Los tres mosqueteros (79 page)

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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

BOOK: Los tres mosqueteros
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Felton palideció horrorosamente, y un estremecimiento convulsivo corrió por todo su cuerpo.

—Y lo que era más horroroso —continuó Milady con la voz alterada como si hubiera experimentado aún la misma angustia que en aquel momento terrible— es que aquella vez yo tenía conciencia del peligro que me amenazaba; es que mi alma, puedo decirlo, velaba en mi cuerpo adormecido; es que yo veía, es que oía; es cierto que todo aquello era como un sueño, pero no por ello menos espantoso. Vi la lámpara que ascendía y que poco a poco me dejaba en la oscuridad; luego oí el chirrido tan bien conocido de aquella puerta, aunque aquella puerta sólo se hubiera abierto dos veces. Sentí instintivamente que alguien se acercaba a mí; dicen que el desgraciado perdido en los desiertos de América siente de este modo la cercanía de la serpiente. Quería hacer un esfuerzo, trataba de gritar; gracias a una increíble energía de voluntad me levanté, para volver a caer al punto… y volver a caer en los brazos de mi perseguidor.

—Decidme, pues, ¿quién era ese hombre? —exclamó el joven oficial.

Milady vio de una sola mirada todo el sufrimiento que inspiraba a Felton, sopesándolo en cada detalle de su relato; pero no quería hacerle gracia de ninguna tortura. Con mayor profundidad le rompería el corazón, con mayor seguridad la vengaría. Ella continuó, pues, como si no hubiera oído su exclamación, o como si hubiera pensado que no había llegado aún el momento de responder a ella.

—Sólo que aquella vez el infame tenía que habérselas no ya con una especie de cadáver inerte, sin ningún sentimiento. Ya os lo he dicho: aunque no conseguía recuperar el ejercicio completo de mis facultades, me quedaba el sentimiento de mi peligro: luchaba, pues, con todas mis fuerzas, y, sin duda, pese a lo debilitada que estaba, oponía una larga resistencia, porque lo oí exclamar: «¡Estas miserables puritanas! Sabía que cansan a sus verdugos, pero las creía menos fuertes contra sus seductores». ¡Ay! Aquella resistencia desesperada no podía durar mucho tiempo, sentí que mis fuerzas se agotaban; y esta vez no fue de mi sueño de lo que el cobarde se aprovechó, fue de mi desvanecimiento.

Felton escuchaba sin hacer oír otra cosa que una especie de rugido sordo; sólo el sudor corría sobre su frente de mármol, y su mano oculta bajo su uniforme desgarraba su pecho.

—Mi primer movimiento al volver en mí fue buscar bajo mi almohada aquel cuchillo que no había podido alcanzar; si no había servido para la defensa podía servir al menos para la expiación. Pero al coger aquel cuchillo, Felton, me vino una idea terrible. He jurado decíroslo todo y os lo diré todo; os he prometido la verdad, la diré aunque me pierda.

—Os vino la idea de vengaros de aquel hombre, ¿no es eso? —exclamó Felton.

—¡Pues, sí! —dijo Milady—. Aquella idea no era de cristiana, lo sé; sin duda ese eterno enemigo de nuestra alma, ese león que ruge sin cesar en torno de nosotros la soplaba a mi espíritu. En fin, ¿qué puedo deciros Felton? —continuó Milady con el tono de una mujer que se acusa de un crimen—. Me vino esa idea y sin duda ya no me dejó. Hoy llevo el castigo de ese pensamiento homicida.

—Continuad, continuad —dijo Felton—, tengo prisa por veros llegar a la venganza.

