A lo largo del camino, lo que Athos había dicho al joven de la señora Bonacieux le venía a la mente. Aunque D’Artagnan no fuera de carácter muy sentimental, la linda mercera había causado una impresión real en su corazón; como decía, estaba dispuesto a ir al fin del mundo para buscarla. Pero el mundo tiene muchos fines por eso de que es redondo; de suerte que no sabía hacia qué lado volverse.
Mientras tanto, iba a tratar de saber lo que Milady era. Milady había hablado con el hombre de la capa negra, luego lo conocía. Ahora bien, en la mente de D’Artagnan era el hombre de la capa negra el que había raptado a la señora Bonacieux la segunda vez, como la había raptado la primera. D’Artagnan, pues, sólo mentía a medias, lo cual es mentir bien poco, cuando decía que dedicándose a la busca de Milady se ponía al mismo tiempo a la busca de Constance.
Mientras pensaba así y mientras daba de vez en cuando un golpe de espuela a su caballo, D’Artagnan había recorrido el camino y llegado a Saint-Germain. Acababa de bordear el pabellón en que diez años más tarde debía nacer Luis XIV
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. Atravesaba una calle muy desierta, mirando a izquierda y derecha por si reconocía algún vestigio de su bella inglesa, cuando en la planta baja de una bonita casa que según la costumbre de la época no tenía ninguna ventana que diese a la calle, vio aparecer una figura conocida. Esta figura paseaba por una especie de terraza adornada de flores. Planchet fue el primero en reconocerla.
—¡Eh, señor! —dijo dirigiéndose a D’Artagnan—. ¿No os acordáis de esa cara de papamoscas?
—No —dijo D’Artagnan—; y, sin embargo, estoy seguro de que no es la primera vez que veo esa cara.
—Ya lo creo, rediez —dijo Planchet—: es el pobre Lubin, el lacayo del conde Wardes, al que tan bien dejasteis apañado hace un mes, en Calais en el camino hacia la casa de campo del gobernador.
—¡Ah, claro —dijo D’Artagnan—, y ahora lo reconozco! ¿Crees que él te reconocerá a ti?
—A fe, señor, que estaba tan confuso que dudo que haya guardado de mí un recuerdo muy claro.
—Pues bien, vete entonces a hablar con ese muchacho —dijo D’Artagnan— e infórmate en la conversación si su amo ha muerto.
Planchet se bajó del caballo, se dirigió directamente a Lubin que, en efecto, no lo reconoció, y los dos lacayos se pusieron a hablar con el mejor entendimiento del mundo, mientras D’Artagnan empujaba los dos caballos a una calleja y dando la vuelta a una casa volvía para asistir a la conferencia tras un seto de avellanos.
Al cabo de un instante de observación detrás del seto oyó el ruido de un coche y vio detenerse frente a él la carroza de Milady. No podía equivocarse, Milady estaba dentro. D’Artagnan se tendió sobre el cuerpo de su caballo para ver todo sin ser visto.
Milady sacó su encantadora cabeza rubia por la portezuela y dio órdenes a su doncella.
Esta última, joven de veinte a veintidós años, despierta y viva, verdadera doncella de gran dama, saltó del estribo en el que estaba sentada según la costumbre de la época y se dirigió a la terraza en la que D’Artagnan había visto a Lubin.
D’Artagnan siguió a la doncella con los ojos y la vio encaminarse hacia la terraza. Pero, por azar, una orden del interior había llamado a Lubin, de modo que Planchet se había quedado solo, mirando por todas partes por qué camino había desaparecido D’Artagnan.
La doncella se aproximó a Planchet, al que tomó por Lubin, y tendiéndole un billete dijo:
—Para vuestro amo.
—¿Para mi amo? —repuso Planchet extrañado.
—Sí, y es urgente. Daos prisa.
Dicho esto ella huyó hacia la carroza, vuelta de antemano hacia el sitio por el que había venido; se lanzó sobre el estribo y la carroza partió de nuevo.
Planchet dio vueltas y más vueltas al billete y luego, acostumbrado a la obediencia pasiva, saltó de la terraza, se metió en la callejuela y al cabo de veinte pasos encontró a D’Artagnan, quien habiéndolo visto todo, iba a su encuentro.
—Para vos, señor —dijo Planchet presentando el billete al joven.
—¿Para mí? —dijo D’Artagnan—. ¿Estás seguro de ello?
—Claro que estoy seguro; la doncella ha dicho: «Para tu amo». Y yo no tengo más amo que vos, así que… ¡Vaya real moza! A fe que…
D’Artagnan abrió la carta y leyó estas palabras:
Una persona que se interesa por vos más de lo que puede decir, quisiera saber qué día podríais pasear por el bosque. Mañana, en el hostal del
Champ du Drap d’Or
, un lacayo de negro y rojo esperará vuestra respuesta.
—¡Oh, oh, esto sí que va rápido! —se dijo D’Artagnan—. Parece que Milady y yo nos preocupamos por la salud de la misma persona. Y bien, Planchet, ¿cómo va ese buen señor Wardes? Entonces, ¿no ha muerto?
