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Authors: Camilla Läckberg

Tags: #Policíaco

Los vigilantes del faro (44 page)

BOOK: Los vigilantes del faro
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—¿Tanumshede? ¿Por qué? —Se retorcía las manos y lo miraba suplicante—. Matte es de esa zona pero…

—Mats se mudó a Fjällbacka cuando tú te marchaste. Encontró trabajo allí y puso en alquiler su apartamento de aquí. Pero… —Patrik dudó, y luego tomó impulso—: Le dispararon hace casi dos semanas. Lo siento mucho, pero Mats ha muerto.

Madeleine se quedó sin aliento y se le llenaron de lágrimas los grandes ojos azules.

—Pensé que lo dejarían en paz —se lamentó ocultando la cara entre las manos y llorando desesperadamente.

Patrik le puso vacilante una mano en el hombro.

—¿Sabías que fue tu exmarido y sus amigos quienes le dieron la paliza?

—Por supuesto que sí. Ni por un momento me creí aquella absurda historia de la pandilla de adolescentes.

—¿Y por eso huiste? —preguntó Patrik con tono dulce.

—Pensé que lo dejarían en paz si nos íbamos. Antes de la agresión, confiaba en que las cosas tal vez se arreglaran al final. Que podríamos escondernos aquí, en Suecia. Pero cuando vi a Matte en el hospital… Comprendí que nadie que tuviera que ver con nosotros estaría a salvo mientras viviéramos aquí. Así que tuvimos que irnos.

—¿Y por qué has vuelto? ¿Qué ha pasado?

Madeleine apretó los labios y Patrik comprendió que estaba resuelta a no responder.

—No sirve de nada huir. Si Matte está muerto… Eso demuestra que tengo razón —dijo, y se levantó.

—¿Qué podemos hacer por ayudaros? —dijo Patrik, que también se levantó.

Ella se volvió. Aún tenía los ojos llenos de lágrimas, pero solo había vacío en aquella mirada.

—No podéis hacer nada. Nada.

—¿Cuánto tiempo estuvisteis juntos?

—Según se mire —dijo con voz trémula—. En torno a un año. No estaba permitido, así que nos escondíamos. Además, debíamos andarnos con cuidado, teniendo en cuenta que… —No concluyó la frase, pero Patrik la comprendía—. Matte era tan diferente en comparación con lo que yo conocía… Tan dulce y tan cálido… Jamás le haría daño a nadie. Y…, bueno, eso era algo nuevo para mí —aseguró, con una risa amarga.

—Tengo que hacerte otra pregunta. —Patrik no se atrevía a mirarla a los ojos—. ¿Sabes si Mats estaba involucrado en algún asunto relacionado con drogas? ¿Cocaína?

Madeleine se lo quedó mirando perpleja.

—¿De dónde os habéis sacado eso?

—Encontramos una bolsa de cocaína en una papelera, delante de la casa de Mats en Fjällbacka. Y tenía sus huellas.

—Tiene que tratarse de un error. Matte jamás tocaría siquiera nada de eso. Sin embargo, ya sabéis quién tiene acceso a drogas y esas cosas —dijo Madeleine. Las lágrimas empezaron a rodarle otra vez por las mejillas—. Perdón, tengo que volver a casa con los niños.

—Quédate con mi tarjeta, por si podemos ayudarte en algo, lo que sea.

—De acuerdo —dijo, aunque ambos sabían que no llamaría—. Lo que podéis hacer por mí es atrapar al que asesinó a Matte. Nunca debí… —Echó a correr llorando a lágrima viva.

Patrik y Gösta se quedaron allí viendo cómo se alejaba.

—No le has preguntado gran cosa —dijo Gösta.

—Está claro quién cree ella que disparó a Mats.

—Sí. Y lo que tenemos que hacer ahora no es plato de gusto.

—Lo sé —dijo Patrik, y sacó el móvil del bolsillo—. Pero será mejor que llamemos a Ulf ahora mismo. Vamos a necesitar ayuda.

