Los tres mosqueteros (50 page)

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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

BOOK: Los tres mosqueteros
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—No, sólo decía que un bonito mulo tiene a veces tan buena pinta como un caballo, y que me parece que consiguiéndoos un buen mulo para Mosquetón…

—Bueno, dejémoslo en un buen mulo —dijo Porthos—; tenéis razón, he visto a muy grandes señores españoles cuyo séquito iba en mulo pero entonces incluid, señora Coquenard, un mulo con penachos cascabeles.

—Estad tranquilo —dijo la procuradora.

—Queda la maleta.

—Oh, en cuanto a eso no os preocupéis —exclamó la señor, Coquenard—, mi marido tiene cinco o seis maletas, escogeréis la mejor; tiene una sobre todo que le gustaba mucho para sus viajes y que es tan grande que cabe un mundo.

—Y esa maleta, ¿está vacía? —preguntó ingenuamente Porthos.

—Claro que está vacía —respondió ingenuamente por su lado la procuradora.

—¡Ay, la maleta que yo necesito ha de ser una maleta bien provista, querida!

La señora Coquenard lanzó nuevos suspiros. Molière no había escrito aún su escena de
L’Avare
: la señora Coquenard precede por tanto a Harpagón
[154]
.

En resumen, el resto del equipo fue debatido sucesivamente de la misma manera; y el resultado de la escena fue que la procuradora pediría a su marido un préstamo de ochocientas libras en plata, y proporcionaría el caballo y el mulo que tendrían el honor de llevar a la gloria a Porthos y a Mosquetón.

Fijadas estas condiciones, y estipulados los intereses así como la fecha de rembolso, Porthos se despidió de la señora Coquenard. Esta quería retenerlo poniéndole ojos de cordera; pero Porthos pretextó las exigencias del servicio, y fue necesario que la procuradora cediese el puesto al rey.

El mosquetero volvió a su casa con un hambre de muy mal humor.

Capítulo XXXIII
Doncella y señora

E
ntre tanto, como hemos dicho, pese a los gritos de su conciencia y a los sabios consejos de Athos, D’Artagnan se enamoraba más de hora en hora de Milady; por eso no dejaba de ir ningún día a hacerle una corte a la que el aventurero gascón estaba convencido de que tarde o temprano no podía dejar ella de corresponderle.

Una noche que llegaba orgulloso, ligero como hombre que espera una lluvia de oro, encontró a la doncella en la puerta cochera; pero esta vez la linda Ketty no se contentó con sonreírle al pasar: le cogió dulcemente la mano.

—¡Bueno! —se dijo D’Artagnan—. Estará encargada de algún mensaje para mí de parte de su señora; va a darme alguna cita que no habrá osado darme ella de viva voz.

Y miró a la hermosa niña con el aire más victorioso que pudo adoptar.

—Quisiera deciros dos palabras, señor caballero… —balbuceó la doncella.

—Habla, hija mía, habla —dijo D’Artagnan—, te escucho.

—Aquí, imposible: lo que tengo que deciros es demasiado largo y sobre todo demasiado secreto.

—¡Bueno! Entonces, ¿qué se puede hacer?

—Si el señor caballero quisiera seguirme —dijo tímidamente Ketty.

—Donde tú quieras, hermosa niña.

—Venid entonces.

Y Ketty, que no había soltado la mano de D’Artagnan, lo arrastró por una pequeña escalera sombría y de caracol, y tras haberle hecho subir una quincena de escalones, abrió una puerta.

—Entrad, señor caballero —dijo—, aquí estaremos solos y podremos hablar.

—¿Y de quién es esta habitación, hermosa niña? —preguntó D’Artagnan.

—Es la mía, señor caballero; comunica con la de mi ama por esta puerta. Pero estad tranquilo no podrá oír lo que decimos, jamás se acuesta antes de medianoche.

D’Artagnan lanzó una ojeada alrededor. El cuartito era encantador de gusto y de limpieza; pero, a pesar suyo, sus ojos se fijaron en aquella puerta que Katty le había dicho que conducía a la habitación de Milady.

