D’Artagnan, abrumado por una noticia tan terrible, quedó inmóvil y mudo, mientras todos los demonios de la cólera y los celos aullaban en su corazón.
—Pero, señor gentilhombre —prosiguió el viejo, en el que aquella muda desesperación producía ciertamente más afecto del que hubieran producido los gritos y las lágrimas—; vamos, no os aflijáis, no os la han matado, eso es lo esencial.
—¿Sabéis aproximadamente —dijo D’Artagnan— quién era el hombre que dirigía esa infernal expedición?
—No lo conozco.
—Pero, puesto que os ha hablado, habéis podido verlo.
—¡Ah! ¿Son sus señas lo que me pedís?
—Sí.
—Un hombre alto, enjuto, moreno, de bigotes negros, la mirada oscura, con aire de gentilhombre.
—¡Él es! —exclamó D’Artagnan—. ¡Otra vez él! ¡Siempre él! Es mi demonio, según parece. ¿Y el otro?
—¿Cuál?
—El pequeño.
—¡Oh, ese no era un señor, os lo aseguro! Además, no llevaba espada, y los otros le trataban sin ninguna consideración.
—Algún lacayo —murmuró D’Artagnan—. ¡Ah, pobre mujer! ¡Pobre mujer! ¿Qué te han hecho?
—Me habéis prometido el secreto —dijo el viejo.
—Y os renuevo mi promesa, estad tranquilo, yo soy gentilhombre. Un gentilhombre no tiene más que una palabra, y yo os he dado la mía.
D’Artagnan volvió a tomar, con el alma afligida, el camino de la barca. Tan pronto se resistía a creer que se tratara de la señora Bonacieux, y esperaba encontrarla al día siguiente en el Louvre, como temía que ella tuviera una intriga con algún otro y que un celoso la hubiera sorprendido y raptado. Vacilaba, se desolaba, se desesperaba.
—¡Oh, si tuviese aquí a mis amigos! —exclamó—. Tendría al menos alguna esperanza de volverla a encontrar; pero ¿quién sabe qué habrá sido de ellos?
Era medianoche poco más o menos; se trataba de encontrar a Planchet. D’Artagnan se hizo abrir sucesivamente todas las tabernas en las que percibió algo de luz; en ninguna de ellas encontró a Planchet.
En la sexta, comenzó a pensar que la búsqueda era un poco aventurada. D’Artagnan no había citado a su lacayo más que a las seis de la mañana y, estuviese donde estuviese, estaba en su derecho.
Además al joven le vino la idea de que, quedándose en los alrededores del lugar en que había ocurrido el suceso, quizá obtendría algún esclarecimiento sobre aquel misterioso asunto. En la sexta taberna, como hemos dicho, D’Artagnan se detuvo, pidió una botella de vino de primera calidad, se acodó en el ángulo más oscuro y se decidió a esperar el día de este modo; pero también esta vez su esperanza quedó frustrada, y aunque escuchaba con los oídos abiertos, no oyó, en medio de los juramentos, las burlas y las injurias que entre sí cambiaban los obreros, los lacayos y los carreteros que componían la honorable sociedad de que formaba parte, nada que pudiera ponerle sobre las huellas de la pobre mujer raptada. Así pues, tras haber tragado su botella por ociosidad y para no despertar sospechas, trató de buscar en su rincón la postura más satisfactoria posible y de dormirse mal que bien. D’Artagnan tenía veinte años, como se recordará, y a esa edad el sueño tiene derechos imprescriptibles que reclaman imperiosamente incluso en los corazones más desesperados.
