Los vigilantes del faro (45 page)

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Authors: Camilla Läckberg

Tags: #Policíaco

BOOK: Los vigilantes del faro
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—¿Mamá? —dijo entrando en la cocina. Se quedó petrificada.

—Hola, cariño. —Aquella voz, suave pero burlona. Jamás se libraría de ella.

Su madre tenía el terror en la mirada. Estaba sentada, de cara a Madeleine, con el cañón de la pistola pegado a la sien derecha. La labor de punto seguía en el regazo. Su padre se hallaba en el lugar de siempre, sentado junto a la ventana, y un brazo musculoso le rodeaba el cuello por detrás, impidiéndole cualquier movimiento.

—Mis suegros y yo hemos estado hablando de viejos recuerdos —dijo Stefan tranquilamente, y Madeleine vio que apretaba más aún la pistola a la sien de la madre—. Me ha encantado el reencuentro, hacía demasiado tiempo que no nos veíamos.

—¿Y los niños? —dijo Madeleine, aunque sonó como un graznido. Tenía la boca totalmente seca.

—Están a buen recaudo. Debe de haber sido traumático para ellos verse en manos de una mujer psíquicamente enferma y sin posibilidad de estar con su padre. Pero ahora vamos a recuperar el tiempo perdido —aseguró con una sonrisa que dejó ver el destello de sus dientes.

—¿Dónde están? —Casi había olvidado cuánto lo odiaba. Y el miedo que le tenía.

—En lugar seguro, ya te lo he dicho. —Volvió a apretar el cañón y su madre hizo una mueca de dolor.

—Había pensado volver a casa. Por eso hemos venido —se oyó decir Madeleine con voz suplicante—. He comprendido que cometí un error tremendo haciendo lo que hice. Y he vuelto para arreglarlo todo.

—¿Te llegó la postal?

Era como si Stefan no la hubiera oído. No comprendía cómo pudo parecerle guapo al principio. Estaba tan enamorada, le parecía un artista de cine, con ese pelo rubio, esos ojos azules y esos rasgos tan definidos. Se sintió halagada cuando la eligió a ella, pudiendo haber elegido a quien hubiera querido. Ella solo tenía diecisiete años y no conocía el mundo. Stefan la cortejó y la abrumó con sus cumplidos. Lo demás vino después, los celos, la necesidad de control, y entonces ya era tarde. Ya estaba embarazada de Kevin, y su confianza en sí misma dependía tanto del aprecio y la atención de Stefan que le era imposible liberarse de él.

—Sí, recibí la postal —dijo, y sintió en el acto una calma inaudita. Ya no tenía diecisiete años, y alguien la había querido. Recordó el rostro de Matte y supo que le debía el ser fuerte ahora—. Me voy contigo. Deja tranquilos a mis padres. —Negó con la cabeza dirigiéndose a su padre, que trató de levantarse. Tengo que arreglar esto. No tendría que haberme ido, fue un error por mi parte. A partir de ahora, vamos a ser una familia.

De repente, Stefan dio un paso al frente y la golpeó en la cara con la pistola. Ella notó el acero en la mejilla y cayó de rodillas. Con el rabillo del ojo vio que el gorila de Stefan obligaba al padre a mantenerse en la silla, y deseó con todo su corazón haber podido ahorrarles aquello a sus padres.

—Ya lo veremos, so puta. —Stefan la agarró del pelo y empezó a arrastrarla. Ella luchaba por ponerse de pie. Le dolía muchísimo, y tenía la sensación de que iba a arrancarle el cuero cabelludo. Con la melena bien agarrada, Stefan se volvió y apuntó a la cocina con la pistola—. De esto, ni mu. No hagáis una mierda. Porque entonces será la última vez que veáis a Madeleine. ¿Está claro? —Le puso a Madeleine el cañón en la cabeza y miró alternativamente al padre y a la madre.

