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Authors: Camilla Läckberg

Tags: #Policíaco

Los vigilantes del faro (41 page)

BOOK: Los vigilantes del faro
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-¿C
ómo lo habéis encontrado? —Paula le dio la mano a Peter y subió a bordo del barco de Salvamento Marítimo.

—Recibimos un aviso de que había un bote encallado en una bahía.

—¿Y cómo es que no lo habéis encontrado antes, con lo que habéis buscado? —dijo Martin. Estaba entusiasmado en el barco. Sabía que era capaz de alcanzar los treinta nudos. Tal vez pudiera convencer a Peter de que acelerase un poco cuando estuvieran en alta mar.

—Hay montones de calas en el archipiélago —dijo Peter, preparándose para salir del muelle—. Es pura chiripa que encontremos algo.

—¿Y estáis seguros de que es ese barco?

—Conozco bien el barco de Gunnar.

—¿Y cómo lo traemos? —Paula oteaba el mar a través del cristal. No había salido mucho a navegar. Era maravilloso. Se volvió y miró hacia Fjällbacka, que ahora tenían a la espalda, y que se alejaba cada vez más.

—Lo remolcaremos. Pensaba traerlo después de comprobar que es su barco. Pero luego se me ocurrió que quizá quisierais examinarlo en el sitio.

—Bueno, no creo que encontremos gran cosa —dijo Martin—. Pero salir a navegar un rato no es ninguna tontería. —Miró de reojo el acelerador, pero no se atrevió a preguntar. Habían aparecido bastantes barcos a su alrededor y quizá no fuese muy buena idea forzarlo mucho, por más ganas que tuviera.

—Si quieres puedes venirte conmigo un día y probamos los caballos del motor —dijo Peter con una sonrisita, como si le hubiera leído el pensamiento.

—¡Me encantaría! —El semblante pálido de Martin se iluminó enseguida, y Paula meneó la cabeza: los niños y sus juguetes.

—Allí está —dijo Peter virando a estribor. En efecto. En una grieta se veía un bote de madera. Estaba intacto, pero parecía encallado—. Es el bote de Gunnar, estoy seguro —dijo Peter—. ¿Quién dará el salto?

Martin miró a Paula, que fingió no haber entendido la pregunta siquiera. Ella era una urbanita de Estocolmo. Saltar a tierra sobre aquellas rocas resbaladizas era una misión que le dejaba a Martin de mil amores. El colega trepó hasta la proa, agarró el cabo y esperó el momento exacto. Peter apagó el motor y ayudó a bajar del barco a Paula, que estuvo a punto de resbalar al pisar unas algas, pero por suerte logró recobrar el equilibrio. Martin se burlaría de ella durante siglos si se cayera al agua.

Caminaron con cuidado hasta el bote. Al verlo de cerca comprobaron que estaba intacto.

—¿Cómo coño ha venido a parar aquí? —preguntó Martin rascándose la cabeza.

—Parece que a la deriva —dijo Peter.

—¿Desde el puerto? —preguntó Paula, aunque por la expresión de Peter comprendió enseguida que era una pregunta estúpida.

—No —respondió Peter.

—Es que es de Estocolmo —explicó Martin, y Paula le lanzó una mirada de odio.

—En Estocolmo también hay archipiélago —observó Paula.

Martin y Peter enarcaron una ceja.

—Querrás decir un bosque inundado —dijeron los dos a la vez.

—Anda ya. —Paula rodeó el bote. Los habitantes de la costa oeste eran tan cerrados a veces… Pensaba abofetear al próximo que le dijera: «Aaaah, conque tú eres de la parte trasera de Suecia».

Peter subió a bordo de la
MinLouis
de un salto, y Martin ató un cabo al bote. Luego le hizo señas a Paula para que se acercara.

—Ven y empuja —dijo, y empezó a empujar el bote para sacarlo de la grieta.

Paula echó a andar con mucho cuidado por las rocas resbaladizas para ayudarle. Tras mucho esfuerzo, lograron soltarlo y el bote se deslizó suavemente por la superficie del agua.

