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Authors: Camilla Läckberg

Tags: #Policíaco

Los vigilantes del faro (50 page)

BOOK: Los vigilantes del faro
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—Nosotros tampoco tenemos ningún informe todavía pero…

Petra y Konrad lo miraron expectantes. De repente, Patrik vio un destello en los ojos de Petra.

—Pero si les pedimos que comparen las balas de los dos casos…

—Tendríamos los resultados mucho antes, con un poco de suerte y haciendo algo de trampa —dijo Patrik.

—Vaya, me gusta cómo piensas. —Petra le lanzó a Konrad una mirada exigente—. ¿Llamas tú? Sigues teniendo allí ese contacto, ¿no? De mí están un poco hartos, desde que…

Konrad parecía saber perfectamente a qué se refería, porque la interrumpió y sacó el móvil.

—Llamo ahora mismo.

—Yo iré mientras a buscar los datos que necesitas. —Patrik se levantó y salió corriendo camino de su despacho. Volvió casi al minuto con un papel, que puso delante de Konrad.

El colega de Estocolmo conversó un rato, pero enseguida fue al grano. Luego escuchó y asintió, hasta que se le dibujó en la cara una amplia sonrisa.

—Eres una joya. Te debo un gran favor. Un favor de los grandes. Gracias, gracias. —Konrad terminó la conversación con la satisfacción en el semblante—. Bueno, he hablado con uno de los chicos a los que conozco. Dice que se va ahora mismo al laboratorio para compararlas. Me llamará lo antes posible.

—Increíble —dijo Patrik impresionado.

Petra se quedó impertérrita. Ya estaba acostumbrada a los milagros de Konrad.

A
nna volvió caminando despacio del cementerio. Erica se había ofrecido a llevarla a casa, pero ella no quiso. Falkeliden estaba a un tiro de piedra y tenía que serenarse. Dan la esperaba en casa. Lo había herido al querer ir al cementerio con Erica y no con él. Pero ahora no tenía fuerzas para tener en cuenta los sentimientos de Dan, solo los suyos.

La inscripción de la piedra quedaría grabada por siempre en su corazón. Chiquitín. Quizá debería haber pensado un nombre de verdad. Después. Pero tampoco le parecía bien. Fue chiquitín en la barriga todo el tiempo, mientras lo quisieron tanto. Y así seguiría siendo siempre. Nunca crecería ni se haría grande, nunca sería más que el cuerpecillo diminuto que ni siquiera pudo tener en el regazo.

Estuvo inconsciente demasiado tiempo y, cuando despertó, ya era tarde. Fue Dan el que lo vio, el que lo tuvo en brazos, envuelto en una sabanita. Él pudo tocarlo y despedirse, y aunque Anna sabía que no era culpa suya, le dolía que él hubiese podido experimentar lo que ella se había perdido. En el fondo, también estaba enfadada porque no los protegió, ni a ella ni a Chiquitín. Sabía que era ridículo e irracional. Fue ella la que decidió meterse en el coche, Dan ni siquiera iba con ella cuando se produjo el accidente. No pudo hacer nada. Aun así, sentía crecer la ira en su interior cuando pensaba que ni siquiera él pudo protegerla.

Tal vez se hubiese dejado engañar por una seguridad falsa. Después de todo lo que había sufrido, después de tantos años con Lucas, se convenció de que ya había pasado todo. De que la vida con Dan sería una larga línea recta, sin baches ni curvas. No tenía planes de altos vuelos, ni grandes sueños. Solo deseaba una vida normal y corriente en la casa adosada de Falkeliden, con cenas de parejas, los pagos de la hipoteca, el fútbol de los niños y pilas y pilas de zapatos en la entrada. ¿Era demasiado pedir?

En cierto modo, había visto a Dan como garante de esa vida. Él era tan seguro y estable, siempre tranquilo y con una capacidad extraordinaria de ver más allá de los problemas. Y se había apoyado en él sin tener estabilidad propia. Pero Dan se había venido abajo, y Anna no sabía cómo podría perdonárselo.

