Estas cuatro virtudes disputaron largo tiempo el premio, y dieron lugar a magníficos discursos, que no referiremos aquí por miedo a que resulten largos.
—Por desgracia —dijo Athos—, será preciso que aquel a quien se envíe posea por sí solo las cuatro cualidades juntas.
—Pero ¿dónde encontrar un lacayo semejante?
—¡Inencontrable! —dijo Athos—. Lo sé bien: tomad, pues, a Grimaud.
—Tomad a Mosquetón.
—Tomad a Bazin.
—Tomad a Planchet; Planchet es bravo y diestro; ahí tenéis ya dos de las cuatro cualidades.
—Señores —dijo Aramis—, lo principal no es saber cuál de nuestros cuatro lacayos es el más discreto, el más fuerte, el más diestro o el más bravo; lo principal es saber cuál ama más el dinero.
—Lo que Aramis dice está lleno de sensatez —prosiguió Athos—; hay que especular sobre los defectos de las personas y no sobre sus virtudes; señor abate, ¡sois un gran moralista!
—Indudablemente —replicó Aramis—; porque no sólo necesitamos estar bien servidos para triunfar, sino incluso para no fracasar; porque en caso de fracaso, está en juego la cabeza, no de los lacayos…
—¡Más bajo, Aramis! —dijo Athos.
—Exacto, no de los lacayos —prosiguió Aramis—, sino del amo, e incluso de los amos. ¿Nos son bastante adictos nuestros lacayos para arriesgar su vida por nosotros? No.
—¡A fe —dijo D’Artagnan— que respondería casi de Planchet!
—¡Pues bien, querido amigo! Añadid a su adhesión natural una buena suma que le proporcione algún desahogo, y entonces, en lugar de responder por él una vez, responderéis dos.
—¡Buen Dios! Os equivocaréis de todos modos —dijo Athos, que era optimista cuando se trataba de las cosas, y pesimista cuando se trataba de los hombres—. Prometerán todo para tener el dinero, y en camino el miedo los impedirá actuar. Una vez cogidos, los encerrarán; y encerrados confesarán. ¡Qué diablo! ¡No somos niños! Para ir a Inglaterra —Athos bajó la voz—, hay que atravesar toda Francia, sembrada de espías y de criaturas del cardenal; se necesita un pase para embarcarse; hay que saber inglés para preguntar el camino a Londres. Ya veis que la cosa me parece muy difícil.
—Nada de eso —dijo D’Artagnan que estaba empeñado en que la cosa se realizase—; yo, por el contrario, la veo fácil. ¡No hay ni que decir, por supuesto, que si se escribe a lord de Winter los horrores del cardenal…!
—¡Más bajo! —dijo Athos.
—Las intrigas y los secretos de Estado —continuó D’Artagnan haciendo caso a la recomendación— no hay ni que decir que ¡todos nosotros seremos enrodados vivos!; pero, por Dios, no olvidéis, como vos mismo habéis dicho, Athos, que le escribimos por un asunto de familia; que le escribimos con el único fin de que ponga a Milady, desde su llegada a Londres, en la imposibilidad de perjudicarnos. Le escribiré, por tanto, una carta poco más o menos en estos términos:
—Veamos —dijo Aramis, adoptando de antemano un semblante de crítico.
—«Señor y querido amigo…».
—Vaya, pues sí; querido amigo a un inglés —interrumpió Athos—; buen comienzo, ¡bravo!, D’Artagnan. Sólo que con esa palabra seréis descuartizado en lugar de enrodado vivo.
—Bueno, de acuerdo, entonces diré señor a secas.
—Podéis decir incluso milord —prosiguió Athos, que se empeñaba en las conveniencias.
—«Milord, ¿os acordáis del pequeño cercado de cabras del Luxemburgo?».
—¡Vaya! ¡Ahora el Luxemburgo! Creerá que es una alusión a la reina madre
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. ¡Eso sí que es ingenioso! —dijo Athos.