—¡Oh! Resolví que tenía que llegar lo antes posible, no dudaba de que él volvería a la noche siguiente Por el día no tenía nada que temer. Por eso, cuando vino la hora del almuerzo, no dudé en comer y beber: estaba resuelta a fingir que cenaba, pero no tomaría nada; debía por tanto, combatir mediante la nutrición de la mañana el ayuno de la noche. Sólo que oculté un vaso de agua sustraída a mi desayuno, dado que había sido la sed la que más me había hecho sufrir cuando había permanecido cuarenta y ocho horas sin beber ni comer. El día transcurrió sin tener otra influencia sobre mí que afirmarme en la resolución tomada: sólo que tuve cuidado de que mi rostro no traicionase en nada el pensamiento de mi corazón, porque no dudaba de que era observada; varias veces incluso sentí una sonrisa en mis labios. Felton, no me atrevo a deciros ante qué idea sonreía, sentiríais horror de mí…

—Continuad, continuad —dijo Felton—, ya veis que escucho y que tengo prisa por llegar.

—Llegó la noche, los acontecimientos habituales se produjeron; en la oscuridad, como de costumbre, fue servida mi cena, luego la lámpara se iluminó, y me senté a la mesa. Comí sólo algunas frutas: fingí que me servía agua de la jarra, pero sólo bebí de la que había conservado en mi vaso; la sustitución, por lo demás, fue hecha con la maña suficiente para que mis espías, si los tenía, no concibiesen sospecha alguna. Tras la cena, ofrecí las mismas señales de embotamiento que la víspera; pero esta vez, como si sucumbiese a la fatiga o como si me familiarizase con el peligro, me arrastré hacia la cama a hice semblante de adormecerme. En esta ocasión había encontrado mi cuchillo bajo la almohada y, al tiempo que fingía dormir, mi mano apretaba convulsivamente la empuñadura. Transcurrieron dos horas sin que ocurriese nada nuevo. ¡Aquella vez, Dios mío! ¡Quién me hubiera dicho esto la víspera: comenzaba a temer que no viniese! Por fin, vi la lámpara elevarse suavemente y desaparecer en las profundidades del techo; mi habitación se llenó de tinieblas, pero hice un esfuerzo por horadar con la mirada la oscuridad. Aproximadamente pasaron diez minutos. No oía yo otro ruido que el del latido de mi corazón. Yo imploraba al cielo para que viniese. Por fin oí el ruido tan conocido de la puerta que se abría y volvía a cerrarse; oí, pese al espesor de la alfombra, un paso que hacía chirriar el suelo; vi, pese a la oscuridad, una sombra que se acercaba a mi cama.

—¡Daos prisa daos prisa! —dijo Felton—. ¿No veis que cada una de vuestras palabras me quema como plomo derretido?

