—¡Oh, Dios mío, Dios mío! —exclamó Milady—. Cuando os suplico enviar a ese hombre el castigo que le es debido, sabéis que no es por venganza propia por lo que lo persigo, sino que es la liberación de todo un pueblo lo que imploro.
—¿Lo conocéis entonces? —preguntó Felton.
«Por fin me pregunta», se dijo a sí misma Milady en el colmo de la alegría por haber llegado tan pronto a tan gran resultado.
—¡Oh! ¿Si lo conozco? ¡Claro que sí! ¡Para mi desgracia, para mi desgracia eterna!
Y Milady se torció los brazos como llegada al paroxismo del dolor. Felton sintió sin duda en sí mismo que su fuerza lo abandonaba, y dio algunos pasos hacia la puerta; la prisionera, que no lo perdía de vista, saltó en su persecución y lo detuvo.
—¡Señor! —exclamó—. Sed bueno, sed clemente, escuchad mi ruego: ese cuchillo que la fatal prudencia del barón me ha quitado, porque sabe el uso que quiero hacer de él. ¡Oh, escuchadme hasta el final! ¡Ese cuchillo dejádmelo un minuto solamente, por gracia, por piedad! Abrazo vuestras rodillas; mirad, cerraréis la puerta, no es en vos en quien quiero usarlo. ¡Dios!, en vos, el único ser justo, bueno y compasivo que he encontrado; en vos, mi salvador quizá; un minuto, ese cuchillo, un minuto, uno sólo, y os lo devuelvo por el postigo de la puerta; nada más que un minuto, señor Felton, ¡y habréis salvado mi honor!
—¡Mataros! —exclamó Felton con terror, olvidando retirar sus manos de las manos de la prisionera—. ¡Mataros!
—¡He dicho señor —murmuró Milady bajando la voz y dejándose caer abatida sobre el suelo—, he dicho mi secreto! Lo sabe todo, Dios mío, estoy perdida.
Felton permanecía de pie, inmóvil e indeciso.
«Aún duda —pensó Milady—, no he sido suficientemente verdadera».
Se oyó caminar en el corredor; Milady reconoció el paso de lord de Winter. Felton lo reconoció también y se adelantó hacia la puerta.
Milady se abalanzó.
—¡Oh!, ni una palabra —dijo con voz concentrada—, ni una palabra de cuanto os he dicho a ese hombre, o estoy perdida, y seréis vos, vos…
Luego, como los pasos se acercaban, ella se calló por miedo a que su voz fuera oída, apoyando con un gesto de terror infinito su hermosa mano sobre la boca de Felton. Felton rechazó suavemente a Milady, que fue a caer sobre una tumbona.
Lord de Winter pasó ante la puerta sin detenerse, y se oyó el ruido de los pasos que se alejaban.
Felton, pálido como la muerte, permaneció algunos instantes con el oído tenso y escuchando; luego, cuando el ruido se hubo apagado por completo, respiró como un hombre que sale de un sueño, y se precipitó fuera de la habitación.
—¡Ah! —dijo Milady escuchando a su vez el ruido de los pasos de Felton, que se alejaban en dirección opuesta a los de lord de Winter—. ¡Por fin eres mío!
Luego su frente se ensombreció.
—Si le habla al barón —dijo—, estoy perdida, porque el barón, que sabe de sobra que no me mataré, me pondrá delante de él un cuchillo en las manos, y él verá que toda esta gran desesperación no era más que un juego.
Fue a situarse ante el espejo y se miró: jamás había estado tan bella.
—¡Oh, sí —dijo sonriendo—, pero él no hablará!
Por la noche, lord de Winter vino con la cena.
—Señor —le dijo Milady—, ¿vuestra presencia es un accesorio obligado de mi cautividad, o podríais ahorrarme ese aumento de torturas que causan vuestras visitas?