—Eso es —dijo Paula, dirigiéndose a la embarcación de Salvamento Marítimo. De repente notó que se le doblaban las piernas, cayó y quedó empapada. Mierda. Sus colegas se estarían riendo de aquello siglos enteros.

E
staban con ella siempre. En cierto modo, le infundían seguridad, aunque casi nunca los veía de frente, sino más bien con el rabillo del ojo. A veces pensaba que el niño se parecía un poco a Sam, con el pelo rizado y ese destello travieso en los ojos. Aunque aquel niño era tan rubio como Sam era moreno. Y él también seguía siempre a su madre con la mirada.

Más que verla, Annie la sentía. Y oía ruidos: el arrastrar de los bajos de la falda por el suelo, las reprimendas al niño, las advertencias cuando veía algo que pudiera entrañar peligro. Era una madre un tanto sobreprotectora, igual que ella. La mujer había intentado hablar con ella alguna vez. Quería decirle algo, pero Annie se negaba a escuchar.

Al niño le gustaba estar con Sam. A veces sonaba como si Sam le respondiera, como si hablara, pero no estaba segura. No se atrevía a acercarse y escuchar, porque si estaban hablando, no quería molestarlos. A pesar de todo, eso le infundía esperanza. Llegaría el momento en que Sam volviera a hablarle a ella también. Aunque ella significara para él la seguridad, debía de asociarla a todas las cosas terribles que había vivido.

De repente sintió frío, pese a que la casa estaba caldeada. ¿Y si no estuvieran seguros allí? Quizá un día vieran aparecer un barco, que era lo que ella temía. Un barco lleno de la misma maldad que trataban de dejar atrás.

Sí, desde luego que se oían voces en el cuarto de Sam. El miedo desapareció tan rápido como había empezado a sentirlo. El niño rubio estaba hablando con Sam, y parecía que Sam le respondiera. El corazón le saltó en el pecho de alegría. Era tan difícil saber qué era lo correcto. Lo único que podía hacer era seguir su instinto, que se basaba en su amor a su hijo, y que le decía que debía darle tiempo y dejar que sanasen sus heridas tranquilamente.

No vendría ningún barco. Se lo repetía como un mantra mientras miraba por la ventana de la cocina. No vendría ningún barco. Sam estaba hablando, lo que significaba sin duda que volvería a ella. De nuevo se oyó la voz del niño. Sonrió. Se alegraba de que hubiera hecho un amigo.

P
atrik observó a Gösta, que empezó a rebuscar en el bolsillo de la cazadora.

—¿Tendrías la bondad de explicarme qué está pasando?

Tras hurgar un poco, Gösta encontró lo que estaba buscando y se lo dio a Patrik.

—¿Qué es esto? O, mejor dicho, ¿quién es esta? —Patrik miraba la foto que tenía en la mano.

—No lo sé. Pero lo encontré en casa de Sverin.

—¿Dónde?

Gösta tragó saliva.

—En el dormitorio.

—¿Podrías explicarme cómo es que lo tenías en el bolsillo de la cazadora?

—Pensé que podría ser interesante, así que me la guardé. Pero luego se me olvidó —dijo Gösta sumiso.

—¿Que lo olvidaste? —Patrik estaba tan furioso que empezó a verlo todo negro—. ¿Cómo has podido olvidar una cosa así? No hemos hecho otra cosa que hablar de lo poco que sabíamos de la vida de Mats, y de lo difícil que estaba resultando averiguar con quiénes se relacionaba.

Gösta se encogía por segundos.

—Ya, bueno, pero aquí lo tienes ahora. Más vale tarde que nunca, ¿no? —dijo tratando de esbozar una sonrisa.

—¿No tienes ni idea de quién es? —preguntó Patrik, mirando ya la foto con atención.

—Ni la más remota idea. Pero debió de ser alguien importante en su vida, y se me ha ocurrido que…, se me ocurrió cuando… —Señaló hacia la sala donde los aguardaba Marie.

