—¡Bah! —dijo Athos—. Nosotros seguimos con sed.
—Si os hubierais contentado con beber, todavía; pero habéis roto todas las botellas.
—Me habéis empujado sobre un montón que se ha venido abajo. Vuestra es la culpa.
—Todo mi aceite perdido!
—El aceite es un bálsamo soberano para las heridas, y era preciso que el pobre Grimaud se curase las que vos le habéis hecho.
—¡Todos mis salchichones roídos!
—Hay muchas ratas en esa bodega.
—Vais a pagarme todo eso —exclamó el hostelero exasperado.
—¡Triple bribón! —dijo Athos levantándose. Pero volvió a caer en seguida; acababa de dar la medida de sus fuerzas. D’Artagnan vino en su ayuda alzando su fusta.
El hostelero retrocedió un paso y se puso a llorar a mares.
—Esto os enseñará —dijo D’Artagnan— a tratar de una forma más cortés a los huéspedes que Dios os envía…
—¿Dios? ¡Mejor diréis el diablo!
—Mi querido amigo —dijo D’Artagnan—, si seguís dándonos la murga, vamos a encerrarnos los cuatro en vuestra bodega a ver si el estropicio ha sido tan grande como decís.
—Bueno, señores —dijo el hostelero—, me he equivocado, lo confieso, pero todo pecado tiene su misericordia; vosotros sois señores, y yo soy un pobre alberguista, tened piedad de mí.
—Ah, si hablas así —dijo Athos—, vas a ablandarme el corazón, y las lágrimas van a correr de mis ojos como el vino corría de tus toneles. No era tan malo el diablo como lo pintan. Veamos, ven aquí y hablaremos.
El hostelero se acercó con inquietud.
—Ven, lo digo, y no tengas miedo —continuó Athos—. En el momento que iba a pagarte, puse mi bolsa sobre la mesa.
—Sí, monseñor.
—Aquella bolsa contenía sesenta pistolas, ¿dónde está?
—Depositada en la escribanía, monseñor; habían dicho que era moneda falsa.
—Pues bien, haz que te devuelvan mi bolsa, y quédate con las sesenta pistolas.
—Pero monseñor sabe bien que el escribano no suelta lo que coge. Si era moneda falsa todavía quedaría la esperanza; pero desgraciadamente son piezas buenas.
—Arréglatelas, mi buen hombre, eso no me afecta, tanto más cuanto que no me queda una libra.
—Veamos —dijo D’Artagnan—, el viejo caballo de Athos, ¿dónde está?
—En la cuadra.
—¿Cuánto vale?
—Cincuenta pistolas a lo sumo.
—Vale ochenta; quédatelo, y no hay más que hablar.
—¡Cómo! ¿Tú vendes mi caballo? —dijo Athos—. ¿Tú vendes mi Bayaceto? Y ¿en qué haré la guerra? ¿Encima de Grimaud?
—Te he traído otro —dijo D’Artagnan.
—¿Otro?
—¡Y magnífico! —exclamó el hostelero.
—Entonces, si hay otro más hermoso y más joven, quédate con el viejo y a beber.
—¿De qué? —preguntó el hostelero completamente sosegado.
—De lo que hay al fondo, junto a las traviesas; todavía quedan veinticinco botellas; todas las demás se rompieron con mi caída. Sube seis.
—¡Este hombre es una cuba! —dijo el hostelero para sí mismo—. Si se queda aquí quince días y paga lo que bebe, sacará a flote nuestros asuntos.
—Y no olvides —continuó D’Artagnan— de subir cuatro botellas semejantes para los dos señores ingleses.
—Ahora —dijo Athos—, mientras esperamos a que nos traigan el vino, cuéntame, D’Artagnan, qué ha sido de los otros; veamos.
D’Artagnan le contó cómo había encontrado a Porthos en su lecho con un esguince y a Aramis en su mesa con dos teólogos. Cuando acababa, el hostelero volvió con las botellas pedidas y un jamón que, afortunadamente para él, había quedado fuera de la bodega.
—Está bien —dijo Athos llenando su vaso y el de D’Artagnan por lo que se refiere a Porthos y Aramis; pero vos, amigo mío, ¿qué habéis hecho y qué os ha ocurrido a vos? Encuentro que tenéis un aire siniestro.