Abrió la puerta y entró en el recibidor. Le dolía todo el cuerpo después del paseo, y notó los brazos pesados cuando los levantó para quitarse el pañuelo. Dan se asomó desde la cocina y se quedó en la puerta. La miraba suplicante, sin decir nada. Pero ella no fue capaz de devolverle la mirada.

—Me voy a la cama —murmuró.

M
uy despacio, fue haciendo la maleta. Se había sentido muy a gusto en aquel apartamento pequeño que, de hecho, había llegado a sentir como un verdadero hogar. Vivianne y él no habían experimentado ese sentimiento en muchas ocasiones. Habían vivido en tantos sitios diferentes… Y cada vez que empezaban a echar raíces y a tener amigos, llegaba de nuevo la hora de irse. Cuando la gente empezaba a hacer preguntas, cuando los vecinos y los maestros empezaban a extrañarse y las señoras de Asuntos Sociales al final empezaban a ver a través del encanto de Olof, llegaba la hora de hacer la maleta e irse.

De adultos hicieron lo mismo. Era como si él y Vivianne se hubiesen llevado consigo la inseguridad, como si la tuvieran en el cuerpo. Siempre andaban huyendo, de sitio en sitio, igual que Olof.

Pese a que ya llevaba muerto mucho tiempo, seguía vivo en su sombra. Y ellos continuaban escondiéndose, tratando de que no los vieran ni los oyeran. El modelo se repetía. Era diferente y, aun así, igual.

Anders cerró la maleta. Había decidido afrontar las consecuencias. En su fuero interno ya sentía la añoranza, pero era imposible hacer una tortilla sin romper unos huevos, como decía Vivianne. Aunque ella tenía razón, para esta tortilla harían falta muchos huevos, y no estaba seguro de haber considerado todas las consecuencias. Pero hablaría. Era imposible empezar de nuevo sin contar lo que uno ha hecho. Le había llevado muchas noches de insomnio llegar a esa conclusión, pero ya se había decidido.

Anders paseó la mirada por el apartamento. Sentía alivio y angustia a partes iguales. Hacía falta valor para quedarse en lugar de huir. Al mismo tiempo, era el camino más fácil. Bajó la maleta de la cama, pero la dejó en el suelo. No había más tiempo para reflexiones. La fiesta tenía que celebrarse. Y le ayudaría a Vivianne a que fuera el éxito del siglo. Era lo menos que podía hacer por ella.

E
l tiempo no pasó tan lento como Patrik temía. Mientras esperaban, comentaron las dos investigaciones, y Patrik sintió las venas llenas de adrenalina. Aunque Paula y Martin eran dos policías buenísimos, los colegas de Estocolmo tenían un nervio diferente. Ante todo, envidiaba la compenetración de Petra y Konrad. Era obvio que estaban hechos el uno para el otro. Petra era impetuosa, una fuente inagotable de ideas y propuestas. Konrad era más discreto, más reposado, y completaba las salidas de Petra con comentarios rebosantes de sensatez.

Los tres saltaron de la silla cuando sonó el teléfono. Konrad respondió.

—¿Sí? De acuerdo… Mmm… ¿Ajá?

Petra y Patrik lo miraban fijamente. ¿A qué venía tanto monosílabo? ¿Era para torturarlos? Cuando por fin colgó, se retrepó en la silla. Los otros dos siguieron mirándolo, hasta que abrió la boca.

—Coinciden. Las balas coinciden.

Nadie dijo una palabra.

—¿Están totalmente seguros? —dijo Patrik al cabo de un rato.

—Totalmente seguros. No les cabe la menor duda. Usaron la misma arma en los dos casos.

—Joder —dijo Petra sonriendo.

—Bueno, pues ahora es más urgente todavía que hablemos con la viuda de Wester. Tiene que existir alguna conexión entre las dos víctimas, y yo apuesto por la cocaína. Si yo fuera Annie no estaría muy tranquila, teniendo en cuenta la clase de tipos que pueden estar implicados.