Ketty adivinó lo que pasaba en el alma del joven, y lanzó un suspiro.

—¡Amáis entonces a mi ama, señor caballero! —dijo ella.

—¡Más de lo que podría decir! ¡Estoy loco por ella!

Ketty lanzó un segundo suspiro.

—¡Ah, señor —dijo ella—, es una lástima!

—¿Y qué diablos ves en ello que sea tan molesto? —preguntó D’Artagnan.

—Es que, señor —prosiguió Ketty— mi ama no os ama.

—¡Cómo! —dijo D’Artagnan—. ¿Te ha encargado ella decírmelo?

—¡Oh, no, señor! Soy yo quien, por interés hacia vos, he tomado la decisión de avisaros.

—Gracias, mi buena Ketty, pero sólo por la intención, porque comprenderás la confidencia no es agradable.

—Es decir, que no creéis lo que os he dicho, ¿verdad?

—Siempre cuesta creer cosas semejantes, hermosa niña, aunque no sea más que por amor propio.

—¿Entonces no me creéis?

—Confieso que hasta que no te dignes darme algunas pruebas de lo que me adelantáis.

—¿Qué decís a esto?

Y Ketty sacó de su pecho un billetito.

—¿Para mí? —dijo D’Artagnan apoderándose prestamente de la carta.

—No, para otro.

—¿Para otro?

—Sí.

—¡Su nombre, su nombre! —exclamó D’Artagnan.

—Mirad la dirección.

—Señor conde de Wardes. El recuerdo de la escena de Saint-Germain se apareció de pronto al espíritu del presuntuoso gascón; con un movimiento rápido como el pensamiento, desgarró el sobre pese al grito que lanzó Ketty al ver lo que iba a hacer, o mejor, lo que hacía.

—¡Oh, Dios mío, señor caballero! —dijo—. ¿Qué hacéis?

—¡Yo nada! —dijo D’Artagnan; y leyó:

No habéis contestado a mi primer billete. ¿Estáis entonces enfermo, o bien habéis olvidado los ojos que me pusisteis en el baile de la señora Guise? Aquí tenéis la ocasión, conde, no la dejéis escapar.

D’Artagnan palideció; estaba herido en su amor propio, se creyó herido en su amor.

—¡Pobre señor D’Artagnan! —dijo Ketty con voz llena de compasión y apretando de nuevo la mano del joven.

—¿Tú me compadeces, pequeña? —dijo D’Artagnan.

—¡Sí, sí, con todo mi corazón, porque también yo sé lo que es el amor!

—¿Tú sabes lo que es el amor? —dijo D’Artagnan mirándola por primera vez con cierta atención.

—¡Ay, sí!

—Pues bien, en lugar de compadecerme, mejor harías en ayudarme a vengarme de tu ama.

—¿Y qué clase de venganza querríais hacer?

—Quisiera triunfar en ella, suplantar a mi rival.

—A eso no os ayudaré jamás, señor caballero —dijo vivamente Ketty.

—Y eso, ¿por qué? —preguntó D’Artagnan.

—Por dos razones.

—¿Cuáles?

—La primera es que mi ama jamás os amará.

—¿Tú qué sabes?

—La habéis herido en el corazón.

—¡Yo! ¿En qué puedo haberla herido, yo, que desde que la conozco vivo a sus pies como un esclavo? Habla, te lo suplico.

—Eso no lo confesaré nunca más que al hombre… que lea hasta el fondo de mi alma.

D’Artagnan miró a Ketty por segunda vez. La joven era de un frescor y de una belleza que muchas duquesas hubieran comprado con su corona.

—Ketty —dijo él—, yo leeré hasta el fondo de tu alma cuando quieras; que eso no te preocupe, querida niña.

Y le dio un beso bajo el cual la pobre niña se puso roja como una cereza.

—¡Oh, no! —exclamó Ketty—. ¡Vos no me amáis! ¡Amáis a mi ama, lo habéis dicho hace un momento!