—¡Ay! —dijo D’Artagnan—. Es que soy el más desgraciado de todos nosotros.
—¡Tú desgraciado, D’Artagnan! —dijo Athos—. Veamos, ¿cómo eres desgraciado? Dime eso.
—Más tarde —dijo D’Artagnan.
—¡Más tarde! Y ¿por qué más tarde? ¿Porque crees que estoy borracho, D’Artagnan? Acuérdate siempre de esto: nunca tengo las ideas más claras que con el vino. Habla, pues, soy todo oídos.
D’Artagnan contó su aventura con la señora Bonacieux.
Athos escuchó sin pestañear; luego, cuando hubo acabado:
—Miserias todo eso —dijo Athos—, miserias.
Era la expresión de Athos.
—¡Siempre decís
miserias
, mi querido Athos! —dijo D’Artagnan—. Eso os sienta muy mal a vos, que nunca habéis amado.
El ojo muerto de Athos se inflamó de pronto, pero no fue más que un destello; en seguida se volvió apagado y vacío como antes.
—Es cierto —dijo tranquilamente—, nunca he amado.
—¿Veis, corazón de piedra —dijo D’Artagnan—, que os equivocáis siendo duro con nuestros corazones tiernos?
—Corazones tiernos, corazones rotos —dijo Athos.
—¿Qué decís?
—Digo que el amor es una lotería en la que el que gana, gana la muerte. Sois muy afortunado por haber perdido, creedme, mi querido D’Artagnan. Y si tengo algún consejo que daros, es perder siempre.
—Ella parecía amarme mucho.
—Ella parecía.
—¡Oh, me amaba!
—¡Infantil! No hay un hombre que no haya creído como vos que su amante lo amaba y no hay ningún hombre que no haya sido engañado por su amante.
—Excepto vos, Athos, que nunca la habéis tenido.
—Es cierto —dijo Athos tras un momento de silencio—, yo nunca la he tenido. ¡Bebamos!
—Pero ya que estáis filósofo —dijo D’Artagnan—, instruidme, ayudadme; necesito saber y ser consolado.
—Consolado ¿de qué?
—De mi desgracia.
—Vuestra desgracia da risa —dijo Athos encogiéndose de hombros—; me gustaría saber lo que diríais si yo os contase una historia de amor.
—¿Sucedida a vos?
—O a uno de mis amigos, qué importa.
—Hablad, Athos, hablad.
—Bebamos, haremos mejor.
—Bebed y contad.
—Cierto que es posible —dijo Athos vaciando y volviendo a llenar su vaso—, las dos cosas van juntas de maravilla.
—Escucho —dijo D’Artagnan.
Athos se recogió y, a medida que se recogía, D’Artagnan lo veía palidecer; estaba en ese período de la embriaguez en que los bebedores vulgares caen y duermen. Él, él soñaba en voz alta sin dormir. Aquel sonambulismo de la borrachera tenía algo de espantoso.
—¿Lo queréis? —preguntó.
—Os lo ruego —dijo D’Artagnan.
—Sea como deseáis. Uno de mis amigos, uno de mis amigos, oís bien, no yo —dijo Athos interrumpiéndose con una sonrisa sombría—; uno de los condes de mi provincia, es decir, del Berry, noble como un Dandolo o un Montmorency
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, se enamoró a los veinticinco años de una joven de dieciséis, bella como el amor. A través de la ingenuidad de su edad apuntaba un espíritu ardiente, un espíritu no de mujer, sino de poeta; ella no gustaba, embriagaba; vivía en una aldea, junto a su hermano, que era cura. Los dos habían llegado a la región, venían no se sabía de dónde; pero al verla tan hermosa y al ver a su hermano tan piadoso nadie pensó en preguntarles de dónde venían. Por lo demás se los suponía de buena extracción. Mi amigo, que era el señor de la región, hubiera podido seducirla o tomarla por la fuerza, a su gusto, era el amo: ¿quién habría venido en ayuda de dos extraños, de dos desconocidos? Por desgracia era un hombre honesto, la desposó. ¡El tonto, el necio, el imbécil!
