Sólo allí le volvió la memoria, movió la cabeza, divisó la taberna en que había dejado a Aramis y, poniendo su caballo al trote, se detuvo en la puerta.
Aquella vez no fue un hostelero, sino una hostelera quien lo recibió; D’Artagnan era fisonomista, envolvió de una ojeada la gruesa cara alegre del ama del lugar, y comprendió que no había necesidad de disimular con ella ni había nada que temer de parte de una fisonomía tan alegre.
—Mi buena señora —le preguntó D’Artagnan—, ¿podríais decirme qué ha sido de uno de mis amigos, a quien nos vimos forzados a dejar aquí hace una docena de días?
—¿Un guapo joven de veintitrés a veinticuatro años, dulce, amable, bien hecho?
—¿Y además herido en un hombro?
—Eso es.
—Precisamente.
—Pues bien, señor sigue estando aquí.
—¡Bien, mi querida señora! —dijo D’Artagnan poniendo pie en tierra y lanzando la brida de su caballo al brazo de Planchet—. Me devolvéis la vida. ¿Dónde está mi querido Aramis, para que lo abrace? Porque, lo confieso, tengo prisa por volverlo a ver.
—Perdón, señor, pero dudo de que pueda recibiros en este momento.
—¿Y eso por qué? ¿Es que está con una mujer?
—¡Jesús! ¡No digáis eso! ¡El pobre muchacho! No, señor, no está con una mujer.
—Pues, ¿con quién entonces?
—Con el cura de Montdidier y el superior de los jesuitas de Amiens.
—¡Dios mío! —exclamó D’Artagnan—. El pobre muchacho está peor.
—No, señor, al contrario; pero a consecuencia de su enfermedad, la gracia le ha tocado y está decidido a entrar en religión.
—Es justo —dijo D’Artagnan—, había olvidado que no era mosquetero más que por ínterin.
—¿El señor insiste en verlo?
—Más que nunca.
—Pues bien, el señor no time más que tomar la escalera de la derecha en el patio, en el segundo, número cinco.
D’Artagnan se lanzó en la dirección indicada y encontró una de esas escaleras exteriores como las que todavía vemos hoy en los patios de los antiguos albergues. Pero no se llegaba así donde el futuro abad; el paso a la habitación de Aramis estaba guardado ni más ni menos que como los jardines de Armida
[126]
; Bazin estaba en el corredor y le impidió el paso con tanta mayor intrepidez cuanto que, tras muchos años de pruebas, Bazin se veía por fin a punto de llegar al resultado que eternamente había ambicionado.
En efecto, el sueño del pobre Bazin había sido siempre el de servir a un hombre de iglesia, y esperaba con impaciencia el momento siempre entrevisto en el futuro en que Aramis tiraría por fin la casaca a las ortigas para tomar la sotana. La promesa renovada cada día por el joven de que el momento no podía tardar era lo único que lo había retenido al servicio del mosquetero, servicio en el cual, según decía, no podía dejar de perder su alma.
Bazin estaba, pues, en el colmo de la alegría. Según toda probabilidad, aquella vez su maestro no se desdiría. La reunión del dolor físico con el dolor moral había producido el efecto tanto tiempo deseado: Aramis, sufriendo a la vez del cuerpo y del alma, había posado por fin sus ojos y su pensamiento en la religión, y había considerado como una advertencia del cielo el doble accidente que le había ocurrido, es decir, la desaparición súbita de su amante y su herida en el hombro.
Se comprende que en la disposición en que se encontraba nada podía ser más desagradable para Bazin que la llegada de D’Artagnan, que podía volver a arrojar a su amo en el torbellino de las ideas mundanas que lo habían arrastrado durante tanto tiempo. Resolvió, pues, defender bravamente la puerta; y como, traicionado por la dueña del albergue, no podía decir que Aramis estaba ausente, trato de probar al recién llegado que sería el colmo de la indiscreción molestar a su amo durante la piadosa conferencia que había entablado desde la mañana y que, a decir de Bazin, no podía terminar antes de la noche.
Pero D’Artagnan no tuvo en cuenta para nada el elocuente discurso de maese Bazin, y como no se preocupaba de entablar polémica con el criado de su amigo, lo apartó simplemente con una mano y con la otra giró el pomo de la puerta número cinco.
La puerta se abrió y D’Artagnan penetró en la habitación.
Aramis, con un gabán negro, con la cabeza aderezada con una especie de tocado redondo y plano que no se parecía demasiado a un gorro estaba sentado ante una mesa oblonga cubierta de rollos de papel y de enormes infolios; a su derecha estaba sentado el superior de los jesuitas y a su izquierda el cura de Montdidier. Las cortinas estaban echadas a medias y no dejaban penetrar más que una luz misteriosa, aprovechada para una plácida ensoñación. Todos los objetos mundanos que pueden sorprender a la vista cuando se entra en la habitación de un joven, y sobre todo cuando ese joven es mosquetero, habían desaparecido como por encanto; y por miedo, sin duda, a que su vista no volviese a llevar a su amo a las ideas de este mundo, Bazin se había apoderado de la espada, las pistolas, el sombrero de pluma, los brocados y las puntillas de todo género y toda especie.
