Luego, lo que en medio de todo esto la aguijoneaba era el recuerdo del cardenal. ¿Qué debía pensar, qué debía decir de su silencio el cardenal, desconfiado, inquieto, suspicaz; el cardenal, no sólo su único apoyo, su único sostén, su único protector en el presente, sino además el principal instrumento de su fortuna y de su venganza futura? Ella lo conocía, ella sabía que a su retraso tras un viaje inútil, por más que arguyese la prisión, por más que exaltase los sufrimientos soportados, el cardenal respondería con aquella calma burlona del escéptico potente a la vez por la fuerza y por el genio: «¡No teníais que haberos dejado coger!».
Entonces Milady reunía toda su energía, murmurando en el fondo de su pensamiento el nombre de Felton, el único destello de luz que penetraba hasta ella en el fondo del infierno en que había caído; y como una serpiente que enrolla y desenrolla sus anillos para darse ella misma cuenta de su fuerza, envolvía de antemano a Felton en los mil repliegues de su imaginación inventiva.
Sin embargo el tiempo transcurría, las horas, unas tras otras, parecían despertar la campana al pasar, y cada golpe del badajo de bronce repercutía en el corazón de la prisionera. A las nueve, lord de Winter hizo su visita acostumbrada, miró la ventana y los barrotes, sondeó el suelo y los muros, inspeccionó la chimenea y las puertas sin que durante esta larga y minuciosa inspección ni él ni Milady pronunciasen una sola palabra.
Indudablemente los dos comprendían que la situación se había vuelto demasiado grave para perder el tiempo en palabras inútiles y en cóleras sin efecto.
—Vamos, vamos —dijo el barón al dejarla—, ¡esta noche todavía no escaparéis!
A las diez vino Felton a colocar un centinela; Milady reconoció su paso. Ahora lo adivinaba ella como una amante adivina el del amado de su corazón, y, sin embargo, Milady detestaba y despreciaba a la vez a aquel débil fanático.
No era la hora convenida, Felton no entró.
Dos horas después, y cuando daban las doce, el centinela fue relevado.
Esta vez sí era la hora; por eso, a partir de ese momento Milady esperó con impaciencia.
El nuevo centinela comenzó a pasearse por el corredor.
Al cabo de diez minutos llegó Felton.
Milady prestó oído.
—Escucha —dijo el joven al centinela— no te alejes de este puesto bajo ningún pretexto, porque sabes que la noche pasada un soldado fue castigado por milord por haber dejado su puesto un instante, aunque fui yo quien, durante su corta ausencia, vigiló en su puesto.
—Sí, lo sé —dijo el soldado.
—Te recomiendo, por tanto, la más exacta vigilancia. Yo —añadió— voy a entrar para inspeccionar por segunda vez la habitación de esta mujer, que según temo tiene siniestros proyectos contra sí misma y a la cual he recibido orden de cuidar.
—Bueno —murmuró Milady—, ¡ya tenemos al austero puritano mintiendo!
En cuanto al soldado, se contentó con sonreír.
—¡Diantre! Mi teniente —dijo—, no sois tan desgraciado por estar encargado de semejantes comisiones, sobre todo si milord os autoriza a mirar hasta en su cama.
Felton se ruborizó; en cualquier otra circunstancia hubiera reprendido al soldado que se permitía semejante broma; pero su conciencia murmuraba demasiado alto para que su boca osase hablar.
—Si llamo —dijo—, ven; igual que si alguien viene, llámame.
—Sí, mi teniente —dijo el soldado.
Felton entró en la habitación de Milady. Milady se levantó.
—¿Ya estáis aquí? —dijo ella.
—Os había prometido venir —dijo Felton— y he venido.
—Me habíais prometido otra cosa además.
—¿Qué? ¡Dios mío! —dijo el joven que, pese a su dominio sobre sí mismo, sentía sus rodillas temblar y comenzar a brotar el sudor en su frente.
—Habíais prometido traerme un cuchillo y dejármelo tras nuestra conversación.