—¿Vamos? —dijo Petra, y se puso de pie.

Patrik le daba vueltas a la cabeza sin parar. Apenas oyó lo que Petra le decía, tan absorto estaba en sus cavilaciones. Las vagas sospechas que había abrigado empezaban a formar un patrón.

—Yo tendría que comprobar unas cuantas cosas antes. ¿Podríais esperar un par de horas? Luego nos iremos enseguida.

—Claro, por qué no —dijo Petra, aunque sin poder ocultar la impaciencia.

—Genial. Podéis quedaros aquí tranquilamente o dar un paseo por el pueblo. Y si queréis comer, puedo recomendaros el restaurante Tanum Gestgifveri.

Los policías de Estocolmo asintieron.

—Vale, pues yo creo que nos vamos a comer. Tú indícanos la dirección —dijo Konrad.

Patrik les explicó el camino y los despidió, respiró hondo y se fue a su despacho enseguida. Se trataba de darse prisa. Tenía que hacer varias llamadas, y empezó por Torbjörn. Por probar, pero con un poco de suerte, Torbjörn le respondería aunque era sábado. Patrik le refirió brevemente lo que habían averiguado sobre las balas utilizadas y le pidió si podía cotejar la huella sin identificar que había encontrado en la bolsa de cocaína con las que hallaron en la puerta de Mats Sverin, tanto en el interior como en el exterior. Además, le avisó de que enviaría otra huella para que la cotejara con esas dos. Torbjörn empezó a hacer preguntas, pero Patrik lo interrumpió. Ya se lo explicaría después.

El siguiente punto de la lista era encontrar el informe adecuado. Sabía que lo tenía en algún sitio, entre los demás, y empezó a revolverlo todo para encontrarlo. Finalmente, dio con el documento que buscaba, y leyó atentamente el texto breve y un tanto extraño. Luego se levantó y fue en busca de Martin.

—Necesito que me ayudes con una cosa. —Dejó el informe en la mesa de Martin—. ¿Recuerdas algún detalle más sobre esto?

Martin lo miró sorprendido, pero luego negó con la cabeza.

—No, lo siento. Aunque no me será fácil olvidar a ese testigo.

—¿Podrías ir a su casa y hacerle algunas preguntas más?

—Claro. —Parecía a punto de explotar de curiosidad.

—Ahora —dijo Patrik al ver que Martin no hacía amago de levantarse.

—Vale, vale. —Martin salió a toda prisa—. Te llamo en cuanto sepa algo más —dijo volviéndose mientras se alejaba. Luego se detuvo—. Pero ¿no podrías decirme algo más de por qué…?

—Vete, anda, luego te lo explico.

Ya tenía resueltas dos cosas. Le faltaba una. Se acercó a una carta marina que había en la pared del pasillo. Tras un intento de retirar el adhesivo, arrancó el mapa de un tirón y dejó allí pegadas un par de esquinas. Entonces fue a buscar a Gösta.

—¿Has hablado con el tipo que conoce las corrientes del archipiélago de Fjällbacka?

Gösta asintió.

—Sí señor, le he facilitado todos los datos y me dijo que lo miraría. No se trata de una ciencia exacta, pero podría dar alguna pista.

—Pues llámalo y dale también esta información. —Patrik dejó la carta marina en la mesa y le señaló a qué se refería.

Gösta enarcó una ceja.

—¿Es urgente?

—Sí, llámalo ahora y pídele que haga una valoración rápida. Lo único que tiene que decir es si es posible. O lógico. Ven enseguida a contarme qué te ha dicho.

—Me pongo ahora mismo. —Gösta descolgó el teléfono.

Patrik volvió a su despacho y se sentó de nuevo ante el escritorio. Jadeaba como si viniera de correr, y notó el corazón como un martillo en el pecho. Seguía dándole vueltas a la cabeza: más detalles, más interrogantes, más dudas. Al mismo tiempo, tenía la sensación de que iba sobre una pista segura. Lo único que podía hacer ahora era esperar. Se quedó mirando por la ventana, tamborileando con los dedos en la mesa. El sonido chillón del teléfono lo sobresaltó de pronto.

