Por su parte, de vez en cuando, los sitiadores cogían mensajeros que los rochelleses enviaban a Buckingham, o espías que Buckingham enviaba a los rochelleses. En uno y otro caso el proceso se hacía deprisa. El señor cardenal decía esta sola palabra: ¡Colgadlo! Se invitaba al rey a ver el ahorcamiento. El rey venía lánguidamente, se ponía en primera fila para ver la operación en todos sus detalles: esto le distraía siempre algo y le hacía tomar el asedio con paciencia, pero no le impedía aburrirse mucho ni hablar en todo momento de volver a París, de suerte que, si hubieran faltado mensajeros y espías, Su Eminencia, a pesar de toda su imaginación, se habría encontrado en muchos apuros.
No obstante el paso del tiempo, los rochelleses no se rendían: el último espía que se había cogido era portador de una carta. Esta carta decía a Buckingham que la ciudad estaba en las últimas; pero en lugar de añadir: «Si vuestro socorro no llega antes de quince días, nos rendiremos», añadía siempre: «Si vuestro socorro no llega antes de quince días, habremos muerto todos de hambre cuando llegue».
Los rochelleses no tenían, pues, esperanza más que en Buckingham. Buckingham era su Mesías. Era evidente que si un día se enteraban con certeza de que no había que contar ya con Buckingham, con la esperanza caería su valor.
El cardenal esperaba, por tanto, con gran impaciencia las nuevas de Inglaterra que debían anunciar que Buckingham no vendría.
El tema de apoderarse de la ciudad a viva fuerza, debatido con frecuencia en el consejo real, había sido descartado siempre; en primer lugar, La Rochelle parecía inconquistable, pues el cardenal, dijera lo que dijera, sabía de sobra que el horror de la sangre derramada en este encuentro, en que franceses debían combatir contra franceses, era un movimiento retrógrado de sesenta años impreso en la política, y el cardenal era en aquella época lo que hoy se denomina un hombre de progreso. En efecto, el saco de La Rochelle, el asesinato de tres mil o cuatro mil hugonotes que se habrían hecho matar se parecía demasiado, en 1628, a la matanza de San Bartolomé en 1572
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; y, además, por encima de todo esto, este medio extremo, que nada repugnaba al rey, buen católico, venía a estrellarse siempre contra este argumento de los generales sitiadores: La Rochelle era inconquistable de otro modo que por el hambre.
El cardenal no podía apartar de su espíritu el temor en que le arrojaba su terrible emisaria, porque también él había comprendido las proposiciones extrañas de esta mujer, tan pronto serpiente como león. ¿Lo había traicionado? ¿Estaba muerta? En cualquier caso la conocía lo bastante como para saber que actuando a su favor o contra él, amiga o enemiga, ella no permanecía inmóvil sin grandes impedimentos. Esto era lo que no podía saber.
Por lo demás, contaba, y con razón, con Milady: había adivinado en el pasado de esta mujer esas cosas terribles que sólo su capa roja podía cubrir; y sentía que por una causa o por otra, esta mujer le era adicta, al no poder encontrar sino en él un apoyo superior al peligro que la amenazaba.
Resolvió, por tanto, hacer la guerra completamente solo y no esperar cualquier éxito extraño más que como se espera una suerte afortunada. Continuó haciendo elevar el famoso dique que debía hacer padecer hambre a La Rochelle; mientras tanto, puso los ojos sobre aquella desgraciada ciudad que encerraba tanta miseria profunda y tantas virtudes heroicas y, acordándose de la frase de Luis XI, su predecesor político como él era predecesor de Robespierre, murmuró esta máxima del compadre de Tristán: «Dividir para reinar».
Enrique IV, al asediar París, hacía arrojar por encima de las murallas pan y víveres; el cardenal hizo arrojar pequeños billetes en los que manifestaba a los rochelleses cuán injusta, egoísta y bárbara era la conducta de sus jefes; estos jefes tenían trigo en abundancia, y no lo compartían; adoptaban la máxima, porque también ellos tenían máximas, de que poco importaba que las mujeres, los niños y los viejos muriesen, con tal que los hombres que debían defender sus murallas siguiesen fuertes y con buena salud. Hasta entonces, bien por adhesión, bien por impotencia para reaccionar contra ella, esta máxima, sin ser generalmente adoptada, pasaba, sin embargo, de la teoría a la práctica; pero los billetes vinieron a atentar contra ella. Los billetes recordaban a los hombres que aquellos hijos, aquellas mujeres, aquellos viejos a los que se dejaba morir eran sus hijos, sus esposas y sus padres; que sería más justo que todos fueran reducidos a la miseria común, a fin de que una misma posición hiciera adoptar resoluciones unánimes.
Estos billetes causaron todo el efecto que podía esperar quien los había escrito, dado que decidieron a un gran número de habitantes e iniciar negociaciones particulares con el ejército real.
