Read Los vigilantes del faro Online

Authors: Camilla Läckberg

Tags: #Policíaco

Los vigilantes del faro (53 page)

BOOK: Los vigilantes del faro
4.4Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Vivianne ha desaparecido, y el dinero también. —Patrik estaba de espaldas mientras contaba las medidas de café—. Hemos encontrado el coche en el aeropuerto de Arlanda, y revisado las salidas del fin de semana pasado. Probablemente, embarcó con nombre falso, así que no será lo más fácil del mundo.

—¿Y el dinero? ¿No podéis seguirle la pista?

Patrik se dio la vuelta y negó con un gesto.

—Lo veo muy negro. Hemos pedido ayuda a la unidad de delitos económicos de Gotemburgo, pero al parecer existen formas de sacar dinero del país sin que la Policía pueda rastrearlo. Y me figuro que Vivianne lo planeó con todo detalle.

—¿Qué dice Anders? —Erica se levantó y se dirigió al frigorífico.

—Siéntate, yo saco los bollos. —Patrik sacó una bolsa de bollos de canela y la puso en el microondas—. Anders ha confesado su complicidad en la estafa, pero se niega a revelar dónde se encuentran su hermana o el dinero.

—¿Por qué no se ha ido con ella? —Erica volvió a sentarse.

Patrik se encogió de hombros, sacó un cartón de leche del frigorífico y lo puso en la mesa.

—¿Quién sabe? Puede que se echara atrás en el último momento y no quería pasarse el resto de su vida huyendo fuera de Suecia.

—Sí, puede ser. —Erica se quedó pensativa—. Pero ¿cómo se lo ha tomado Erling? ¿Y qué pasará con Badis?

—Erling parece sobre todo… resignado. —Patrik sirvió el café en dos tazas, sacó del micro los bollos calientes y se sentó enfrente de Erica—. En cuanto a Badis, tiene un futuro incierto. Casi ningún proveedor ha cobrado, y tampoco la empresa de reformas. La cuestión es si pierden más cerrando o tratando de explotar el negocio. Después de la fiesta del sábado pasado parece que no han parado de recibir reservas, así que puede que el municipio intente llevar el negocio a buen puerto. Quieren recuperar al menos parte de su dinero, por lo que no es imposible que resuelvan seguir adelante.

—Si no, sería una lástima. Ha quedado precioso.

—Mmm… —convino Patrik, y dio un mordisco al bollo.

—¿Cómo pudo ver Matte que algo no encajaba? ¿No dijiste que Lennart, el marido de Annika, no había detectado nada? Es un tanto extraño que no sospechara nadie del ayuntamiento.

—Según Anders, tampoco Mats estaba seguro, pero había empezado a sospechar que algo fallaba. El viernes, antes de ir a ver a Annie, se pasó por Badis para hablar con Anders. Le hizo un montón de preguntas. Por qué tenían tantas facturas sin pagar a los proveedores, y cuándo recibirían el dinero que ellos habían prometido invertir. Y de dónde vendría. Además, le pidió los datos de contacto para poder comprobarlo. Así que Anders se quedó muy preocupado. Si no lo hubieran matado, Mats habría llegado al fondo del asunto de la economía de Badis y habría descubierto la estafa mucho antes.

Erica asintió con una mirada triste.

—¿Y cómo está Annie?

—La someterán a un examen psiquiátrico, y no creo que haya riesgo de que vaya a parar a la cárcel. La condenarán a internamiento psiquiátrico. O al menos, eso es lo que deberían hacer.

—¿Tú crees que fuimos unos ingenuos al no darnos cuenta? —Erica dejó el bollo. De repente, había perdido el apetito.

—¿Y cómo íbamos a darnos cuenta? Nadie sabía que Sam había muerto.

—Pero ¿cómo…? —Tragó saliva. La sola idea de que Annie hubiese vivido durante dos semanas en aquella casa diminuta, mientras el cadáver de su hijo se descomponía lentamente le revolvía el estómago. De asco y de compasión.

—No lo sabemos. Y seguramente, nunca llegaremos a saberlo. Pero ayer por la tarde estuve hablando con Konrad y, al parecer había otra mujer implicada en el viaje a Italia, una mujer que se iría con el marido de Annie y con Sam. Han hablado con ella y el plan era que ella lo acompañaba y a Annie la borraban del mapa.

—¿Y cómo pensaba conseguirlo Fredrik Wester?