—Pues entonces pondremos simplemente: «Milord, ¿os acordáis de un pequeño cercado en el que se os salvó la vida?».
—Mi querido D’Artagnan —dijo Athos—, no seréis nunca otra cosa que un mal redactor: «¡En que se os salvó la vida!». ¡Quita de ahí! Eso no es digno. A un hombre galante no se le recuerdan esos servicios. Beneficio reprochado, ofensa hecha.
—¡Ah amigo mío! —dijo D’Artagnan—. Sois insoportable, y si hay que escribir bajo vuestra censura, a fe que renuncio.
—Y hacéis bien. Manejad el mosquete y la espada, querido, practicáis hábilmente los dos ejercicios, pero pasad la pluma al señor abate, esto le concierne.
—¡Ah sí por cierto —dijo Porthos—, pasad la pluma a Aramis, que escribe tesis en latín!
—Pues bien, sea —dijo D’Artagnan—, redactadnos esa nota, Aramis, pero ¡por San Pedro!, hacedlo con cautela, porque os aviso que yo también os espulgaré.
—No pido otra cosa —dijo Aramis con esa ingenua confianza que todo poeta tiene en sí mismo—; pero que me pongan al corriente; por aquí y por allá he oído decir que esa cuñada era una bribona, yo mismo he tenido pruebas de ello al escuchar su conversación con el cardenal.
—¡Más bajo, pardiez! —dijo Athos.
—Mas se me escapan los detalles —continuó Aramis.
—Y a mí también —dijo Porthos.
D’Artagnan y Athos se miraron algún tiempo en silencio. Por fin Athos, tras haberse recogido y poniéndose aún más pálido de lo que era por costumbre, hizo un signo de asentimiento; D’Artagnan comprendió que podía hablar.
—¡Pues bien! Esto es lo que tengo que decir —prosiguió D’Artagnan—: «Milord, vuestra cuñada es una criminal, que quiso haceros matar para heredaros. Además, no podía desposar a vuestro hermano, por estar ya casada en Francia y por haber sido…».
D’Artagnan se detuvo como si buscase la palabra, mirando a Athos.
—Repudiada por su marido —dijo Athos.
—Por haber sido marcada —continuó D’Artagnan.
—¡Bah! —exclamó Porthos—. ¡Imposible! ¿Ha querido hacer matar a su cuñado?
—Sí.
—¿Estaba casada? —preguntó Aramis.
—Sí.
—¿Y su marido se dio cuenta de que tenía una flor de lis en el hombro? —exclamó Porthos.
—Sí.
Estos tres síes fueron dichos por Athos con una entonación más sombría cada vez.
—¿Y quién ha visto esa flor de lis? —preguntó Aramis.
—D’Artagnan y yo, o mejor, para observar el orden cronológico, yo y D’Artagnan —respondió Athos.
—¿Y el marido de esa horrible criatura vive aún? —dijo Aramis.
—Aún vive.
—¿Estáis seguro?
—Lo estoy.
Hubo un instante de frío silencio durante el que cada cual se sintió impresionado según su naturaleza.
—Esta vez —prosiguió Athos interrumpiendo el primero el silencio—, D’Artagnan nos ha dado un programa excelente, y eso es lo primero que hay que escribir.
—¡Diablos! Tenéis razón, Athos —prosiguió Aramis—, y la redacción es espinosa. El mismo señor canciller se vería en apuros para redactar una epístola de esa fuerza, y sin embargo, el señor canciller redacta muy tranquilamente un atestado. ¡No importa, callaos, escribo!
