El hostelero palideció, porque D’Artagnan había adoptado la actitud más amenazadora, y Planchet hacía lo mismo que su dueño.
—¡Ah, monseñor, no me habléis de ello! —exclamó el hostelero con su tono de voz más lacrimoso—. Ah, señor, cómo he pagado esa falta. ¡Desgraciado de mí!
—Y el gentilhombre, os digo, ¿qué ha sido de él?
—Dignaos escucharme, monseñor, y sed clemente. Veamos, sentaos, por favor.
D’Artagnan, mudo de cólera y de inquietud, se sentó amenazador como un juez. Planchet se pegó orgullosamente a su butaca.
—Esta es la historia, Monseñor —prosiguió el hostelero todo tembloroso—, porque os he reconocido ahora: fuisteis vos el que partió cuando yo tuve aquella desgraciada pelea con ese gentilhombre de que vos habláis.
—Sí, fui yo; así que, como veis, no tenéis gracias que esperar si no decís toda la verdad.
—Hacedme el favor de escucharme y la sabréis toda entera.
—Escucho.
—Yo había sido prevenido por las autoridades de que un falso monedero célebre llegaría a mi albergue con varios de sus compañeros, todos disfrazados con el traje de guardia o de mosqueteros. Vuestros caballos, vuestros lacayos, vuestra figura, señores, todo me lo habían pintado.
—¿Después, después? —dijo D’Artagnan, que reconoció en seguida de dónde procedían aquellas señas tan exactamente dadas.
—Tomé entonces, según las órdenes de la autoridad que me envió un refuerzo de seis hombres, las medidas que creí urgentes a fin de detener a los presuntos monederos falsos.
—¡Todavía! —dijo D’Artagnan a quien esta palabra de monedero falso calentaba terriblemente las orejas.
—Perdonadme, monseñor, por decir tales cosas, pero precisamente son mi excusa. La autoridad me había metido miedo, y vos sabéis que un alberguista debe tener cuidado con la autoridad.
—Pero una vez más, ese gentilhombre ¿dónde está? ¿Qué ha sido de él? ¿Está muerto? ¿Está vivo?
—Paciencia, monseñor, que ya llegamos. Sucedió, pues, lo que vos sabéis, y vuestra precipitada marcha —añadió el hostelero con una fineza que no escapó a D’Artagnan— parecía autorizar el desenlace. Ese gentilhombre amigo vuestro se defendió a la desesperada. Su criado, que por una desgracia imprevista había buscado pelea a los agentes de la autoridad, disfrazados de mozos de cuadra…
—¡Ah, miserable! —exclamó D’Artagnan—. Estabais todos de acuerdo, y no sé cómo me contengo y no os mato a todos.
—¡Ay! No, monseñor, no todos estábamos de acuerdo, y vais a verlo en seguida. El señor vuestro amigo (perdón por no llamarlo por el nombre honorable que sin duda lleva, pero nosotros ignoramos ese nombre), el señor vuestro amigo, después de haber puesto de combate a dos hombres de dos pistoletazos, se batió en retirada defendiéndose con su espada, con la que lisió incluso a uno de mis hombres, y con un cintarazo que me dejó aturdido.
—Pero, verdugo, ¿acabarás? —dijo D’Artagnan—. Athos, ¿qué ha sido de Athos?
—Al batirse en retirada, como he dicho, señor, encontró tras él la escalera de la bodega, y como la puerta estaba abierta, sacó la llave y se encerró dentro. Como estaban seguros de encontrarlo allí, lo dejaron en paz.
—Sí —dijo D’Artagnan—, no se trataba de matarlo, sólo querían hacerlo prisionero.