Ellos asintieron en silencio. Madeleine no era capaz de mirarlos. Si lo hacía, se esfumaría el valor, se le desdibujaría la imagen de Matte, que la animaba a ser fuerte ocurriera lo que ocurriera. Así que se quedó mirando al suelo mientras notaba que le ardía la raíz del pelo. Sentía el frío de la pistola en la piel y por un instante se preguntó cómo sería, si le daría tiempo de notar la bala abriéndose paso por el cerebro o si la luz se apagaría simplemente.

—Los niños me necesitan. Nos necesitan. Podemos volver a ser una familia —dijo, tratando de hablar con voz firme.

—Ya veremos —dijo Stefan otra vez con un tono que la asustó más que el tirón del pelo, más que la pistola en la sien—. Ya veremos.

Luego, la arrastró consigo hasta la puerta.

-T
odo indica que Stefan Ljungberg y sus hombres están implicados —dijo Patrik.

—O sea, que su mujer ha vuelto a la ciudad, ¿no? —afirmó Ulf.

—Sí, con los niños.

—Pues vaya. Más bien debería haberse quedado tan lejos como le fuera posible.

—No quería decir por qué había vuelto.

—Puede haber mil razones. Ya lo he visto antes muchas veces. Nostalgia del país, echan de menos a sus familiares y amigos, la vida de refugiado no es lo que uno se piensa. O las encuentran y las amenazan, y deciden que más vale volver.

—En otras palabras, sabéis que hay asociaciones como Fristad que a veces brindan ayuda más allá de lo que es legalmente admisible —dijo Gösta.

—Sí, pero hacemos la vista gorda. O más bien, preferimos no invertir recursos en ello. Esas organizaciones actúan allí donde falla el Estado. No podemos proteger como debiéramos a esas mujeres y a los niños, así que…, bueno, ¿qué podemos hacer? —Hizo un gesto de impotencia—. Pero entonces, ¿ella cree que el hombre con el que estuvo casada puede ser culpable de asesinato?

—Pues sí, eso parecía —dijo Patrik—. Y tenemos indicios suficientes como para por lo menos mantener una charla con él.

—Como os decía, no es tarea fácil. Por un lado, no tenemos ningún interés en interferir en las investigaciones en curso sobre los Illegal Eagles y sus actividades. Por otro, se trata de unos tipos a los que hay que evitar en la medida de lo posible.

—Soy consciente de ello —aseguró Patrik—. Pero puesto que la pista que tenemos señala a Stefan Ljungberg, sería faltar al deber no hablar con él al menos.

—Ya me temía que dirías algo así —dijo Ulf con un suspiro. Haremos lo siguiente. Me llevaré a uno de mis mejores hombres, e iremos a ver a Stefan Ljungberg los cuatro. Nada de interrogatorios, ninguna provocación agresiva. Solo una pequeña charla. Nos lo tomamos con calma y con prudencia, y ya veremos qué sacamos en claro. ¿Qué me dices?

—Bueno, no tenemos otra opción.

—Bien. Pero no podrá ser hasta mañana por la mañana. ¿Tenéis donde pasar la noche?

—Supongo que podemos quedarnos en casa de mi cuñado. —Patrik miró a Gösta, que asintió, y sacó el teléfono para llamar a Göran.

Erica quedó un poco decepcionada cuando Patrik la llamó y le dijo que no volvería a casa hasta el día siguiente. Pero no había otra solución. Habría sido totalmente diferente si eso mismo hubiera ocurrido cuando Maja era pequeña, como ahora los gemelos. Entonces se habría puesto nerviosísima ante la idea de verse sola con ella por la noche. Ahora, en cambio, lamentaba pasar una noche sin Patrik, pero no sentía la menor inquietud por tener que hacerse cargo ella sola de los tres niños. Las piezas parecían haber encajado ya en su sitio, y era feliz al saberse capaz de disfrutar de los bebés de un modo impensable cuando nació Maja. Eso no significaba que hubiera querido menos a Maja, desde luego. Simplemente, sentía otra tranquilidad, otro grado de confianza con los gemelos.