Hacia las seis de la mañana, D’Artagnan se despertó con ese malestar que acompaña ordinariamente al alba tras una mala noche. No era muy largo de hacer su aseo; se tanteó para saber si no se habían aprovechado de su sueño para robarle, y habiendo encontrado su diamante en su dedo, su bolsa en su bolsillo y sus pistolas en su cintura, se levantó, pagó su botella y salió para ver si tenía más suerte en la búsqueda de su lacayo por la mañana que por la noche. En efecto, lo primero que percibió a través de la niebla húmeda y grisácea fue al honrado Planchet, que con los dos caballos de la mano esperaba a la puerta de una pequeña taberna miserable ante la cual D’Artagnan había pasado sin sospechar siquiera su existencia.
E
n lugar de regresar a su casa directamente, D’Artagnan puso pie en tierra ante la puerta del señor de Tréville y subió rápidamente la escalera. Aquella vez estaba decidido a contarle todo lo que acababa de pasar. Sin duda, él daría buenos consejos en todo aquel asunto; además, como el señor de Tréville veía casi a diario a la reina, quizá podría sacar a Su Majestad alguna información sobre la pobre mujer a quien sin duda se hacía pagar su adhesión a su señora.
El señor de Tréville escuchó el relato del joven con una gravedad que probaba que había algo más en toda aquella aventura que una intriga de amor; luego, cuando D’Artagnan hubo acabado:
—¡Hum! —dijo—. Todo esto huele a Su Eminencia a una legua.
—Pero ¿qué hacer? —dijo D’Artagnan.
—Nada, absolutamente nada ahora sólo abandonar París como os he dicho, lo antes posible. Yo veré a la reina, le contaré los detalles de la desaparición de esa pobre mujer, que ella sin duda ignora; estos detalles la orientarán por su lado, y a vuestro regreso, quizá tenga yo alguna buena nueva que deciros. Dejadlo en mis manos.
D’Artagnan sabía que, aunque gascón el señor de Tréville no tenía la costumbre de prometer, y que cuando por azar prometía, mantenía, y con creces, lo que había prometido. Saludó, pues, lleno de agradecimiento por el pasado y por el futuro, y el digno capitán, que por su lado sentía vivo interés por aquel joven tan valiente y tan resuelto, le apretó afectuosamente la mano deseándole un buen viaje.
Decidido a poner los consejos del señor de Tréville en práctica en aquel mismo instante, D’Artagnan se encaminó hacia la calle des Fossoyeurs, a fin de velar por la preparación de su equipaje. Al acercarse a su casa, reconoció al señor Bonacieux en traje de mañana, de pie ante el umbral de su puerta. Todo lo que le había dicho la víspera el prudente Planchet sobre el carácter siniestro de su huésped volvió entonces a la memoria de D’Artagnan que lo miró más atentamente de lo que hasta entonces había hecho. En efecto, además de aquella palidez amarillenta y enfermiza que indica la filtración de la bilis en la sangre y que por el otro lado podía ser sólo accidental, D’Artagnan observó algo de sinuosamente pérfido en la tendencia a las arrugas de su cara. Un bribón no ríe de igual forma que un hombre honesto, un hipócrita no llora con las lágrimas que un hombre de buena fe. Toda falsedad es una máscara, y por bien hecha que esté la máscara, siempre se llega, con un poco de atención, a distinguirla del rostro.
Le pareció pues, a D’Artagnan que el señor Bonacieux llevaba una máscara, e incluso que aquella máscara era de las más desagradables de ver.
En consecuencia, vencido por su repugnancia hacia aquel hombre, iba a pasar por delante de él sin hablarle cuando, como la víspera, el señor Bonacieux lo interpeló:
—¡Y bien, joven —le dijo—, parece que andamos de juerga! ¡Diablos, las siete de la mañana! Me parece que os apartáis de las costumbres recibidas y que volvéis a la hora en que los demás salen.
—No se os hará a vos el mismo reproche, maese Bonacieux —dijo el joven—, y sois modelo de las gentes ordenadas. Es cierto que cuando se pone una mujer joven y bonita, no hay necesidad de correr detrás de la felicidad; es la felicidad la que viene a buscaros, ¿no es así, señor Bonacieux?