—Vale la pena intentarlo. Pero no te creas que hemos terminado de hablar de esto, que lo sepas.

—Ya, ya me lo imagino. —Gösta bajó la vista, aunque parecía aliviado al ver que le concedía una paz provisional.

Entraron de nuevo en la habitación. Marie parecía tan nerviosa como cuando salieron.

Patrik fue derecho al grano.

—¿Quién es esta mujer? —Dejó la foto en la mesa, delante de Marie, que abrió los ojos de par en par.

—Madeleine. —Se llevó la mano a la boca, aterrada.

—¿Quién es Madeleine?

Patrik tamborileó con el dedo en la foto, para obligar a Marie a seguir mirando. La joven callaba y se retorcía en la silla.

—Esto es una investigación de asesinato, y tú posees información que podría ayudarnos a encontrar al asesino de Mats Sverin. Tú también querrás que lo encontremos, ¿verdad?

Marie los miraba compungida. Le temblaban las manos y la voz cuando por fin les contó todo. Sobre Madeleine.

C
uando los técnicos llegaron para examinar a fondo el bote, Paula y Martin volvieron a la comisaría. A Paula le habían prestado un par de pantalones impermeables gigantescos y un forro polar de color naranja que tenían en las oficinas de Salvamento Marítimo, y pensó en fulminar con la mirada a todo el que pudiera venirle con una pulla. Subió enojada la calefacción del coche. El agua estaba helada y todavía tenía frío.

La radio estaba al máximo y apenas se oía el timbre del móvil de Martin, que bajó el volumen y respondió.

—¡Genial! ¿Podemos ir a verlo ahora mismo? Ya vamos de camino, podemos pararnos antes de llegar a la comisaría. — Concluyó la conversación y se volvió a Paula—. Era Annika. Lennart ha terminado de revisar los documentos y podemos pasarnos por allí ahora mismo si queremos.

—Perfecto —dijo Paula, un poco más animada.

Un cuarto de hora después aparcaban delante de las oficinas de ExtraFilm. Lennart estaba comiendo en el escritorio cuando entraron, pero apartó el bocadillo enseguida y se limpió las manos en una servilleta. Miró extrañado la vestimenta de Paula, pero fue lo bastante sensato como para no comentarla.

—Qué bien que hayáis podido pasaros —dijo.

Lennart irradiaba tanta calidez como su mujer, y Paula pensó que la niña que habían adoptado no sabía lo afortunada que era al haber dado con ellos.

—Qué guapa es —dijo señalando la foto de la pequeña que Lennart tenía en el corcho.

—Sí, es verdad. —Lennart sonrió encantado y señaló las dos sillas libres que tenía enfrente—. No sé si tiene mucho sentido sentarse. Lo he revisado todo tan minuciosamente como he podido, pero no hay mucho que contar. Las cuentas parecen en orden y no he encontrado nada que me haya llamado la atención. Tampoco sabía lo que tenía que buscar. Las autoridades municipales han invertido en esto mucho dinero, eso está claro, y han negociado períodos de facturación muy largos. Pero nada que haga saltar la alarma en la mejor herramienta del economista —dijo dándose una palmadita en el estómago.

Martin fue a decir algo, pero Lennart continuó.

—Los hermanos Berkelin responden de buena parte de los gastos, y la mayor parte de la financiación que aportarán debe ingresarse el lunes. Siento no haber sido de más ayuda.

—No, hombre, claro que nos has sido útil. Es un alivio ver que las autoridades no malgastan nuestro dinero. —Martin se puso de pie.

—Sí, sobre el papel todo encaja. Pero todo depende de que pueda atraer clientes. De lo contrario, les saldrá caro a los contribuyentes.

—A nosotros nos pareció un sitio muy agradable, por lo menos.

—Sí, Annika me dijo que la visita fue un éxito. Y a Mellberg le dieron un buen repaso.

Paula y Martin se echaron a reír.