—¡Santo Dios! ¿Hacerlo prisionero, monseñor? El mismo se aprisionó, os lo juro. En primer lugar, había trabajado rudamente: un hombre estaba muerto de un golpe y otros dos heridos de gravedad. El muerto y los dos heridos fueron llevados por sus camaradas, y no he oído hablar nunca más de ellos, ni de unos ni de otros. Yo mismo, cuando recuperé el conocimiento, fui a buscar al señor gobernador, al que conté todo lo que había pasado, y al que pregunté qué debía hacer con el prisionero. Pero el señor gobernador fingió caer de las nubes; me dijo que ignoraba por completo a qué me refería, que las órdenes que habían llegado no procedían de él, y que si tenía la desgracia de decir a quienquiera que fuese que él estaba metido en toda aquella escaramuza, me haría prender. Parece que yo me había equivocado, señor, que había arrestado a uno por otro, y que al que debía arrestar estaba a salvo.
—Pero ¿Athos? —exclamó D’Artagnan, cuya impaciencia aumentaba por el abandono en que la autoridad dejaba el asunto—. ¿Qué ha sido de Athos?
—Como yo tenía prisa por reparar mis errores hacia el prisionero —prosiguió el alberguista—, me encaminé hacia la bodega a fin de devolverle la libertad. ¡Ay, señor, aquello no era un hombre, era un diablo! A la proposición de libertad, declaró que era una trampa que se le tendía y que antes de salir debía imponer sus condiciones. Le dije muy humildemente, porque ante sí mismo yo no disimulaba la mala situación en que me había colocado poniéndole la mano encima a un mosquetero de Su Majestad, le dije que yo estaba dispuesto a someterme a sus condiciones. «En primer lugar —dijo—, quiero que se me devuelva a mi criado completamente armado». Nos dimos prisa por obedecer aquella orden porque, como comprenderá el señor, nosotros estábamos dispuestos a hacer todo lo que quisiera vuestro amigo. El señor Grimaud (él sí ha dicho su nombre, aunque no habla mucho), el señor Grimaud fue, pues, bajado a la bodega, herido como estaba; entonces su amo, tras haberlo recibido, volvió a atrancar la puerta y nos ordenó quedarnos en nuestra tienda.
—Pero ¿dónde está? —exclamó D’Artagnan—. ¿Dónde está Athos?
—En la bodega, señor.
—¿Cómo desgraciado, lo retenéis en la bodega desde entonces?
—¡Bondad divina! No señor. ¡Nosotros retenerlo en la bodega! ¡No sabéis lo que está haciendo en la bodega! ¡Ay si pudieseis hacerlo salir, señor, os quedaría agradecido toda mi vida, os adoraría como a un amo!
—Entonces, ¿está allí, allí lo encontraré?
—Sin duda, señor, se ha obstinado en quedarse. Todos los días se le pasa por el tragaluz pan en la punta de un horcón y carne cuando la pide, pero ¡ay!, no es de pan y de carne de lo que hace el mayor consumo. Una vez he tratado de bajar con dos de mis mozos, pero se ha encolerizado de forma terrible. He oído el ruido de sus pistolas, que cargaba, y de su mosquetón, que cargaba su criado. Luego, cuando le hemos preguntado cuáles eran sus intenciones, el amo ha respondido que tenía cuarenta disparos para disparar él y su criado, y que dispararían hasta el último antes de permitir que uno solo de nosotros pusiera el pie en la bodega. Entonces, señor, yo fui a quejarme al gobernador, el cual me respondió que no tenía sino lo que me merecía, y que esto me enseñaría a no insultar a los honorables señores que tomaban albergue en mi casa.
—¿De suerte que desde entonces?… —prosiguió D’Artagnan no pudiendo impedirse reír de la cara lamentable de su hostelero.
—De suerte que desde entonces, señor —continuó éste—, llevamos la vida más triste que se pueda ver; porque, señor, es preciso que sepáis que nuestras provisiones están en la bodega; allí está nuestro vino embotellado y nuestro vino en cubas, la cerveza, el aceite y las especias, el tocino y las salchichas; y como nos han prohibido bajar, nos hemos visto obligados a negar comida y bebida a los viajeros que nos llegan, de suerte que todos los días nuestra hostería se pierde. Una semana más con vuestro amigo en la bodega y estaremos arruinados.