—Había pensado presionarla recurriendo a su abuso de la cocaína. Amenazarla con retirarle completamente la custodia si no desaparecía por voluntad propia.

—Menudo cerdo.

—Por lo menos. Seguramente, se lo diría a Annie la noche antes de salir de viaje. Al analizar la sangre que había en la cama, hallaron dos muestras distintas de ADN. Lo más probable es que Sam se hubiera metido en la cama con su padre. Y cuando Annie frio a balazos al marido…, bueno, ella no sabía que su hijo también estaba allí.

—Pues no puedo imaginarme nada más horrible. Annie sufriría tal trauma que perdió la conciencia de la realidad y se negó a aceptar que Sam estaba muerto.

Se quedaron un rato en silencio.

Erica parecía desconcertada.

—Pero, cuando la amante de Wester vio que este no se presentaba, ¿por qué no avisó a la Policía?

—Fredrik Wester no era famoso por ser de fiar, precisamente. Así que al ver que no aparecía, supuso que la había dejado tirada. Según Konrad, había dejado varios mensajes airados en el contestador.

El pensamiento de Erica ya iba por otros derroteros.

—Matte debió de encontrar a Sam.

—Sí, y la cocaína. Las huellas de Annie estaban en la bolsa, y además, en la puerta de Mats. Dado que no hemos podido interrogar a Annie, no podemos saberlo con certeza, pero lo más probable es que Mats descubriera la noche del viernes que Sam estaba muerto, y que viera la bolsa de cocaína. Luego obligaría a Annie a acompañarlo a Fjällbacka para avisar a la Policía.

—Y ella tuvo que salvaguardar la ilusión de que Sam estaba vivo.

—Pues sí. Incluso aunque Mats tuviera que perder la vida por ello. —Patrik miró por la ventana. También a él le inspiraba Annie una compasión tremenda, a pesar de que había matado a tres personas, una de ellas su propio hijo.

—¿Y ahora lo ha asumido?

—Les ha dicho a los médicos que Sam está con los muertos de Gråskär. Que debería haberles hecho caso y haber dejado que Sam fuera con ellos. Así que yo creo que ya sí lo ha asumido.

—¿Lo han encontrado? —preguntó Erica. No quería ni imaginar el aspecto de cuerpecillo del niño. Bastante tenía con haber descubierto el hedor que impregnaba la casa.

—No. El cadáver se ha perdido en el mar.

—Me pregunto cómo aguantaba Annie aquel olor. —Erica casi podía sentirlo en la nariz, y solo estuvo allí un rato. Annie se había pasado con él dos semanas.

—La psique humana es extraña. No es la primera vez que una persona convive con un cadáver durante semanas, meses e incluso años. La negación es una fuerza poderosa. —Tomó un trago de café.

—Pobre niño —dijo lanzando un suspiro, y calló unos instantes—. ¿Crees que habrá algo de verdad en lo que dicen?

—¿Sobre qué?

—Sobre Gråskär, o la Isla de los Espíritus. Eso de que los muertos nunca la abandonan.

Patrik sonrió.

—Bueno, me parece que te has llevado un buen golpe en la cabeza o algo así. No son más que viejas leyendas e historias de fantasmas. Nada más.

—Sí, supongo que tienes razón —dijo Erica, aunque no parecía del todo convencida. Estaba pensando en el artículo que le había enseñado a Annie, sobre la familia del farero que desapareció de la isla sin haber dejado el menor rastro. Quizá aún estuviesen allí.

E
xtraño vacío el que la colmaba por dentro. Sabía lo que había hecho, pero no sentía nada. Ninguna pena, ningún dolor. Solo vacío.

Sam estaba muerto. Los médicos habían tratado de decírselo con delicadeza, pero ella ya lo sabía. Lo supo en el preciso instante en que el agua le cubrió la cabeza. Las voces lograron por fin llegar a su conciencia y persuadirla de que lo dejara ir, la convencieron de que lo mejor era que Sam fuera con ellos, de que lo cuidarían bien. Se alegraba de haberlas escuchado.

Cuando el barco se la llevaba de Gråskär, se volvió y contempló la isla y el faro por última vez. Los muertos la observaban desde las rocas. Sam estaba con ellos, a un lado de la mujer, y al otro estaba su hijo. Dos niños pequeños, uno moreno y otro rubio. Sam parecía feliz y, con la mirada, le aseguró a Annie que se encontraba bien. Ella alzó la mano para despedirse, pero la bajó enseguida. No era capaz de despedirse de él. Le dolía tanto que no tuviera ya un sitio con ella, sino junto a ellos. En Gråskär.