—¡Cómo, querida hermana! —dijo de Winter—. ¿No me anunciasteis sentimentalmente, con esa linda boca tan cruel hoy para mí, que veníais a Inglaterra con el único fin de verme a vuestro gusto, goce cuya privación, según decíais, sentíais tanto que lo arriesgasteis todo por eso: mareo, tempestad, cautividad? Pues bien, aquí me tenéis, quedad satisfecha; además, esta vez mi visita tiene un motivo.
Milady se estremeció, creyó que Felton había hablado; nunca en toda su vida quizá aquella mujer, que había experimentado tantas emociones potentes y opuestas, había sentido latir su corazón tan violentamente.
Estaba sentada; lord de Winter cogió un sillón, lo acercó a su lado y se sentó junto a ella; luego, sacando de su bolso un papel que desplegó lentamente:
—Mirad —le dijo—, quería mostraros esta especie de pasaporte que yo mismo he redactado y que en adelante os servirá de número de orden en la vida que consiento en dejaros.
Luego, volviendo sus ojos de Milady al papel, leyó:
Orden de conducir a…
—El nombre está en blanco —interrumpió lord de Winter—. Si tenéis alguna preferencia, indicádmela; y con tal que sea a un millar de leguas de Londres, se hará a vuestro gusto. Prosigo:
Orden de conducir a… la citada Charlotte Backson, marcada por la justicia del reino de Francia, mas liberada por el castigo; permanecerá en esa residencia, sin apartarse nunca de ella más de tres leguas. En caso de tentativa de evasión, le será aplicada la pena de muerte. Recibirá cinco chelines diarios para su alojamiento y alimentación.
—Esa orden no me concierne a mí —respondió fríamente Milady—, porque lleva un nombre distinto al mío.
—¡Un nombre! Pero ¿es que tenéis uno?
—Tengo el de vuestro hermano.
—Os equivocáis, mi hermano sólo es vuestro segundo marido, y el primero todavía vive. Decidme su nombre y lo pondré en vez del nombre de Charlotte Backson. ¿No? ¿No queréis?… ¿Guardáis silencio? ¡Está bien! Seréis inscrita bajo el nombre de Charlotte Backson.
Milady permaneció silenciosa; sólo que en esta ocasión no era ya por su afectación, sino por terror; creyó que la orden estaba dispuesta a ser ejecutada: pensó que lord de Winter había adelantado su partida; creyó que estaba condenada a partir aquella misma noche. En su mente todo lo vio, pues, perdido durante un instante cuando de pronto se dio cuenta de que la orden no estaba adornada con ninguna firma.
La alegría que sintió ante este descubrimiento fue tan grande que no la pudo ocultar.
—Sí, sí —dijo lord de Winter, que se dio cuenta de lo que ella pensaba—. Sí, buscáis la firma y os decís: no todo está perdido, porque ese acta no está firmada; me lo enseñan para asustarme, eso es todo. Os equivocáis: mañana esta orden será enviada a lord de Buckingham; pasado mañana volverá firmada por su puño y adornada con su sello, y veinticuatro horas después, y de eso yo soy quien os responde, recibirá su principio de ejecución. Adiós, señora, eso es todo lo que tenía que deciros.
—Y yo os responderé, señor, que ese abuso de poder y ese exilio bajo nombre supuesto son una infamia.
—¿Preferís ser colgada bajo vuestro verdadero nombre, Milady? Ya lo sabéis, las leyes inglesas son inexorables cuando se abusa del matrimonio; explicaos con franqueza: aunque mi nombre, o mejor el nombre de mi hermano, se halle mezclado en todo esto, correré el riesgo del escándalo en un proceso público con tal de estar seguro de que al mismo tiempo me veré libre de vos.
Milady no respondió, pero se tornó pálida como un cadáver.
—¡Ah, ya veo que preferís la peregrinación! Divinamente, señora, y hay un viejo proverbio que dice que los viajes forman a la juventud. ¡A fe que no estáis equivocada después de todo: la vida es buena! Por eso no me preocupa que vos me la quitéis. Todavía queda por arreglar el asunto de los cinco chelines; me muestro algo parsimonioso, ¿no es así? Se debe a que no me preocupa que corrompáis a vuestros guardianes. Además, siempre os quedarán vuestros encantos para seducirlos. Usadlos si vuestro fracaso con Felton no os ha asqueado de las tentativas de ese género.
