaban, porque el lugar estaba encantado y no conocía la paz. Esto podía favorecer al viajero, porque, al fin y al cabo, adelantaba un pie y luego el otro y ya había cruzado el camino, sin saber que había visto dos veces más bosque del que pretendía. Los más preocupados eran los que cada año vendían sus mercancías en la Feria de los Duendes, que estaba precisamente en la encrucijada. Los que iban a la feria se contrariaban, porque la feria tenía que celebrarse en la encrucijada en la Noche del Solsticio de Verano, pero cuando llegaban, la encrucijada se había desplazado cuatro kilómetros y la feria no se veía por ninguna parte.
»En esa época los magos se enfrentaron en un tremendo conflicto. Murgen resultó ser el más fuerte y derrotó a Twitten, cuyo padre era un semihumano y cuya madre era una sacerdotisa calva en Kai Kang, bajo las Montañas Altas. ¿Qué hacer con el mago derrotado, que hervía de odio y maldad? Murgen lo enrolló y lo convirtió en un gran poste de hierro de tres metros de largo y tan grueso como mi pierna. Luego, llevó este poste encantado a la encrucijada y esperó a que se desplazara al lugar adecuado, después clavó el poste de hierro en el centro, fiándolo en la encrucijada para que no se moviera más, y la gente de la Feria de los Duendes quedó satisfecha, y habló bien de Murgen.
—¡Háblame de la Feria de los Duendes!
—Bien, es el lugar y el momento en que los semihumanos y los hombres pueden encontrarse sin que ninguno dañe al otro mientras se actúe con amabilidad. La gente instala puestos y vende toda clase de cosas bonitas: tela de araña, vino de violetas en botellas de plata, libros de paño mágico, escritos con palabras que no te puedes sacar de la cabeza una vez que entraron… Ves toda clase de semihumanos: hadas, duendes, gnomos, tonoalegres, e incluso algún falloy, aunque estos rara vez se muestran, pues son muy tímidos, a pesar de ser los más bellos de todos. Oyes canciones y música y el retintín del oro de las hadas, que ellas extraen de los ranúnculos. ¡Oh, seres muy extraños!
—¡Dime cómo los viste!
—Vaya. Fue hace cinco años, cuando estaba con mi hermana, que se casó con el picapedrero de la aldea Frogmarsh. Una vez, al anochecer, me senté junto al portón para descansar los huesos y mirar el atardecer en el prado. Oí un tintineo, miré y escuché. De nuevo un tintineo, y allí, a veinte pasos de distancia, vi a un hombrecito con un farol que emitía una luz verde. Del pico del gorro le colgaba una campanilla de plata que tintineaba con sus brincos. Me quedé quieta como un poste, hasta que se fue con su campana y su farol verde, y eso es todo.
—¡Háblame del ogro!
—No, es suficiente por hoy.
—Cuéntame, por favor.
—Bien, en verdad no sé demasiado. Hay varias especies entre los semihumanos, tan distintas como el zorro del oso, de modo que hay gran diferencia entre un hada, un ogro, un duende y un skite. Todos son enemigos entre sí, excepto en la Feria de los Duendes. Los ogros viven en la hondura del bosque, y sí, es verdad que secuestran a niños para asarlos en los espetones. Así que nunca te internes demasiado en el bosque para recoger bayas, no vaya a ser que te pierdas.
—Tendré cuidado. Ahora dime…
—Es la hora de comer. Y quién sabe. Tal vez hoy haya una bonita y rosada manzana en mi bolso…
Suldrun almorzaba en su salita, o, si el tiempo era agradable, en el naranjal: mordisqueaba y sorbía con delicadeza cuando Ehirme le llevaba la cuchara a la boca. Con el tiempo aprendió a comer sola, con atentos movimientos y seria concentración, como si comer pulcramente fuera lo más importante del mundo.
