Los vigilantes del faro (47 page)

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Authors: Camilla Läckberg

Tags: #Policíaco

BOOK: Los vigilantes del faro
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—Muy bien, y entonces, ¿a qué esperamos? —Patrik se levantó tan bruscamente que Erica casi se cae. Le dio la mano y se dirigieron juntos a la escalera. Pero no acababa de poner el pie en el primer peldaño cuando sonó el móvil. Hizo amago de seguir subiendo, pero Erica lo detuvo.

—Cariño, tienes que contestar. Puede ser de la comisaría.

—Que esperen —dijo—. Porque créeme, esto no nos llevará mucho tiempo. —Le rodeó otra vez la cintura con el brazo, pero sin éxito.

—Pues no sé si es un buen argumento para vender el producto… —dijo con una sonrisa—. Tienes que contestar, lo sabes.

Patrik dejó escapar un suspiro. Sabía que tenía razón, por triste que le pareciera.

—¿En otro momento? —Se dirigió al recibidor. El móvil sonaba en el bolsillo de la cazadora.

—Será un placer —dijo Erica con una reverencia.

Patrik respondió al teléfono riéndose. Quería con locura a la chiflada de su mujer.

M
ellberg estaba preocupado. Tenía la sensación de que toda su vida dependía de que aquello se resolviera. Rita había salido a pasear con Leo, las chicas estaban en el trabajo. Él se había escapado a casa un momento para ver los canales de deporte. Pero por primera vez en la vida, no pudo concentrarse en la tele, sino que empezó a dar vueltas de un lado a otro sin dejar de pensar.

De repente se detuvo. Pues claro que podía arreglarlo. Tenía la solución delante de las narices. Salió y bajó la escalera hasta la oficina del sótano. Alvar Nilsson estaba ante el escritorio.

—¡Hombre, Mellberg!

—Hola. —Mellberg le dirigió su mejor sonrisa.

—¿Qué me dices? ¿Me acompañas? —Alvar abrió el primer cajón y sacó una botella de whisky.

Mellberg luchaba consigo mismo, pero la batalla terminó como solía.

—Sí, qué puñetas —dijo, y tomó asiento.

Alvar le dio un vaso.

—Pues verás, tenía una cosa que decirte. —Mellberg dio unas vueltas al vaso y disfrutó de la vista antes de tomar el primer trago.

—¿Sí? ¿En qué puedo ayudarte?

—Las niñas han decidido alquilar algo propio.

Alvar lo miró con una risita. «Las niñas» tenían algo más de treinta años.

—Sí, suele pasar. —Alvar se recostó en la silla y cruzó las manos en la nuca.

—Pero resulta que Rita y yo no queremos que se muden muy lejos.

—Lo comprendo. Pero los apartamentos en Tanumshede están difíciles ahora.

—Claro, por eso había pensado que podrías ayudarme. — Mellberg se inclinó y le clavó una mirada intensa.

—¿Yo? Ya sabes cómo están las cosas. Todos los apartamentos ocupados. No tengo ni un cuchitril que ofrecerte.

—Bueno, tienes un piso de tres habitaciones en la planta debajo de la nuestra.

Alvar lo miró desconcertado.

—Pero el único piso de tres habitaciones que hay ahí es… —Calló de pronto. Luego negó con la cabeza—. Jamás en la vida. No, eso no puede ser. Bente no lo aceptaría nunca. —Alvar estiró el cuello y miró inquieto al despacho de al lado, donde trabajaba su secretaria y amante noruega.

—Ese no es mi problema. Pero podría convertirse en el tuyo. —Mellberg bajó la voz—. No creo que a Kerstin le gustara conocer tu… arreglo.

Alvar miró a Mellberg furioso, y Mellberg se preocupó un poco. Si se había equivocado, Alvar podía echarlo de allí a patadas. Contuvo la respiración. Y Alvar se echó a reír.

—Joder, Mellberg, eres un tipo duro. Pero desde luego, ninguna mujer va a arruinar nuestra amistad. Así que lo resolveremos. Tengo algo de dinero y puedo buscarle otra cosa a Bente. ¿Qué me dices si se mudan dentro de un mes? Pero no pienso pagar pintura ni nada por el estilo, eso corre por vuestra cuenta. ¿De acuerdo? —le tendió la mano.