—No habléis de eso, señora —dijo Felton— no hay situación por terrible que sea que autorice a una criatura de Dios a darse la muerte. He reflexionado que no debo hacerme nunca culpable de semejante pecado.
—¡Ah, habéis reflexionado! —dijo la prisionera sentándose en su sillón con una sonrisa de desdén—. También yo he reflexionado.
—¿En qué?
—En que yo no tenía nada que decir a un hombre que no mantenía su palabra.
—¡Dios mío! —murmuró Felton.
—Podéis retiraros —dijo Milady—, no hablaré.
—¡Aquí está el cuchillo! —dijo Felton sacando de su bolsillo el arma que según su promesa había traído, pero que dudaba en entregar a su prisionera.
—Veámoslo —dijo Milady.
—¿Qué vais a hacer?
—Palabra de honor, os lo devuelvo al momento; lo pondré sobre la mesa y vos quedaréis entre él y yo.
Felton tendió el arma a Milady, que examinó atentamente su temple y probó la punta en el extremo de su dedo.
—Bien —dijo ella devolviendo el cuchillo al joven oficial—, es un buen acero; sois un fiel amigo, Felton.
Felton cogió el arma y la puso sobre la mesa como acababa de ser acordado con su prisionera.
Milady lo siguió con los ojos e hizo un gesto de satisfacción.
—Ahora —dijo ella—, escuchadme.
La recomendación era inútil: el joven oficial estaba de pie ante ella esperando sus palabras para devorarlas.
—Felton —dijo Milady con una severidad llena de melancolía—, Felton, si vuestra hermana, la hija de vuestro padre, os dijera: «Joven aún, bastante hermosa por desgracia, me hicieron caer en una trampa, resistí; se multiplicaron en torno mío las emboscadas, resistí; se blasfemó la religión a la que sirvo, al Dios que adoro, porque llamaba en mi ayuda a ese Dios y a esa religión, resistí; entonces se me prodigaron los ultrajes, y como no podían perder mi alma, quisieron mancillar mi cuerpo para siempre; finalmente…».
Milady se detuvo, y una sonrisa amarga pasó por sus labios.
—Finalmente —dijo Felton—, finalmente, ¿qué han hecho?
—Finalmente, una noche decidieron paralizar esa resistencia que no se podía vencer: una noche mezclaron en mi agua un poderoso narcótico; apenas hube acabado mi cena, me sentí caer poco a poco en un entumecimiento desconocido. Aunque no sintiese desconfianza, un temor vago se apoderó de mí y traté de luchar contra el sueño; me levanté, quise correr a la ventana, pedir socorro, pero mis piernas se negaron a llevarme; me parecía que el techo bajaba contra mi cabeza y me aplastaba con su peso; tendí los brazos, traté de hablar, no pude más que lanzar sonidos inarticulados; un embotamiento irresistible se apoderaba de mí, me agarré a un sillón, sintiendo que iba a caer, mas pronto aquel apoyo fue insuficiente para mi brazos débiles, caí sobre una rodilla, luego sobre las dos; quise gritar, mi lengua estaba helada; Dios no me vio ni me oyó sin duda, y me deslicé por el suelo, presa de un sueño que se parecía a la muerte. De todo cuanto pasó en este sueño y del tiempo que transcurrió durante su duración, ningún recuerdo tengo; la única cosa que recuerdo es que me desperté acostada en una habitación redonda cuyo moblaje era suntuoso, y en la que la luz sólo penetraba por una abertura del techo. Por lo demás, ninguna puerta parecía dar entrada a ella: se hubiera dicho una prisión magnífica. Pasé mucho tiempo hasta que pude darme cuenta del lugar en que me encontraba y de todos los detalles que cuento, mi espíritu parecía luchar inútilmente para sacudir las pesadas tinieblas de aquel sueño al que no podía arrancarme; tenía percepciones vagas de un espacio recorrido, de la rodadura de un coche, de un sueño horrible en el que mis fuerzas se agotarían; pero todo aquello era tan sombrío y tan indistinto en mi pensamiento, que estos sucesos parecían pertenecer a otra vida distinta a la mía y, sin embargo, mezclada a la mía por una fantástica dualidad. A veces, el estado en que me encontraba me pareció tan extraño, que creí que era un sueño. Me levanté vacilante, mis vestidos estaban junto a mí, sobre una silla: no recordaba ni haberme desnudado ni haberme acostado. Entonces poco a poco la realidad se presentó a mí llena de púdicos terrores: yo no estaba ya en la casa en que vivía; por lo que podía juzgar por la luz del