La habitación era pequeña, pero luminosa. Una cama, una mesa. Pasaba casi todo el tiempo sentada en la cama. A veces tenía que hablar con alguien, un hombre o una mujer que, con tono amable, le hacía preguntas que ella no siempre sabía responder. Sin embargo, cada día lo veía todo más claro. Era como si hubiera estado dormida y se despertara y tuviera que ir dilucidando qué había sido un sueño y qué era realidad.

La voz burlona de Fredrik era real. Disfrutó dejándola hacer la maleta antes de decirle que se irían sin ella. Que la que viajaría con él era la otra. Si protestaba, Fredrik hablaría a las autoridades de su consumo de cocaína, y Annie perdería la custodia de Sam. Para él Annie era débil. Superflua.

Pero la había subestimado. Bajó a la cocina y se sentó a oscuras mientras él se iba a la cama, satisfecho, una vez más, de haberla destrozado, de haber conseguido lo que quería, pero se equivocó. Tal vez fuera débil antes de que naciera Sam, y en cierta medida, todavía lo era. Sin embargo, su amor por Sam también le había dado más fuerza de la que Fredrik podía imaginar. Se quedó allí, en uno de los taburetes, con la mano sobre la fría encimera de mármol, aguardando hasta que Fredrik se durmiera. Luego fue a por la pistola y, sin que le temblara el pulso, disparó tantas veces como pudo contra el edredón y la cama. Le pareció bien. Lo correcto.

Pero cuando fue a la habitación de Sam y vio la cama vacía la atenazó el pánico y una densa niebla empezó a envolverla. Ya entonces supo dónde se encontraba. Aun así, el espectáculo de aquel cuerpecillo ensangrentado le produjo tal conmoción que se vino abajo y se derrumbó en la gruesa moqueta. La niebla se espesó a su alrededor, y pese a que ahora sabía que había vivido un sueño, aún sentía vivo a su hijo.

Y Matte. Ahora lo recordaba todo. La noche que compartieron en Gråskär, y su cuerpo tan cerca, tan familiar y tan querido. Recordaba lo segura que se sintió con él, cómo un futuro posible se añadía al pasado borrando todo lo que los separaba.

Luego, el ruido en la planta baja. Se despertó al notar su ausencia. La cama aún guardaba algo del calor de su cuerpo y Annie comprendió que acababa de levantarse. Se envolvió en el edredón, bajó y se encontró con la decepción en su mirada y la bolsa de cocaína en la mano. La tenía en un cajón, seguramente no lo habría cerrado bien. Quiso explicárselo, pero las palabras se le morían en los labios. En realidad, no tenía excusa, y Matte no lo comprendería jamás.

Mientras ella se quedaba allí plantada, envuelta en el edredón y sintiendo en los pies descalzos el frío que emanaba del suelo de madera, vio cómo Matte abría la puerta del dormitorio de Sam. Luego se volvió y la miró consternado y atónito. La obligó a vestirse y le dijo que tenían que ir a tierra firme a buscar ayuda. Todo ocurrió tan deprisa que ella obedeció abúlica sus deseos. En el sueño, en lo que no era realidad, todo su ser protestaba al ver que dejaban a Sam solo en la isla. Pero hicieron la travesía en silencio en el bote de Matte.

Una vez en Fjällbacka, subieron a su coche. Tenía la mente en blanco. Todos sus pensamientos se concentraban en Sam. De alguna manera, estaba a punto de ocurrir otra vez algo que se lo arrebataría. Sin pensarlo siquiera y sin saber cómo, se había llevado una bolsa de viaje y, en el coche, notó dentro el peso de la pistola.

A medida que se acercaban al bloque de Matte, el zumbido empezó a resonarle pertinaz en los oídos. Como en sueños, vio que Mats arrojaba la bolsita a una papelera. Y ya en el recibidor, buscó la pistola en la bolsa y sintió en la mano el frío del acero. Mats no se volvió. Si lo hubiera hecho, si hubiera podido mirarlo a los ojos, quizá no habría disparado. Pero andaba por el recibidor dándole la espalda, y ella alzó la mano y sus dedos apretaron el gatillo. Un estallido, un golpe sordo. Luego, el silencio.