—Y eso te impide hacerme conocer la segunda razón.

—La segunda razón, señor caballero —prosiguió Ketty envalentonada por el beso primero y luego por la expresión de los ojos del joven—, es que en amor cada cual para sí.

Sólo entonces D’Artagnan se acordó de las miradas lánguidas d Ketty y de sus encuentros en la antecámara, en la escalinata, en el corredor, sus roces con la mano cada vez que lo encontraba y sus suspiros ahogados; pero absorto por el deseo de agradar a la gran dama había descuidado a la doncella; quien caza el águila no se preocupa del gorrión.

Mas aquella vez nuestro gascón vio de una sola ojeada todo el partido que podía sacar de aquel amor que Ketty acababa de confesar de una forma tan ingenua o tan descarada: intercepción de cartas dirigidas al conde de Wardes, avisos en el acto, entrada a toda hora en la habitación de Ketty, contigua a la de su ama. El pérfido, como se vi sacrificaba ya mentalmente a la pobre muchacha para obtener a Milady de grado o por fuerza.

—¡Y bien! —le dijo a la joven—. ¿Quieres, querida Ketty, que te dé una prueba de ese amor del que tú dudas?

—¿De qué amor? —preguntó la joven.

—De ese que estoy dispuesto a sentir por ti.

—¿Y cuál es esa prueba?

—¿Quieres que esta noche pase contigo el tiempo que suelo pasar con tu ama?

—¡Oh, sí! —dijo Ketty aplaudiendo—. De buena gana.

—Pues bien, querida niña —dijo D’Artagnan sentándose en un sillón—, ven aquí que yo te diga que eres la doncella más bonita que nunca he visto.

Y le dijo tantas cosas y tan bien que la pobre niña, que no pedí otra cosa que creerlo, lo creyó… Sin embargo, con gran asombro d D’Artagnan, la joven Ketty se defendía con cierta resolución.

El tiempo pasa de prisa cuando se pasa en ataques y defensas.

Sonó la medianoche y se oyó casi al mismo tiempo sonar la campanilla en la habitación de Milady.

—¡Gran Dios! —exclamó Ketty—. ¡Mi señora me llama! ¡Idos, idos rápido!

D’Artagnan se levantó, cogió su sombrero como si tuviera intención de obedecer; luego, abriendo con presteza la puerta de un gran armario en lugar de abrir la de la escalera, se acurrucó dentro en medio de los vestidos y las batas de Milady.

—¿Qué hacéis? —exclamó Ketty.

D’Artagnan, que de antemano había cogido la llave, se encerró en el armario sin responder.

—¡Bueno! —gritó Milady con voz agria—. ¿Estáis durmiendo? ¿Por qué no venís cuando llamo?

Y D’Artagnan oyó que abrían violentamente la puerta de comunicación.

—Aquí estoy, Milady, aquí estoy —exclamó Ketty lanzándose al encuentro de su ama.

Las dos juntas entraron en el dormitorio, y como la puerta de comunicación quedó abierta, D’Artagnan pudo oír durante algún tiempo todavía a Milady reñir a su sirvienta; luego se calmó, y la conversación recayó sobre él mientras Ketty arreglaba a su ama.

—¡Bueno! —dijo Milady—. Esta noche no he visto a nuestro gascón.

—¡Cómo, señora! —dijo Ketty—. ¿No ha venido? ¿Será infiel antes de ser feliz?

—¡Oh! No, se lo habrá impedido el señor de Tréville o el señor Des Essarts. Me conozco, Ketty, y sé que a ése lo tengo cogido.

—¿Qué hará la señora?

—¿Qué haré?… Tranquilízate, Ketty, entre ese hombre y yo hay algo que él ignora… Ha estado a punto de hacerme perder mi crédito ante Su Eminencia… ¡Oh! Me vengaré.

—Yo creía que la señora lo amaba.

—¿Amarlo yo? Lo detesto. Un necio, que tiene la vida de lord de Winter entre sus manos y que no lo mata y así me hace perder trescientas mil libras de renta.