Para Ehirme ese hábito era tan absurdo como enternecedor, y a veces se acercaba a Suldrun por detrás y le hacía «¡Bu!» en el oído, justo cuando Suldrun abría la boca para meterse una cucharada de sopa. Suldrun fingía enfadarse y le reprochaba a Ehirme la travesura. Luego seguía comiendo, mirando a Ehirme por el rabillo del ojo.
Lejos de los aposentos de Suldrun, Ehirme trataba de pasar inadvertida, pero pronto se corrió la noticia de que Ehirme la campesina había ascendido más de lo pertinente. El rumor llegó a oídos de Boudetta, una dama severa y rígida, nacida en la nobleza menor, que estaba al mando del personal doméstico. Sus deberes eran múltiples: supervisaba a las criadas, controlaba su virtud y arbitraba en cuestiones de decoro. Conocía las convenciones del palacio. Era un compendio de información genealógica y, sobre todo, de historias escandalosas.
Bianca, una criada de alto rango, fue la primera en quejarse de Ehirme.
—Viene de fuera y ni siquiera vive en el palacio. Huele a pocilga y ahora se da aires porque barre la alcoba de la pequeña Suldrun.
—Sí, sí —dijo Boudetta, irguiendo la nariz prominente—. Lo sé todo.
—¡Otra cosa! —exclamó Bianca con taimado énfasis—. La princesa Suldrun, como todos sabemos, habla poco, y puede ser algo retardada…
—¡Bianca! Es suficiente.
—Pues cuando habla, su acento es atroz. ¿Qué dirá el rey Casmir cuando decida charlar con la princesa y oiga la voz de un mozo de cuadra?
—Entiendo perfectamente —dijo altivamente Boudetta—. Aun así, ya he reflexionado sobre el asunto.
—Recuerda que soy adecuada para la función de doncella personal, que mi acento es excelente, y que estoy muy versada en cuestiones de atuendo y modales.
—Lo tendré en cuenta.
Finalmente Boudetta designó para el puesto a una dama de rango mediano: su prima Maugelin, a quien debía un favor. Ehirme fue despedida y regresó a casa con la cabeza gacha.
Suldrun tenía entonces cuatro años, y solía ser dócil, gentil y bien predispuesta, aunque algo remota y meditabunda. Al enterarse del cambio quedó atónita. Ehirme era la única criatura viviente a quien amaba.
Suldrun no provocó ningún escándalo. Subió a su cámara y permaneció diez minutos mirando la ciudad. Luego arropó su muñeca en un pañuelo, se puso su suave capa de lana de cordero gris y se marchó en silencio del palacio.
Corrió por la arcada que flanqueaba el ala este de Haidion y se escurrió bajo la Muralla de Zoltra por un pasaje húmedo de casi siete metros de largo. Atravesó el Urquial a la carrera, sin fijarse en el lúgubre Peinhador ni en los cadalsos del tejado, donde se mecían un par de cadáveres.
Con el Urquial detrás, Suldrun trotó por el camino hasta cansarse, luego fue a paso más lento. Sabía bien por dónde ir: por la carretera hasta el primer sendero, y por la izquierda del sendero hasta la primera casa.
Abrió la puerta con timidez y encontró a Ehirme sentada a una mesa de mal humor, mondando nabos para la sopa de la cena.
—¿Qué haces aquí? —exclamó Ehirme asombrada.
—No me gusta Maugelin. He venido a vivir contigo.
—¡Ay, princesa, eso es imposible! Ven, debes regresar antes de que se arme un escándalo. ¿Quién te vio partir?
—Nadie.
—Ven entonces. Deprisa. Si alguien pregunta, salimos a tomar el aire.
—¡No quiero quedarme sola allá!
—Querida Suldrun, debes hacerlo. Eres una princesa, no lo olvides. Eso significa que debes hacer lo que te dicen. Vamos.
—Pero no haré lo que me dicen si eso significa que te vas.
—Bien, ya veremos. Deprisa. Quizá podamos entrar sin que nadie lo advierta.