—Y sería de justicia, bribón. ¿No se ve en nuestra cara que éramos gente de calidad y no falsarios, decid?
—Sí, señor, sí, tenéis razón —dijo el hostelero—, pero mirad, mirad cómo se cobra.
—Sin duda lo habrán molestado —dijo D’Artagnan.
—Pero tenemos que molestarlo —exclamó el hostelero—; acaban de llegarnos dos gentileshombres ingleses.
—¿Y?
—Pues que los ingleses gustan del buen vino, como vos sabéis, señor, y han pedido del mejor. Mi mujer habrá solicitado al señor Athos permiso para entrar y satisfacer a estos señores; y como de costumbre él se habrá negado. ¡Ay, bondad divina! ¡Ya tenemos otra vez escandalera!
En efecto, D’Artagnan oyó un gran ruido venir del lado de la bodega; se levantó, precedido por el hostelero, que se retorcía las manos, y seguido de Planchet, que llevaba su mosquetón cargado, se acercó al lugar de la escena.
Los dos gentileshombres estaban exasperados, habían hecho un largo viaje y se morían de hambre y de sed.
—Pero esto es una tiranía —exclamaban ellos en muy buen francés, aunque con acento extranjero—, que ese loco no quiera dejar a estas buenas gentes usar su vino. Vamos a hundir la puerta y, si está demasiado colérico, pues lo matamos.
—¡Mucho cuidado, señores! —dijo D’Artagnan sacando sus pistolas de su cintura—. Si os place, no mataréis a nadie.
—Bueno, bueno —decía detrás de la puerta la voz tranquila de Athos—, que los dejen entrar un poco a esos traganiños, y ya veremos.
Por muy valientes que parecían ser, los dos gentileshombres se miraron dudando; se hubiera dicho que había en aquella bodega uno de esos ogros famélicos, gigantescos héroes de las leyendas populares, cuya caverna nadie fuerza impunemente.
Hubo un momento de silencio, pero al fin los dos ingleses sintieron vergüenza de volverse atrás y el más osado de ellos descendió los cinco o seis peldaños de que estaba formada la escalera y dio a la puerta una patada como para hundir el muro.
—Planchet —dijo D’Artagnan cargando sus pistolas—, yo me encargo del que está arriba, encárgate tú del que está abajo. ¡Ah, señores, queréis batalla! Pues bien, vamos a dárosla.
—¡Dios mío! —exclamó la voz hueca de Athos—. Oigo a D’Artagnan, según me parece.
—En efecto —dijo D’Artagnan alzando la voz a su vez—, soy yo, amigo mío.
—¡Ah, bueno! Entonces —dijo Athos—, vamos a trabajar a esos derribapuertas.
Los gentileshombres habían puesto la espada en la mano, pero se encontraban cogidos entre dos fuegos; dudaron un instante todavía; pero, como en la primera ocasión, venció el orgullo y una segunda patada hizo tambalearse la puerta en toda su altura.
—Apártate, D’Artagnan, apártate —gritó Athos—, apártate, voy a disparar.
—Señores —dijo D’Artagnan, a quien la reflexión no abandonaba nunca—, señores, pensadlo. Paciencia, Athos. Os vais a meter en un mal asunto y vais a ser acribillados. Aquí, mi criado y yo que os soltaremos tres disparos; y otros tantos os llegarán de la bodega; además, todavía tenemos nuestras espadas, que mi amigo y yo, os lo aseguro, manejamos pasablemente. Dejadme que me ocupe de mis asuntos y los vuestros. Dentro de poco tendréis de beber, os doy mi palabra.
—Si es que queda —gruñó la voz burlona de Athos.
El hostelero sintió un sudor frío correr a lo largo de su espina.
—¿Cómo que si queda? —murmuró.
—¡Qué diablos! Quedará —prosiguió D’Artagnan—, estad tranquilo, entre dos no se habrán bebido toda la bodega. Señores, devolved vuestras espadas a sus vainas.