—No, señor; va todo lo bien que se puede ir con cuatro estocadas en el cuerpo, porque, sin que yo os lo reproche, le largasteis cuatro a ese buen gentilhombre, y aún está débil, porque perdió casi toda su sangre. Como le había dicho al señor, Lubin no me ha reconocido, y me ha contado de cabo a rabo nuestra aventura.
—Muy bien, Planchet, eres el rey de los lacayos; ahora vuelve a subir al caballo y alcancemos la carroza.
No costó mucho; al cabo de cinco minutos divisaron la carroza detenida al otro lado de la carretera; un caballero ricamente vestido estaba a la portezuela.
La conversación entre Milady y el caballero era tan animada que D’Artagnan se detuvo al otro lado de la carroza sin que nadie, salvo la linda doncella, se diera cuenta de su presencia.
La conversación transcurría en inglés, lengua que D’Artagnan no comprendía; pero por el acento el joven creyó adivinar que la bella inglesa estaba encolerizada; terminó con un gesto que no dejó lugar a dudas sobre la naturaleza de aquella conversación: un golpe de abanico aplicado con tal fuerza que el pequeño adorno femenino voló en mil pedazos.
El caballero lanzó una carcajada que pareció exasperar a Milady.
D’Artagnan pensó que aquél era el momento de intervenir; de modo que se aproximó a la otra portezuela, descubriéndose respetuosamente, y dijo:
—Señora, ¿me permitís ofreceros mis servicios? Parece que este caballero os ha encolerizado. Decid una palabra, señora, y yo me encargo de castigarlo por su falta de cortesía.
A las primeras palabras Milady se había vuelto, mirando al joven con extrañeza, y cuando él hubo terminado:
—Señor —dijo ella, en muy buen francés—, de todo corazón me pondría bajo vuestra protección si la persona que me molesta no fuera mi hermano.
—¡Ah! Excusadme entonces —dijo D’Artagnan—; como comprenderéis, lo ignoraba, señora.
—¿Por qué se mezcla ese atolondrado —exclamó agachándose hasta la altura de la portezuela el caballero al que Milady había designado como pariente suyo— y por qué no sigue su camino?
—El atolondrado lo seréis vos —dijo D’Artagnan, agachándose a su vez sobre el cuello de su caballo y respondiendo por su lado por la portezuela—; no sigo mi camino porque me apetece detenerme aquí.
El caballero dirigió algunas palabras en inglés a su hermana.
—Yo os hablo en francés —dijo D’Artagnan—; hacedme, pues, el placer, por favor, de responderme en la misma lengua. Sois el hermano de la señora, de acuerdo, pero por suerte no lo sois mío.
Podría creerse que Milady, temerosa como lo es de ordinario cualquier mujer, iría a interponerse en aquel inicio de provocación, a fin de impedir que la querella siguiese adelante; pero, por el contrario, se lanzó al fondo de su carroza y gritó fríamente al cochero.
—¡Deprisa, al palacio!
La linda doncella lanzó una mirada de inquietud sobre D’Artagnan, cuyo buen aspecto parecía haber producido su efecto sobre ella.
La carroza partió dejando a los dos hombres uno frente al otro, sin ningún obstáculo material que los separase.
El caballero hizo un movimiento para seguir al coche, pero D’Artagnan, cuya cólera ya en efervescencia había aumentado todavía más al reconocer en él al inglés que en Amiens le había ganado su caballo y había estado a punto de ganar a Athos su diamante, saltó a la brida y lo detuvo.
—¡Eh, señor! —dijo—. Me parecéis todavía más atolondrado que yo, porque me da la impresión de que olvidáis que entre nosotros hay una pequeña querella.
—¡Ah, ah! —dijo en inglés—. Sois vos, mi señor. Pero ¿es que tonéis siempre que jugar un juego a otro?
—Sí, y eso me recuerda que tengo una revancha que tomar. Nos veremos, señor, si manejáis tan diestramente el estoque como el cubilete.
—Veis de sobra que no llevo espada —dijo el inglés—. ¿Queréis haceros el valiente contra un hombre sin armas?
—Espero que la tengáis en casa —replicó D’Artagnan—. En cualquier caso, yo tengo dos y, si queréis, os prestaré una.
—Inútil —dijo el inglés—, estoy provisto de sobra de esa clase de utensilios.
—Pues bien, mi digno gentilhombre —prosiguió D’Artagnan—, elegid la más larga y venid a enseñármela esta tarde.
—¿Dónde, si os place?
—Detrás del Luxemburgo, es un barrio encantador para paseos del género del que os propongo.
—De acuerdo, allí estaré.
—¿Vuestra hora?
—La seis.
—A propósito, probablemente tendréis también uno o dos amigos.
—Tengo tres que estarán muy honrados de jugar la misma partida que yo.
—¿Tres? Perfecto. ¡Qué coincidencia! —dijo D’Artagnan—. ¡Justo mi cuenta!
—Y ahora, ¿quién sois? —preguntó el inglés.