Pero la ausencia de Suldrun ya se había notado. Aunque su presencia en Haidion no significaba mucho para nadie, su ausencia tenía gran importancia. Maugelin había revisado toda la Torre Este: la buhardilla bajo las tejas, pues se sabía que Suldrun la visitaba (acechando y escondiéndose, la muy pícara, pensaba Maugelin), el mirador desde donde el rey Casmir observaba la bahía, las cámaras del piso siguiente, que incluían los aposentos de Suldrun. Al fin, acalorada, cansada y temerosa, bajó al piso principal y se detuvo con una mezcla de alivio y furia cuando vio que Suldrun y Ehirme abrían la pesada puerta y entraban quedamente en la antesala al final de la galería principal. Agitando furiosamente el manto, Maugelin bajó los últimos tres escalones y se acercó a ambas:
—¿Dónde habéis estado? ¡Todos estábamos inquietos! Venid, debemos encontrar a Boudetta. El asunto queda en manos de ella.
Maugelin atravesó la galería y un corredor lateral y entró en la oficina de Boudetta. Suldrun y Ehirme la siguieron aprensivamente.
Boudetta oyó el excitado informe de Maugelin mientras miraba a Suldrun y Ehirme. El asunto no parecía importante, sino trivial y fatigoso. Aun así, representaba un grado de insubordinación y era preciso ser expeditiva. La cuestión de la culpa era irrelevante; para Boudetta la inteligencia de Suldrun estaba casi en el mismo nivel de la simple torpeza campesina de Ehirme. Desde luego no podía castigar a Suldrun; incluso Sollace podía enfurecerse si se enteraba de que habían azotado carnes reales.
Boudetta encaró el asunto de una manera práctica. Volvió su fría mirada hacia Ehirme.
—¿Qué has hecho, mujer?
Ehirme, que no se caracterizaba por su agilidad mental, miró azorada a Boudetta.
—No hice nada, señora. —Luego, con la esperanza de facilitarle las cosas a Suldrun, continuó—. Tan sólo habíamos salido a caminar. ¿Verdad princesa?
Suldrun, mirando a la aquilina Boudetta y a la majestuosa Maugelin, sólo descubrió expresiones de frío disgusto.
—Salí a caminar. Eso es verdad.
—¿Cómo te atreves a tomarte tales atribuciones? —dijo Boudetta, volviéndose hacia Ehirme—. ¿Acaso no te despidieron de tu puesto?
—Sí, señora, pero no se trata de eso…
—Basta. No oiré excusas. —Boudetta llamó a un lacayo—. Lleva a esta mujer al patio y reúne al personal.
Sollozando con desconcierto, Ehirme fue llevada al patio contiguo a la cocina. Se llamó a un carcelero del Peinhador y se reunió al personal de palacio para que observara mientras un par de lacayos con la librea de Haidion inclinaban a Ehirme sobre un caballete. El carcelero se acercó: un hombre corpulento de barba negra y tez pálida, amarillenta. Esperó, mirando a las criadas y doblando su látigo de ramas de sauce.
Boudetta estaba en un balcón con Maugelin y Suldrun.
—¡Atención! —exclamó con voz clara y nasal—. ¡Acuso a esta mujer, Ehirme, de haber cometido una fechoría! En un acto de locura e imprudencia secuestró la persona de la amada princesa Suldrun, causándonos pena y consternación. Mujer, ¿te arrepientes?
—¡Ella no hizo nada! —exclamó Suldrun—. ¡Me trajo a casa!
Poseída por esa peculiar pasión que embarga a quienes asisten a una ejecución, Maugelin llegó al extremo de pellizcar el brazo de Suldrun y apartarla con brusquedad.
—¡Silencio! —susurró.
—¡Me avergüenzo si actué mal! —gimió Ehirme—. Sólo traje a la princesa a casa, deprisa.
Boudetta comprendió de pronto la verdad del asunto. Se le aflojó la boca. Dio un paso adelante. Las cosas habían ido demasiado lejos; su dignidad estaba en juego. Sin duda Ehirme había escapado al castigo por otras ofensas. Al menos debía pagar por su conducta presuntuosa. Boudetta alzó la mano.