Pero en el momento en que el cardenal veía fructificar ya su medio y se aplaudía por haberlo puesto en práctica, un habitante de La Rochelle, que había podido pasar a través de las líneas reales, Dios sabe cómo, pues tanta era la vigilancia de Bossompierre, de Schomberg y del duque de Angulema, vigilados ellos mismos por el cardenal, un habitante de La Rochelle, decíamos, entró en la ciudad procedente de Porstmouth y diciendo que había visto una flota magnífica dispuesta a hacerse a la vela antes de ocho días. Además, Buckingham anunciaba al alcalde que por fin iba a declararse la gran lucha contra Francia, y que el reino iba a ser invadido a la vez por los ejércitos ingleses, imperiales y españoles. Esta carta fue leída públicamente en todas las plazas, se pegaron copias en las esquinas de las calles y los mismos que habían comenzado a iniciar las negociaciones las interrumpieron, resueltos a esperar este socorro tan pomposamente anunciado.
Esta circunstancia inesperada devolvió a Richelieu sus inquietudes primeras, y lo forzó a pesar suyo a volver nuevamente los ojos hacia el otro lado del mar.
Durante este tiempo, libre de las inquietudes de su único y verdadero jefe, el ejército real llevaba una existencia alegre; los víveres no faltaban en el campamento, ni tampoco el dinero; todos los cuerpos rivalizaban en audacia y alegría. Coger espías y colgarlos, hacer expediciones audaces sobre el dique o por el mar, imaginar locuras, ponerlas en práctica, tal era el pasatiempo que hacía encontrar cortos al ejército aquellos días tan largos no sólo para los rochelleses roídos por el hambre y la ansiedad, sino incluso por el cardenal que los bloqueaba con tanto ardor.
A veces, cuando el cardenal, siempre cabalgando como el último gendarme del ejército, paseaba su mirada pensativa sobre las obras, tan lentas a gusto de su deseo, que alzaban por orden suya los ingenieros que había hecho venir de todos los rincones de Francia, encontraba algún mosquetero de la compañía de Tréville, se acercaba a él, lo miraba de forma singular y al no reconocerlo por uno de nuestros compañeros, dejaba ir hacia otra parte su mirada profunda y su vasto pensamiento.
Cierto día en que, roído por un hastío mortal, sin esperanza en las negociaciones con la ciudad, sin nuevas de Inglaterra, el cardenal había salido sin más objeto que salir, acompañado solamente de Cahusac y de La Houdinière, costeando las playas arenosas y mezclando la inmensidad de sus sueños a la inmensidad del océano, llegó al paso de su caballo a una colina desde cuya altura percibió detrás de un seto, tumbados sobre la arena y tomando de paso uno de esos rayos de sol tan raros en esa época del año, a siete hombres rodeados de botellas vacías. Cuatro de esos hombres eran nuestros mosqueteros disponiéndose a escuchar la lectura de una carta que uno de ellos acababa de recibir. Esta carta era tan importante que había hecho abandonar sobre un tambor cartas y dados.
Los otros tres se ocupaban en destapar una damajuana de vino de Collioure; eran los lacayos de aquellos señores.
Como hemos dicho, el cardenal estaba de sombrío humor, y nada, cuando se encontraba en esa situación de espíritu, redoblaba tanto su desabrimiento como la alegría de los demás. Por otro lado, tenía una preocupación extraña: era creer que las causas mismas de su tristeza excitaban la alegría de los extraños. Haciendo seña a La Houdinière y a Cahusac de detenerse, descendió de su caballo y se aproximó a aquellos reidores sospechosos, esperando que con la ayuda de la arena que apagaba sus pasos, y del seto que ocultaba su marcha, podría oír algunas palabras de aquella conversación que tan interesante parecía; a diez pasos del seto solamente reconoció el parloteo gascón de D’Artagnan, y como ya sabía que aquellos hombres eran mosqueteros, no dudó que los otros tres fueran aquellos que llamaban los inseparables, es decir, Athos, Porthos y Aramis.
Júzguese si su deseo de oír la conversación aumentó con este descubrimiento; sus ojos adoptaron una expresión extraña, y con paso de ocelote avanzó hacia el seto; pero aún no había podido coger más que sílabas vagas y sin ningún sentido positivo cuando un grito sonoro y breve lo hizo estremecerse y atrajo la atención de los mosqueteros.
—¡Oficial! —gritó Grimaud.
—Habláis en mi opinión de forma rara —dijo Athos alzándose sobre un codo y fascinando a Grimaud con su mirada resplandeciente.
Por eso Grimaud no añadió ni una palabra, contentándose con tener el dedo índice en la dirección del seto y denunciando con este gesto al cardenal y a su escolta.
De un solo salto los cuatro mosqueteros estuvieron en pie y saludaron con respeto.
El cardenal parecía furioso.
—Parece que los señores mosqueteros se hacen cuidar —dijo—. ¿Acaso vienen los ingleses por tierra? ¿O no será que los mosqueteros se consideran oficiales superiores?
—Monseñor —respondió Athos, porque en medio del terror general sólo él había conservado aquella calma y aquella sangre fría de gran señor que no lo abandonaban nunca—, Monseñor, los mosqueteros, cuando no están de servicio o cuando su servicio ha terminado, beben y juegan a los dados, y son oficiales muy superiores para sus lacayos.