sol, habían transcurrido ya dos tercios del día; había dormido desde la vigilia hasta la noche; mi sueño había durado, pues, casi veinticuatro horas. ¿Qué había pasado durante aquel largo sueño? Me vestí tan rápidamente como me fue posible. Todos mis movimientos lentos y embotados atestiguaban que la influencia del narcótico no se había disipado aún por completo. Por lo demás, aquel cuarto estaba amueblado para recibir a una mujer; y la coqueta más acabada no habría tenido un solo deseo que formular que, paseando su mirada por el cuarto, no hubiera visto completamente cumplido. Desde luego no era yo la primera cautiva que se había visto encerrada en aquella espléndida prisión; pero como comprenderéis, Felton, cuanto más bella era la prisión, más miedo me daba. Sí, era una prisión porque traté en vano de salir de ella. Tanteé todos los muros con objeto de descubrir una puerta: en todas las partes los muros devolvieron un sonido plano y sordo. Quizá quince veces di la vuelta a aquella habitación, buscando una salida cualquiera: no la había; caí agotada de fatiga y de terror en un sillón. Durante este tiempo, la noche se acercaba rápidamente y con la noche aumentaban mis terrores: no sabía si debía quedarme donde estaba sentada; me parecía que estaba rodeada de peligros desconocidos en los que iba a caer a cada Paso. Aunque no hubiese comido nada desde la víspera, mis temores me impedían sentir hambre. Ningún ruido de fuera, que me permitiese medir el tiempo, llegaba hasta mí; presumía sólo que podían ser de las siete a las ocho de la noche; porque estábamos en el mes de octubre, y la oscuridad era total. De pronto, el chirrido de una puerta que gira sobre sus goznes me hizo temblar; un globo de fuego apareció encima de la abertura guarnecida de vidrios del techo arrojando una viva luz en mi habitación y vislumbré con terror que un hombre estaba de pie a algunos pasos de mí. Una mesa con dos cubiertos, con una cena totalmente preparada, se había alzado como por magia en medio del cuarto. Aquel hombre era el que me perseguía desde hacía un año, el que había jurado mi deshonor y el que, a las primeras palabras que salieron de su boca, me hizo comprender que lo había cumplido la noche anterior.
—¡Infame! —murmuró Felton.
—¡Oh, sí, infame! —exclamó Milady viendo el interés que el joven oficial, cuya alma parecía suspendida de sus labios, se tomaba en este extraño relato—. ¡Oh, sí, infame! Había creído que le bastaba con haber triunfado de mí en mi sueño para que todo estuviese dicho; venía esperando que yo aceptaría mi vergüenza, puesto que mi vergüenza estaba consumada; venía a ofrecerme su fortuna a cambio de mi amor. Todo cuanto el corazón de una mujer puede contener de soberbio desprecio y de palabras desdeñosas lo arrojé sobre aquel hombre; sin duda estaba habituado a reproches semejantes porque me escuchó tranquilo, sonriente y con los brazos cruzados sobre el pecho; luego, cuando creyó que yo había dicho todo, se adelantó hacia mí: yo salté hacia la mesa, cogí un cuchillo y lo apoyé sobre mi pecho. «Dad un paso más —le dije— y además de mi deshonor tendréis también mi muerte que reprocharos». Sin duda, en mi mirada, en mi voz, en toda mi persona había esa verdad de gesto, de ademán y de acento que lleva la convicción a las almas más perversas, porque se detuvo. «¡Vuestro amor! —me dijo—. ¡Oh, no! Sois una amante encantadora para que consienta en perderos así, después de haber tenido la dicha de poseeros, una sola vez solamente. ¡Adiós, hermosa! Esperaré para volver a visitaros a que estéis en mejores disposiciones». Tras estas palabras, silbó; el globo de llama que iluminaba mi habitación subió y desapareció; volví a encontrarme en la oscuridad. El mismo ruido de una puerta que se abre y se cierra se reprodujo un instante después, el globo resplandeciente descendió de nuevo y volví a encontrarme sola. Aquel momento fue horrible; si aún tenía algunas dudas sobre mi desdicha, esas dudas se habían desvanecido en una desesperante realidad: estaba en poder de un hombre al que no sólo detestaba sino al que despreciaba; un hombre capaz de todo y que ya me había dado una prueba fatal de a lo que podía atreverse.