Mellberg respiró tranquilo y se la estrechó con firmeza.

—Sabía que podía confiar en ti —dijo. Estaba tan contento que el corazón le brincaba en el pecho. El pequeño se mudaría, pero no tan lejos que él no pudiera bajar un piso y verlo cuando quisiera.

—Bueno, pues entonces podemos celebrarlo con otro trago —dijo Alvar.

Mellberg le acercó el vaso.

E
n Badis reinaba una actividad febril, pero Vivianne se sentía como si se moviera a cámara lenta. Había tantas cosas que poner a punto, tanto que decidir. Pero sobre todo, no podía dejar de pensar en las evasivas de Anders. Le estaba ocultando algo, y el secreto abría un abismo entre los dos, tan extenso y tan profundo que apenas podía ver el otro lado.

—¿Dónde van las mesas del bufé? —Una de las camareras la miraba insistente, y se obligó a concentrarse.

—Allí, a la izquierda. En hilera, para que se pueda caminar por los dos lados.

Había que organizarlo todo, y organizarlo bien. Poner las mesas, la comida, la sección de
spa
, los tratamientos. Las habitaciones debían estar listas, con flores y cestas de fruta para los huéspedes de honor. Y el escenario, preparado para el grupo. No podían descuidar nada.

Se dio cuenta de que le fallaba la voz a medida que iba respondiendo a las preguntas. El anillo despedía destellos y tuvo que contenerse para no quitárselo y estrellarlo contra la pared. No podía perder el control ahora que estaba tan cerca del objetivo y de que sus vidas cambiaran por fin.

—Hola, ¿qué puedo hacer?

Anders tenía un aspecto horrible, como si no hubiera pegado ojo en toda la noche. Llevaba el pelo revuelto y se le veían profundas ojeras en los ojos.

—Llevo toda la mañana llamándote. ¿Dónde has estado? — Estaba angustiada. Todas aquellas ideas no le daban tregua. En realidad, no creía a Anders capaz de algo así, pero no estaba segura. En realidad, ¿cómo saber lo que otra persona tenía en la cabeza?

—Tenía el móvil apagado. Necesitaba dormir —dijo, sin mirarla a los ojos.

—Pero… —Guardó silencio. No tenía sentido. Después de todo lo que habían compartido, Anders la había dejado fuera. Y no era capaz de explicar hasta qué punto la hería.

—Podrías comprobar si hay bebida suficiente —dijo—. Y copas. Te lo agradecería mucho.

—Claro, ya sabes que hago lo que sea —dijo Anders, y por un instante volvió a ser el de siempre. Se dio media vuelta y se dirigió a la cocina.

Lo sabía, pensó Vivianne. Las lágrimas empezaron a rodarle por las mejillas, se las secó con la manga del jersey y fue a la sección de
spa
. No podía venirse abajo. Tendría que dejarlo para más tarde. Ahora debía comprobar si había bastante aceite de masaje y
peeling
de ostras.

-H
emos recibido una llamada del grupo de homicidios de Estocolmo. Quieren localizar a Annie Wester. —Patrik contempló la cara de asombro de sus colegas, que debía de ser la misma que él puso cuando Annika lo llamó a su casa para contárselo hacía menos de media hora.

—¿Y eso por qué? —dijo Gösta.

—Han encontrado el cadáver de su marido, lo han asesinado. Y temían que Annie y el niño también estuvieran muertos en algún sitio. Fredrik Wester era, al parecer, uno de los pesos pesados del narcotráfico sueco.

—Anda ya —dijo Martin.

—Ya, a mí también me costaba trabajo creerlo. Pero los del grupo de estupefacientes llevan tiempo vigilándolo, y el otro día lo encontraron muerto a tiros en la cama. Parece que el cadáver lleva allí un tiempo, calculan que un par de semanas.

—Pero ¿cómo es que nadie lo ha descubierto hasta ahora? — dijo Paula.

—Al parecer, tenían el equipaje preparado para irse de vacaciones a su casa de Italia, estarían fuera el verano entero. De modo que todos pensaron que ya habían salido.