—¡Lacayos! —masculló el cardenal—. Lacayos que tienen la orden de advertir a sus amos cuando pasa alguien no son lacayos, son centinelas.
—Su Eminencia ve, sin embargo, que si no hubiéramos tomado esta precaución, nos habríamos expuesto a dejarle pasar sin presentarle nuestros respetos y ofrecerle nuestra gratitud por la gracia que nos ha hecho de reunirnos. D’Artagnan —continuó Athos—, vos que hace un momento pedíais esta ocasión de expresar vuestra gratitud a Monseñor, hela aquí, aprovechadla.
Estas palabras fueron pronunciadas con aquella flema imperturbable que distinguía a Athos en las horas de peligro, y con aquella excesiva cortesía que hacía de él en ciertos momentos un rey más majestuoso que los reyes de nacimiento.
D’Artagnan se acercó y balbuceó algunas palabras de gratitud, que pronto expiraron bajo la mirada ensombrecida del cardenal.
—No importa, señores —continuó el cardenal, al parecer por nada del mundo apartado de su intención primera por el incidente que Athos había suscitado—; no importa, señores, no me gusta que simples soldados, porque tienen la ventaja de servir en un cuerpo privilegiado, hagan de esta forma los grandes señores, y la disciplina es la misma para ellos que para todo el mundo.
Athos dejó al cardenal acabar completamente su frase e, inclinándose en señal de asentimiento, replicó a su vez:
—La disciplina, Monseñor, no ha sido olvidada por nosotros de ninguna manera, eso espero al menos. No estamos de servicio y hemos creído que al no estar de servicio podíamos disponer de nuestro tiempo como bien nos pareciera. Si somos lo bastante afortunados para que Su Eminencia tenga alguna orden particular que darnos, estamos dispuestos a obedecerle. Monseñor ve —continuó Athos frunciendo el ceño porque aquella especie de interrogatorio comenzaba a impacientarlo— que, para estar dispuestos a la menor alerta, hemos salido con nuestras armas.
Y señaló con el dedo al cardenal los cuatro mosquetes en haz junto al tambor sobre el que estaban las cartas y los dados.
—Tenga a bien Vuestra Eminencia creer —añadió D’Artagnan— que nos habríamos dirigido a su encuentro si hubiéramos podido suponer que era ella la que venía hacia nosotros con tan pequeña compañía.
El cardenal se mordió los mostachos y un poco los labios.
—¿Sabéis de qué tenéis aire, siempre juntos, como aquí ahora, armados como estáis, y guardados por vuestros lacayos? —dijo el cardenal—. Tenéis aire de cuatro conspiradores.
—¡Oh! En cuanto a eso, Monseñor, es cierto —dijo Athos—, y nosotros conspiramos, como Vuestra Eminencia pudo ver la otra mañana, sólo que contra los rochelleses.
—¡Vaya con los señores políticos! —prosiguió el cardenal frunciendo a su vez el ceño—. Quizá se encontraría en vuestros cerebros el secreto de muchas cosas que son ignoradas si se pudiera leer en ellos como leéis en esa cama que habéis ocultado cuando me habéis visto venir.
El rubor subió al rostro de Athos, que dio un paso hacia Su Eminencia.
—Se diría que sospecháis de nosotros verdaderamente, Monseñor, y que estamos sufriendo un auténtico interrogatorio; si es así, dígnese Vuestra Eminencia explicarse, y por lo menos sabremos a qué atenernos.
—Y aunque esto fuera un interrogatorio —replicó el cardenal—, otros distintos a vosotros los han sufrido, señor Athos, y han respondido.
—Por eso, Monseñor, he dicho a Vuestra Eminencia que no tenía más que preguntar, y que nosotros estábamos prestos para responder.
—¿De quién era esa carta que ibais a leer, señor Aramis, y que vos habéis ocultado?
—Una carta de mujer, Monseñor.
—¡Oh! Lo supongo —dijo el cardenal—; hay que ser discreto para esa clase de cartas; sin embargo, se pueden mostrar a un confesor; como sabéis, he recibido las órdenes.
—Monseñor —dijo Athos con una calma tanto más terrible cuanto que se jugaba la cabeza al dar esta respuesta—, la carta es de una mujer, pero no está firmada ni Marion de Lorme, ni señorita D’Aiguillon.
El cardenal se volvió pálido como la muerte, un destello leonado salió de sus ojos; se volvió como para dar una orden a Cahusac y a La Houdiniére. Athos vio el movimiento: dio un paso hacia los mosqueteros, sobre los que los tres amigos tenían fijos los ojos como hombres poco dispuestos a dejarse detener. Con el cardenal eran tres; los mosqueteros, comprendidos los lacayos, eran siete; juzgó que la partida sería muy desigual, que Athos y sus compañeros conspiraban realmente; y mediante uno de esos giros rápidos que siempre tenía a su disposición, toda su cólera se fundió en una sonrisa.