«Felton no ha hablado —se dijo Milady—, nada está perdido aún».
—Y ahora, señora, hasta luego. Mañana vendré para anunciaros la partida de mi mensajero.
Lord de Winter se levantó, saludó irónicamente a Milady y salió. Milady respiró: todavía tenía cuatro días por delante; cuatro días le bastaban para terminar de seducir a Felton.
Una idea terrible se le ocurrió entonces: que lord de Winter enviaría quizá al propio Felton a hacer firmar la orden a Buckingham; de esa suerte Felton se le escapaba, y para que la prisionera triunfase se necesitaba la magia de una seducción continua.
Sin embargo, como hemos dicho, una cosa la tranquilizaba: Felton no había hablado.
No quiso parecer conmocionada por las amenazas de lord de Winter, se sentó a la mesa y comió.
Luego, como había hecho la víspera, se puso de rodillas y repitió en voz alta sus oraciones. Como la víspera, el soldado dejó de caminar y se detuvo para escucharla.
Al punto oyó pasos más ligeros que los del centinela que venían del fondo del corredor y que se detenían ante su puerta.
—Es él —dijo.
Y comenzó el mismo canto religioso que la víspera había exaltado tan violentamente a Felton.
Mas, aunque su voz dulce, plena y sonora vibró más armoniosa y más desgarradora que nunca, la puerta permaneció cerrada. En una de las miradas furtivas que lanzaba sobre un pequeño postigo, le pareció a Milady vislumbrar a través de la reja cerrada los ojos ardientes del joven; pero fuera realidad o visión, esta vez él tuvo sobre sí mismo el poder de no entrar.
Sólo que instantes después de que ella terminara su canto religioso, Milady creyó oír un profundo suspiro; luego los mismos pasos que había oído acercarse se alejaron lentamente y como con pesar.
A
l día siguiente, cuando Felton entró en la habitación de Milady, la encontró de pie, subida sobre un sillón, teniendo entre sus manos una cuerda tejida con la ayuda de algunos pañuelos de batista desgarrados en tiras trenzadas unas con otras atadas cabo con cabo; al ruido que Felton hizo al abrir la puerta, lady saltó con presteza al pie de su sillón, y trató de ocultar tras ella aquella cuerda improvisada que sostenía en la mano.
El joven estaba aún más pálido que de costumbre, y sus ojos enrojecidos por el insomnio indicaban que había pasado una noche febril.
Sin embargo, su frente estaba armada de una serenidad más austera que nunca.
Avanzó lentamente hacia Milady, que se había sentado, y cogiendo un cabo de la trenza asesina que por descuido, o adrede quizá, ella había dejado ver:
—¿Qué es esto, señora? —preguntó fríamente.
—¿Esto? Nada —dijo Milady sonriendo con esa expresión dolorosa que tan bien sabía dar ella a su sonrisa—. El hastío es el enemigo mortal de los prisioneros, me aburría y me he divertido trenzando esta cuerda.
Felton dirigió los ojos hacia el punto del muro de la habitación ante el que había encontrado a Milady de pie sobre el sillón en que ahora estaba sentada, y por encima de su cabeza divisó un gancho dorado, empotrado en el muro, y que servía para colgar bien los uniformes, bien las armas.
Temblaba, y la prisionera vio aquel temblor; porque aunque tuviera los ojos bajos, nada se le escapaba.
—¿Y qué hacéis de pie sobre ese sillón? —preguntó.
—¿Qué os importa? —respondió Milady.
—Deseo saberlo —contestó Felton.
—No me preguntéis —dijo la prisionera—; vos sabéis de sobra que a nosotros, los verdaderos cristianos, nos está prohibido mentir.