—Pero ¿por qué, si la amaba? —preguntó D’Artagnan.
—Esperad —dijo Athos—. La llevó a su castillo y la hizo la primera dama de su provincia; y hay que hacerle justicia, cumplía perfectamente con su rango.
—¿Y? —preguntó D’Artagnan.
—Y un día que ella estaba de caza con su marido —continuó Athos en voz baja y hablando muy deprisa—, ella se cayó del caballo y se desvaneció: el conde se lanzó en su ayuda, y como se ahogaba en sus vestidos, los hendió con su puñal y quedó al descubierto el hombro. ¿Adivináis lo que tenía en el hombro, D’Artagnan? —dijo Athos con un gran estallido de risa.
—¿Puedo saberlo? —preguntó D’Artagnan.
—Una flor de lis —dijo Athos—. ¡Estaba marcada!
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Y Athos vació de un solo trago el vaso que tenía en la mano.
—¡Horror! —exclamó D’Artagnan—. ¿Qué me decís?
—La verdad. Querido, el ángel era un demonio. La pobre joven había robado.
—¿Y qué hizo el conde?
—El conde era un gran señor, tenía sobre sus tierras derecho de horca y cuchillo: acabó de desgarrar los vestidos de la condesa, le ató las manos a la espalda y la colgó de un árbol.
—¡Cielos! ¡Athos! ¡Un asesinato! —exclamó D’Artagnan.
—Sí, un asesinato, nada más —dijo Athos pálido como la muerte—. Pero me parece que me están dejando sin vino.
Y Athos cogió por el gollete la última botella que quedaba, la acercó a su boca y la vació de un solo trago, como si fuera un vaso normal.
Luego se dejó caer con la cabeza entre sus dos manos; D’Artagnan permaneció ante él, parado de espanto.
—Eso me ha curado de las mujeres hermosas, poéticas y amorosas —dijo Athos levantándose y sin continuar el apólogo del conde—. ¡Dios os conceda otro tanto! ¡Bebamos!
—¿Así que ella murió? —balbuceó D’Artagnan.
—¡Pardiez! —dijo Athos—. Pero tended vuestro vaso. ¡Jamón, pícaro! —gritó Athos—. No podemos beber más.
—¿Y su hermano? —añadió tímidamente D’Artagnan.
—¿Su hermano? —repuso Athos.
—Sí, el cura.
—¡Ah! Me informé para colgarlo también; pero había puesto pies en polvorosa, había dejado su curato la víspera.
—¿Se supo al menos lo que era aquel miserable?
—Era sin duda el primer amante y el cómplice de la hermosa, un digno hombre que había fingido ser cura quizá para casar a su amante y asegurarse una fortuna. Espero que haya sido descuartizado.
—¡Oh, Dios mío, Dios mío! —dijo D’Artagnan, completamente aturdido por aquella horrible aventura.
—Comed ese jamón, D’Artagnan, es exquisito —dijo Athos cortando una loncha que puso en el plato del joven—. ¡Qué pena que sólo hubiera cuatro como éste en la bodega!
D’Artagnan no podía seguir soportando aquella conversación, que lo enloquecía; dejó caer su cabeza entre sus dos manos y fingió dormirse.
—Los jóvenes no saben beber —dijo Athos mirándolo con piedad—. ¡Y sin embargo éste es de los mejores…!
D’
Artagnan había quedado aturdido por la horrible confesión de Athos; sin embargo, muchas de las cosas parecían oscuras en aquella semirrevelación; en primer lugar, había sido hecha por un hombre completamente ebrio a un hombre que lo estaba a medias, y no obstante, pese a esa ola que hace subir al cerebro el vaho de dos o tres botellas de borgoña, D’Artagnan, al despertarse al día siguiente, tenía cada palabra de Athos tan presente en su espíritu como si a medida que habían caído de su boca se hubieran impreso en su espíritu. Toda aquella duda no hizo sino darle un deseo más vivo de llegar a una certidumbre, y pasó a la habitación de su amigo con la intención bien meditada de reanudar su conversación de la víspera; pero encontró a Athos con la cabeza completamente sentada, es decir, el más fino y más impenetrable de los hombres.
