D’Artagnan salió no sabiendo qué pensar; pero como era un muchacho al que no se hacía fácilmente perder la cabeza, al tiempo que hacía su corte a Milady, había esbozado en su mente un pequeño plan.
Encontró a Ketty en la puerta, y como la víspera subió a su cuarto para tener noticias. A Ketty la había reñido mucho, la había acusado de negligencia. Milady no comprendía nada del silencio del conde de Wardes, y le había ordenado entrar en su cuarto a las nueve de la mañana para coger una tercera carta.
D’Artagnan hizo prometer a Ketty que llevaría a su casa esa carta a la mañana siguiente; la pobre joven prometió todo lo que quiso su amante: estaba loca.
Las cosas pasaron como la víspera; D’Artagnan se encerró en su armario. Milady llamó, hizo su aseo, despidió a Ketty y cerró su puerta. Como la víspera, D’Artagnan no volvió a su casa hasta la cinco de la mañana.
A las once, vio llegar a Ketty; llevaba en la mano un nuevo billete de Milady. Aquella vez, la pobre muchacha ni siquiera trató de disputárselo a D’Artagnan: le dejó hacer; pertenecía en cuerpo y alma a su hermoso soldado.
D’Artagnan abrió el billete y leyó lo que sigue:
Esta es la tercera vez que os escribo para deciros que os amo. Tened cuidado de que no os escriba una cuarta vez para deciros que os detesto.
Si os arrepentís de vuestra forma de comportaros conmigo, la joven que os entregue este billete os dirá de qué forma un hombre galante puede obtener su perdón.
D’Artagnan enrojeció y palideció varias veces al leer este billete.
—¡Oh, seguís amándola! —dijo Ketty, que no había separado un instante los ojos del rostro del joven.
—No, Ketty, te equivocas, ya no la amo; pero quiero vengarme de sus desprecios.
—Sí, conozco vuestra venganza; ya me lo habéis dicho.
—¡Qué te importa, Ketty! Sabes de sobra que sólo te amo a ti.
—¿Cómo se puede saber eso?
—Por el desprecio que haré de ella.
Ketty suspiró.
D’Artagnan cogió una pluma y escribió:
Señora, hasta ahora había dudado de que fuese yo el destinatario de esos dos billetes vuestros, tan indigno me creía de semejante honor; además, estaba tan enfermo que en cualquier caso hubiese dudado en responder.
Pero hoy debo creer en el exceso de vuestras bondades porque no sólo vuestra carta, sino vuestra criada también, me asegura que tengo la dicha de ser amado por vos.
No tiene ella necesidad de decirme de qué manera un hombre galante puede obtener su perdón. Por tanto, iré a pediros el mío esta noche a las once. Tardar un día sería ahora a mis ojos haceros una nueva ofensa.
Aquel a quien habéis hecho el más feliz de los hombres.
C
ONDE DE
W
ARDES
.
Este billete era, en primer lugar, falso; en segundo lugar una indelicadeza; incluso era, desde el punto de vista de nuestras costumbres actuales, algo como una infamia; pero no se tenían tantos miramientos en aquella época como se tienen hoy. Por otro lado D’Artagnan, por confesión propia, sabía a Milady culpable de traición a capítulos más importantes y no tenía por ella sino una estima muy endeble. Y sin embargo, pese a esa poca estima, sentía que una pasión insensata por aquella mujer le quemaba. Pasión embriagada de desprecio; pero pasión o sed, como se quiera.
La intención de D’Artagnan era muy simple; por la habitación de Ketty llegaba él a la de su ama; se beneficiaba del primer momento de sorpresa, de vergüenza, de terror para triunfar de ella; quizá fracasara, pero había que dejar algo al azar. Dentro de ocho días se iniciaba la campaña y había que partir; D’Artagnan no tenía tiempo de hilar el amor perfecto.
—Toma —dijo el joven entregando a Ketty el billete completamente cerrado— dale esta carta a Milady; es la respuesta del señor de Wardes.
La pobre Ketty se puso pálida como la muerte, sospechaba lo que contenía aquel billete.
—Escucha, querida niña —le dijo D’Artagnan—, comprendes que esto debe terminar de una forma o de otra; Milady puede descubrir que le has entregado el primer billete a mi criado en lugar de entregárselo al criado del conde; que soy yo quien ha abierto los otros que tenían que haber sido abiertos por el señor de Wardes; entonces Milady te echa y ya la conoces, no es una mujer como para quedarse en esa venganza.
—¡Ay! —dijo Ketty—. ¿Por quién me he expuesto a todo esto?
—Por mí, lo sabes bien hermosa mía —dijo el joven—, y por esto te estoy muy agradecido, te lo juro.
—Pero ¿qué contiene vuestro billete?
—Milady te lo dirá.
—¡Ay, vos no me amáis —exclamó Ketty—, y soy muy desgraciada!
Este reproche tuvo una respuesta con la que siempre se engañan las mujeres: D’Artagnan respondió de forma que Ketty permaneciese en el error más grande.
Sin embargo, ella lloró mucho antes de decidirse a entregar aquella carta a Milady; por fin se decidió, que es todo lo que D’Artagnan quería.