—Como mínimo —masculló Gösta.

Patrik notó que lo embargaba una inquietud creciente mientras iba oyendo los tonos de llamada. Por una fracción de segundo, vio claramente ante sí la imagen de Erica y los niños. Entonces respondió Ulf.

-¿L
o pasasteis bien ayer? —preguntó Paula. Ella y Johanna habían coincidido en casa a la hora del almuerzo, para variar. Dado que Bertil también quería comida casera, estaban todos a la mesa.

—Bueno, según se mire —dijo Rita con una sonrisa. Se le notaban claramente los hoyuelos en las mejillas carnosas. A pesar de tanto como bailaba, seguía teniendo las mismas redondeces. Y Paula había pensado muchas veces que era una suerte, porque su madre era guapísima. No habría querido que cambiara de aspecto. Y, por lo que veía, Bertil tampoco.

—El muy tacaño, nos sirvió un whisky más barato a nosotros dos —protestó Mellberg. En condiciones normales, le gustaba el Johnny Walker y ni se plantearía gastarse el dinero en un whisky caro, pero cuando te invitaban, pues te invitaban.

—Vaya —dijo Johanna—. Tener que beber un whisky barato puede acabar con cualquiera.

—Erling sirvió uno carísimo para sí mismo y su prometida, y a nosotros el más barato —explicó Rita.

—Menudo rácano —dijo Paula atónita—. No creía que Vivianne fuera esa clase de persona.

—Seguro que no lo es. A mí me pareció muy agradable y me dio la impresión de que se moría de vergüenza. Pero algo tendrá Erling, porque nos sorprendieron con la noticia de que se han prometido. Lo anunciaron justo para los postres.

—Vaya. —Paula trató en vano de imaginarse juntos a Erling y a Vivianne, pero era sencillamente imposible. No existía una pareja más desigual. Sí, bueno, en todo caso, Bertil y su madre. Y en cierto modo, había empezado a verlos como la combinación perfecta. Jamás había visto a su madre más feliz, y eso era lo único que contaba. Por eso le resultaba más dura la conversación que Johanna y ella tenían pendiente.

—¡Qué bien que estéis las dos en casa! —Rita les sirvió el guiso caliente de una gran cacerola que había en el centro de la mesa.

—Sí, se diría que habéis tenido un desencuentro últimamente. —Mellberg le sacó la lengua a Leo, que empezó a hipar de risa.

—Cuidado, a ver si se atraganta —dijo Rita, y Mellberg paró enseguida. Se moría de miedo de pensar que le ocurriera algo a la niña de sus ojos.

—Vamos, amiguito, mastica bien, hazlo por el
abelo
Bertil —dijo.

Paula no pudo evitar sonreír. Aunque Mellberg podía ser el tipo más desastroso que había conocido jamás, se lo perdonaba todo al ver cómo lo miraba su hijo. Carraspeó un poco, consciente de que lo que tenía que decir iba a caer como una bomba.

—Pues sí, como sabéis, las cosas han estado un poco frías entre nosotras últimamente. Pero ayer tuvimos ocasión de hablar y…

—No iréis a separaros, ¿verdad? —dijo Mellberg—. Lo de encontrar otra pareja está imposible. Por aquí no hay muchas bolleras, y no creo que conozcáis una cada una.

Paula miró al techo y pidió al cielo que le diera paciencia. Contó desde diez hacia atrás y empezó de nuevo.

—No vamos a separarnos. Pero vamos a… —Lanzó una mirada a Johanna, en busca de apoyo.

—No podemos seguir viviendo aquí —remató Johanna.

—¿No podéis vivir aquí? —Rita miró a Leo mientras se le llenaban los ojos de lágrimas—. Pero ¿adónde vais a mudaros? ¿Cómo vais a…? ¿Y el niño? —Se le quebró la voz y las palabras no parecían querer surgir ordenadamente.

—Claro, no podéis mudaros a Estocolmo. Espero que no sea eso lo que estéis pensando —dijo Mellberg—. Leo no puede crecer en la capital, en eso estaréis de acuerdo, ¿no? Puede convertirse en un gamberro, en un drogadicto, cualquier cosa.