Bonacieux se puso pálido como la muerte y muequeó una sonrisa.
—¡Ah, ah! —dijo Bonacieux—. Sois un compañero bromista. Pero ¿dónde diablos habéis andado de correría esta noche, mi joven amigo? Parece que no hacía muy buen tiempo en los atajos.
D’Artagnan bajó los ojos hacia sus botas todas cubiertas de barro; pero en aquel movimiento sus miradas se dirigieron al mismo tiempo hacia los zapatos y las medias del mercero; se hubiera dicho que los había mojado en el mismo cenagal; unos y otros tenían manchas completamente semejantes.
Entonces una idea súbita cruzó la mente de D’Artagnan. Aquel hombrecito grueso, rechoncho, cuyos cabellos agrisaban ya, aquella especie de lacayo vestido con un traje oscuro, tratado sin consideración por las gentes de espada que componían la escolta, era el mismo Bonacieux. El marido había presidido el rapto de su mujer.
Le entraron a D’Artagnan unas terribles ganas de saltar a la garganta del mercero y de estrangularlo; pero ya hemos dicho que era un muchacho muy prudente y se contuvo. Sin embargo, la revolución que se había operado en su rostro era tan visible que Bonacieux quedó espantado y trató de retroceder un paso; pero precisamente se encontraba delante del batiente de la puerta, que estaba cerrada, y el obstáculo que encontró le forzó a quedarse en el mismo sitio.
—¡Vaya, sois vos quien bromeáis, mi valiente amigo! —dijo D’Artagnan—. Me parece que si mis botas necesitan una buena esponja, vuestras medias y vuestros zapatos también reclaman un buen cepillado. ¿Es que también vos os habéis corrido una juerga, maese Bonaceux? ¡Diablos! Eso sería imperdonable en un hombre de vuestra edad y que además tiene una mujer joven y bonita como la vuestra.
—¡Oh, Dios mío, no! —dijo Bonacieux—. Ayer estuve en Saint-Mandé para informarme de una sirvienta de la que no puedo prescindir, y como los caminos estaban en malas condiciones he traído todo ese fango que aún no he tenido tiempo de hacer desaparecer.
El lugar que designaba Bonacieux como meta de correría fue una nueva prueba en apoyo de las sospechas que había concebido D’Artagnan. Bonacieux había dicho Saint-Mandé porque Saint-Mandé es el punto completamente opuesto a Saint-Cloud.
Aquella probabilidad fue para él un primer consuelo. Si Bonacieux sabía dónde estaba su mujer, siempre se podría, empleando medios extremos, forzar al mercero a soltar la lengua y dejar escapar su secreto. Se trataba sólo de convertir esta probabilidad en certidumbre.
—Perdón, mi querido señor Bonacieux, si prescindo con vos de los modales —dijo D’Artagnan—; pero nada me altera más que no dormir, tengo una sed implacable; permitidme tomar un vaso de agua de vuestra casa; ya lo sabéis, eso no se niega entre vecinos.
Y sin esperar el permiso de su huésped, D’Artagnan entró rápidamente en la casa y lanzó una rápida ojeada sobre la cama. La cama no estaba deshecha. Bonacieux no se había acostado. Acababa de volver hacía una o dos horas; había acompañado a su mujer hasta el lugar al que la habían conducido, o por lo menos hasta el primer relevo.
—Gracias, maese Bonacieux —dijo D’Artagnan vaciando su vaso—, eso es todo cuanto quería de vos. Ahora vuelvo a mi casa, voy a ver si Planchet me limpia las botas y, cuando haya terminado, os lo mandaré por si queréis limpiaros vuestros zapatos.
Y dejó al mercero todo pasmado por aquel singular adiós y preguntándose si no había caído en su propia trampa.
En lo alto de la escalera encontró a Planchet todo estupefacto.