Además le prometió que aquella noche saldría temprano de casa de su ama y que al salir del salón del ama iría a su cuarto.
Esta promesa acabó por consolar a la pobre Ketty.
D
esde que los cuatro amigos estaban a la caza cada cual de su equipo, no había entre ellos reunión fija. Cenaban unos sin otros, donde cada uno se encontraba, o mejor, donde se podía. El servicio, por su lado, les llevaba también una buena parte de su precioso tiempo, que transcurría tan deprisa. Habían convenido solamente en encontrarse una vez por semana, hacia la una en el alojamiento de Athos, dado que este último, según el juramento que había hecho, no pasaba del umbral de su puerta.
El mismo día en que Ketty había ido a buscar a D’Artagnan a su casa era día de reunión.
Apenas hubo salido Ketty, D’Artagnan se dirigió hacia la calle Férou.
Encontró a Athos y Aramis que filosofaban. Aramis tenía ciertas veleidades de volver a ponerse la sotana. Athos, según su costumbre, ni lo disuadía ni lo alentaba. Athos era de la opinión de dejar a cada cual a su libre albedrío. Nunca daba consejos a no ser que se los pidieran. E incluso había que pedírselos dos veces.
—En general, no se piden consejos —decía— más que para no seguirlos; o, si se siguen, es para tener a alguien a quien se puede reprochar el haberlos dado.
Porthos llegó un momento después de D’Artagnan. Los cuatro amigos estaban, pues, reunidos.
Los cuatro rostros expresaban cuatro sentimientos distintos: el de Porthos tranquilidad; el de D’Artagnan, esperanza; el de Aramis, inquietud; el de Athos, despreocupación.
Al cabo de un instante de conversación en la cual Porthos dejó entrever que una persona situada muy arriba había tenido a bien encargarse de sacarle del apuro, entró Mosquetón.
Venía a rogar a Porthos que pasase a su alojamiento, donde su presencia era urgente, según decía con aire muy lastimoso.
—¿Es mi equipo? —preguntó Porthos.
—Sí y no —respondió Mosquetón.
—Pero ¿qué es lo que quieres decir?…
—Venid, señor.
Porthos se levantó, saludó a sus amigos y siguió a Mosquetón.
Un instante después, Bazin apareció en el umbral de la puerta.
—¿Para qué me queréis, amigo mío? —dijo Aramis con aquella dulzura de lenguaje que se observaba en él cada vez que sus ideas lo llevaban hacia la iglesia.
—Un hombre espera al señor en casa —respondió Bazin.
—¡Un hombre! ¿Qué hombre?
—Un mendigo.
—Dadle limosna, Bazin, y decidle que ruegue por un pobre pecador.
—Ese mendigo quiere forzosamente hablaros, y pretende que estaréis encantado de verlo.
—¿No ha dicho nada de particular para mí?
—Sí. Si el señor Aramis, ha dicho, duda en venir a buscarme, le anunciaréis que llego de Tours.
—¿De Tours? —exclamó Aramis—. Señores, mil perdones, pero sin duda este hombre me trae noticias que esperaba.
Y levantándose al punto se alejó rápidamente.
Quedaron Athos y D’Artagnan.
—Creo que esos muchachos han encontrado su solución. ¿Qué pensáis, D’Artagnan? —dijo Athos.
—Sé que Porthos lleva camino de conseguirlo —dijo D’Artagnan—; y en cuanto a Aramis, a decir verdad, nunca me ha preocupado mucho; pero vos, mi querido Athos, vos que tan generosamente habéis distribuido las pistolas del inglés que eran vuestra legítima, ¿qué vais a hacer?
—Estoy muy contento de haber matado a ese maldito, querido, dado que es pan bendito matar un inglés, pero si me hubiera embolsado sus pistolas me pesarían como un remordimiento.
—¡Vamos, mi querido Athos! Realmente tenéis ideas inconcebibles.
—¡Dejémoslo, dejémoslo! El señor de Tréville, que me hizo el honor de visitarme ayer, me dijo que frecuentáis a esos ingleses sospechosos que protege el cardenal.
—Eso quiere decir que visito una inglesa de la que ya os he hablado.
—Ah, sí, la mujer rubia respecto a la cual os he dado consejos que naturalmente os habéis cuidado mucho de seguir.
—Os he dado mis razones.
—Sí, veis ahí vuestro equipo, según creo por lo que me habéis dicho.
—¡Nada de eso! He conseguido la certeza de que esa mujer tiene algo que ver con el rapto de la señora Bonacieux.
—Sí, comprendo; para encontrar a una mujer, hacéis la corte a otra: es el camino más largo, pero el más divertido.
D’Artagnan estuvo a punto de contárselo todo a Athos; pero un punto lo detuvo: Athos era un gentilhombre severo sobre el pundonor, y en todo aquel pequeño plan que nuestro enamorado había fijado respecto a Milady había ciertas cosas que de antemano, estaba seguro de ello, no obtendrían el asentimiento del puritano; prefirió, pues, guardar silencio, y como Athos era el hombre menos curioso de la tierra, las confidencias de D’Artagnan se quedaron ahí.