—Entonces —continuó Milady— entonces reuní todas mis fuerzas, me acordé de que el momento de la venganza, o, mejor dicho, de la justicia había sonado; me consideraba otra Judith; me recogí sobre mí misma, con mi cuchillo en la mano, y cuando lo vi junto a mí tendiendo los brazos para buscar a su víctima, entonces, con el último grito del dolor y de la desesperación, le golpeé en medio del pecho. ¡Miserable! ¡Lo había previsto todo: su pecho estaba cubierto de una cota de malla! El cuchillo se embotó. «¡Ay, ay! —exclamó cogiéndome el brazo y arrancándome el arma que tan mal me había servido—. ¡Queréis mi vida, hermosa puritana! Mas esto es más que odio, esto es ingratitud. ¡Vamos, vamos, calmaos, calmaos, niña mía! Había creído que os habíais dulcificado. No soy de esos tiranos que conservan las mujeres por la fuerza: no me amáis, dudaba de ello con mi fatuidad ordinaria; ahora estoy convencido. Mañana seréis libre». Yo no tenía más que un deseo: era que me matase. «¡Tened cuidado! —le dije—. Mi libertad es vuestro deshonor. Sí, porque apenas salga de aquí diré todo, diré la violencia que habéis usado contra mí, diré mi cautividad. Denunciaré este palacio de infamia; estáis colocado muy alto, milord, mas temblad. Por encima de vos está el rey, por encima del rey está Dios». Por dueño que pareciese de sí mismo, mi perseguidor dejó traslucir un movimiento de cólera. Yo no podía ver la expresión de su rostro, pero había sentido estremecerse su brazo sobre el que estaba puesta mi mano. «Entonces, no saldréis de aquí», dijo. «¡Bien, bien! —exclamé yo—. Entonces el lugar de mi suplicio será también el de mi tumba. Yo moriré aquí y ya veréis si un fantasma que acusa no es más terrible aún que un vivo que amenaza». «No se os dejará ningún arma». «Hay una que la desesperación ha puesto al alcance de toda criatura que tenga el valor de servirse de ella. Me dejaré morir de hambre». «Veamos —dijo el miserable—, ¿no vale más la paz que una guerra como ésta? Os devuelvo la libertad ahora mismo, os proclamo una virtud, os denomino la
Lucrecia
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de Inglaterra». «Y yo, yo digo que vos sois
Sextus
, yo os denuncio a los hombres como os he denunciado ya a Dios; y si hace falta que, como Lucrecia, firme mi acusación con mi sangre, la firmaré». «¡Ah, ah! —dijo mi enemigo en un tono burlón—. Entonces es distinto. A fe que a fin de cuentas estáis bien aquí: nada os faltará, y si os dejáis morir de hambre, será culpa vuestra». Tras estas palabras se retiró, oí abrirse y volverse a cerrar la puerta y permanecí abismada, menos aún, lo confieso, en mi dolor que en la vergüenza de no haberme vengado. Mantuvo su palabra. Todo el día, toda la noche transcurrieron sin que volviese a verlo. Pero yo también mantuve mi palabra, y no comí ni bebí; como le había dicho, estaba resuelta a dejarme morir de hambre. Pasé el día y la noche rezando, porque esperaba que Dios me perdonase mi suicidio. La segunda noche la puerta se abrió; estaba tumbada en el suelo, las fuerzas comenzaban a abandonarme. Ante el ruido, me levanté sobre una mano. «Y bien —me dijo una voz que vibraba de una forma demasiado terrible a mi oído para que no la reconociese—; y bien, nos hemos dulcificado un poco, y pagaremos nuestra libertad con la sola promesa del silencio. Mirad, soy buen príncipe —añadió—, y aunque no me gustan los puritanos, les hago justicia, así como a las puritanas, cuando son hermosas. Vamos, hacedme un pequeño juramento sobre la cruz, no os pido más». «¡Sobre la cruz! —exclamé yo levantándome, porque al oír aquella voz aborrecida había vuelto a encontrar todas mis fuerzas—. ¡Sobre la cruz! Juro que ninguna promesa, ninguna amenaza, ninguna tortura me cerrará la boca. ¡Sobre la cruz! Juro denunciaros por todas partes como asesino, como ladrón del honor, como cobarde. ¡Sobre la cruz! Juro, si alguna vez consigo salir de aquí, pedir venganza contra vos al género humano entero». «¡Tened cuidado! —dijo la voz con un acento de amenaza que yo no había oído todavía—. Tengo un recurso supremo, que no emplearé más que en último extremo, de cerraros la boca o al menos de impedir que alguien crea una sola palabra de lo que digáis». Reuní todas mis fuerzas para responder con una carcajada. El vio que entre nosotros había adelante una guerra eterna, una guerra a muerte. «Escuchad —dijo—, os doy aún el resto de esta noche y el día de mañana; reflexionad: si prometéis callaros, la riqueza, la consideración, los honores incluso os rodearán; si amenazáis con hablar, os condeno a la infamia». «¡Vos! —exclamé yo—. ¡Vos!». «¡A la infamia eterna, indeleble!». «¡Vos!», repetí yo. ¡Oh, os lo digo, Felton, le creía insensato! «Sí, yo», contestó él. «¡Ah, dejadme! —le dije—. Salid si no queréis que ante vuestros ojos me rompa la cabeza contra la pared». «Está bien —replicó él—, vos lo habéis querido, hasta mañana por la noche». «Hasta mañana por la noche», respondí yo dejándome caer y mordiendo la alfombra de rabia…

Felton se apoyaba sobre un mueble y Milady vela con alegría de demonio que quizá le faltara la fuerza antes del fin del relato.