En su lugar y sitio D’Artagnan creyó vislumbrar en un rincón oscuro como una forma de disciplina colgada de un clavo de la pared.
Al ruido que hizo D’Artagnan al abrir la puerta, Aramis alzó la cabeza y reconoció a su amigo. Pero para gran asombro del joven, su vista no pareció producir gran impresión en el mosquetero, tan apartado estaba su espíritu de las cosas de la tierra.
—Buenos días, querido D’Artagnan —dijo Aramis—; creed que me alegro de veros.
—Y yo también —dijo D’Artagnan—, aunque todavía no esté muy seguro de que sea a Aramis a quien hablo.
—Al mismo, amigo mío, al mismo; pero ¿qué os ha podido hacer dudar?
—Tenía miedo de equivocarme de habitación, y he creído entrar en la habitación de algún hombre de iglesia; luego, otro error se ha apoderado de mí al encontraros en compañía de estos señores: que estuvieseis gravemente enfermo.
Los dos hombres negros lanzaron sobre D’Artagnan, cuya intención comprendieron, una mirada casi amenazadora; pero D’Artagnan no se inquietó por ella.
—Quizá os molesto, mi querido Aramis —continuó D’Artagnan— porque, por lo que veo, estoy tentado de creer que os confesáis a estos señores.
Aramis enrojeció perceptiblemente.
—¿Vos molestarme? ¡Oh! Todo lo contrario, querido amigo, os lo juro; y como prueba de lo que digo, permitidme que me alegre de veros sano y salvo.
«¡Ah, por fin se acuerda! —pensó D’Artagnan—. No va mal la cosa».
—Porque el señor, que es mi amigo, acaba de escapar a un rudo peligro —continuó Aramis con unción, señalando con la mano a D’Artagnan a los dos eclesiásticos.
—Alabad a Dios, señor —respondieron éstos inclinándose al unísono.
—No he dejado de hacerlo, reverendos —respondió el joven devolviéndoles a su vez el saludo.
—Llegáis a propósito, querido D’Artagnan —dijo Aramis—, y vos vais a iluminarnos, tomando parte en la discusión, con vuestras luces. El señor principal de Amiens, el señor cura de Montdidier y yo, argumentamos sobre ciertas cuestiones teológicas cuyo interés nos cautiva desde hace tiempo; yo estaría encantado de contar con vuestra opinión.
—La opinión de un hombre de espada carece de peso —respondió D’Artagnan, que comenzaba a inquietarse por el giro que tomaban las cosas—, y vos podéis ateneros, creo yo, a la ciencia de estos señores.
Los dos hombres negros saludaron a su vez.
—Al contrario —prosiguió Aramis—, y vuestra opinión nos será preciosa. He aquí de lo que se trata: el señor principal cree que mi tesis debe ser sobre todo dogmática y didáctica.
—¡Vuestra tesis! ¿Hacéis, pues, una tesis?
—Por supuesto —respondió el jesuita—; para el examen que precede a la ordenación, es de rigor una tesis.
—¡La ordenación! —exclamó D’Artagnan, que no podía creer en lo que le habían dicho sucesivamente la hostelera y Bazin—. ¡La ordenación!
Y paseaba sus ojos estupefactos sobre los tres personajes que tenía delante de sí.
—Ahora bien —continuó Aramis tomando en su butaca la misma pose graciosa que hubiera tornado de estar en una callejuela, y examinando con complacencia su mano Blanca y regordeta como mano de mujer, que tenía en el aire para hacer bajar la sangre—; ahora bien, como habéis oído, D’Artagnan, el señor principal quisiera que mi tesis fuera dogmática, mientras que yo querría que fuese ideal. Por eso es por lo que el señor principal me proponía ese punto que no ha sido aún tratado, en el cual reconozco que hay materia para desarrollos magníficos:
«Utraque manus in benedicendo clericis inferioribus necessaria est».
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D’Artagnan, cuya erudición conocemos, no parpadeó ante esta cita más de lo que había hecho el señor de Tréville a propósito de los presentes que pretendía D’Artagnan haber recibido del señor de Buckingham.
—Lo cual quiere decir —prosiguió Aramis para facilitarle las cosas—: las dos manos son indispensables a los sacerdotes de órdenes inferiores cuando dan la bendición.
—¡Admirable tema! —exclamó el jesuita.
—¡Admirable y dogmático! —repitió el cura, que de igual fuerza aproximadamente que D’Artagnan en latín, vigilaba cuidadosamente al jesuita para pisarle los talones y repetir sus palabras como un eco.
En cuanto a D’Artagnan, permaneció completamente indiferente al entusiasmo de los dos hombres negros.
—¡Sí, admirable!
¡Prorsus admirabile!