—Mas ¿quién era ese hombre? —preguntó Felton.
—Pasé la noche en una silla, estremeciéndome al menor ruido; porque a media noche más o menos, la lámpara se había apagado, y yo ya me había vuelto a encontrar en la oscuridad. Mas la noche pasó sin nuevas tentativas de mi perseguidor. Llegó el día, la mesa había desaparecido; sólo que yo tenía aún el cuchillo en la mano. Aquel cuchillo era toda mi esperanza. Yo estaba rota de fatiga; el insomnio quemaba mis ojos; no me había atrevido a dormir ni un solo instante: el día me tranquilizó, fui a echarme sobre mi cama sin abandonar el cuchillo liberador que oculté bajo mi almohada. Cuando me desperté, una nueva mesa estaba servida. Esta vez, pese a mis terrores, a pesar de mis angustias, se hizo sentir un hambre devoradora; hacía cuarenta y ocho horas que no había tomado ningún alimento: comí pan y algunas frutas; luego, acordándome del narcótico mezclado al agua que había bebido, no toqué la que estaba en la mesa y fui a llenar mi vaso en una fuente de mármol adosada al muro, encima de mi lavabo. Sin embargo, pese a esta precaución, no permanecí menos tiempo en una angustia horrorosa; pero mis temores no estaban fundados esta vez: pasé la jornada sin experimentar nada que se pareciese a lo que temía. Había tenido la precaución de vaciar a medias la jarra para que no se dieran cuenta de mi desconfianza. Llegó la noche, y con ella la oscuridad; sin embargo, por profunda que fuese, mis ojos comenzaban a habituarse a ella; vi en medio de las tinieblas hundirse la mesa en el suelo; un cuarto de hora después reapareció con mi cena; un instante después, gracias a la misma lámpara, mi habitación se iluminó de nuevo. Estaba resuelta a no comer más que objetos a los que fuera imposible mezclar ningún somnífero: dos huevos y algunas frutas compusieron mi comida; luego fui a tomar un vaso de agua de mi fuente protectora y lo bebí. A los primeros sorbos, me pareció que no tenía el mismo gusto que por la mañana: una sospecha rápida se apoderó de mí, me detuve, pero ya había tragado medio vaso. Tiré el resto con horror, y esperé, con el sudor del espanto en la frente. Sin duda, algún invisible testigo me había visto tomar el agua de aquella fuente, y había aprovechado mi confianza para asegurar mejor mi pérdida tan fríamente resuelta, tan cruelmente perseguida. No había transcurrido media hora cuando se produjeron los mismos síntomas; sólo que como aquella vez no había bebido más que medio vaso de agua, luché más tiempo, y en lugar de dormirme completamente, caí en un estado de somnolencia que me dejaba sentir lo que pasaba en torno mío, a la vez que me quitaba la fuerza de defenderme o de huir. Me arrastré hacia mi cama, para buscar allí la única defensa que me quedaba, mi cuchillo salvador; pero no pude llegar hasta la cabecera: caí de rodillas, con las manos aferradas a una de las columnas del pie; entonces comprendí que estaba perdida.