Paula se abstuvo de recordarle que tanto ella como Johanna se habían criado en Estocolmo, y que no habían salido muy mal paradas. Había cosas sobre las que no valía la pena discutir.

—No, qué va, no queremos volver a Estocolmo —se apresuró a decir Johanna—. Estamos muy a gusto aquí. Pero puede que sea difícil encontrar apartamento en la zona, así que tendremos que buscar también en Grebbestad y Fjällbacka. Claro que lo mejor sería encontrar algo cerca de vosotros. Al mismo tiempo…

—Al mismo tiempo, es preciso que nos mudemos —dijo Paula—. Nos habéis ayudado muchísimo, y ha sido fantástico para Leo contar con vosotros dos, pero necesitamos una casa propia. —Paula le apretó la mano a Johanna por debajo de la mesa. De modo que nos quedaremos con lo que haya.

—Pero el niño tiene que ver a sus abuelos todos los días. Es a lo que está acostumbrado. —Mellberg parecía dispuesto a levantar a Leo de la silla, abrazarlo fuerte y no soltarlo nunca más.

—Haremos todo lo posible, pero nos mudaremos tan pronto como podamos. Ya veremos adónde.

El silencio cayó como una losa sobre la mesa. Leo seguía tan contento como siempre. Rita y Mellberg se miraban desesperados. Las chicas se mudaban, y se llevarían al pequeño consigo. Quizá no fuera el fin del mundo, pero así es como se sentía.

I
mposible olvidar la sangre. El color rojo chillón sobre la seda blanca. La había invadido un pánico muy superior al que hubiera sentido jamás. De todos modos, los años vividos con Fredrik estuvieron plagados de muchos momentos de terror, momentos en los que no quería pensar y que había decidido inhibir en el subconsciente. Así que se había centrado en Sam, en el amor que le daba.

Aquella noche se quedó mirando la sangre como transida de frío. Luego empezó a actuar de repente con una resolución que creía haber perdido. Las maletas estaban hechas. Iba en camisón y, a pesar del miedo, se puso un jersey y unos vaqueros. Sam iría en pijama; lo llevó en brazos y lo metió en el coche cuando ya lo tenía todo dentro. No estaba dormido, pero sí tranquilo y totalmente en silencio.

En general, el silencio los acompañó en todo momento. Tan solo se oía el rumor sereno del tráfico nocturno. No se atrevía a pensar en lo que había visto Sam, en cómo le habría afectado y en lo que significaba su silencio. Con lo parlanchín que era siempre, todavía no había dicho una palabra. Ni una sola palabra.

Annie estaba sentada en el muelle, abrazada a las piernas, que tenía flexionadas. Le sorprendía no sentir el menor tedio después de dos semanas en la isla. Al contrario, le parecía que los días se esfumaban sin sentir. Aún no había tenido fuerzas para decidir qué haría después, cómo sería el futuro de Sam, o el suyo. Ni siquiera sabía si tenían futuro. No sabía qué importancia tendrían Sam y ella para las personas del círculo de Fredrik, o por cuánto tiempo podrían esconderse allí. En realidad, ella querría retirarse del mundo y quedarse en Gråskär para siempre. En verano era sencillo, pero cuando llegase el invierno no podría quedarse allí. Y Sam necesitaba amigos y ver a otras personas. Personas de verdad.

Pero Sam tenía que curarse y reponerse del todo antes de que ella pudiera tomar ninguna decisión. Ahora brillaba el sol, y el rumor del mar que golpeaba las rocas despobladas los acompañaba en el sueño por las noches. Y estaban seguros a la sombra del faro. El resto podía esperar. Y, llegado el momento, el recuerdo de la sangre palidecería.

-¿C
ómo estás, cariño? —Sintió los brazos de Dan rodeándola por detrás, y tuvo que luchar para no apartarse. Aunque hubiera salido de la oscuridad y otra vez tuviera fuerzas para ver a los niños, estar ahí y quererlos, aún se encontraba muerta por dentro cuando Dan la tocaba con mirada suplicante.