—continuó Aramis—. Pero exige un estudio en profundidad de los Padres de la Iglesia y de las Escrituras. Ahora bien, yo he confesado a estos sabios eclesiásticos, y ello con toda humildad, que las vigilias de los cuerpos de guardia y el servicio del rey me habían hecho descuidar algo el estudio. Me encontraría, pues, más a mi gusto,
facilius natans
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, en un tema de mi elección, que sería a esas rudas cuestiones teológicas lo que la moral es a la metafísica en filosofía.
D’Artagnan se aburría profundamente, el cura también.
—¡Ved qué exordio! —exclamó el jesuita.
—
Exordium
—repitió el cura por decir algo.
—
Quemadmodum inter coelorum inmensitatem
.
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Aramis lanzó una ojeada hacia el lado de D’Artagnan y vio que su amigo bostezaba hasta desencajarse la mandíbula.
—Hablemos francés, padre mío —le dijo al jesuita—. El señor D’Artagnan gustará con más viveza de nuestras palabras.
—Sí, yo estoy cansado de la ruta —dijo D’Artagnan—, y todo ese latín se me escapa.
—De acuerdo —dijo el jesuita un poco despechado, mientras el cura, transportado de gozo, volvía hacia D’Artagnan una mirada llena de agradecimiento—; bien, ved el partido que se sacaría de esa glosa.
—Moisés, servidor de Dios… no es más que servidor, oídlo bien. Moisés bendice con las manos; se hace sostener los dos brazos, mientras los hebreos baten a sus enemigos; por tanto, bendice con las dos manos. Además que el Evangelio dice:
Imponite manus
[130]
, y no monum; imponed las manos, y no la mano.
—Imponed las manos —repitió el cura haciendo un gesto.
—Por el contrario, a San Pedro, de quien los papas son sucesores —continuó el jesuita—,
Porrigite digitos
. Presentad los dedos, ¿estáis ahora?
—Ciertamente —respondió Aramis lleno de delectación—, pero el asunto es sutil.
—¡Los dedos! —prosiguió el jesuita—. San Pedro bendice con los dedos. El papa bendice por tanto con los dedos también. Y ¿con cuántos dedos bendice? Con tres dedos: uno para el Padre, otro para el Hijo y otro para el Espíritu Santo.
Todo el mundo se persignó; D’Artagnan se creyó obligado a imitar aquel ejemplo.
—El papa es sucesor de San Pedro y representa los tres poderes divinos; el resto,
ordines inferiores
de la jerarquía eclesiástica, bendice en el nombre de los santos arcángeles y ángeles. Los clérigos más humildes, como nuestros diáconos y sacristanes, bendicen con los hisopos, que simulan un número indefinido de dedos bendiciendo. Ahí tenéis el tema simplificado, argumentum omni
denudatum ornamento
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. Con eso yo haría —continuó el jesuita— dos volúmenes del tamaño de éste.
Y en su entusiasmo, golpeaba sobre el San Crisóstomo infolio que hacía doblarse la mesa bajo su peso.
D’Artagnan se estremeció.
—Por supuesto —dijo Aramis—, hago justicia a las bellezas de semejante tesis, pero al mismo tiempo admito que es abrumadora para mí. Yo había escogido este texto: decidme, querido D’Artagnan, si no es de vuestro gusto:
Non inutile est desiderium in oblatione
, o mejor aún: Un poco de pesadumbre no viene mal en una ofrenda al Señor.
—¡Alto ahí! —exclamó el jesuita—. Esa tesis roza la herejía; hay una proposición casi semejante en el
Augustinus
del heresiarca Jansenius
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, cuyo libro antes o después será quemado por manos del verdugo. Tened cuidado, mi joven amigo; os inclináis, mi joven amigo, hacia las falsas doctrinas; os perderéis.
—Os perderéis —dijo el cura moviendo dolorosamente la cabeza.
—Tocáis en ese famoso punto del libre arbitrio que es un escollo mortal. Abordáis de frente las insinuaciones de los pelagianos y de los semipelagianos.
—Pero, reverendo… —repuso Aramis algo aturullado por la lluvia de argumentos que se le venía encima.
—¿Cómo probaréis —continuó el jesuita sin darle tiempo a hablar— que se debe echar de menos el mundo que se ofrece a Dios? Escuchad este dilema: Dios es Dios, y el mundo es el diablo. Echar de menos al mundo es echar de menos al diablo; ahí tenéis mi conclusión.
—Es la mía también —dijo el cura.
—Pero, por favor… —dijo Aramis.
—
¡Desideras diabolum
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, desgraciado! —exclamó el jesuita.
—¡Echa de menos al diablo! Ah, mi joven amigo —prosiguió el cura gimiendo—, no echéis de menos al diablo, soy yo quien os lo suplica.
D’Artagnan creía volverse idiota; le parecía estar en una casa de locos y que iba a terminar loco como los que veía. Sólo que estaba forzado a callarse por no comprender nada de la lengua que se hablaba ante él.
—Pero escuchadme —prosiguió Aramis con una cortesía bajo la que comenzaba a apuntar un poco de impaciencia—; yo no digo que eche de menos; no, yo no pronunciaría jamás esa frase, que no sería ortodoxa…