—¿Y Annie? —preguntó Gösta.

—Ya te digo, temían que estuvieran en algún bosque con un tiro en la cabeza. Pero ahora que les he confirmado que están aquí, creen más bien que ella se llevó al niño y huyó de quienes quiera que mataran al marido. Puede incluso que fuera testigo del asesinato, y en ese caso hace bien en esconderse. Tampoco descartan que fuera ella quien disparase al marido.

—¿Y qué pasa ahora? —preguntó Annika estupefacta.

—Mañana llegarán a Tanumshede dos de los policías encargados del caso. Quieren hablar con ella cuanto antes. Y nosotros esperaremos e iremos allí con ellos.

—Pero ¿y si están en peligro? —dijo Martin.

—Bueno, todavía no ha ocurrido nada, y mañana llegarán refuerzos. Esperemos que ellos sepan cómo llevar este asunto.

—Sí, será mejor que Estocolmo se encargue de esto —convino Paula—. Pero ¿soy la única que piensa que…?

—¿Que pueda haber un vínculo entre el asesinato de Fredrik Wester y el de Mats Sverin? Sí, yo también lo había pensado —dijo Patrik. Ya empezaba a forjarse una idea de quién era el culpable pero, desde luego, aquello cambiaba las cosas.

—Bueno, ¿y cómo os fue en Gotemburgo? —dijo Martin, como si le hubiera leído el pensamiento a Patrik.

—Pues bien y mal. —Les contó lo ocurrido los dos días que él y Gösta pasaron en la capital. Cuando terminó, todos quedaron en silencio, salvo Mellberg, que de vez en cuando soltaba una risita, provocada sin duda por algo que tenía en la cabeza. Además, olía sospechosamente a alcohol.

—Es decir, que de no tener ninguna línea de investigación, hemos pasado a tener dos posibles. Y probables —sintetizó Paula.

—Sí, y por eso es de vital importancia que no nos obcequemos con nada, sino que sigamos trabajando con amplitud de miras. Mañana llegarán los policías de Estocolmo y entonces podremos hablar con Annie. Además, espero que Ulf me llame de Gotemburgo y me diga cuál es el mejor medio de seguir con el asunto de los Illegal Eagles. Por otro lado, tenemos a los técnicos. ¿Siguen sin encontrar coincidencias en balística? —preguntó Patrik, a nadie en particular.

Paula negó con la cabeza.

—Puede llevarles bastante tiempo. También han examinado el bote, pero todavía no hemos tenido noticias.

—¿Y la bolsa de cocaína?

—Siguen sin identificar una de las huellas.

—Ah, por cierto, en cuanto al bote…, estaba pensando que debe haber alguien que sepa informarnos del rumbo de las corrientes en el archipiélago y decirnos desde dónde pudo salir a la deriva y hasta dónde pudieron llevarlo. —Miró a su alrededor y terminó por detenerse en Gösta.

—Yo me encargo. —Gösta parecía cansado—. Sé a quién preguntarle.

—Bien.

Martin levantó la mano.

—¿Sí? —dijo Patrik.

—Paula y yo estuvimos hablando con Lennart de los documentos que había en el maletín de Mats.

—Ah, es verdad. ¿Encontró algo?

—Por desgracia, todo parece estar en orden. O bueno, según se mire. —Martin se puso colorado.

—Lennart no detectó irregularidades —explicó Paula—. Lo que no significa que no las haya, pero según los documentos que tenía Mats, todo parece en orden.

—De acuerdo. Y del ordenador, ¿sabemos algo?

—Les llevará una semana más —dijo Paula.

Patrik dejó escapar un suspiro.

—Parece que toca esperar, pero tendremos que seguir trabajando con lo que podamos. Yo estaba pensando sentarme a ordenar todo lo que hemos averiguado hasta ahora, para hacerme una idea de dónde nos encontramos y si se nos ha pasado algo. Gösta, tú te encargas de lo del bote. Martin y Paula… —reflexionó un instante—. Vosotros dos, averiguad todo lo que podáis sobre la actividad de IE y sobre Fredrik Wester. Los colegas de Gotemburgo y Estocolmo han prometido que colaborarán con nosotros en eso. Os daré sus datos de contacto para que podáis pedirles toda la información que puedan daros. Vosotros mismos decidís quién se encarga de qué.