—Es cierto —dijo Ketty—, vuestro hijo era el único heredero de su tío, y hasta su mayoría vos habríais gozado de su fortuna.

D’Artagnan se estremeció hasta la médula de los huesos al oír a aquella suave criatura reprocharle, con aquella voz estridente que a ella tanto le costaba ocultar en la conversación, no haber matado a un hombre al que él la había visto colmar de amistad.

—Por eso —continuó Milady—, ya me habría vengado en él si el cardenal, no sé por qué, no me hubiera recomendado tratarlo con miramiento.

—¡Oh, si! Pero la señora no ha tratado con miramientos a la mujer que él amaba.

—¡Ah, la mercera de la calle des Fossoyeurs! Pero ¿no se ha olvidado ya él de que existía? ¡Bonita venganza, a fe!

Un sudor frío corría por la frente de D’Artagnan: aquella mujer era un monstruo.

Volvió a escuchar, pero por desgracia el aseo había terminado.

—Está bien —dijo Milady—, volved a vuestro cuarto y mañana tratad de tener una respuesta a la carta que os he dado.

—¿Para el señor de Wardes? —dijo Ketty.

—Claro, para el señor de Wardes.

—Este me parece —dijo Ketty— una persona que debe de ser todo lo contrario que ese pobre señor D’Artagnan.

—Salid, señorita —dijo Milady—, no me gustan los comentarios.

D’Artagnan oyó la puerta que se cerraba, luego el ruido de dos cerrojos que echaba Milady a fin de encerrarse en su cuarto; por su parte, pero con la mayor suavidad que pudo, Ketty dio una vuelta de llave; entonces D’Artagnan empujó la puerta del armario.

—¡Oh, Dios mío! —dijo en voz baja Ketty—. ¿Qué os pasa? ¡Qué pálido estáis!

—¡Abominable criatura! —murmuró D’Artagnan.

—¡Silencio, silencio salid! —dijo Ketty—. No hay más que un tabique entre mi cuarto y el de Milady, se oye en uno todo lo que se dice en el otro.

—Precisamente por eso no me marcharé —dijo D’Artagnan.

—¿Cómo? —dijo Ketty ruborizándose.

—O al menos me marcharé… más tarde.

Y atrajo a Ketty hacia él; no había medio de resistir —¡la resistencia hace tanto ruido!—, por eso Ketty cedió.

Aquello era un movimiento de venganza contra Milady. D’Artagnan encontró que tenían razón al decir que la venganza es placer de dioses. Por eso, con algo de corazón se habría contentado con esta nueva conquista; mas D’Artagnan sólo tenía ambición y orgullo.

Sin embargo, y hay que decirlo en su elogio, el primer empleo que hizo de su influencia sobre Ketty fue tratar de saber por ella qué había sido de la señora Bonacieux; pero la pobre muchacha juró sobre el crucifijo a D’Artagnan que ignoraba todo, pues su ama no dejaba nunca penetrar más que la mitad de sus secretos; sólo creía poder responder que no estaba muerta.

En cuanto a la causa que había estado a punto de hacer perder a Milady su crédito ante el cardenal, Ketty no sabía nada más; pero en esta ocasión D’Artagnan estaba más adelantado que ella: como había visto a Milady en su navío acuartelado en el momento en que él dejaba Inglaterra, sospechó que aquella vez se trataba de los herretes de diamantes.

Pero lo más claro de todo aquello es que el odio verdadero, el odio profundo, el odio inveterado de Milady procedía de que no había matado a su cuñado.

D’Artagnan volvió al día siguiente a casa de Milady. Estaba ella de muy mal humor; D’Artagnan sospechó que era la falta de respuesta del señor de Wardes lo que tanto la molestaba. Ketty entró y Milady la recibió con dureza. Una ojeada que lanzó a D’Artagnan quería decir: ¡Ya veis cuánto sufro por vos!

Sin embargo, al final de la velada, la hermosa leona se dulcificó, escuchó sonriendo la frases dulces de D’Artagnan, incluso le dio la mano a besar.

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