Dejaremos, pues, a los dos amigos, que no tenían nada muy importante que decirse, para seguir a Aramis.
A la nueva de que el hombre que quería hablarle llegaba de Tours, ya hemos visto con qué rapidez el joven había seguido, o mejor, adelantado a Bazin; no dio, pues, más que un salto de la calle Férou a la calle de Vaugirard.
Al entrar en su casa, encontró efectivamente a un hombre de estatura baja y ojos inteligentes, pero cubierto de harapos.
—¿Sois vos quien preguntáis por mí? —dijo el mosquetero.
—Yo pregunto por el señor Aramis; ¿sois vos quien os llamáis así?
—Yo mismo; ¿tenéis algo que entregarme?
—Sí, si me mostráis cierto pañuelo bordado.
—Helo aquí —dijo Aramis sacando una llave de su pecho y abriendo un cofrecito de madera de ébano incrustado de nácar—, helo aquí, mirad.
—Está bien —dijo el mendigo—, despedid a vuestro lacayo.
En efecto, Bazin, curioso por saber lo que el mendigo quería de su maestro, había acompasado el paso al suyo, y había llegado casi al mismo tiempo que él; pero esta celeridad no le sirvió de gran cosa; a la invitación del mendigo, su amo le hizo seña de retirarse, y no tuvo más remedio que obedecer.
Una vez que Bazin salió, el mendigo lanzó una mirada rápida en torno a él, a fin de asegurarse de que nadie podía verlo ni oírlo, y abriendo su vestido harapiento mal apretado por un cinturón de cuero, se puso a descoser la parte alta de su jubón, de donde sacó una carta.
Aramis lanzó un grito de alegría a la vista del sello, besó la escritura, y con un respeto casi religioso abrió la epístola, que contenía lo que sigue:
Amigo, la suerte quiere que sigamos separados por algún tiempo aún; mas los hermosos días de la juventud no se han perdido sin retorno. Cumplid vuestro deber en el campamento; yo cumplo el mío en otra parte; haced la campaña como gentilhombre valiente, y pensad en mí, que beso tiernamente vuestros ojos negros.
¡Adiós, o mejor, hasta luego!
El mendigo seguía descosiendo; de sus sucios vestidos sacó una a una ciento cincuenta pistolas dobles de España, que alineó sobre la mesa; luego, abrió la puerta, saludó y partió antes de que el joven, estupefacto, hubiera osado dirigirle la palabra.
Aramis releyó entonces la carta, y se dio cuenta de que aquella carta tenía un post-scriptum.
P.S. Podéis acoger al portador, que es conde y grande de España.
—¡Sueños dorados! —exclamó Aramis—. ¡Oh hermosa vida! Sí, somos jóvenes. Sí, aún tendremos días felices. ¡Oh, para ti, para ti, amor mío, mi sangre, mi vida, todo, todo, mi bella dueña!
Y besaba la carta con pasión sin mirar siquiera el oro que centelleaba sobre la mesa.
Bazin llamó suavemente a la puerta; Aramis no tenía ya motivo para mantenerlo a distancia; le permitió entrar.
Bazin quedó estupefacto a la vista de aquel oro y olvidó que venía a anunciar a D’Artagnan, que, curioso por saber quién era el mendigo, venía a casa de Aramis al salir de la de Athos.
Pero como D’Artagnan no se preocupaba mucho con Aramis, al ver que Bazin olvidaba anunciarlo, se anunció él mismo.
—¡Diablo, mi querido Aramis! —dijo D’Artagnan—. Si esto son las ciruelas que os envían de Tours, presentaréis mis respetos al jardinero que las cosecha.
—Os equivocáis, querido —dijo Aramis siempre discreto—, es mi librero, que acaba de enviarme el precio de aquel poema en versos de una sílaba que comencé allá.
—¡Ah, claro! —dijo D’Artagnan—. Pues bien, vuestro librero es generoso, mi querido Aramis, es todo cuanto puedo deciros.
—¡Cómo, señor! —exclamó Bazin—. ¿Tan caro se vende un poema? ¡Es increíble! Oh, señor, haced cuantos queráis, podéis convertiros en el émulo del señor de Voiture y del señor de Benserade. También a mí me gusta esto. Un poeta es casi un abate. ¡Ah, señor Aramis, meteos, pues, a poeta, os lo suplico!
—Bazin, amigo mío —dijo Aramis—, creo que os estáis mezclando en la conversación.
Bazin comprendió que se había equivocado; bajó la cabeza y salió.
—¡Vaya! —dijo D’Artagnan con una sonrisa—. Vendéis vuestras producciones a peso de oro, sois muy afortunado, amigo mío; pero tened cuidado, vais a perder esa carta que sale de vuestra casaca, y que sin duda también es de vuestro librero.
Aramis se puso rojo hasta el blanco de los ojos, volvió a meter su carta y a abotonar su jubón.
—Mi querido D’Artagnan —dijo—, vayamos si os parece en busca de nuestros amigos; y puesto que soy rico, hoy volveremos a comer juntos a la espera de que vos seáis rico en otra ocasión.