—Vale —dijo Paula.

Martin también se mostró de acuerdo y volvió a levantar la mano discretamente.

—¿Qué pasa con Fristad? ¿Los vamos a denunciar?

—No —respondió Patrik—. Hemos decidido que no. En nuestra opinión, no hay motivos para ello.

Martin parecía aliviado.

—¿Cómo averiguasteis lo de la chica de Sverin?

Patrik lanzó una mirada a Gösta, que bajó la vista.

—Trabajo policial metódico. Y un poco de intuición. —Hizo un gesto para darles ánimos y dijo—: Bueno, pues manos a la obra.

Fjällbacka, 1875

L
os días se convirtieron en semanas, y los meses en años. Emelie había logrado acomodarse y adaptarse al ritmo apacible de Gråskär. Era como si viviera en armonía con la isla. Sabía exactamente cuándo florecerían las malvarrosas, cuándo se impondría el frío otoñal al calor del verano, cuándo se helaría el lago y cuándo se resquebrajaría el hielo. La isla era su mundo y, en ese mundo, Gustav era el rey. Era un niño feliz y Emelie no dejaba de asombrarse al ver lo mucho que disfrutaba de una existencia tan limitada como la suya.

Karl y Julian ya apenas hablaban con ella. Aun en un espacio tan reducido, llevaban vidas separadas. Incluso habían dejado de maltratarla de palabra. Como si ya no fuese un ser humano, alguien con quien ensañarse. Más bien la trataban como a un ser invisible. Ella se ocupaba de todo lo necesario pero, por lo demás, no le prestaban atención. También Gustav se adaptó a aquel orden extraño. Nunca trató de acercarse a Karl o a Julian. Para él, eran menos reales que los muertos. Y Karl nunca llamaba a su hijo por su nombre. El niño, decía las pocas veces que hablaba de él.

Emelie sabía perfectamente en qué momento el odio pasó a ser indiferencia. Ocurrió un día, poco después de que Gustav hubiese cumplido dos años. Karl volvió de Fjällbacka con una expresión difícil de interpretar. Estaba sobrio. Por una vez, Julian y él no se habían pasado por la taberna de Abelas, algo totalmente insólito. Pasaron varias horas sin que dijera una palabra, mientras Emelie trataba de adivinar qué habría pasado. Al final, Karl le dejó una carta en la mesa de la cocina.

—Mi padre ha muerto —dijo Karl. Y fue como si se le hubiese soltado algo por dentro, liberándolo. A Emelie le habría gustado que Dagmar le hubiera revelado algo más sobre Karl y su padre, pero ya era tarde. No tenía remedio y, simplemente, se alegraba de que su marido los dejase tranquilos a ella y a Gustav.

Asimismo, y a medida que pasaban los años, iba viendo cada vez con más claridad la presencia de Dios en toda Gråskär. La inundaba una gratitud inmensa al pensar que Gustav y ella podían vivir allí y sentir el espíritu de Dios en el movimiento de las aguas, y oír su voz en el rumor del viento. Cada día vivido en la isla era un regalo, y Gustav era un niño adorable. Sabía que pensar así de su hijo, que había nacido a su imagen, era soberbia. Pero según la Biblia, también había nacido a imagen y semejanza de Dios, y Emelie esperaba que le perdonase aquel pecado. Porque era un niño precioso, con aquellos rizos rubios, los ojos azules y largas pestañas espesas que se distinguían sobre el fondo de sus mejillas cuando lo veía dormir a su lado por las noches. El pequeño hablaba con ella sin parar, con ella y con los muertos. A veces, ella lo escuchaba a hurtadillas, sonriendo. Era tan listo, y ellos tenían tanta paciencia con el pequeño…

—¿Puedo salir, madre?

Le preguntó tirándole de la falda.

—Claro que sí. —Emelie se agachó y le dio un beso en la mejilla—. Pero ten cuidado, no vayas a caerte en el agua.

Emelie lo vio cruzar el umbral. En realidad, no estaba preocupada. Sabía que no estaba solo. Los muertos y Dios cuidaban de él.

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