—¿Por qué esa pregunta, querido huésped? —preguntó D’Artagnan—. ¿Es que contáis con esperarme?
—No, es que desde mi arresto y el robo que han cometido en mi casa, me asusto cada vez que oigo abrir una puerta, y sobre todo por la noche. ¡Maldita sea! ¿Qué queréis? Yo no soy un hombre de espada.
—¡Bueno! No os asustéis si regreso a la una, a las dos o a las tres de la mañana; y si no regreso, tampoco os asustéis.
Aquella vez Bonacieux se quedó tan pálido que D’Artagnan no pudo dejar de darse cuenta, y le preguntó qué tenía.
—Nada —respondió Bonacieux—, nada. Desde estas desgracias, estoy sujeto a desmayos que se apoderan de mí de pronto, y acabo de sentir pasar por mí un estremecimiento. No le hagáis caso, vos no tenéis más que ocuparos de ser feliz.
—Entonces tengo ocupación, porque lo soy.
—No todavía, esperar entonces, vos mismo lo habéis dicho: esta noche.
—¡Bueno, esta noche llegará, a Dios gracias! Y quizá la estéis esperando vos con tanta impaciencia como yo. Quizá esta noche la señora Bonacieux visite el domicilio conyugal.
—La señora Bonacieux no está libre esta noche —respondió con tono grave el marido—; está retenida en el Louvre por su servicio.
—Tanto peor para vos, mi querido huésped, tanto peor; cuando soy feliz quisiera que todo el mundo lo fuese; pero parece que no es posible.
Y el joven se alejó riéndose a carcajadas que sólo él, eso pensaba, podía comprender.
—¡Divertíos mucho! —respondió Bonacieux con un acento sepulcral.
Pero D’Artagnan estaba ya demasiado lejos para oírlo y, aunque lo hubiera oído, en la disposición de ánimo en que estaba, no lo hubiera ciertamente notado.
Se dirigió hacia el palacio del señor de Tréville; su visita de la víspera había sido como se recordará, muy corta y muy poco explicativa.
Encontró al señor de Tréville con la alegría en el alma. El rey y la reina habían estado encantadores con él en el baile. Cierto que el cardenal había estado perfectamente desagradable.
A la una de la mañana se había retirado so pretexto de que estaba indispuesto. En cuanto a Sus Majestades, no habían vuelto al Louvre hasta las seis de la mañana.
—Ahora —dijo el señor de Tréville bajando la voz e interrogando con la mirada a todos los ángulos de la habitación para ver si estaban completamente solos—, ahora hablemos de vos, joven amigo, porque es evidente que vuestro feliz retorno tiene algo que ver con la alegría del rey, con el triunfo de la reina y con la humillación de su Eminencia. Se trata de protegeros.
—¿Qué he de temer —respondió D’Artagnan— mientras tenga la dicha de gozar del favor de Sus Majestades?
—Todo, creedme. El cardenal no es hombre que olvide una mistificación mientras no haya saldado sus cuentas con el mistificador, y el mistificador me parece ser cierto gascón de mi conocimiento.
—¿Creéis que el cardenal esté tan adelantado como vos y sepa que soy yo quien ha estado en Londres?
—¡Diablos! ¿Habéis estado en Londres? ¿De Londres es de donde habéis traído ese hermoso diamante que brilla en vuestro dedo? Tened cuidado, mi querido D’Artagnan, no hay peor cosa que el presente de un enemigo. ¿No hay sobre esto cierto verso latino?… Esperad…
—Sí, sin duda —prosiguió D’Artagnan, que nunca había podido meterse la primera regla de los rudimentos en la cabeza y que, por ignorancia, había provocado la desesperación de su preceptor—; sí, sin duda, debe haber uno.
—Hay uno, desde luego —dijo el señor de Tréville, que tenía cierta capa de letras— y el señor de Benserade me lo citaba el otro día… Esperad, pues… Ah, ya está:
Timeo Danaos et dona ferentes.