—Soy el señor D’Artagnan, gentilhombre gascón, que sirve en los guardias, compañía del señor Des Essarts. ¿Y vos?
—Yo soy lord de Winter, barón de Sheffield.
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—Muy bien, soy vuestro servidor, señor barón —dijo D’Artagnan—, aunque tengáis nombres difíciles de retener.
Y espoleando a su caballo, lo puso al galope y tomó el camino de París.
Como solía hacer en semejantes ocasiones, D’Artagnan bajó derecho a casa de Athos.
Encontró a Athos acostado sobre un gran canapé en el que, como había dicho, esperaba que su equipo viniese a encontrarlo.
Contó a Athos todo lo que acababa de pasar, menos la carta del señor de Wardes.
Athos quedó encantado cuando supo que iba a batirse contra un inglés. Ya hemos dicho que era su sueño.
Enviaron a buscar al instante a Porthos y a Aramis por los lacayos, y se los puso al corriente de la situación.
Porthos sacó su espada fuera de la funda y se puso a espadonear contra el muro retrocediendo de vez en cuando y haciendo flexiones como un bailarín. Aramis, que seguía trabajando en su poema se encerró en el gabinete de Athos y pidió que no lo molestaran hasta el momento de desenvainar.
Athos pidió por señas a Grimaud una botella.
En cuanto a D’Artagnan, preparó para sus adentros un pequeño plan cuya ejecución veremos más tarde, y que le prometía alguna aventura graciosa, como podía verse por las sonrisas que de vez en cuando cruzaban su rostro cuya ensoñación iluminaban.
L
legada la hora, se dirigieron con los cuatro lacayos hacia el Luxemburgo, a un recinto abandonado a las cabras. Athos dio una moneda al cabrero para que se alejase. Los lacayos fueron encargados de hacer de centinelas.
Inmediatamente una tropa silenciosa se aproximó al mismo recinto, penetró en él y se unió a los mosqueteros; luego tuvieron lugar las presentaciones según las costumbres de ultramar.
Los ingleses eran todas personas de la mayor calidad, los nombres extraños de sus adversarios fueron, pues, para ellos tema no sólo de sorpresa sino aun de inquietud.
—Pero a todo esto —dijo lord de Winter cuando los tres amigos hubieron dado sus nombres—, no sabemos quiénes sois, y nosotros no nos batiremos con nombres semejantes; son nombres de pastores.
—Como bien suponéis, milord, son nombres falsos —dijo Athos.
—Lo cual nos da aún mayor deseo de conocer los nombres verdaderos —respondió el inglés.
—Habéis jugado de buena gana contra nosotros sin conocerlos —dijo Athos—, y con ese distintivo nos habéis ganado nuestros dos caballos.
—Cierto, pero no arriesgábamos más que nuestras pistolas; esta vez arriesgamos nuestra sangre: se juega con todo el mundo, pero uno sólo se bate con sus iguales.
—Eso es justo —dijo Athos. Y llevó aparte a aquel de los cuatro ingleses con el que debía batirse y le dijo su nombre en voz baja.
Porthos y Aramis hicieron otro tanto por su lado.
—¿Os basta eso —dijo Athos a su adversario—, y me creéis tan gran señor como para hacerme la gracia de cruzar la espada conmigo?
—Sí, señor —dijo el inglés inclinándose.
—Y bien, ahora, ¿queréis que os diga una cosa? —repuso fríamente Athos.
—¿Cuál? —preguntó el inglés.
—Nunca deberíais haberme exigido que me diese a conocer.
—¿Por qué?
—Porque se me cree muerto, porque tengo razones para desear que no se sepa que vivo, y porque voy a verme obligado a mataros, para que mi secreto no corra por ahí.
El inglés miró a Athos, creyendo que éste bromeaba; pero Athos no bromeaba por nada del mundo.
—Señores —dijo dirigiéndose al mismo tiempo a sus compañeros y a sus adversarios—, ¿estamos?
—Sí —respondieron todos a una, ingleses y franceses.
—Entonces, en guardia —dijo Athos.
Y al punto, ocho espadas brillaron a los rayos del crepúsculo, y el combate comenzó con un encarnizamiento muy natural entre gentes dos veces enemigas.
Athos luchaba con tanta calma y método como si estuviera en una sala de armas.
Porthos, corregido sin duda de su excesiva confianza por su aventura de Chantilly, hacía un juego lleno de sutileza y prudencia.
Aramis, que tenía que terminar el tercer canto de su poema, se apresuraba como hombre muy ocupado.
Athos fue el primero en matar a su adversario: no le había lanzado más que una estocada, pero como había avisado, el golpe había sido mortal, la espada le atravesó el corazón.
Porthos fue el segundo en tender al suyo sobre la hierba: le había atravesado el muslo. Entonces, como el inglés le entregaba su espada sin hacer más resistencia, Porthos lo tomó en brazos y lo llevó a su carroza.
Aramis presionó al suyo con tanto vigor que, después de haber cedido una cincuentena de pasos, terminó por emprender la huida a todo correr y desapareció entre el abucheo de los lacayos.