Por lo demás, el mosquetero, después de haber cambiado con él un apretón de manos, se le adelantó con el pensamiento.
—Estaba muy borracho ayer, mi querido D’Artagnan —dijo—; me he dado cuenta esta mañana por mi lengua, que estaba todavía muy espesa y por mi pulso, que aún estaba muy agitado; apuesto a que dije mil extravagancias.
Y al decir estas palabras miró a su amigo con una fijeza que lo embarazó.
—No —replicó D’Artagnan—, y si no recuerdo mal, no habéis dicho nada muy extraordinario.
—¡Ah, me asombráis! Creía haberos contado una historia de las más lamentables.
Y miraba al joven como si hubiera querido leer en lo más profundo de su corazón.
—A fe mía —dijo D’Artagnan—, parece que yo estaba aún más borracho que vos, puesto que no me acuerdo de nada.
Athos no se fió de esta palabra y prosiguió:
—No habréis dejado de notar, mi querido amigo, que cada cual tiene su clase de borrachera: triste o alegre; yo tengo la borrachera triste, y cuando alguna vez me emborracho, mi manía es contar todas las historias lúgubres que la tonta de mi nodriza me metió en el cerebro. Ese es mi defecto, defecto capital, lo admito; pero, dejando eso a un lado, soy buen bebedor.
Athos decía esto de una forma tan natural que D’Artagnan quedó confuso en su convicción.
—Oh, de algo así me acuerdo, en efecto —prosiguió el joven tratando de volver a coger la verdad—, me acuerdo de algo así como que hablamos de ahorcados, pero como se acuerda uno de un sueño.
—¡Ah, lo veis! —dijo Athos palideciendo y, sin embargo, tratando de reír—. Estaba seguro, los ahorcados son mi pesadilla.
—Sí, sí —prosiguió D’Artagnan—, y, ya está, la memoria me vuelve: sí, se trataba…, esperad…, se trataba de una mujer.
—¿Lo veis? —respondió Athos volviéndose casi lívido—. Es mi famosa historia de la mujer rubia, y cuando la cuento es que estoy borracho perdido.
—Sí, eso es —dijo D’Artagnan—, la historia de la mujer rubia, alta y hermosa, de ojos azules.
—Sí, y colgada.
—Por su marido, que era un señor de vuestro conocimiento continuó D’Artagnan mirando fijamente a Athos.
—¡Y bien! Ya veis cómo se compromete un hombre cuando no sabe lo que se dice —prosiguió Athos encogiéndose de hombros como si tuviera piedad de sí mismo—. Decididamente, no quiero emborracharme más, D’Artagnan, es una mala costumbre.
D’Artagnan guardó silencio.
Luego Athos, cambiando de pronto de conversación:
—A propósito —dijo—, os agradezco el caballo que me habéis traído.
—¿Es de vuestro gusto? —preguntó D’Artagnan.
—Sí, pero no es un caballo de aguante.
—Os equivocáis; he hecho con él diez leguas en menos de hora y media, y no parecía más cansado que si hubiera dado una vuelta a la plaza Saint-Sulpice.
—Pues me dais un gran disgusto.
—¿Un gran disgusto?
—Sí, porque me he deshecho de él.
—¿Cómo?
—Estos son los hechos: esta mañana me he despertado a las seis, vos dormíais como un tronco, y yo no sabía qué hacer; estaba todavía completamente atontado de nuestra juerga de ayer; bajé al salón y vi a uno de nuestros ingleses que ajustaba un caballo con un tratante por haber muerto ayer el suyo a consecuencia de un vómito de sangre. Me acerqué a él, y como vi que ofrecía cien pistolas por un alazán tostado: «Por Dios —le dije—, gentilhombre, también yo tengo un caballo que vender». «Y muy bueno incluso —dijo él—. Lo vi ayer, el criado de vuestro amigo lo llevaba de la mano». «¿Os parece que vale cien pistolas?» «Sí». «¿Y queréis dármelo por ese precio?» «No, pero os lo juego». «¿Me lo jugáis?» «Sí». «¿A qué?» «A los dados». Y dicho y hecho; y he perdido el caballo. ¡Ah, pero también —continuó Athos— he vuelto a ganar la montura!