En efecto, Aramis cogió la pluma, reflexionó algunos instantes, se puso a escribir ocho o diez líneas de una encantadora y diminuta escritura de mujer, y luego, con voz dulce y lenta, como si cada palabra hubiera sido sopesada escrupulosamente, leyó lo que sigue:
Milord:
La persona que os escribe estas pocas líneas ha tenido el honor de cruzar la espada con vos en un pequeño cercado de la calle d’Enfer. Como luego tuvisteis a bien declararos varias veces amigo de esta persona, ésta os debe agradecer esa amistad con un buen aviso. Dos veces habéis estado a punto de ser víctima de un pariente próximo a quien creéis vuestro heredero, porque ignoráis que antes de contraer matrimonio en Inglaterra estaba ya casada en Francia. Pero la tercera vez que es ésta, podéis sucumbir a ella. Vuestro pariente ha partido de La Rochelle para Inglaterra durante la noche. Vigilad su llegada, porque tiene grandes y terribles proyectos. Si queréis saber absolutamente de lo que es capaz, leed su pasado en su hombro izquierdo.
—¡Bien! A las mil maravillas —dijo Athos—, y tenéis pluma de secretario de Estado, mi querido Aramis. Ahora lord de Winter estará ojo avizor, si el aviso le llega; y aunque caiga en manos de Su Eminencia misma, no podríamos quedar comprometidos. Mas como el criado que partirá podría hacernos creer que ha estado en Londres y detenerse en Chátellerault, démosle sólo con la carta la mitad de la suma, prometiéndole la otra mitad a cambio de la respuesta. ¿Tenéis el diamante? —continuó Athos.
—Tengo algo mejor que eso, tengo el dinero.
Y D’Artagnan arrojó la bolsa sobre la mesa: al sonido del oro, Aramis alzó los ojos. Porthos se estremeció; en cuanto a Athos, permaneció impasible.
—¿Cuánto hay en esa pequeña bolsa? —dijo.
—Siete mil libras en luises de doce francos.
—¡Siete mil libras! —exclamó Porthos—. ¿Ese mal diamantucho valía siete mil libras?
—Eso parece —dijo Athos—, porque aquí están; no creo que nuestro amigo D’Artagnan haya puesto de lo suyo.
—Pero señores —dijo D’Artagnan—, en todo esto no pensamos en la reina. Cuidemos algo la salud de su querido Buckingham. Es lo menos que le debemos.
—Es justo —dijo Athos—, pero eso concierne a Aramis.
—¡Bien! —respondió éste ruborizándose—. ¿Qué tengo que hacer?
—Es muy sencillo —replicó Athos—, redactar una segunda carta para esa persona hábil que vive en Tours.
Aramis volvió a tomar la pluma, se puso a reflexionar de nuevo y escribió las siguientes líneas, que sometió al instante mismo a la aprobación de sus amigos:
«Mi querida prima…».
—Vaya —dijo Athos—, ¿esa persona hábil es pariente vuestra?
—Prima hermana —dijo Aramis.
—¡Vaya entonces por prima!
Aramis continuó:
Mi querida prima, Su Eminencia el cardenal, a quien Dios conserve para felicidad de Francia y confusión de los enemigos del reino, está a punto de acabar con los rebeldes heréticos de La Rochelle: es probable que el socorro de la flota inglesa no llegue siquiera a la vista de la plaza; me atrevería a decir incluso que estoy seguro de que el señor de Buckingham se verá impedido de partir por algún gran acontecimiento. Su Eminencia es el político más ilustre de los tiempos pasados, del tiempo presente y probablemente de los tiempos futuros. Apagaría el sol si el sol le molestara. Dad estas felices nuevas a vuestra hermana, querida prima. He soñado que ese maldito inglés era matado. No puedo recordar si lo era por el hierro o por el veneno; sólo estoy segura de que he soñado que era matado, y, ya lo sabéis, mis sueños no me engañan jamás. Estad segura, por tanto, de que pronto me veréis volver.
—¡De maravilla! —exclamó Athos—. Sois el rey de los poetas; mi querido Aramis, habláis como el Apocalipsis y sois verdadero como el Evangelio. Ahora no os queda más que poner las señas en esa carta.
—Es muy fácil —dijo Aramis.
Y plegó coquetamente la carta, la volvió y escribió:
«A mademoiselle Marie Michon, costurera de Tours».
Los tres amigos se miraron riendo: estaban prendados.