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Lo cual quiere decir: «Desconfiad del enemigo que os hace presentes».
—Ese diamante no proviene de un enemigo, señor —repuso D’Artagnan—, proviene de la reina.
—¡De la reina! ¡Oh, oh! —dijo el señor de Tréville—. Efectivamente es una auténtica joya real, que vale mil pistolas por lo menos. ¿Por quién os ha hecho dar este regalo?
—Me lo ha entregado ella misma.
—Y eso, ¿dónde?
—En el gabinete contiguo a la habitación en que se cambió de tocado.
—¿Cómo?
—Dándome su mano a besar.
—¡Habéis besado la mano de la reina! —exclamó el señor de Tréville mirando a D’Artagnan.
—¡Su Majestad me ha hecho el honor de concederme esa gracia!
—Y eso, ¿en presencia de testigos? Imprudente, tres veces imprudente.
—No, señor, tranquilizaos, nadie lo vio —repuso D’Artagnan. Y le contó al señor de Tréville cómo habían ocurrido las cosas.
—¡Oh, las mujeres, las mujeres! —exclamó el viejo soldado—. Las reconozco en su imaginación novelesca; todo lo que huele a misterio les encanta; así que vos habéis visto el brazo, eso es todo; os encontraríais con la reina y no la reconoceríais; ella os encontraría y no sabría quién sois vos.
—No, pero gracias a este diamante… —repuso el joven.
—Escuchad —dijo el señor de Tréville—. ¿Queréis que os dé un consejo, un buen consejo, un consejo de amigo?
—Me haréis un honor, señor —dijo D’Artagnan.
—Pues bien, id al primer orfebre que encontréis y vendedle ese diamante por el precio que os dé; por judío que sea, siempre encontraréis ochocientas pistolas. Las pistolas no tienen nombre, joven, y ese anillo tiene uno terrible, y que puede traicionar a quien lo lleve.
—¡Vender este anillo! ¡Un anillo que viene de mi soberana! ¡Jamás! —dijo D’Artagnan.
—Entonces volved el engaste hacia dentro, pobre loco, porque es de todos sabido que un cadete de Gascuña no encuentra joyas semejantes en el escriño de su madre.
—¿Pensáis, pues, que tengo algo que temer? —preguntó D’Artagnan.
—Equivale a decir, joven, que quien se duerme sobre una mina cuya mecha está encendida debe considerarse a salvo en comparación con vos.
—¡Diablo! —dijo D’Artagnan, a quien el tono de seguridad del señor de Tréville comenzaba a inquietar—. ¡Diablo! ¿Qué debo hacer?
—Estar vigilante siempre y ante cualquier cosa. El cardenal tiene la memoria tenaz y la mano larga; creedme, os jugará una mala pasada.
—Pero ¿cuál?
—¿Y qué sé yo? ¿No tiene acaso a su servicio todas las trampas del demonio? Lo menos que puede pasaros es que se os arreste.
—¡Cómo! ¿Se atreverían a arrestar a un hombre al servicio de Su Majestad?
—¡Pardiez! Mucho les ha preocupado con Athos. En cualquier caso, joven, creed a un hombre que está hace treinta años en la corte; no os durmáis en vuestra seguridad, estaréis perdido. Al contrario, y soy yo quien os lo digo, ved enemigos por todas partes. Si alguien os busca pelea, evitadla, aunque sea un niño de diez años el que la busca; si os atacan de noche o de día, batíos en retirada y sin vergüenza; si cruzáis un puente, tantead las planchas, no vaya a ser que una os falte bajo el pie; si pasáis ante una casa que están construyendo, mirad al aire, no vaya a ser que una piedra os caiga encima de la cabeza; si volvéis a casa tarde, haceos seguir por vuestro criado, y que vuestro criado esté armado, si es que estáis seguro de vuestro criado. Desconfiad de todo el mundo, de vuestro amigo, de vuestro hermano, de vuestra amante, de vuestra amante sobre todo.