Respondió y escuchó atentamente.

—Gracias por llamar, Ulf. Mantenme informado, ¿de acuerdo? —dijo antes de colgar.

El corazón se le desbocaba en el pecho. De ira, esta vez. Aquel cerdo había encontrado a Madeleine y a los niños. El padre de Madeleine se había armado de valor, había llamado a la Policía y había informado de que el exmarido de su hija había entrado en su casa a la fuerza y se la había llevado, a ella y a los niños. Desde entonces no tenían noticias de ellos. Patrik pensó que seguramente ya estaban desaparecidos cuando él y Ulf estuvieron en la granja. ¿Los tendría allí encerrados y necesitados de ayuda? Cerró los puños de impotencia. Ulf le aseguró que harían todo lo posible por encontrar a Madeleine, pero a juzgar por el tono de voz, no parecía abrigar muchas esperanzas.

Una hora después llegaron Konrad y Petra.

—¿Podemos irnos ya? —preguntó Petra nada más entrar.

—Pues…, tendría que comprobar otra cosa antes. —Patrik no estaba seguro de cómo exponer el asunto. Aún había un montón de detalles imprecisos y poco claros.

—¿El qué? —Petra frunció el ceño. Era obvio que no quería perder más tiempo.

—Nos vemos en la cocina. —Patrik se levantó y fue a avisar a los demás. Tras un instante de indecisión, llamó también a la puerta de Mellberg.

Después de presentar a Petra y a Konrad, empezó a exponer su teoría. No evitó los puntos en que aún había grandes lagunas, sino que los expuso con claridad. Cuando terminó, todos se quedaron en silencio.

—¿Cuál habría sido el móvil? —preguntó Konrad al cabo de unos minutos con un tono tan esperanzado como escéptico.

—No lo sé. Eso aún está por ver. Pero la hipótesis se sostiene. Aunque aún haya muchas lagunas que llenar.

—¿Cómo continuamos? —dijo Paula.

—He estado hablando con Torbjörn, ya le he dicho que le vamos a enviar otra huella en breve, para que la compare con las de la bolsa y la puerta de la casa de Mats Sverin. Si coincide, todo será más fácil. Y tendremos el vínculo con el asesinato.

—Los asesinatos —dijo Petra. Parecía dudar, pero también un poco impresionada.

—¿Quiénes vienen con nosotros? —Konrad miró a los demás, ya se había levantado a medias y parecía dispuesto a salir.

—Con que os acompañe yo será suficiente —dijo Patrik—. Los demás seguís trabajando con las nuevas premisas.

En el preciso momento en que salieron a la calle, sonó el teléfono de Patrik. Al ver que era su madre, contempló la posibilidad de no responder, pero al final pulsó el botón verde. Escuchó impaciente la verborrea nerviosa de la mujer. No localizaba a Erica, había intentado llamarla al móvil varias veces, pero no había obtenido respuesta. Cuando le contó adónde había ido Erica, se quedó helado. Colgó sin decir adiós y se volvió a Petra y a Konrad.

—Tenemos que ir allí. Ahora mismo.

C
uando abrió la puerta, Erica casi se cae de espaldas. Estuvo a punto de vomitar y comprendió que tenía razón. Allí olía a cadáver. Un hedor nauseabundo e increíblemente desagradable que, después de la primera vez, resultaba imposible olvidar. Entró tapándose la nariz y la boca con el brazo para que no le llegara con tanta intensidad. Pero era imposible, el olor lo penetraba todo y parecía que se adhiriese a cada poro, igual que se había adherido a la ropa de Annie.

Miró a su alrededor con los ojos llenos de lágrimas por la acidez del hedor. Con mucho cuidado, fue adentrándose en la casa. Todo estaba en silencio y en calma. Lo único que se oía era el ruido lejano del mar. Le venían arcadas todo el tiempo, pero combatió el impulso de salir otra vez al aire libre.

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