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Authors: Camilla Läckberg

Tags: #Policíaco

Los vigilantes del faro (49 page)

BOOK: Los vigilantes del faro
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Annie murmuró algo como para sí misma mientras pasaba el dedo por el papel. Algo sobre un niño rubio, pero Erica no lo entendió. Miró hacia la casa.

—¿No se despertará Sam y se preguntará dónde te has metido?

—No, se durmió justo antes de que llegaras. Y duerme mucho —dijo Annie con expresión ausente.

Se hizo el silencio un instante y Erica recordó su otro recado. Respiró hondo y dijo:

—Annie, tengo que contarte una cosa.

Annie levantó la vista.

—¿Sobre Matte? ¿Saben ya quién…?

—No, todavía no, aunque ya tienen sus sospechas. Pero, en cierto modo, tiene que ver con Matte.

—¿Qué es? Dímelo —la apremió Annie, con la mano extendida sobre el artículo.

Erica hizo acopio de fuerzas y le contó lo de Gunnar. Annie hizo una mueca de horror.

—No, no puede ser. Pero ¿cómo? —dijo, como si le faltara el aire.

Y con el corazón encogido, Erica le refirió el asunto de la cocaína que encontraron los niños, la huella de Matte en la bolsa y lo que ocurrió después de la rueda de prensa.

Annie negó con un gesto vehemente.

—No, no, no. Eso no puede ser, no puede ser. —Apartó la vista.

—Todo el mundo dice lo mismo, y sé que Patrik se ha mostrado escéptico en todo momento. Pero eso indican las pruebas, y además, podría ser una explicación de que lo mataran.

—No —dijo Annie—. Matte odiaba las drogas, odiaba todo lo que guardaba relación con ellas. —Apretó los dientes—. Pobre, pobre Signe.

—Desde luego, es muy duro perder a tu hijo y a tu marido en el transcurso de dos semanas —dijo Erica en voz baja.

—¿Cómo se encuentra? —Los ojos de Annie reflejaban el dolor que sentía.

—No lo sé, lo único que puedo decirte es que está en el hospital, no parece que esté muy bien.

—Pobre Signe —repitió Annie—. Son tantas desgracias… Tantas tragedias… —dijo mirando de nuevo el artículo.

—Sí. —Erica no sabía qué decir—. ¿Te importaría que subiera al faro? —preguntó al fin.

Annie dio un respingo, Erica acababa de sacarla de su ensimismamiento.

—Sí… claro. Voy por la llave. —Se levantó y se dirigió a la casa.

Erica se levantó y se encaminó al faro. Cuando llegó al pie de la torre, miró hacia arriba. El color blanco resplandecía al sol y unas gaviotas chillaban revoloteando en círculos.

—Aquí la tienes. —Annie jadeaba ligeramente cuando se le acercó con una llave grande y oxidada.

Le costó un poco, pero consiguió abrir la cerradura y empujó la pesada puerta, cuyas bisagras chirriaron protestando. Erica entró y empezó a subir la estrecha escalera mientras Annie la seguía. Ya a mitad de camino iba sin resuello, pero cuando llegó arriba, vio que había valido la pena. La vista era espectacular.

—¡Madre mía!

Annie asintió llena de orgullo.

—Sí, ¿no es increíble?

—Figúrate, aquí pasaban horas y horas, en un espacio tan reducido. —Erica miró a su alrededor.

Annie se colocó a su lado, tan cerca que casi se rozaban.

—Un trabajo solitario. Como estar en los confines del mundo. —Annie parecía encontrarse muy lejos.

Erica notó un olor extraño y familiar a un tiempo. Sabía que lo había olido antes, pero no era capaz de recordar dónde. Annie se había adelantado para mirar por la ventana, al mar abierto, y se había puesto justo detrás de Erica.

—Desde luego que puede uno volverse loco por menos.