—Bien. Y vos volved a poner vuestras pistolas en vuestro cinto.
—De buen grado.
Y D’Artagnan dio ejemplo. Luego, volviéndose hacia Planchet, le hizo señal de desarmar su mosquetón.
Los ingleses, convencidos, devolvieron gruñendo sus espadas a la vaina. Se les contó la historia del apasionamiento de Athos. Y como eran buenos gentileshombres, le quitaron la razón al hostelero.
—Ahora, señores —dijo D’Artagnan—, volved a vuestras habitaciones, y dentro de diez minutos os prometo que os llevarán cuanto podáis desear.
Los ingleses saludaron y salieron.
—Ahora estoy solo, mi querido Athos —dijo D’Artagnan—, abridme la puerta, por favor.
—Ahora mismo —dijo Athos.
Entonces se oyó un gran ruido de haces entrechocando y de vigas gimiendo: eran las contraescarpas y los bastiones de Athos que el sitiado demolía por sí mismo.
Un instante después, la puerta se tambaleó y se vio aparecer la cabeza pálida de Athos, quien con una ojeada rápida exploró los alrededores.
D’Artagnan se lanzó a su cuello y lo abrazó con ternura; luego quiso llevárselo fuera de aquel lugar húmedo; entonces se dio cuenta de que Athos vacilaba.
—¿Estáis herido? —le dijo.
—¡Yo, nada de eso! Estoy totalmente borracho eso es todo, y jamás hombre alguno ha tenido tanto como se necesitaba para ello. ¡Vive Dios! Hostelero, me parece que por lo menos yo solo me he bebido ciento cincuenta botellas.
—¡Misericordia! —exclamó el hostelero—. Si el criado ha bebido la mitad sólo del amo, estoy arruinado.
—Grimaud es un lacayo de buena casa, que no se habría permitido lo mismo que yo; él ha bebido de la tuba; vaya, creo que se ha olvidado de poner la espita. ¿Oís? Está corriendo.
D’Artagnan estalló en una carcajada que cambió el temblor del hostelero en fiebre ardiente.
Al mismo tiempo Grimaud apareció detrás de su amo, con el mosquetón al hombro la cabeza temblando como esos sátiros ebrios de los cuadros de Rubens
[142]
. Estaba rociado por delante y por detrás de un licor pringoso que el hostelero reconoció en seguida por su mejor aceite de oliva.
El cortejo atravesó el salón y fue a instalarse en la mejor habitación del albergue, que D’Artagnan ocupó de manera imperativa.
Mientras tanto, el hostelero y su mujer se precipitaron con lámparas en la bodega, que les había sido prohibida durante tanto tiempo y donde un horroroso espectáculo los esperaba.
Más allá de las fortificaciones en las que Athos había hecho brecha para salir y que componían haces, tablones y toneles vacíos amontonados según todas las reglas del arte estratégico, se veían aquí y allá, nadando en mares de aceite y de vino, las osamentas de todos los jamones comidos, mientras que un montón de botellas rotas tapizaba todo el ángulo izquierdo de la bodega, y un tonel, cuya espita había quedado abierta, perdía por aquella abertura las últimas gotas de su sangre. La imagen de la devastación y de la muerte, como dice el poeta de la antigüedad, reinaba allí como en un campo de batalla.
De las cincuenta salchichas, apenas diez quedaban colgadas de las vigas.
Entonces los aullidos del hostelero y de la hostelera taladraron la bóveda de la bodega; hasta el mismo D’Artagnan quedó conmovido. Athos ni siquiera volvió la cabeza.
Pero al dolor sucedió la rabia. El hostelero se armó de una rama y, en su desesperación, se lanzó a la habitación donde los dos amigos se habían retirado.
—¡Vino! —dijo Athos al ver al hostelero.
—¿Vino? —exclamó el hostelero estupefacto—. ¿Vino? Os habéis bebido por valor de más de cien pistolas; soy un hombre arruinado, perdido aniquilado.