—Decid, pues.
—Permitid que dé a Grimaud algunas órdenes indispensables.
Athos hizo a su criado señal de acercarse.
—Grimaud —dijo Athos señalando a los muertos que yacían en el bastión—, vais a coger a estos señores, vais a enderezarlos contra la muralla, vais a ponerles su sombrero en la cabeza y su fusil en la mano.
—¡Oh gran hombre —exclamó D’Artagnan—, lo comprendo!
—¿Comprendéis? —dijo Porthos.
—Y tú, Grimaud, ¿comprendes? —preguntó Aramis.
Grimaud hizo seña de que sí.
—Es todo lo que se necesita —dijo Athos—, volvamos a mi idea.
—Sin embargo, yo quisiera comprender —observó Porthos.
—Es inútil.
—Sí, sí, la idea de Athos —dijeron al mismo tiempo D’Artagnan y Aramis.
—Esa Milady, esa mujer esa criatura ese demonio tiene un cuñado, según creo que me habéis dicho D’Artagnan.
—Sí, yo lo conozco incluso mucho, y creo además que no tiene grandes simpatías por su cuñada.
—No hay mal en ello —respondió Athos—, e incluso sería mejor que la detestara.
—En tal caso estamos servidos a placer.
—Sin embargo —dijo Porthos—, me gustaría comprender lo que Grimaud hace.
—¡Silencio, Porthos! —dijo Aramis.
—¿Cómo se llama ese cuñado?
—Lord de Winter.
—¿Dónde está ahora?
—Volvió a Londres al primer rumor de guerra.
—¡Pues bien ése es precisamente el hombre que necesitamos! —dijo Athos—. Ese es al que nos conviene avisar; le haremos saber que su cuñada está a punto de asesinar a alguien, y le rogaremos no perderla de vista. Espero que en Londres haya algún establecimiento del género de las Madelonetas, o Muchachas arrepentidas
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; hace meter allá a su cuñada, y nosotros tranquilos.
—Sí —dijo D’Artagnan—, hasta que salga.
—A fe —replicó Athos— que pedís demasiado, D’Artagnan, os he dado lo que tenía y os prevengo que es el fondo de mi bolso.
—A mí me parece que es lo mejor —dijo Aramis—; prevenimos a la vez a la reina y a lord de Winter.
—Sí, pero ¿a quién enviaremos con la carta a Tours y con la carta a Londres?
—Yo respondo de Bazin —dijo Aramis.
—Y yo de Planchet —continuó D’Artagnan.
—En efecto —dijo Porthos—, si nosotros no podemos ausentarnos del campamento, nuestros lacayos pueden dejarlo.
—Por supuesto —dijo Aramis—, y hoy mismo escribimos las cartas, les damos dinero y parten.
—¿Les damos dinero? —replicó Athos—. ¿Tenéis, pues, dinero?
Los cuatro amigos se miraron, y una nube pasó por las frentes que un instante antes estaban despejadas.
—¡Alerta! —gritó D’Artagnan—. Veo puntos negros y puntos rojos que se agitan allá. ¿Qué decíais de un regimiento, Athos? Es un verdadero ejército.
—A fe que sí —dijo Athos—, ahí están. ¡Vaya con los hipócritas que venían sin tambor ni trompeta! ¡Ah, ah! ¿Has terminado Grimaud?
Grimaud hizo seña de que sí, y mostró una docena de muertos que había colocado en las actitudes más pintorescas: los unos sosteniendo las armas, los otros con pinta de echárselas a la cara, los otros con la espada en la mano.
—¡Bravo! —repitió Athos—. Eso honra tu imaginación.
—Es igual —dijo Porthos—. Me gustaría sin embargo comprender.
—Levantemos el campo primero —lo interrumpió D’Artagnan—, luego comprenderás.
—¡Un instante, señores, un instante! Demos a Grimaud tiempo de quitar la mesa.