—Estoy bien —respondió, y se liberó de su abrazo—. Un poco cansada, pero voy a tratar de estar levantada un rato. Tengo que entrenar los músculos otra vez.

—¿Qué músculos?

Trató de responder a su broma con una sonrisa, tal y como recordaba vagamente que hacía cuando él bromeaba. Pero solo consiguió esbozar una mueca.

—¿Podrías ir a buscar a los niños? —preguntó, y se agachó con dificultad a recoger un juguete que había en medio del suelo de la cocina.

—Déjame a mí —dijo Dan, y se agachó enseguida en busca del juguete.

—Si yo puedo —le replicó arisca, pero se arrepintió en el acto del tono de voz al ver que lo había herido. Pero ¿qué le pasaba? ¿Por qué tenía aquel agujero negro en el pecho, en el lugar en el que antes residían sus sentimientos por Dan?

—Es que no quiero que hagas demasiados esfuerzos. —Dan le acarició la mejilla. Anna notó la mano fría en la piel, y se contuvo para no apartarla. ¿Cómo podía sentir aquello con Dan, al que sabía que había querido tanto, y que era el padre de aquel hijo que tan feliz la había hecho? ¿Habrían desaparecido sus sentimientos por él cuando el hijo de ambos dejó de respirar?

De repente la invadió el cansancio. No tenía fuerzas para pensar en aquello. Solo quería que la dejaran en paz hasta que los niños volvieran a casa y pudiera sentir que el corazón se le llenaba de amor por ellos, un amor que había sobrevivido.

—¿Los vas a recoger? —murmuró. Dan asintió. No era capaz de mirarlo a los ojos, porque sabía que estarían llenos de dolor—. Vale, entonces iré a echarme un rato. —Fue renqueando hasta la escalera y al piso de arriba.

—Anna, yo te quiero —le dijo en voz baja.

Ella no respondió.

-¿H
ola? —gritó Madeleine al entrar en el apartamento.

Estaba todo demasiado silencioso. ¿Se habrían dormido los niños? No sería de extrañar. Habían llegado muy tarde el día anterior y aun así, se habían despertado temprano, porque estaban nerviosos de verse en casa de los abuelos.

—¿Mamá? ¿Papá? —Madeleine bajó la voz. Se quitó los zapatos y la chaqueta. Se detuvo un instante delante del espejo del vestíbulo. No quería que se dieran cuenta de que había llorado. Ya estaban bastante preocupados. Pero se alegró tanto de verlos otra vez… Le abrieron la puerta un tanto desconcertados y en pijama, pero la expresión de cautela se esfumó enseguida, sustituida por una amplia sonrisa. Estaba tan contenta de encontrarse en casa de nuevo, aunque sabía que la sensación de seguridad era tan falsa como momentánea.

Todo volvía a ser un puro caos. Matte estaba muerto, y ahora comprendía que ella había abrigado la esperanza de que algún día encontraran el modo de estar juntos.

Se quedó de pie ante el espejo, se pasó el pelo detrás de la oreja e intentó verse a sí misma tal y como Matte la veía. Él decía que era guapa. Madeleine no se lo explicaba, pero sabía que lo decía en serio. Se le notaba en los ojos cada vez que la miraba, y tenía tantos planes para su futuro en común… Pese a que fue ella quien tomó la decisión de irse, le habría gustado que esos planes se hicieran realidad un día. Vio en el espejo que se le llenaban los ojos de lágrimas y levantó la vista para detener el torrente. Hizo un gran esfuerzo para no llorar, parpadeó y respiró hondo. Por los niños, debía serenarse y hacer lo que tenía que hacer. Ya lloraría después.

Se dio la vuelta y se dirigió a la cocina. Allí era donde sus padres preferían pasar el tiempo, su madre haciendo punto y su padre crucigramas o sudokus, a los que parecía haberse aficionado últimamente.

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