—Papá volverá a casa mañana —le dijo a Maja, que no respondió. Estaba viendo
Bolibompa
en la tele, y Maja no reaccionaría ni aunque llovieran granadas de mano en la calle. Los gemelos habían comido y estaban recién cambiados, así que dormían satisfechos en la cuna que compartían. Además, el primer piso estaba recogido y ordenado, para variar, después del impulso de limpieza que sufrió en cuanto llegó de la guardería, que casi la hizo entrar en preocupación.

Erica entró en la cocina, se preparó un té y descongeló unos bollos en el micro. Tras pensarlo unos minutos, fue en busca del mazo de papeles sobre Gråskär y se sentó junto a Maja con té, bollos y un puñado de historias de fantasmas. Y muy pronto se vio inmersa en el mundo de los espectros. Desde luego, Annie tenía que ver aquello.

-¿N
o deberías irte a casa con las niñas? —Konrad la miró con una expresión de exigencia. En la calle, fuera del despacho que compartían en la comisaría de Kungsholmen, las farolas de la ciudad acababan de encenderse.

—Pelle se encarga del turno de noche. Últimamente ha hecho tantas horas extra que bien se merece disfrutar un poco de la vida familiar.

El marido de Petra tenía un café en el barrio de Söder, y los dos andaban siempre organizándose el horario para que el día a día funcionara. A veces Konrad se preguntaba cómo se las habrían arreglado para tener cinco hijos, con lo poco que se veían.

—¿Tú cómo vas? —Estiró un poco las articulaciones. Había sido un día muy largo y muy duro, y la espalda empezaba a resentirse.

—Los padres, muertos; no tiene hermanos. Sigo buscando, pero no parece que haya tenido una gran familia.

—Me pregunto cómo iría a dar con un tipo como ese —dijo Konrad. Giró la cabeza a un lado y a otro para relajar los músculos del cuello.

—Bueno, no es muy difícil adivinar qué tipo de persona es —dijo Petra con acritud—. Una de esas chicas que viven del físico y cuya única finalidad en la vida es que alguien las mantenga. A la que le da igual la procedencia del dinero y que se pasa los días de compras o en el salón de belleza y que, entre lo uno y lo otro, se toma un respiro almorzando con las amigas y bebiendo vino blanco en Sturehof.

—Vaya —dijo Konrad—. Me está pareciendo que tienes algún que otro prejuicio, ¿no?

—Estrangularé a mis hijas con mis propias manos si alguna me sale así. Por lo que a mí se refiere, pienso que uno tiene que correr con las consecuencias de entrar en ese mundo y cerrar los ojos al olor del dinero que maneja.

—No olvides que hay un niño de por medio —le recordó Konrad, y vio que Petra se dulcificaba enseguida. Era ruda, pero al mismo tiempo, más sentimental que la mayoría, sobre todo cuando había niños implicados.

—Sí, ya lo sé. —Frunció el entrecejo—. Por eso sigo aquí a las diez de la noche, aunque Pelle tendrá en casa una versión del motín del Bounty. Te aseguro que no es por una pija casada con un rico, te lo aseguro.

Continuó tecleando en el ordenador un rato, antes de cerrar sesión.

—Bueno, yo creo que hay que irse. He enviado unas consultas, y no creo que consigamos más esta noche. Mañana hemos quedado a las ocho con los de estupefacientes para ver juntos qué tenemos. Más vale que durmamos unas horas, a ver si estamos más o menos despiertos durante la reunión.

—Tan sensata como siempre —dijo Konrad, que también se levantó—. Esperemos que el día de mañana sea más fructífero.

—Pues sí. De lo contrario, tendremos que recurrir a los medios de comunicación —añadió Petra, con cara de asco.

—Descuida, ya se enterarán ellos solos. —Hacía mucho que Konrad no se alteraba por las injerencias de la prensa vespertina en su trabajo. Y tampoco veía las cosas de forma tan tajante como Petra. Los periódicos ayudaban unas veces y entorpecían otras. En cualquier caso, como no iban a desaparecer, no servía de nada pelear contra molinos de viento.