—Sí, nos habría encantado verlo. Corre el rumor por ahí de un
peeling
de ostras. Pero nos contentaremos con imaginarnos a Mellberg cubierto de sus conchas —dijo Paula.

—En fin, aquí tenéis todo el material. —Lennart les dio el montón de papeles—. Ya digo, siento mucho no poder deciros nada más.

—No es culpa tuya. Tendremos que buscar por otro lado — dijo Paula, aunque se le notaba el desánimo en la cara. El subidón de haber encontrado el bote desaparecido había durado muy poco, y la probabilidad de que les diera alguna pista era mínima—. Te llevo y me voy a casa a cambiarme —dijo cuando ya estaban cerca de la comisaría. Y le lanzó a Martin una mirada de advertencia.

Él asintió, pero Paula sabía que en cuanto entrara por la puerta, la historia de su baño involuntario empezaría a circular lo más adornada posible.

Cuando aparcó delante de su casa, subió las escaleras a medio correr. Aún iba aterida, como si estuviera calada hasta los huesos. Le temblaban los dedos al ir a meter la llave en la cerradura, pero al final logró abrir la puerta.

—¿Hola? —dijo, esperando oír la voz alegre de su madre en la cocina.

—Hola —oyó que respondían en el dormitorio. Se dirigió allí sorprendida. Johanna solía estar en el trabajo a aquella hora.

—Hola —dijo Paula, y se le encogió el estómago.

Allí pasaba algo, ese algo que la había tenido despierta por las noches, oyendo la respiración de Johanna. Aunque sabía que también estaba despierta, no se había atrevido a hablar con ella porque no estaba segura de querer saber. Pero allí estaba Johanna, sentada en la cama con tal destello de desesperación en la mirada que Paula sintió deseos de darse media vuelta y salir corriendo. Se le venían mil ideas a la cabeza. Todas las posibilidades, en ninguna de las cuales quería abundar. Sin embargo, allí estaban, cara a cara, en un apartamento vacío y silencioso, sin todo aquel jaleo habitual tras el que esconderse. Sin Rita, que cantaba en voz alta en la cocina jugando con Leo. Sin Mellberg, que le soltaba tacos a la tele. Solo silencio, solo ellas dos.

—Pero por el amor de Dios, ¿qué es eso que llevas puesto? —preguntó Johanna por fin mirando a Paula de arriba abajo.

—Me he caído al agua —dijo Paula señalando el forro polar, tan feo y tan grande que casi le llegaba por las rodillas—. He venido solo a cambiarme.

—Pues cámbiate. Tenemos que hablar. Y no podemos hablar en serio mientras lleves esa pinta —dijo con una sonrisa. A Paula se le encogió el estómago. Le encantaba ver sonreír a Johanna, pero últimamente no era nada habitual.

—¿Por qué no preparas un té mientras me cambio, y nos sentamos en la cocina?

Johanna asintió y dejó a Paula sola en el dormitorio. Con los dedos rígidos de frío y de miedo, se puso unos vaqueros y una camiseta. Luego respiró hondo y fue a la cocina. No quería mantener aquella conversación, pero no le quedaba otro remedio. Cerrar los ojos y arrojarse por el precipicio, no le quedaba otra salida.

D
etestaba tener que mentirle. Ella llevaba tanto tiempo siendo todo para él, y le asustaba el hecho de, por primera vez, estar dispuesto a sacrificar lo que los unía. Anders iba jadeando por el esfuerzo. La pendiente que desembocaba en Mörhult era empinada y estrecha. Había salido un rato, necesitaba salir a la calle, lejos de Vivianne. No podía verlo de otro modo.

A veces el pasado se le antojaba tan cerca… A veces seguía teniendo cinco años y se encontraba debajo de la cama, junto a Vivianne, tapándose los oídos con las manos y sintiendo el brazo de su hermana rodeándole la espalda. Habían aprendido mucho sobre técnicas de supervivencia debajo de aquella cama. Pero él no quería seguir sobreviviendo, quería vivir, y no sabía si Vivianne le ayudaba o se lo impedía.

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