Volver con Sam. Solo pensaba en eso. Fue al puerto, llegó a la isla en el bote de Mats y lo dejó luego a la deriva. Ya nada le impediría estar con él. La bruma se había adueñado de su conciencia. El entorno había desaparecido y solo quedaba Sam, Gråskär y la idea de que tenían que sobrevivir. Sin esa protección, únicamente quedaría el vacío.

Annie estaba sentada en la cama, con la mirada perdida. Tenía en la retina la imagen de Sam, de la mano de la mujer. Ellos lo cuidarían ahora. Se lo habían prometido.

Fjällbacka, 1875

-¡M
amá!

Emelie dejó lo que estaba haciendo. Luego soltó el cazo en el suelo de la cocina y salió corriendo con el miedo aleteándole en el pecho como un pajarillo.

—Gustav, ¿dónde estás? —preguntó mirando en todas direcciones.

—¡Mamá, ven!

Oyó que los gritos venían de la playa. Se recogió las faldas y echó a correr por las rocas, que formaban una corona en el centro de la isla. Desde allá arriba pudo verlo. Estaba sentado en la orilla, se agarraba el pie con las dos manos y estaba llorando. Ella bajó a toda prisa y se arrodilló a su lado.

—Me duele mucho —sollozó Gustav desesperado señalándose el pie. Tenía clavado en la planta un vidrio grande y afilado.

—Tranquilo… —Emelie trató de calmarlo mientras pensaba qué hacer. Se lo había clavado hasta el fondo, ¿debía sacarlo enseguida, o sería mejor esperar a tener algo con lo que vendarle la herida?

Se decidió rápidamente.

—Vamos a buscar a papá. —Miró hacia el faro. Hacía un par de horas que Karl había subido para ayudar a Julian. No solía pedirle consejo, pero no sabía qué hacer.

Levantó al niño, que seguía llorando desconsolado. Lo llevaba en brazos como a un recién nacido, cuidando de no rozarle el pie. Ya no resultaba nada fácil llevarlo así, había crecido mucho.

Una vez cerca del faro, empezó a llamar a Karl, pero nadie respondió. La puerta estaba abierta, seguramente, para que entrara el aire, porque allí dentro podía hacer un calor insoportable cuando daba el sol.

—Karl —gritó desde abajo—. ¿Puedes venir?

Lo normal era que Karl no le hiciese ningún caso, y Emelie comprendió que tendría que tomarse la molestia de subir a hablar con él. Pero no podría subir aquella escalera tan empinada con Gustav en brazos, de modo que lo dejó en el suelo con cuidado y le acarició la mejilla con dulzura.

—No tardaré nada, voy a buscar a papá.

El pequeño la miró lleno de confianza y se llevó el pulgar a la boca.

Emelie ya iba sin resuello después de haber recorrido con Gustav la pendiente desde la playa y trató de respirar despacio mientras subía la escalera. Se detuvo para recobrar el aliento en el último peldaño, y luego levantó la vista. Primero no comprendió lo que veía. ¿Por qué estaban en la cama? ¿Y por qué estaban desnudos? Se quedó petrificada. Ninguno de los dos hombres la había oído llegar, estaban concentrados en otra cosa, en acariciarse los lugares prohibidos del cuerpo, según Emelie advirtió con horror.

Contuvo la respiración, y los hombres advirtieron su presencia. Karl levantó la vista y sus miradas se cruzaron.

—¡Estáis pecando! —Las palabras de la Biblia le ardían dentro. Las Sagradas Escrituras hablaban de aquello, y decían que estaba prohibido. Karl y Julian acarrearían la desgracia y la maldición sobre sí mismos y sobre ella y Gustav también. Dios maldeciría a todos los habitantes de Gråskär, a menos que pusieran remedio.

Karl seguía sin decir nada, pero era como si la viera por dentro y supiera lo que estaba pensando. La miró con frialdad, y Emelie oyó susurrar a los muertos. Le decían que huyera, pero las piernas no le obedecían. Era incapaz de moverse y de apartar la vista de los cuerpos desnudos y sudorosos de su marido y de Julian.

Las voces resonaban cada vez más y notó como si alguien la zarandease para que volviera a moverse. Se precipitó escaleras abajo y levantó a Gustav llorando. Con una fuerza inesperada, echó a correr con él en brazos, sin saber adónde ir. A su espalda se oían los pasos rápidos de Karl y Julian, y supo que no conseguiría escapar de ellos. Miró desesperada a su alrededor. La casa no sería un buen refugio. Aunque llegara a tiempo de entrar y cerrar con llave, ellos echarían abajo la puerta o entrarían por una de las ventanas.