D’Artagnan enrojeció.
—De mi amante —repitió él maquinalmente—. ¿Y por qué más de ella que de cualquier otro?
—Es que la amante es uno de los medios favoritos del cardenal; no lo hay más expeditivo: una mujer os vende por diez pistolas, testigo Dalila
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. ¿Conocéis las Escrituras, no?
D’Artagnan pensó en la cita que le había dado la señora Bonacieux para aquella misma noche; pero debemos decir, en elogio de nuestro héroe, que la mala opinión que el señor de Tréville tenía de las mujeres en general, no le inspiró la más ligera sospecha contra su preciosa huésped.
—Pero, a propósito —prosiguió el señor de Tréville—. ¿Qué ha sido de vuestros tres compañeros?
—Iba a preguntaros si vos habíais sabido alguna noticia.
—Ninguna, señor.
—Pues bien yo los dejé en mi camino: a Porthos en Chantilly, con un duelo entre las manos; a Aramis en Crévocoeur, con una bala en el hombro, y a Athos en Amiens, con una acusación de falso monedero encima.
—¡Lo veis! —dijo el señor de Tréville—. Y vos, ¿cómo habéis escapado?
—Por milagro, señor, debo decirlo, con una estocada en el pecho y clavando al señor conde de Wardes en el dorso de la ruta de Calais como a una mariposa en una tapicería.
—¡Lo veis todavía! De Wardes, un hombre del cardenal, un primo de Rochefort. Mirad, amigo mío, se me ocurre una idea.
—Decid, señor.
—En vuestro lugar, yo haría una cosa.
—¿Cuál?
—Mientras Su Eminencia me hace buscar en París, yo, sin tambor ni trompeta, tomaría la ruta de Picardía, y me iría a saber noticias de mis tres compañeros. ¡Qué diablo! Bien merecen ese pequeño detalle por vuestra parte.
—El consejo es bueno, señor, y mañana partiré.
—¡Mañana! ¿Y por qué no esta noche?
—Esta noche, señor, estoy retenido en París por un asunto indispensable.
—¡Ah, joven, joven! ¿Algún amorcillo? Tened cuidado, os lo repito; fue la mujer la que nos perdió a todos nosotros, y la que nos perderá aún a todos nosotros. Creedme, partid esta noche.
—¡Imposible, señor!
—¿Habéis dado vuestra palabra?
—Sí, señor.
—Entonces es otra cosa; pero prometedme que, si no sois muerto esta noche, mañana partiréis.
—Os lo prometo.
—¿Necesitáis dinero?
—Tengo todavía cincuenta pistolas. Es todo lo que me hace falta, según pienso.
—Pero ¿vuestros compañeros?
—Pienso que no deben necesitarlo. Salimos de París cada uno con setenta y cinco pistolas en nuestros bolsillos.
—¿Os volveré a ver antes de vuestra partida?
—No, creo que no, señor, a menos que haya alguna novedad.
—¡Entonces, buen viaje!
—Gracias, señor.
Y D’Artagnan se despidió del señor de Tréville, emocionado como nunca por su solicitud completamente paternal hacia sus mosqueteros.
Pasó sucesivamente por casa de Athos, de Porthos y de Aramis. Ninguno de los tres había vuelto. Sus criados también estaban ausentes, y no había noticia ni de los unos ni de los otros.
—¡Ah, señor! —dijo Planchet al divisar a D’Artagnan—. ¡Qué contento estoy de verle!
—¿Y eso por qué, Planchet? —preguntó el oven.
—¿Confiáis en el señor Bonacieux, nuestro huésped?
—¿Yo? Lo menos del mundo.
—¡Oh, hacéis bien, señor!
—Pero ¿a qué viene esa pregunta?