—¡Ah, señor! —exclamó Planchet cuando divisó a su amo—. Ya tenemos otra, y esperaba con impaciencia que regresaseis.
—Pues, ¿qué pasa? —preguntó D’Artagnan.
—¡Oh, os apuesto cien, señor, os apuesto mil si adivináis la visita que he recibido para vos en vuestra ausencia!
—¿Y eso cuándo?
—Hará una media hora, mientras vos estabais con el señor de Tréville.
—¿Y quién ha venido? Vamos, habla.
—El señor de Cavois
[121]
.
—¿El señor de Cavois?
—En persona.
—¿El capitán de los guardias de Su Eminencia?
—El mismo.
—¿Venía a arrestarme?
—Es lo que me temo, señor, y eso pese a su aire zalamero.
—¿Tenía el aire zalamero, dices?
—Quiero decir que era todo mieles, señor.
—¿De verdad?
—Venía, según dijo, de parte de Su Eminencia, que os quería mucho, a rogaros seguirle al Palais Royal.
—Y tú, ¿qué le has contestado?
—Que era imposible, dado que estabais fuera de casa, como podía él mismo ver.
—¿Y entonces qué ha dicho?
—Que no dejaseis de pasar por allí durante el día; luego ha añadido en voz baja: «Dile a tu amo que Su Eminencia está completamente dispuesto hacia él, y que su fortuna depende quizá de esa entrevista».
—La trampa es bastante torpe para ser del cardenal —repuso sonriendo el joven.
—También yo he visto la trampa y he respondido que os desesperaríais a vuestro regreso. «¿Dónde ha ido?», ha preguntado el señor de Cavois. «A Troyes, en Champagne», le he respondido. «¿Y cuándo se ha marchado?» «Ayer tarde».
—Planchet, amigo mío —interrumpió D’Artagnan—, eres realmente un hombre precioso.
—¿Comprendéis, señor? He pensado que siempre habría tiempo, si deseáis ver al señor de Cavois, de desmentirme diciendo que no os habíais marchado; sería yo en tal caso quien habría mentido, y como no soy gentilhombre, puedo mentir.
—Tranquilízate, Planchet, tú conservarás tu reputación de hombre verdadero: dentro de un cuarto de hora partimos.
—Es el consejo que iba a dar al señor; y, ¿adónde vamos, si se puede saber?
—¡Pardiez! Hacia el lado contrario del que tú has dicho que había ido. Además, ¿no tienes prisa por tener nuevas con Grimaud, de Mosquetón y de Bazin, como las tengo yo de saber qué ha pasado de Athos, Porthos y Aramis?
—Claro que sí, señor —dijo Planchet—, y yo partiré cuando queráis; el aire de la provincia nos va mejor, según creo, en este momento que el aire de París. Por eso, pues…
—Por eso, pues, hagamos nuestro petate, Planchet y partamos; yo iré delante, con las manos en los bolsillos para que nadie sospeche nada. Tú te reunirás conmigo en el palacio de los Guardias. A propósito, Planchet, creo que tienes razón respecto a nuestro huésped, y que decididamente es un horrible canalla.
—¡Ah!, creedme, señor, cuando os digo algo; yo soy fisonomista, y bueno.
D’Artagnan descendió el primero, como había convenido; luego, para no tener nada que reprocharse, se dirigió una vez más al domicilio de sus tres amigos: no se había recibido ninguna noticia de ellos; sólo una carta toda perfumada y de una escritura elegante y menuda había llegado para Aramis. D’Artagnan se hizo cargo de ella. Diez minutos después, Planchet se reunió en las cuadras del palacio de los Guardias. D’Artagnan, para no perder tiempo, ya había ensillado su caballo él mismo.
—Está bien —le dijo a Planchet cuando éste tuvo unido el maletín de grupa al equipo—; ahora ensilla los otros tres, y partamos.
—¿Creéis que iremos más deprisa con dos caballos cada uno? —preguntó Planchet con aire burlón.