—Buenas noches, Konrad —dijo Petra, dando grandes zancadas hacia el pasillo.

—Buenas noches —respondió Konrad, y apagó la luz.

Fjällbacka, 1873

L
a vida en la isla había cambiado, aunque la mayor parte seguía como siempre. Karl y Julian la miraban con el mismo destello maligno de antes y de vez en cuando le soltaban un comentario hiriente. Pero a ella no le afectaba, porque ahora tenía a Gustav. Estaba totalmente absorta en aquel hijo maravilloso, y mientras lo tuviera, podría soportarlo todo. Podría vivir en Gråskär hasta el día de su muerte siempre y cuando Gustav estuviera a su lado. Eso era lo único que importaba. Y aquella certeza le infundía calma, igual que su fe en Dios. A medida que pasaban los días en esa isla inhóspita se le hacía más patente la palabra de Dios. Dedicaba todo su tiempo libre a leer con atención lo que pudiera decirle la Biblia, y el mensaje le colmaba el corazón, ayudándole a olvidar todo lo demás.

Para desdicha suya, Dagmar había fallecido dos meses después de su regreso a la isla. Ocurrió de un modo tan horrible que Emelie ni siquiera era capaz de pensar en ello. Una noche, alguien entró en su casa, seguramente para robarle lo poco que tuviera de valor. La mañana siguiente, una amiga la encontró muerta. Emelie se echaba a llorar con solo pensar en Dagmar y en el destino brutal que le tocó vivir. A veces esa imagen era mucho más de lo que podía soportar. ¿Quién podría ser tan malvado y llevar dentro tanto odio como para quitarle la vida a una anciana que no había hecho mal a nadie?

Los muertos le susurraban un nombre por las noches. Ellos lo sabían y querían que Emelie escuchara lo que tenían que decirle, pero ella no quería saber nada, no quería oír nada. Ella solo echaba de menos a Dagmar con toda su alma. Para ella habría sido un consuelo saber que la tenía allí, en Fjällbacka, pese a que seguía sin poder ir con los dos hombres a comprar provisiones, y no habría podido verla. Ahora ya no estaba, y Emelie y Gustav volvían a estar solos.

Aunque eso no era del todo cierto. Cuando volvió con Gustav en los brazos, ellos la esperaban en las rocas. Le daban la bienvenida a la isla. A aquellas alturas no tenía que esforzarse para verlos. Gustav tenía ya un año y medio y, aunque al principio no estaba segura, se dio cuenta de que él también los veía. De pronto sonreía y saludaba con la mano. Su presencia lo llenaba de alegría, y que él estuviera contento era lo único que le importaba a Emelie.

La existencia en la isla podría haber sido muy monótona, todos los días eran iguales. Y sin embargo, nunca se sintió más satisfecha. El pastor los había visitado otra vez. Emelie tenía la sensación de que se preocupaba por ellos y quería ver que todo iba bien. Pero no tenía por qué inquietarse. El aislamiento que antes la desasosegaba había dejado de afectarle. Tenía toda la compañía que necesitaba, y su vida había adquirido sentido. ¿Quién se atrevería a pedir más? El pastor se fue de allí tranquilo. Había visto la paz que irradiaba su rostro, la Biblia, tan usada, que tenía abierta en la mesa de la cocina. Le dio a Gustav una palmadita en la mejilla y, medio a escondidas, un caramelo de menta y le dijo que era un chico magnífico, y Emelie se sintió tan orgullosa…

Karl, en cambio, ignoraba al niño por completo. Era como si su hijo no existiera. Además, había dejado el dormitorio común definitivamente y se había trasladado a la habitación de la planta baja, mientras que Julian se cambió al sofá de la cocina. El niño lloraba a todas horas, decía Karl, pero Emelie sospechaba que no era más que una excusa para no tener que compartir con ella el lecho matrimonial. A ella no le importaba en absoluto, sino que ahora dormía con Gustav a su lado, con el bracito rollizo alrededor del cuello y la boquita en la mejilla. Eso era cuanto necesitaba.

Eso y a Dios.

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