—Pues bien —dijo Felton—; voy a deciros lo que hacíais, o mejor, lo que ibais a hacer: ibais a acabar la obra fatal que alimentáis en vuestro espíritu; pensad, señora, que si nuestro Dios prohíbe la mentira, prohíbe mucho más severamente aún el suicidio.
—Cuando Dios ve a una de esas criaturas injustamente perseguida, colocada entre el suicidio y el deshonor, creedme, señor, —respondió Milady con un tono de profunda convicción—, Dios le perdona el suicidio; porque entonces el suicidio es el martirio.
—Decís demasiado o demasiado poco; hablad, señora, en nombre del cielo, explicaos.
—¿Que os cuente mis desgracias para que las tratéis de fábulas? ¿Que os diga mis proyectos para que vayáis a denunciarlos a mi perseguidor? No, señor. Además, ¿qué os importa la vida o la muerte de una infeliz condenada? Vos no responderéis más que de mi cuerpo, ¿no es así? Y con tal que presentéis un cadáver que sea reconocido por el mío, no se os exigirá más y quizá incluso tengáis recompensa doble.
—¡Yo, señora, yo! —exclamó Felton—. ¿Suponer que aceptaré el premio de vuestra vida? ¡Oh, no pensáis en lo que decís!
—Dejadme hacer, Felton, dejadme hacer —dijo Milady exaltándose—; todo soldado debe ser ambicioso, ¿no es así? Vos sois teniente; pues bien, seguiréis mi cortejo con el grado de capitán.
—Pero ¿qué os he hecho yo —dijo Felton trastornado— para que me carguéis con semejante responsabilidad ante los hombres y ante Dios? Dentro de algunos días os marcharéis muy lejos de aquí, señora, vuestra vida no estará ya bajo mi custodia, y entonces —añadió él con un suspiro— haréis lo que queráis.
—O sea —exclamó Milady como si no pudiera resistir a una santa indignación—, vos, un hombre piadoso, vos a quien se llama un justo, no pedís otra cosa: no ser inculpado, no ser inquietado por mi muerte.
—Yo debo velar por vuestra vida, señora, y velaré por ella.
—Mas ¿comprendéis la misión que cumplís? Cruel ya, si yo fuera culpable, ¿qué nombre le daríais, qué nombre le dará el Señor si soy inocente?
—Yo soy soldado, señora, y cumplo las órdenes que he recibido.
—¿Creéis que el día del juicio final Dios separará los verdugos ciegos de los jueces inicuos? Vos no queréis que yo mate mi cuerpo, y os hacéis el agente de quien quiere matar mi alma.
—Pero, os lo repito —prosiguió Felton trastornado—, ningún peligro os amenaza, y yo respondo por lord de Winter como de mí mismo.
—¡Insensato! —exclamó Milady—. Pobre insensato que se atreve a responder de otro hombre cuando los más sabios, cuando los más grandes, según Dios, dudan en responder de ellos mismos, y que se coloca en el partido más fuerte y más feliz para abrumar a la más débil y más desdichada.
—Imposible, señora, imposible —murmuró Felton, que en el fondo de su corazón sentía la justicia de este argumento—; prisionera, no recuperaréis por mí la libertad; viva, no perderéis por mí la vida.
—Sí —exclamó Milady—, pero perderé lo que es mucho más caro que la vida, perderé el honor, Felton, y seréis vos, vos, a quien yo haré responsable ante Dios y ante los hombres de mi vergüenza y de mi infamia.
Esta vez Felton, por más impasible que fuera o que fingiera ser, no pudo resistir a la influencia secreta que ya se había apoderado de él: ver a aquella mujer tan hermosa, blanca como la más cándida visión, verla alternativamente desconsolada y amenazadora, sufrir a la vez el ascendiente del dolor y de la belleza, era demasiado para un visionario, era demasiado para un cerebro minado por los sueños ardientes de la fe extática, era demasiado para un corazón corroído a la vez por el amor del cielo que abrasa, por el odio de los hombres que devora.