—¡Ah! —dijo Aramis—. Mirad cómo los puntos negros y los puntos rojos crecen visiblemente, y yo soy de la opinión de D’Artagnan: creo que no tenemos tiempo que perder para ganar nuestro campamento.
—A fe —dijo Athos— que no tengo nada contra la retirada; habíamos apostado por una hora, y nos hemos quedado hora y media; no hay nada que decir; partamos, señores, partamos.
Grimaud había tomado ya la delantera con la cesta y el servicio.
Los cuatro amigos salieron tras él y dieron una decena de pasos.
—¡Eh! —exclamó Athos—. ¿Qué diablos hacemos, señores?
—¿Nos hemos olvidado algo? —preguntó Aramis.
—La bandera, pardiez. ¡No hay que dejar una bandera en manos del enemigo, aunque esa bandera no sea más que una servilleta!
Y Athos se precipitó al bastión, subió a la plataforma y quitó la bandera; sólo que como los rochellese habían llegado a tiro de mosquete, hicieron un fuego terrible sobre aquel hombre que, como por placer, iba a exponerse a los disparos.
Pero se habría dicho que Athos tenía un encanto pegado a su persona: las balas pasaron silbando a su alrededor y ninguna lo tocó.
Athos agitó su estandarte volviéndoles la espalda a las gentes de la ciudad y saludando a las del campamento. De las dos partes resonaron grandes gritos, de la una gritos de cólera, de la otra gritos de entusiasmo.
Una segunda descarga hizo realmente de la servilleta una bandera. Se oyeron los clamores de todo el campamento que gritaba:
—¡Bajad, bajad!
Athos bajó; sus camaradas, que lo esperaban con ansiedad, lo vieron aparecer con alegría.
—Vamos, Athos, vamos —dijo D’Artagnan—, larguémonos; ahora que hemos encontrado todo, menos el dinero, sería estúpido ser muertos.
Pero Athos continuó caminando majestuosamente por más observaciones que le hicieran sus compañeros, los cuales, viendo que era inútil, regularon sus pasos por el suyo.
Grimaud y su cesta habían tomado la delantera y se hallaban los dos fuera de alcance.
Al cabo de un instante se oyó el ruido de una descarga de fusilería colérica.
—¿Qué es eso? —preguntó Porthos—. ¿Y sobre quién disparan? No oigo silbar las balas y no veo a nadie.
—Disparan sobre nuestros muertos —respondió Athos.
—Pero nuestros muertos no responderán.
—Precisamente: entonces creerán en una emboscada, deliberarán; enviarán un parlamentario, y cuando se den cuenta de la burla, estaremos fuera del alcance de las balas. He ahí por qué es inútil coger una pleuresía dándonos prisa.
—¡Oh, comprendo! —exclamó Porthos maravillado.
—¡Es una suerte! —dijo Athos encogiéndose de hombros.
Por su parte, los franceses, al ver volver a los cuatro amigos, lanzaban gritos de entusiasmo.
Finalmente una nueva descarga de mosquetes se dejó oír, y esta vez las balas vinieron a estrellarse sobre los guijarros alrededor de los cuatro amigos y a silbar lúgubremente en sus orejas. Los rochelleses acababan por fin de apoderarse del bastión.
—¡Vaya gentes tan torpes! —dijo Athos—. ¿Cuántos hemos matado? ¿Doce?
—O quince.
—¿Cuántos hemos aplastado?
—Ocho o diez.
—¿Y a cambio de todo esto ni un arañazo? ¡Ah, sí! ¿Qué tenéis en la mano, D’Artagnan? Sangre, me parece.
—No es nada —dijo D’Artagnan.
—¿Una bala perdida?
—Ni siquiera.
—¿Qué, entonces?
Ya lo hemos dicho, Athos amaba a D’Artagnan como a su hijo, y aquel carácter sombrío e inflexible tenía a veces por el joven solicitudes de padre.