El cerebro trabajaba febrilmente por identificar el olor, por recordar dónde lo había olido antes. Seguía dándole vueltas, y poco a poco, empezaron a encajar las piezas.

—¿Puedes esperar un momento mientras bajo a por la cámara? Me encantaría hacer unas fotos.

—Claro —dijo Annie, aunque a disgusto, y se sentó en la cama.

—Perfecto. —Erica se apresuró escaleras abajo y enfiló la pendiente en la que se encontraba el faro. Pero en lugar de dirigirse al embarcadero, corrió hacia la casa. Trataba de convencerse de que no era más que otra de sus ideas descabelladas. Pero tenía que cerciorarse.

Tras una ojeada al faro, bajó el picaporte y entró en la casa.

M
adeleine los había oído desde el piso de arriba. No supo que eran policías hasta que Stefan subió y se lo contó. Entre golpes.

Arrastró el cuerpo amoratado hasta la ventana. Se levantó como pudo y miró hacia fuera. Era una habitación pequeña con el techo abuhardillado, y los dos ventanucos eran la única fuente de luz. Fuera solo había campos y bosque.

No se habían molestado en vendarle los ojos, así que sabía que se encontraba en la granja. Cuando ella vivía allí, esa era la habitación de los niños. Ahora, el único testimonio de que allí jugaran sus hijos era un coche de juguete olvidado en un rincón.

Apoyó la mano en el papel de la pared y palpó el relieve. Allí estaba antes la cuna de Vilda. Y la cama de Kevin, en la pared de enfrente. Tenía la sensación de que hubieran pasado siglos. Apenas recordaba que hubiese vivido allí. Una vida de horror, pero una vida con los niños.

Se preguntaba dónde los habría llevado Stefan. Seguramente, con alguna de las familias que no vivían en la granja. Alguna de las otras mujeres estaría cuidando ahora de sus hijos. No tenerlos consigo era casi más insoportable que el dolor físico. Era como si los estuviera viendo. Vilda, que se tiraba por el tobogán en el jardín de Copenhague. Y Kevin, que miraba orgulloso lo valiente que era su hermana pequeña, con el flequillo siempre en los ojos. Se preguntaba si volvería a verlos algún día.

Se desplomó en el suelo llorando. Y allí se quedó, encogida. Sentía todo el cuerpo como un puro moretón. Stefan no se había contenido un ápice. Y ella se había equivocado, se había equivocado por completo al pensar que sería más seguro volver, que podría pedirle perdón. Lo comprendió en el preciso momento en que lo vio en la cocina de sus padres. No había perdón alguno para ella, y fue una estúpida al creerlo.

Y sus padres, pobrecillos. Sabía lo preocupados que estarían, lo mucho que discutirían si debían o no llamar a la Policía. Su padre sí querría. Diría que era la única salida. Pero su madre protestaría, aterrada ante la idea de que eso fuera el fin, de perder toda la esperanza. Su padre tenía razón pero, como siempre, le haría caso a su madre. De modo que nadie iría a salvarla.

Se encogió más aún, tratando de formar una bola diminuta con el cuerpo. Pero todo le dolía al menor movimiento, así que relajó los músculos otra vez. Se oyó una llave en la cerradura. Ella se quedó inmóvil, como si él no existiera. Una mano de hierro le agarró el brazo y la puso de pie.

—Arriba, hija de puta.

Tenía la sensación de que fuera a arrancarle el brazo, como si se le hubiera soltado algo en el hombro.

—¿Dónde están los niños? —preguntó suplicante—. ¿No podría verlos?

Stefan la miró con desprecio.

—Claro, eso es lo que tú quisieras, ¿no? Así puedes llevártelos y huir con ellos otra vez. Nadie, ¿comprendes?, nadie me quita a mis hijos. —Y la arrastró fuera de la habitación, escaleras abajo.

—Perdón, perdóname —sollozó Madeleine. Tenía la cara llena de sangre, lágrimas y suciedad.