—¡Emelie! ¡Detente! —le gritó Karl.

En parte, eso era lo que quería hacer. Detenerse y rendirse. Y si se hubiera tratado solo de ella, lo habría hecho, pero Gustav, que lloraba asustado en sus brazos, la animaba a seguir corriendo. No se hacía ilusiones de que lo dejaran vivir. Gustav nunca significó nada para Karl, solo había servido para apaciguar las iras del padre, para convencerlo de que todo era normal.

Hacía mucho que no pensaba en Edith, su buena amiga de los años en la granja. Debería haber hecho caso de sus advertencias, pero Emelie era joven e ingenua y no quiso comprender lo que ahora veía con toda claridad. Julian era la razón de que Karl hubiese vuelto tan de repente del buque faro, y de que hubiera tenido que casarse con la primera que pasaba. Incluso la criada de la granja servía para salvar el nombre de la familia. Y todo fue como ellos quisieron. El escándalo del menor de los hijos nunca salió a la luz.

Pero Karl engañó a su padre. Sin que él lo supiera, se llevó a Julian a la isla. Por un instante, Emelie sintió pena de él, pero enseguida oyó los pasos que se acercaban, recordó los insultos y los golpes de la noche en que concibió a Gustav. No habría tenido que maltratarla de aquel modo. Julian no la movía a compasión. Tenía el corazón negro y la convirtió en el blanco de su odio desde el primer día.

Nadie podía salvarla, pero Emelie siguió avanzando. Si solo la persiguiera Karl, quizá habría habido una posibilidad de inspirarle compasión. Él era diferente antes de verse obligado a vivir en la mentira. Pero Julian no permitiría jamás que se librara. De repente comprendió a la perfección que iba a morir en la isla. Ella y Gustav. Jamás saldrían de allí.

Una mano cruzó el aire a su espalda y estuvo a punto de agarrarle el hombro, pero ella se agachó justo a tiempo, como si hubiera tenido ojos en la nuca. Los muertos le ayudaban. La animaban a correr hacia la playa, hacia el agua, que siempre fue su enemigo pero que ahora se convertiría en su salvación.

Emelie se adentró corriendo en el mar con su hijo en brazos. El agua le corría por las piernas y, después de avanzar varios metros, le fue imposible seguir corriendo, así que empezó a caminar. Gustav se le aferraba al cuello pero en silencio, sin llorar, como si supiera…

Oyó a su espalda que también Karl y Julian se metían en el agua. Les llevaba unos metros de ventaja, y continuó avanzando. El agua le llegaba ya por el pecho y empezaba a sentirse presa del pánico. No sabía nadar. Pero era como si las aguas la abrazaran, le dieran la bienvenida prometiéndole seguridad.

Algo la hizo volverse. Karl y Julian estaban a unos metros de ella, mirándola fijamente. Cuando vieron que se había detenido, echaron a andar de nuevo. Emelie retrocedió. El agua le llegaba ya por los hombros y aligeraba el peso de Gustav. Las voces le hablaban, la tranquilizaban y le decían que todo iría bien. Nada podía hacerles daño, los recibirían y tendrían paz.

Una gran serenidad se apoderó de Emelie. Confiaba en ellos y la acogían con amor, a ella y a Gustav. Entonces la animaron a moverse hacia un lado, hacia el horizonte infinito, y Emelie obedeció ciegamente a quienes fueron sus únicos amigos en la isla. Con Gustav en brazos, se dirigió hacia el lugar donde sabía que las corrientes cobraban fuerza y el fondo desaparecía cayendo en picado. Karl y Julian la seguían, caminaban también hacia el horizonte, entornando los ojos al sol sin quitarles la vista de encima.

Lo último que vio antes de que las aguas los engulleran a ella y a su hijo fue cómo las corrientes arrastraban al fondo a Karl y a Julian. Las corrientes, y quizá algo más. Pero ella tenía la certeza de que no volvería a verlos nunca. Ellos no se quedarían en Gråskär, como Gustav y ella. Para Karl y Julian solo habría un lugar en los infiernos.

BOOK: Los vigilantes del faro
4.4Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Dead in River City by McGarey, S.A.
The Fanatic by James Robertson
1 Witchy Business by Eve Paludan, Stuart Sharp
Evidence of Blood by Thomas H. Cook
The Company She Keeps by Mary McCarthy
Eternal Eden by Nicole Williams
The Darkening Dream by Andy Gavin