—Un rasguño —repuso D’Artagnan—; me he pillado los dedos entre dos piedras, la del muro y la de mi anillo; y la piel se ha abierto.
—Eso pasa por tener diamantes, amigo mío —dijo desdeñosamente Athos.
—¡Ah, claro! —exclamó Porthos—. En efecto, hay un diamante. ¿Y por qué diablos, puesto que hay un diamante, nos quejamos de no tener dinero?
—¡Claro, es cierto! —dijo Aramis.
—Enhorabuena Porthos; esta vez es una idea.
—Sin duda —dijo Porthos engallándose ante el cumplido de Athos—, puesto que hay un diamante, vendámoslo.
—Pero es el diamante de la reina —dijo D’Artagnan.
—Razón de más —repuso Athos—, la reina salvando al señor de Buckingham su amante, nada más justo; la reina salvándonos a nosotros, que somos sus amigos, nada más moral. Vendamos el diamante. ¿Qué piensa el señor abate? No pido la opinión de Porthos, ya la ha dado.
—Pues yo pienso —dijo Aramis ruborizándose— que, al no venir su anillo de una amante, y por consiguiente al no ser una prenda de amor, D’Artagnan puede venderlo.
—Querido, habláis como la teología en persona. ¿O sea que vuestra opinión es…?
—Vender el diamante —respondió Aramis.
—Pues bien —dijo alegremente D’Artagnan—, vendamos él diamante y no hablemos más.
La descarga de fusilería continuaba, pero los amigos estaban fuera del alcance, y los rochelleses no disparaban más que por descargo de conciencia.
—A fe —dijo Athos—, a tiempo le ha venido esa idea a Porthos: ya estamos en el campamento. Señores, ni una palabra sobre este asunto. Nos observan, vienen a nuestro encuentro, vamos a ser llevados en triunfo.
En efecto, como hemos dicho, todo el campamento estaba emocionado; más de dos mil personas habían asistido, como a un espectáculo a la feliz fanfarronada de los cuatro amigos fanfarronada cuyo verdadero motivo estaban muy lejos de sospechar. No se oían más que los gritos de ¡Vivan los guardias! ¡Vivan los mosqueteros! El señor de Busigny había venido el primero a estrechar la mano de Athos y a reconocer que la apuesta estaba perdida. El dragón y el suizo lo habían seguido, todos los compañeros habían seguido al dragón y al suizo. Aquello eran felicitaciones, apretones de manos, abrazos que no terminaban, risas inextinguibles a propósito de los rochelleses; finalmente, un tumulto tan grande que el señor cardenal creyó que había motín y envió a La Houdinière, su capitán de los guardias, a informarse de lo que pasaba.
La cosa le fue contada al mensajero con todo el efluvio del entusiasmo.
—Y bien —preguntó el cardenal al ver a La Houdinière.
—Y bien, Monseñor —dijo éste—, son tres mosqueteros y un guardia que han apostado con el señor de Busigny a que iban a desayunar al bastión Saint-Gervais, y mientras desayunaban han resistido allí al enemigo, y han matado no sé cuántos rochelleses.
—¿Estáis informado del nombre de esos tres mosqueteros?
—Sí, Monseñor.
—¿Cómo se llaman?
—Son los señores Athos, Porthos y Aramis.
—¡Siempre mis tres valientes! —murmuró el cardenal—. ¿Y el guardia?
—El señor D’Artagnan.
—¡Siempre mi bribón! Decididamente es preciso que estos hombres sean míos.
Aquella noche misma, el cardenal habló al señor de Tréville de la hazaña de la mañana, que era la comidilla de todo el campamento. El señor de Tréville, que conocía el relato de la aventura de la boca misma de los héroes, la volvió a contar con todos sus detalles a Su Eminencia, sin olvidar el episodio de la servilleta.
—Está bien, señor de Tréville —dijo el cardenal—, hacedme llegar esa servilleta, os lo ruego. Haré bordar en ella tres flores de lis de oro, y la daré por guión de vuestra compañía.