En la planta baja estaban reunidos los hombres de Stefan. El núcleo duro. Los conocía a todos: Roger, Paul, Lillen, Steven y Joar. La miraban en silencio mientras Stefan la arrastraba por la habitación. Le costaba centrar la vista. Tenía un ojo tan inflamado que casi no podía abrirlo, y por el otro le corría sangre de una herida en la frente. Pero ahora lo veía claro. Lo vio en la cara de aquellos hombres, en el frío que emanaba de algunos, y en la compasión de otros. Joar, que siempre había sido el más amable con ella, bajó la vista de pronto. Y entonces lo supo. Sopesó la posibilidad de pelear, de luchar y echar a correr. Pero ¿adónde? No tenía la menor oportunidad, y solo conseguiría prolongar el sufrimiento.

De modo que siguió trastabillando a Stefan, que continuaba agarrándola con toda su fuerza. Cruzaron deprisa el huerto que había detrás de la casa, en dirección al lindero del bosque. Recreó mentalmente las imágenes de Kevin y Vilda. Recién nacidos y húmedos contra su pecho. Mayores y llenos de risas otra vez en el parque. El tiempo transcurrido entre lo uno y lo otro, cuando se les vació la mirada, cada vez más rendida; decidió no recordar. Y allí era donde volverían sus hijos, pero prefirió no pensar en ello. Había fracasado. Debería haberlos protegido y en cambio, les había fallado, había sido débil. Ahora recibiría el castigo, y lo aceptaba gustosa con tal de que ellos se libraran.

Ya se habían adentrado unos metros en el bosque. Los pájaros cantaban y la luz se filtraba por entre las copas de los árboles. Tropezó con la raíz de un árbol y estuvo a punto de caerse, pero Stefan le dio un tirón y ella continuó andando a trompicones. Algo más allá se veía un claro en el bosque y, por un instante, vio la cara de Mats. Tan guapo, con esa expresión amable. Él la quiso tanto… Y también recibió su castigo.

Cuando llegaron al claro del bosque, vio el hoyo. Un rectángulo en la tierra, de un metro y medio de profundidad, más o menos. La pala seguía allí, clavada en el suelo.

—Acércate al borde —dijo Stefan soltándole el brazo.

Madeleine obedeció. Ya no le quedaba ningún resto de voluntad. Se detuvo al borde del hoyo, temblando de pies a cabeza. Miró hacia abajo y vio varios gusanos gordos arrastrándose y tratando de penetrar la tierra húmeda y oscura. Haciendo un último esfuerzo, se volvió despacio y se quedó con la cara muy cerca de la de Stefan. Al menos, lo obligaría a mirarla a los ojos.

—Pienso pegarte el tiro exactamente entre las cejas. —Stefan le apuntaba con el brazo extendido, y Madeleine sabía que lo haría. Era un tirador excelente.

Unos pajarillos salieron volando asustados al oír el disparo. Pero enseguida volvieron a posarse en las ramas y a mezclar sus trinos con el rumor de la brisa.

E
ra aburridísimo repasar todos aquellos papeles: informes de autopsias, interrogatorios con los vecinos, las notas que habían tomado a lo largo de la investigación… En total, un buen mazo de papeles, y Patrik se desmoralizó al comprobar que, después de tres horas, solo llevaba la mitad. Cuando Annika asomó la cabeza por la puerta, le agradeció que lo interrumpiera.

—Ya están aquí los de Estocolmo. ¿Te los mando o mejor vais a la cocina?

—A la cocina —dijo Patrik, y le crujió la espalda al levantarse. Se dijo que debería estirarse de vez en cuando. Un lumbago era lo último que necesitaba, después de haber estado de baja.

Se encontró con ellos en el pasillo y los saludó. La mujer, que era rubia y altísima, le dio tal apretón que creyó que le rompería los huesos de la mano. El hombre de las gafas, que era bajito, fue mucho más suave.