—Ahora —dijo Aramis— comprenderéis, señores, que sólo Bazin puede llevar esta carta a Tours; mi prima sólo conoce a Bazin y no tiene confianza más que en él: cualquier otro haría fracasar el asunto. Además, Bazin es ambicioso y sabio; Bazin ha leído la historia, señores, sabe que Sixto V se convirtió en Papa tras haber guardado puercos. Pues bien, como cuenta con entrar en la iglesia al tiempo que yo, no desespera convertirse él también en Papa o al menos en cardenal: comprenderéis que un hombre que tiene semejantes miras no se dejará prender o, si es prendido, sufrirá el martirio antes que hablar.
—Bien, bien —dijo D’Artagnan—, os concedo de buena gana a Bazin; pero concededme a mí a Planchet: Milady lo hizo poner en la calle cierto día a fuerza de bastonazos; ahora bien, Planchet tiene buena memoria y, os respondo de ello, si puede suponer una venganza posible, antes se dejará romper la crisma que renunciar a ella. Si vuestros asuntos en Tours son vuestros asuntos, Aramis, los de Londres son los míos. Ruego por tanto que se escoja a Planchet, quien además ya ha estado en Londres conmigo y sabe decir muy correctamente:
London, sir, if you please
y
my master lord D’Artagnan
; con esto, estad tranquilos, hará su camino de ida y vuelta.
—En ese caso —dijo Athos—, es preciso que Planchet reciba setecientas libras para ir y setecientas libras para volver, y Bazin, trescientas libras para ir y trescientas para volver; esto reducirá la suma a cinco mil libras; nosotros cogeremos mil libras cada uno para emplearlas como bien nos parezca, y dejaremos un fondo de mil libras que guardará el abate para los casos extraordinarios o para las necesidades comunes. ¿Estáis de acuerdo?
—Mi querido Athos —dijo Aramis—, habláis como Néstor, que era, como todos sabemos, el más sabio de los griegos.
—Pues bien, todo resuelto —prosiguió Athos—: Planchet y Bazin partirán; en última instancia, no me molesta conservar a Grimaud; está acostumbrado a mis modales, y me quedo con él, el día de ayer ha debido baldarle, y ese viaje lo perdería.
Se hizo venir a Planchet y se le dieron las instrucciones; ya había sido prevenido por D’Artagnan, que de primeras le había anunciado la gloria, luego el dinero, después el peligro.
—Llevaré la carta en la bocamanga de mi traje —dijo Planchet—, y la tragaré si me prenden.
—Pero entonces no podrás hacer el encargo —dijo D’Artagnan.
—Esta noche me daréis una copia, que mañana sabré de memoria.
—¡Y bien! ¿Qué os había dicho?
—Ahora —continuó dirigiéndose a Planchet— tienes ocho días para llegar junto a lord de Winter, tienes otros ocho para volver aquí; en total, dieciséis días; si al dieciseisavo día de tu partida, a las ocho de la tarde, no has llegado, nada de dinero, aunque sean las ocho y cinco minutos.
—Entonces, señor —dijo Planchet—, compradme un reloj.
—Toma éste —dijo Athos, dándole el suyo con una generosidad despreocupada— y sé un valiente muchacho. Piensa que si hablas, te vas de la lengua y callejeas haces cortar el cuello a tu amo, que tiene tanta confianza en tu fidelidad que nos ha respondido de ti. Pero piensa también que si por tu culpa le ocurre alguna desgracia a D’Artagnan, te encontraré donde sea y será para abrirte el vientre.
—¡Oh señor! —dijo Planchet, humillado por la sospecha y asustado sobre todo por el aire tranquilo del mosquetero.
—Y yo —dijo Porthos haciendo girar sus grandes ojos—, piensa que te desuello vivo.
—¡Ay, señor!
—Y yo —continuó Aramis con su voz dulce y melodiosa—, piensa que te quemo a fuego lento como un salvaje.
—¡Ah, señor!