—¡Para todos, una lección! ¡Trabajad con esmero! ¡No presumáis! ¡Respetad a vuestros superiores! ¡Observad y aprended! ¡Carcelero! ¡Ocho azotes, dolorosos pero justos!
El carcelero retrocedió, se cubrió la cara con una negra máscara de verdugo y avanzó hacia Ehirme. Le levantó la falda parda de aulaga hasta los hombros, dejando al descubierto un par de amplias nalgas rosadas. Alzó las ramas de sauce. Se oyó un chasquido y un grito de Ehirme. Entre los presentes se oyeron jadeos y risas.
Boudetta miraba impasible. Maugelin sonreía con indiferencia. Suldrun permanecía callada, mordiéndose el labio inferior. El carcelero empuñaba el látigo con autocrítica firmeza. Aunque no era hombre amable, no le agradaba el dolor y hoy estaba de buen humor. Fingía un gran esfuerzo, meciendo los hombros, arqueándose y gruñendo, pero en realidad ponía poca energía en los golpes y no arrancaba la piel. Aun así, Ehirme gemía con cada latigazo, y todos estaban pasmados por la severidad de la azotaina.
—Siete… ocho. Suficiente —declaró Boudetta—. Trinthe, Molotta, atended a la mujer; ungidla con buen aceite y enviadla a casa. Los demás, regresad a vuestra labor.
Boudetta se volvió, y pasó del balcón a una sala para sirvientes encumbrados tales como ella, el senescal, el tesorero, el sargento de los guardias de palacio y el mayordomo, donde podían merendar y deliberar. Maugelin y Suldrun la siguieron.
Boudetta interceptó a Suldrun cuando, por fin, vio que entraba.
—¡Niña! ¡Princesa Suldrun! ¿Adónde vas?
Maugelin corrió pesadamente para plantarse junto a Suldrun. Suldrun se detuvo y miró a ambas mujeres, los ojos relucientes y húmedos.
—Por favor, princesa, escúchame —dijo Boudetta—. Empezaremos algo nuevo, que tal vez se haya demorado demasiado tiempo: tu educación. Debes aprender a ser una dama de estima y dignidad. Maugelin te instruirá.
—No la quiero.
—Aun así la tendrás, por orden personal de la graciosa reina Sollace. Suldrun miró a Boudetta a los ojos.
—Algún día seré reina. Entonces tú serás azotada.
Boudetta abrió la boca, y la volvió a cerrar. Avanzó hacia Suldrun, quien se quedó quieta, entre pasiva y desafiante. Boudetta se detuvo. Maugelin, con una seca sonrisa, observaba de soslayo.
—Pues bien, princesa Suldrun —dijo Boudetta con voz cascada, forzadamente gentil—, actúo sólo por devoción a ti. El ansia de venganza no es propio ni de una reina ni de una princesa.
—Por cierto —dijo servilmente Maugelin—. ¡Recuerda lo mismo para Maugelin!
—El castigo se ha impartido —declaró Boudetta, aún con tono cuidadoso y tenso—. Sin duda todos han aprendido algo de él. Ahora debemos olvidarlo. Tú eres la preciosa princesa Suldrun, y la honesta Maugelin te instruirá en las reglas del decoro.
—No la quiero. Quiero a Ehirme.
—Silencio, se complaciente.
Llevaron a Suldrun a su cámara. Maugelin se repantigó en una silla y se puso a bordar. Suldrun fue a la ventana y se puso a mirar la bahía.
Maugelin subió por la escalera circular de piedra hasta los aposentos de Boudetta, meciendo las caderas bajo el vestido marrón oscuro. En el tercer piso se detuvo con un jadeo, luego siguió hasta una puerta arqueada de madera machihembrada, sujeta con listones de hierro negro. La puerta estaba entornada. Maugelin la empujó un poco, haciendo crujir los goznes de hierro, para que su corpulencia pasara por la abertura. Avanzó un paso, mirando hacia todas partes.