—A que mientras hablabais con él, yo os observaba sin escucharos; señor, su rostro ha cambiado dos o tres veces de color.
—¡Bah!
—El señor no ha podido notarlo, preocupado como estaba por la carta que acababa de recibir; pero, por el contrario, yo, a quien la extraña forma en que esa carta había llegado a la casa había puesto en guardia no me he perdido ni un solo gesto de su fisonomía.
—¿Y cómo la has encontrado?
—Traidora señor.
—¿De verdad?
—Además, tan pronto como el señor le ha dejado y ha desaparecido por la esquina de la calle, el señor Bonacieux ha cogido su sombrero, ha cerrado su puerta y se ha puesto a correr en dirección contraria.
—En efecto, tienes razón, Planchet, todo esto me parece muy sospechoso, y estate tranquilo, no le pagaremos nuestro alquiler hasta que la cosa no haya sido categóricamente explicada.
—El señor se burla, pero ya verá.
—¿Qué quieres, Planchet? Lo que tenga que ocurrir está escrito.
—¿El señor no renuncia entonces a su paseo de esta noche?
—Al contrario, Planchet, cuanto más moleste al señor Bonacieux, tanto más iré a la cita que me ha dado esa carta que tanto lo inquieta.
—Entonces, si la resolución del señor…
—Inquebrantable, amigo mío; por tanto, a las nueves estate preparado aquí, en el palacio; yo vendré a recogerte.
Planchet, viendo que no había ninguna esperanza de hacer renunciar a su amo a su proyecto, lanzó un profundo suspiro y se puso a almohazar
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al tercer caballo.
En cuanto a D’Artagnan, como en el fondo era un muchacho lleno de prudencia, en lugar de volver a su casa, se fue a cenar con aquel cura gascón que, en los momentos de penuria de los cuatro amigos, les había dado un desayuno de chocolate.
A
las nueve, D’Artagnan estaba en el palacio de los Guardias; encontró a Planchet armado. El cuarto caballo había llegado.
Planchet estaba armado con su mosquetón y una pistola.
D’Artagnan tenía su espada y pasó dos pistolas a su cintura, luego los dos montaron cada uno en un caballo y se alejaron sin ruido. Hacía noche cerrada, y nadie los vio salir. Planchet se puso a continuación de su amo, y marchó a diez pasos tras él.
D’Artagnan cruzó los muelles, salió por la puerta de la Conférence
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y siguió luego el camino, más hermoso entonces que hoy, que conduce a Saint-Cloud.
Mientras estuvieron en la ciudad, Planchet guardó respetuosamente la distancia que se había impuesto; pero cuando el camino comenzó a volverse más desierto y más oscuro, fue acercándose lentamente; de tal modo que cuando entraron en el bosque de Boulogne, se encontró andando codo a codo con su amo. En efecto, no debemos disimular que la oscilación de los corpulentos árboles y el reflejo de la luna en los sombríos matojos le causaban viva inquietud. D’Artagnan se dio cuenta de que algo extraordinario ocurría en su lacayo.
—¡Y bien, señor Planchet! —le preguntó—. ¿Nos pasa algo?
—¿No os parece, señor, que los bosques son como iglesias?
—¿Y eso por qué, Planchet?
—Porque tanto en éstas como en aquéllos nadie se atreve a hablar en voz alta.
—¿Por qué no te atreves a hablar en voz alta, Planchet? ¿Porque tienes miedo?
—Miedo a ser oído, sí, señor.
—¡Miedo a ser oído! Nuestra conversación es sin embargo moral, mi querido Planchet, y nadie encontraría nada qué decir de ella.
—¡Ay, señor! —repuso Planchet volviendo a su idea madre—. Ese señor Bonacieux tiene algo de sinuoso en sus cejas y de desagradable en el juego de sus labios.
—¿Quién diablos te hace pensar en Bonacieux?
—Señor, se piensa en lo que se puede y no en lo que se quiere.