—Monseñor —dijo el señor de Tréville—, será injusto para los guardias: el señor D’Artagnan no es mío, sino del señor Des Essarts.
—Pues bien, lleváoslo —dijo el cardenal—; no es justo que, dado que esos cuatro valientes militares se quieren tanto, no sirvan en la misma compañía.
Aquella misma noche, el señor de Tréville anunció esta buena noticia a los tres mosqueteros y a D’Artagnan, invitando a los cuatro a almorzar al día siguiente.
D’Artagnan no cabía en sí de alegría. Ya lo sabemos, el sueño de toda su vida había sido ser mosquetero.
Los tres amigos estaban muy contentos.
—¡A fe —dijo D’Artagnan a Athos— que has tenido una idea victoriosa y que, como dijiste, hemos conseguido con ella gloria y hemos podido trabar una conversación de la mayor importancia!
—Que podemos proseguir ahora sin que nadie sospeche, porque, con la ayuda de Dios, en adelante vamos a pasar por cardenalistas.
Aquella misma noche D’Artagnan fue a presentar sus respetos al señor Des Essarts y a participarle el ascenso que había obtenido.
El señor den Essarts, que quería mucho a D’Artagnan, le ofreció entonces sus servicios: aquel cambio de cuerpo traía consigo gastos de equipamiento.
D’Artagnan rehusó; pero, pareciéndole buena la ocasión, le rogó hacer estimar el diamante, que le entregó y que deseaba convertir en dinero.
Al día siguiente, a las ocho de la mañana, el criado del señor Des Essarts entró en el alojamiento de D’Artagnan y le entregó una bolsa de oro conteniendo siete mil libras.
Era el precio del diamante de la reina.
A
thos había encontrado la palabra: asunto de familia. Un asunto de familia no estaba sometido a la investigación del cardenal; un asunto de familia no afectaba a nadie; uno podía ocuparse ante todo el mundo de un asunto de familia.
Desde luego, Athos había dado con la palabra: asunto de familia.
Aramis había dado con la idea: los lacayos.
Porthos había dado con el medio: el diamante.
Únicamente D’Artagnan no había dado con nada, él que solía ser el más inventivo de los cuatro; pero también hay que decir que el solo nombre de Milady lo paralizaba.
Ah, sí, nos equivocamos: había dado con comprador para el diamante.
El almuerzo en casa del señor de Tréville fue de una alegría encantadora. D’Artagnan tenía ya su uniforme; como era poco más o menos de la misma talla que Aramis, y como Aramis, pagado con largueza, como se recordará, por el librero que le había comprado su poema, había hecho el doble de todo, había cedido a su amigo un equipo completo.
D’Artagnan habría estado en el colmo de todos sus deseos si no hubiera visto despuntar a Milady como una nube sombría en el horizonte.
Después de almorzar, convinieron en reunirse por la noche en el alojamiento de Athos, y allí terminarían el asunto.
D’Artagnan pasó el día enseñando su traje de mosquetero por todas las calles del campamento.
Por la noche, a la hora fijada, los cuatro amigos se reunieron; sólo quedaban tres cosas que decidir:
Lo que había que escribir al hermano de Milady.
Lo que había que escribir a la persona hábil de Tours.
Y qué lacayos serían los que llevarían las camas.
Cada cual ofreció el suyo: Athos hablaba de la discreción de Grimaud, que sólo hablaba cuando su amo le descosía la boca; Porthos ponderaba la fuerza de Mosquetón, que era de corpulencia capaz de dar una tunda a cuatro hombres de complexión ordinaria; Aramis, confiando en la destreza de Bazin, hacía un elogio pomposo de su candidato; finalmente, D’Artagnan tenía fe completa en la bravura de Planchet, y recordaba la forma en que se había comportado en el espinoso asunto de Boulogne.