Capítulo LVII
Un recurso de tragedia clásica

T
ras un momento de silencio, empleado por Milady en observar al joven que la escuchaba, continuó su relato:

—Hacía casi tres días que no había comido ni bebido, sufría torturas atroces: a veces pasaban por mí como nubes que me apretaban la frente, que me tapaban los ojos: era el delirio. Llegó la noche; estaba tan débil que a cada instante me desvanecía y cada vez que me desvanecía daba gracias a Dios, porque creía que iba a morir. En medio de unos de estos desvanecimientos, oí abrirse la puerta; el terror me volvió en mí. Mi perseguidor entró seguido de un hombre enmascarado: él también estaba enmascarado; pero yo reconocí su paso, yo reconocí aquel aire imponente que el infierno ha dado a su persona para desgracia de la humanidad. «Y bien —me dijo—, ¿estáis decidida a hacerme el juramento que os he pedido?» «Vos lo habéis dicho, los puritanos no tienen más que una palabra: la mía ya la habéis oído, ¡y es llevaros en la tierra ante el tribunal de los hombres; en el cielo, ante el tribunal de Dios!». «¿Así que persistís?» «Juro ante Dios que me oye: tomaré el mundo entero por testigo de vuestro crimen, y esto hasta que encuentre un vengador». «Sois una prostituta —dijo con voz tonante—, y sufriréis el suplicio de las prostitutas. Marcada a los ojos del mundo que invocaréis, ¡tratad de probar a ese mundo que no sois culpable ni loca!». Luego, dirigiéndose al hombre que le acompañaba: «Verdugo —dijo—, cumple tu deber».

—¡Oh, su nombre, su nombre! —exclamó Felton—. ¡Su nombre, decídmelo!

—Entonces, pese a mis gritos, pese a mi resistencia, porque yo comenzaba a comprender que para mí se trataba de algo peor que la muerte, el verdugo me cogió, me volcó sobre el suelo, me magulló con sus agarrones y, ahogada por los sollozos, casi sin conocimiento, invocando a Dios que no me escuchaba, lancé de pronto un espantoso grito de dolor y de vergüenza: un hierro ardiendo, un hierro candente, el hierro del verdugo, se había impreso en mi hombro.

Felton lanzó un rugido.

—Mirad —dijo Milady, levantándose entonces con una majestad de reina—, mirad, Felton, ved cómo han inventado un nuevo martirio para la doncella pura y, sin embargo, víctima de la brutalidad de un malvado. Aprended a conocer el corazón de los hombres, y en adelante haceos con menos facilidad instrumento de sus injustas venganzas.

Con rápido gesto, Milady abrió su vestido, desgarró la batista que cubría su seno y, ruborizada por una fingida cólera y una vergüenza teatral, mostró al joven la huella indeleble que deshonraba aquel hombro tan bello.

—Pero —exclamó Felton— es una flor de lis lo que ahí veo.

—Precisamente ahí es donde está la infamia —respondió Milady—. La marca de Inglaterra… había que probar qué tribunal me la había impuesto, yo habría hecho una apelación pública a todos los tribunales del reino; mas la marca de Francia…, ¡oh!, con ella estaba bien marcada.

Aquello era demasiado para Felton.

Pálido, inmóvil, aplastado por esta revelación espantosa, deslumbrado por la belleza sobrehumana de aquella mujer que se desnudaba ante él con un impudor que le pareció sublime, terminó cayendo de rodillas ante ella como hacían los primeros cristianos ante aquellas puras y santas mártires que la persecución de los emperadores libraba en el circo a la sanguinaria lubricidad del populacho. La marca desapareció, sólo quedó la belleza.

—¡Perdón, perdón! —exclamó Felton—. ¡Oh, perdón!

Milady leyó en sus ojos: amor, amor.

—¿Perdón de qué? —preguntó ella.

—Perdón por haberme unido a vuestros perseguidores.

Milady le tendió la mano.

—¡Tan bella, tan joven! —exclamó Felton cubriendo aquella mano de besos.

Milady dejó caer sobre él una de esas miradas que de un esclavo hacen un rey.

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