—Petra y Konrad, ¿no es eso? Había pensado que nos sentáramos en la cocina. ¿Ha ido bien el viaje?

Fueron charlando mientras se instalaban, y Patrik se fijó en la pareja tan desigual que formaban. Aun así, era obvio que se llevaban muy bien, y supuso que llevaban muchos años trabajando juntos.

—Pues como te decía, querríamos hablar con Annie Wester —dijo Petra por fin, ya harta, al parecer, de tanta conversación banal.

—Pues sí, está aquí, ya digo. En su isla. La vi hace una semana.

—¿Y no dijo nada de su marido? —Petra lo perforaba con la mirada y Patrik se sintió como si estuviera en un interrogatorio.

—No, nada. Fuimos a preguntarle por un viejo novio suyo al que encontramos muerto aquí, en Fjällbacka.

—Sí, hemos leído las noticias sobre ese caso —dijo Konrad, y llamó a
Ernst
, que acababa de entrar en la cocina—. ¿Es la mascota de la comisaría?

—Sí, algo así.

—Pues es una coincidencia un tanto llamativa —interrumpió Petra—. Nosotros tenemos a un marido muerto a tiros, y vosotros a un antiguo novio.

—Sí, yo también lo había pensado. Pero nosotros tenemos un posible sospechoso.

Les refirió brevemente lo que habían averiguado sobre Stefan Ljungberg y los Illegal Eagles, y tanto Petra como Konrad se sorprendieron cuando mencionó la cocaína que los niños habían encontrado en la papelera.

—Otra conexión —observó Petra.

—Pero lo único que sabemos es que tuvo la bolsa en las manos.

Petra desechó con un gesto las protestas de Patrik.

—En cualquier caso, tenemos que echarle un vistazo. Fredrik Wester traficaba principalmente con cocaína, y sus negocios no se limitaban al área de Estocolmo. Con Annie como eslabón común, puede que entraran en contacto y empezaran a hacer negocios juntos.

Patrik frunció el ceño.

—Bueno, no sé, Mats Sverin no era exactamente el tipo que…

—Por desgracia, no hay un tipo —dijo Konrad con tono amable—. Nosotros lo hemos visto casi todo: golfos de clase alta, madres de familia, incluso un pastor.

—Sí, por Dios, qué tío —rio Petra. Ya no parecía tan aterradora.

—Claro, comprendo —dijo Patrik, que se sentía como un policía de pueblo. Sabía que allí era el novato y que podía estar equivocado. Probablemente fuera así. En aquel caso, tendría que fiarse más de la experiencia de los colegas de Estocolmo que de su intuición.

—¿Podrías mostrarnos lo que tienes? Nosotros haremos lo mismo, claro —preguntó Petra.

Patrik asintió.

—Por supuesto, ¿quién empieza?

—Empieza tú —respondió Konrad, papel y lápiz en mano, y
Ernst
se tumbó decepcionado.

Patrik reflexionó unos segundos y trató de sintetizar de memoria lo que habían averiguado durante la investigación. Konrad anotaba mientras que Petra escuchaba atentamente con los brazos cruzados.

—Bueno, y eso es todo, más o menos —concluyó—. Vuestro turno.

Konrad dejó el bolígrafo y le expuso el caso. No habían tenido tanto tiempo como ellos, pero hacía mucho que conocían a Fredrik Wester y su liga de tráfico de drogas. Y añadió que ya le había contado lo mismo por teléfono a un tal Martin Molin el día anterior. Patrik lo sabía, pero prefería oírlo de primera mano.

—Como comprenderás, llevamos este caso en estrecha colaboración con los colegas de estupefacientes. —Konrad se encajó las gafas en la nariz.

—Claro, muy bien —murmuró Patrik, que había empezado a concebir una idea—. ¿Habéis cotejado ya las balas con las de los archivos?

Konrad y Petra negaron con un gesto.

—Estuve hablando con el laboratorio ayer —dijo Konrad—, y acababan de empezar.

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